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8. La sorpresa de la noche

Eliot me conduce al estacionamiento subterráneo del edificio y me invita a subir a un moderno y elegante auto de color plateado. Los asientos son de cuero y está bastante bien cuidado.

—¿Cuál es tu cargo en la empresa en la que trabajas? —le consulto al momento en que pone en marcha el motor y saca el vehículo del lugar.

Él levanta una ceja y me da una mirada.

—¿Desde cuándo estás interesada en lo que hago?

Me coloco el cinturón de seguridad, disimulando mientras pienso en qué contestar. No puedo decirle que me da curiosidad saber cómo pudo obtener un automóvil costoso.

—Sólo estoy creando conversación... —contesto, encogiéndome de hombros.

—¿Recuerdas la regla número dos?

Pienso un momento, empezando a enumerar las reglas en mi cabeza.

—¿No hacer preguntas...? —exteriorizo.

—Exacto.

Me cruzo de brazos y me mantengo en silencio mientras avanzamos por las angostas calles de la ciudad, hasta que él vuelve a hablar.

—¿Estarías feliz de casarte conmigo si te dijera que ocupo uno de los cargos más altos en la empresa?

—La regla número dos también debería aplicar a ti —le contesto de mala gana, logrando que se forme en sus labios una sonrisa, al entender que me he molestado—. Así que yo tampoco tengo por qué contestar tus preguntas.

—Es sólo que sé cómo eres, Deborah. Tu padre te tiene acostumbrada a recibir todo lo que deseas y esperas que yo haga lo mismo, pero estás equivocada.

Maldito, ahora está insinuando que soy una interesada.

—¿Y quién dice que no seas tú quien se va a casar conmigo por dinero?

Su respuesta se limita a un bufido y, aunque nos hemos detenido delante de un semáforo, no busca mi mirada.

Llegamos al salón de eventos que Andrea reservó para la fiesta de compromiso.

Eliot aparca el automóvil y me bajo incluso antes de que apague el motor. Comienzo a caminar a grandes pasos hasta la entrada. Él se apresura y me alcanza al tiempo en que cruzo las puertas.

—Deborah, tenemos que entrar juntos —sujeta mi brazo con algo de delicadeza—. ¿Por qué tanto apuro?

Me zafo de su agarre.

—No soporto que no contestes mis preguntas y me dejes con la palabra en la boca.

—Aceptaste las reglas —me recuerda—. No puedes quejarte de ellas ahora.

—Entonces tampoco tengo por qué darte el gusto de causar una buena impresión —lo amenazo.

Aquí, lejos de mi familia y amigos, no tengo nada que perder. Él, sin embargo, quiere quedar bien delante de la gente de su trabajo, tal y como lo había dicho Andrea. Así que pretendo usar eso a mi favor.

Suelta un suspiro de cansancio y vuelve a enredar su brazo en el mío, antes de abrir la puerta de vidrio.

—Tú ganas. Te presentaré a la gente con la que trabajo y te explicaré todo —dice en voz baja—. Pero tienes que comportarte esta noche.

—Me comportaré si no me haces enojar más —le aseguro.

Él asiente, inspeccionándome fijamente con sus ojos claros. Aparentemente le sorprende que yo esté empezando a hacer uso de mis ventajas sobre él. Pero guarda silencio, porque nos estamos acercando a Andrea y su marido.

La última vez que vi a Donovan Kendric, fue en el cumpleaños número dieciséis de su hijo. Su relación con Nívea, la madre de Eliot, estaba en un momento crítico. Ella llevaba tiempo sospechando de su infidelidad y, cuando al fin lo confirmó, no dudó en enfrentarlo. A pesar de seguir amándolo hasta ahora, ella no quería que Eliot tuviera en su vida una influencia tan mala como su padre. Por eso su sorpresa y dolor fue aún más grande cuando él decidió ir a vivir con éste al sur.

Donovan me saluda extendiendo los brazos amablemente y me veo forzada a darle un abrazo. Sigue siendo un hombre bien cuidado y elegante. Su cabello se ha vuelto blanco en partes, lo que contrasta aún más la diferencia de edad que hay entre Andrea y él.

—Te has vuelto toda una mujercita —me aprieta entre sus brazos con fuerza y besa mis mejillas—. Y, además, te ves espléndida.

—Gracias, señor —contesto como puedo, ya que su agarre me corta el aire.

Él me suelta y me aparto disimuladamente, para saludar a Andrea. Eliot le pasa la mano a su padre y le hace a la mujer un discreto saludo con la cabeza. Al instante Lorelei se abalanza a sus brazos y le besa la mejilla. Cuando se fija en que la miro frunce el ceño y me muestra su lengua.

—Deborah y yo nos esforzamos para que la fiesta sea un éxito —le dice Andrea a Eliot, mientras coloca una mano en mi hombro y me atrae hacia ella—. Espero que sea lo que esperas.

El salón es bastante amplio. Tal vez más de lo necesario, pues su madrastra sólo ha invitado a los directivos de la empresa en la que Eliot trabaja, además de algunos conocidos de ella y Donovan.

Hasta donde tengo entendido, Eliot no tiene amigos fuera del trabajo. O, al menos eso es lo que Andrea dijo. A pesar de que todavía recuerdo bien al hombre que conocí en el aeropuerto de la capital, quien parecía llevarse bastante bien con mi prometido. Sin embargo, cuando le consulté a ella al respecto, aseguró no conocer a nadie con esa descripción.

—Recuerdo cuando eras una niña —comenta Donovan, sacándome de mis pensamientos y haciéndome sentir vergüenza al notar que me había estado observando—. Solías quedarte horas pintando cuadros en el pórtico de tu casa. Siempre fuiste una chica inteligente, y me alegra saber que mis nietos lo serán. Y muy hermosos, también. Especialmente si heredan esas pecas tan peculiares.

Le muestro una sonrisa y él voltea a ocuparse de Lorie, quien ahora lo llama con insistencia, porque evidentemente le molesta que hable conmigo. Eliot se acerca a mi oído y susurra.

—No los voy a querer si sacan tus pecas.

Lo miro con el ceño fruncido y no tardo en replicar.

—No te preocupes por eso. No pienso tener hijos contigo.

Él modula una mueca de burla ante mi enojo.

—Los tendremos —dice convencido—. Y me aseguraré de que practiquemos mucho antes.

Entonces me hace un guiño y se aleja hacia Andrea, para preguntarle sobre las bebidas, mientras yo aprieto los puños.

De verdad no se puede aguantar las ganas que tiene de fastidiarme.

Eliot cumple en presentarme a la gente que va llegando a la fiesta y explicarme en voz baja el cargo que desempeña cada uno de ellos en la empresa. Por supuesto que, al cabo de unos minutos, ya estoy completamente mareada de tantos nombres y ocupaciones.

Nos encontramos hablando con una mujer que había dicho ser encargada de Recursos Humanos y que me ha mirado bastante mal, por cierto, al verme sujeta al brazo de mi apuesto prometido.

—¡Al fin puedo conocer a la afortunada que se casará contigo! —una voz masculina llama la atención a nuestras espaldas.

Él y yo nos giramos al mismo tiempo, mientras una enorme sonrisa se va formando en los labios de mi prometido y yo, sin embargo, me quedo sin aire al ver de quién se trata.

—Pero, si ya la conoces, Henry —le contesta Eliot y él, al mirarme, parece haber visto al mismo fantasma que veo yo, cuando mi prometido le explica—. Es Deborah Dawson. La recuerdas, ¿no?

La sorpresa en el rostro de Henry no tarda en transformarse en risas.

—¡Deborah! ¡Oh, claro que la recuerdo! —Me da un abrazo fraterno, de esos que guardan años de no habernos visto. A mí, sin embargo, me toma unos segundos más reaccionar, antes de devolverle el gesto a quien fuera el amor de mi infancia—. No me dijiste que se trataba de ella. ¡Te lo tenías bien guardado, Eliot!

Mi prometido nos mira con alegría, pero sólo me fijo en él durante lo que dura un parpadeo. No puedo dejar de observar a Henry una vez que corta el contacto.

Se ve, por supuesto, más adulto. Lleva su cabello rubio bien corto y pulcro. Su rostro no muestra señales de barba ni nada fuera de su lugar. Sigue transmitiendo ese aire de monarca sexy y empoderado. Y, aunque antes hubiera creído que era imposible, luce incluso más lindo de lo que fue en su adolescencia.

—Tampoco me dijo a mí que seguía siendo amigo tuyo —contesto, algo tímida. Por alguna razón vuelvo a sentir delante de él la vergüenza que me daba cuando iba a casa y me saludaba con esa sonrisa tan perfecta que tiene.

—No soy su amigo, soy su jefe —bromea Henry y ambos se echan a reír—. Eliot trabaja en las Empresas Graham, ¿no te lo dijo?

Me limito a sonreír, porque no puedo decir que mi prometido no me cuenta absolutamente nada. Afortunadamente, Henry lo deja pasar y continúa hablando.

—Este hombre es mi mano derecha. Organiza mi vida entera y estoy seguro de que sin él no podría siquiera atarme los cordones correctamente.

—Eso es totalmente cierto —contesta Eliot—. Pero dame algo de crédito, también soy tu mejor amigo.

—Claro —acepta el otro—. Ahora quiero que me cuenten la historia completa. No puedo creer que sea Deborah la mujer por la que has perdido la cabeza.

Nos acercamos a una mesa y nos acomodamos alrededor de ella.

Eliot comienza a contarle la misma historia que ya podríamos dar por "oficial", pues es la que le decimos a todo el mundo. Henry lo interrumpe un momento después.

—Disculpen, veo que está llegando mi madre y no se estaba sintiendo muy bien. Iré a decirle que mejor se retire a descansar —no espera nuestra respuesta y se dirige rápidamente hacia la entrada principal. Me fijo en que la mirada de Eliot está clavada en esa dirección, entonces volteo la vista y los observo. Distingo a la señora Graham, a pesar de que a ella tampoco la veo desde hace mucho tiempo. Tal como dijo Henry, no parece sentirse nada bien. Se la ve pálida y tiesa mientras su hijo le habla casi al oído. Entonces él le hace una seña a una joven que está con ellos, indicándole dónde estamos, y acompaña a su madre de vuelta al exterior.

Me fijo en la joven mientras se está acercando. Luce un radiante y tentador vestido corto de color rojo. Su cabello rubio cae a la altura de sus hombros en delicadas ondulaciones hechas de forma artificial. Sus labios enmarcados en carmín dibujan una extraña mueca cuando llega hasta nosotros.

—Así que mi hermano tenía razón —susurra mientras me observa fijamente—. Esa melena pelirroja sólo puede pertenecer a la familia Dawson.

Me pongo de pie y le doy un abrazo a Astrid, la melliza de Henry. La recuerdo perfectamente, pues fue la única novia que tuvo mi hermano.

—Hace demasiado tiempo —comento.

La última vez que recuerdo haberla visto fue luego del velorio de Dylan. Estaba casi tan destrozada como lo estaba yo, aunque ella lo ocultaba debajo de unas gafas negras.

—Deborah, te ves muy bien —me admira de arriba abajo—. Ya entiendo por qué Eliot te eligió a ti —se detiene ahí por un momento y lleva la vista a mi prometido, con una mirada juguetona, antes de agregar—. Digo, de entre todas las chicas que mueren por estar con él.

Henry vuelve en ese momento y se acomoda de nuevo en su asiento, al lado de Eliot. Así que Astrid toma una copa de champagne del mozo que acaba de pasar y se ubica a mi lado.

Por pedido de su mejor amigo, Eliot continúa su relato sobre nuestro supuesto reencuentro amoroso. De entre todas las personas a las que tenemos que hacer creer esta historia, ellos dos deben ser los más difíciles de engañar. Puesto que ambos eran extremadamente cercanos a Eliot y a Dylan, antes de su muerte.

—Pues quién lo iba a decir, ¿no? —comenta Astrid en un tono que oculta desconfianza—. Que ustedes dos se hayan gustado desde niños, es difícil de creer. En especial porque Eliot siempre tuvo a las chicas que quiso a su lado —lleva ahora la mirada a él, sin disimulo, antes de acotar lo siguiente—. Si querías a Deborah, ¿por qué no la tuviste en ese entonces?

—Ella era muy pequeña, no me habría hecho caso —se defiende él, buscando volcar el marcador a nuestro favor.

—Es verdad —acepta Henry—. Además, Dylan era muy celoso. Lo más probable hubiera sido que no te dejara acercarte a su hermana.

Me da mucha ternura que Henry hable de Dylan. Sobre todo, luego de que Eliot me prohibiera mencionarlo.

—Totalmente —acepta Eliot—. De hecho, una vez casi le robé a Deborah un beso, hasta que él nos vio y tuve que contenerme.

Ahora que Eliot lo menciona, me viene el recuerdo de esa noche. Yo tenía alrededor de nueve años. Estaba leyendo en el pórtico de casa cuando él salió a la vereda acompañado de una chica y se despidieron a los besos. Cuando estuvo solo se acercó a donde estaba y comenzó a conversar conmigo. Así que le pregunté sobre el beso, ya que yo nunca había tenido uno. A él pareció causarle gracia mi inocencia y recuerdo que acercó su rostro al mío lo suficiente como para hacerme sentir nerviosa y susurró "si quieres saber qué se siente un beso, puedo enseñarte". Pero no llegó a hacerlo, porque Dylan salió de casa en ese momento y lo regañó de forma terrible.

Es verdad que mi hermano me cuidaba demasiado.

—¡No es posible! —comenta Henry y ambos comienzan a reír.

—Lo es —insiste Eliot—. Por culpa de eso, Dylan no me habló durante una semana.

Ellos continúan entre risas. Astrid, sin embargo, se cruza de brazos y levanta una ceja. Al instante, se pone de pie.

—Deborah, ¿me acompañas?

—Claro —contesto y la sigo hacia la mesa de bebidas.

—Esos dos nunca van a cambiar —se queja, mientras se decide entre tomar un champagne o un vino espumante.

Le sonrío en respuesta y acepto la copa que me alcanza ahora. Ella brinda conmigo y se apoya contra la mesa, mirándome fijamente.

—Deborah, dime. Si la historia que Eliot acaba de contar es cierta... ¿en qué momento dejaste de estar enamorada de mi hermano?

La bebida se cuela por mi garganta con tanto descuido que me pongo a toser.

—No... no sé de qué... estás... hablando —contesto como puedo.

Ella espera a que me recomponga, con una sonrisa en los labios.

—Vamos, ¿crees que no me daba cuenta de que babeabas cada vez que lo veías? —golpea levemente su codo contra el mío en señal de complicidad—. Somos amigas, puedes decírmelo.

—Dylan... ¿también lo sabía? —le pregunto con un miedo terrible. Después de todo, si Astrid se había percatado de ello, es muy probable que se lo haya contado a él.

—No, nunca le dije nada sobre mis sospechas —me asegura—. Y me imagino que Eliot tampoco lo sabe. Así que no te preocupes —me guiña un ojo—. Será nuestro secreto.

Dicho esto, se dirige de nuevo a la mesa. La sigo con una extraña sensación en el estómago y Eliot parece presentir que la conversación que acabamos de tener no ha sido del todo agradable, porque me analiza con la mirada.

Cuando la fiesta ya se ha llenado de gente, él llama la atención de todos y da un pequeño discurso en el que anuncia nuestro compromiso. Tengo que admitir que, si hay algo que parece dársele muy bien, es esto. Tiene una verborragia magnífica, y transmite tanta seguridad que logra que su discurso sobre haber encontrado al "amor de su vida" (que así me llama) se cuele en cada uno de los presentes. Cuando termina, el sonido de los aplausos colma el lugar y nos disponemos a bailar un discreto vals que comienza a deleitarnos con su suavidad.

—¿Tienes algo con Astrid? —suelto la pregunta sin rodeos, mientras él me lleva por la pista de baile sujetando mi cintura con una mano y mi mano con la otra.

Mi interrogante parece causarle algo de sorpresa, pero lo disimula bien.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque no parece que nuestro compromiso le haga mucha gracia... —comento.

—Es que no se lo cree. Astrid es muy inteligente, no es fácil de timar —explica—. No se creería una excusa como la nuestra así nada más.

—¿Y crees que podría ser un problema para nosotros?

—Tal vez. Pero, justamente por eso, debemos actuar bien —aproxima un poco más su rostro al mío, logrando que me llegue su fresco aroma—. Ahora que todos nos miran, por ejemplo, deberíamos darnos un beso.

Desvío la mirada de inmediato.

—No quiero besarte, Eliot... —susurro.

—Entonces lo haré yo.

Se acerca un poco más y sus labios se apoyan delicadamente en mi oreja. Planta allí un beso casi imperceptible y se mantiene así durante unos segundos. Ha tocado una zona sensible y la piel se me eriza hasta el punto en que me da un escalofrío, así que me aparto casi de golpe.

—Ya es suficiente —me excuso.

—¿Cómo vamos a fingir ser pareja si no me dejas hacer nada? —intenta disimular su queja para que nadie lo note.

—Al menos no ahora —insisto.

Ver de nuevo a Henry ha sido suficiente de emociones por esta noche.


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