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6. Las reglas

—¿Quién es el hombre del cual hablaban y por qué tiene interés en mí? —le pregunto a Eliot mientras estamos en la fila para subir a bordo.

—Hazme un favor y olvídate de esa conversación —responde cortante. Ya ha recuperado del todo su actitud desagradable.

—Pero quiero saber —insisto.

Él le entrega su pase a la azafata y sigue el camino, ignorándome por completo.

Hago lo mismo y apresuro el paso para alcanzarlo, por el extenso pasillo que comunica el salón con el avión.

—Y también quiero saber a qué problemas se refería él —me quejo, siguiéndole el paso—. Si estás metido en algo raro, ¿no te parece que yo debería saberlo?

Rueda los ojos y cruza la puerta de la aeronave, sin detener el paso.

—Como vuelvas a mencionar algo de eso, lo vas a lamentar —me amenaza.

Frunzo el ceño y lo empujo en medio de los asientos con mi bolso de mano. Se disculpa con una señora a la que acaba de golpear debido a mis empujones y se vuelve para observarme con mala cara.

—Compórtate —me regaña como si yo fuera una niña.

—Entonces no me amenaces —le susurro, molesta—. ¿O acaso tengo que llamar a Keene para que me trates bien?

Su expresión se torna confusa.

—¿A quién?

—A tu amigo... —contesto, aunque ahora ya es obvio para mí que el nombre en la tarjeta es falso, como había supuesto.

—Ah, sí. Keene... Claro —Eliot suelta un bufido—. Llámalo si quieres, no me importa. Y no es mi amigo.

Se detiene delante de los que serán nuestros asientos y acomoda los bolsos de mano en los compartimientos de arriba, antes de ubicarse en el lugar que da directamente a la ventanilla.

No estoy acostumbrada a viajar en clase económica y por ello no me siento demasiado cómoda. Principalmente porque no hay televisor y me aburro.

Estoy sentada en medio de mi prometido y una joven, con quien charlo la mayor parte del viaje. Hablamos sobre sus cantantes favoritos, muchos de los cuales son también los míos. Eliot se pasa leyendo su libro y casi no repara en mí en todo el vuelo. Lastimosamente requiere de varias horas llegar a la ciudad del sur.

—No veo la hora de estar ahí —le comento a mi prometido cuando nos traen los bocadillos y él deja por fin de lado esa tediosa lectura sobre finanzas—. Estoy muy aburrida.

—¿Aburrida? Si no cerraste el pico en todo el vuelo. Ya debes haber cansado a esa pobre chica.

Karen, que así se llama la niña, suelta una breve risita que me hace pensar que Eliot lleva la razón. Intento ocultar la quemazón de mis mejillas. Aun así, me molesta que me lo haya dicho, y además delante de ella. Para no responderle y comenzar a discutir con él, me limito a abrir el envoltorio del muffin y llevarlo a la boca.

—Esto está delicioso —comento, disfrutando del sabor de vainilla mezclada con chocolate. Él me observa de reojo, con una media sonrisa curiosa. Se bebe el vino que le ha traído la aeromoza y pone su propio muffin sobre mi regazo. Así que me lo como un momento después.

El tiempo parece pasar un poco más rápido una vez que tengo el estómago lleno.

Me cubro los hombros con mi chaqueta apenas bajamos del avión, sin embargo, mis pies se sienten como si alguien me estuviera pasando una barra de hielo por debajo de ellos. No creo poder acostumbrarme al frío que hace en esta ciudad.

No dejo de tiritar, mientras esperamos el taxi que nos llevará al departamento de Eliot.

—Aquí hace mucho más frío durante la noche... —resalto, arrimándome un poco más a mi prometido, como forma de resguardarme del viento.

—Pues, al entrar el sol, lo lógico es que baje la temperatura —se burla de mí—. Debiste haber traído un saco más pesado.

—Tal vez tú deberías habérmelo aconsejado —lo regaño—. O podrías darme tu propio saco.

—No lo haré, Deborah. Tienes que aprender a no ser una malcriada.

Frunzo el ceño y me aparto de él. A pesar de sentir más fresco al hacerlo.

—No lo soy —le contesto con molestia—. Lo que pasa es que tú eres descortés.

No me responde, igual que siempre. Y no puedo evitar compararlo con Henry, su amigo que me gustaba.

En una situación similar, Henry jamás me hubiera dejado pasando frío. Se habría sacado su propio saco para dármelo. Se habría quedado desnudo en la calle de ser necesario.

Pero yo iré a casarme con el rey de los imbéciles.

Él le hace una seña al taxi para que se detenga y, una vez que lo ha hecho, acomoda nuestras cosas en la cajuela. Yo me meto al asiento trasero, sin esperarlo. Se sube a mi lado un segundo después y le da las coordenadas al conductor.

Me froto las manos, para volver a entrar en calor, mientras el vehículo se mueve. Todavía me tiemblan los labios. Eliot me mira de reojo y esboza una sonrisa irónica.

—Parece que me va a tomar más tiempo del que creía... —murmura.

—¿Qué cosa?

—Lograr que dejes de ser tan inútil —a pesar de decir aquello, se saca la chaqueta y la coloca sobre mis muslos, envolviendo mis piernas—. No te acostumbres a esto —sugiere, al ver que me alegro por lo que acaba de hacer—. Soy tu prometido, no tu padre.

—Gracias... —susurro, pero vuelve a ignorarme.

Al llegar a su edificio subimos hasta el piso dieciséis. Eliot abre la puerta principal de su departamento y ambos ingresamos. Acarrea nuestras valijas por la escalera que lleva a su habitación, y al llegar arriba las deja a un lado, contra la pared.

Miro la amplia cama y recién ahí caigo en cuenta de que vivir con mi prometido implica, irremediablemente, dormir a su lado.

Mis ojos parecen comunicar mi preocupación, porque Eliot se mete al baño y me habla desde allí.

—Tendremos que compartir el baño, porque es el único que tiene ducha. Pero yo dormiré abajo, en el sofá.

Su declaración me produce un intenso alivio.

Él cierra la puerta y lo escucho abrir la canilla un segundo después. Aparentemente ha entrado a darse una ducha.

Me siento en la cama y hago cortos movimientos sobre ella, probando su comodidad. Está bastante bien, aunque no es mejor que la que tengo en casa de mis padres.

Abro el ropero y veo que está casi vacío de un lado. Él parece haber preparado el espacio para que yo coloque mis cosas. En la compuerta contigua hay varios trajes colgados y bien ordenados. Aparentemente su trabajo lo obliga a vestirse formal a menudo.

Comienzo a acomodar mis cosas en cada uno de los cajones. Afortunadamente no traje ni un cuarto de mis ropas, porque no habrían cabido en este armario tan pequeño.

Se siente algo raro el cambio de ambiente. Y me asusta saber que estoy entrando a una nueva vida sin tantas comodidades.

Eliot sale bañado y vestido cuando ya he terminado de ordenar gran parte de mis cosas. No me dice nada y simplemente cruza la puerta que da a las escaleras.

Cierro con llave y me meto a ducharme yo también.

El lugar huele muy bien para ser el baño de un hombre soltero.

Bajo a la sala un momento después, en un vestido de cama. El aroma de carne cocida despierta mi apetito al instante. Encuentro a Eliot delante de la cocina, terminando de preparar la cena. Sobre la mesada hay dos platos con sus respectivos cubiertos. Así que me siento delante de uno de ellos.

Él se acerca a servirme la comida. Levanta la vista por un segundo, observándome, y la baja de nuevo sobre lo que está haciendo.

—Definitivamente ya no eres una niña —susurra, insinuando una sonrisa. Yo levanto la mano y acomodo la tela para cubrir mejor mi pecho, al momento en que él vuelve a hablar—. Aunque te sigas comportando como una.

No le respondo, para darle una cucharada de su propia medicina. Me dedico a comer, sin emitir sonido alguno. Pero no me dura demasiado. Si hay algo que me molesta es el silencio. Me hace sentir muy sola.

—Tendré que ponerle algo de color a este departamento —comento un momento después—. Tal vez pinte un cuadro y lo ubique en ese espacio —señalo un área libre en la pared color beige, sobre una mesita en la que bien podría ir también un jarro con flores—. ¿Te molestaría que decore un poco?

—Puedes hacer lo que quieras, siempre y cuando no sea un problema para mí.

—Y ahí vamos de nuevo con esas reglas... —me quejo—. ¿Ya me vas a decir cuáles son?

—¿De verdad quieres hablar de ello ahora? Porque no te van a agradar, te lo aseguro.

Frunzo el ceño y me pongo de pie, dejando mi cena por la mitad. Intenté hacer un esfuerzo por tener una conversación serena, pero con él no se puede. Coloco ambas manos sobre la mesa y lo observo, molesta.

—¿Se supone que debo esperar a que seas tú quien quiera hablarlo?

Él suelta un resoplido y continúa dedicándose a su comida, como si yo no hubiera hablado.

Maldito infeliz.

Me voy a la habitación dando zancadas y me encierro allí, asegurándome de dar un buen portazo. Ubico la almohada contra el respaldo de la cama y recuesto la espalda contra ésta.

Pasan al menos veinte minutos antes de que Eliot ingrese despacio y se siente sobre el colchón, del lado en el que estoy, observándome fijamente.

—Podemos hablar —dispone.

—¿Luego de que ya cenaste todo y yo me he quedado con hambre? —me cruzo de brazos—. Ahora soy yo quien no quiere hacerlo.

Agacha la cabeza y se la sostiene con las manos.

—Eres insoportable... —murmura. Entonces me pierde la paciencia, se aproxima aún más y toma mi muñeca. Levanta mi mano a la altura de mi rostro—. ¿Ves esto? —pregunta, acercando mi anillo a mis ojos—. Cuando lo aceptaste, aceptaste también mis malditas reglas. Así que ahora las vas a oír, quieras o no.

Asiento, algo asombrada por su reacción. Él me suelta y se pone de pie. Comienza a dar vueltas por la habitación.

—Lo primero que tienes que saber es que no voy a serte fiel —se detiene de golpe y me observa de reojo, como si esperara resistencia de mi parte.

Pero no me molesta que no lo sea. No siento nada por él y, así como van las cosas, dudo que alguna vez llegue a hacerlo.

Sin embargo, su declaración me genera una duda.

—¿Estás enamorado de alguien más?

—No, no lo estoy —me asegura, acercándose un poco, sin atreverse a hacerlo del todo —. Pero hay una mujer... —piensa un momento, como decidiendo qué sería conveniente decir—. Y necesito acercarme más a ella.

—¿A qué te refieres con "acercarte"?

Evita mi mirada, dejándola clavada en la pared.

—La segunda regla es que no hagas demasiadas preguntas.

—Esa no la voy a poder cumplir —levanto una ceja—. Soy muy curiosa.

Él rueda los ojos y casi distingo una sonrisa.

—Entonces la cambiaré —propone—. Puedes hacer todas las preguntas que quieras, pero no esperes que responda ninguna.

—Nunca lo haces, después de todo —me quejo, pero no se inmuta—. Y eso sólo me da más ganas de entender qué es lo que te traes entre manos y quién era ese extraño hombre que conocí en el aeropuerto.

—Te dije que lo olvides —me regaña—. Esto no es un juego, Deborah.

—Pues quisiera saber qué es...

Se acerca aún más, molesto por mi insistencia, y me observa desde arriba ahora.

—Si quieres quemarte la cabeza con eso, hazlo. Sólo no se te ocurra volver a mencionarlo —se lleva las manos a los bolsillos, sin dejar de observarme—. Estoy hablando en serio.

Intenta intimidarme y, a decir verdad, lo logra bastante.

—Bien... —me limito a contestar y él prosigue.

—La tercera regla es que no me hables de tu hermano.

Me quedo helada al escucharlo decir eso.

¿Por qué? ¿Por qué no quiere que mencione a Dylan?

—No... no entiendo —susurro. Pero él no parece querer darme una explicación y pasa a lo siguiente.

—La cuarta regla es... no llorar.

Lo observo, aún sin comprender, por lo que continúa.

—Si peleamos, discutimos, o lo que sea que ocurra... Podrás gritarme, golpearme, insultarme, pero jamás llorar. ¿Oíste? —dice, observándome fijamente—. Aun cuando muera tu padre.

Arrugo la mirada, incrédula.

—¡Me estás pidiendo algo imposible! —mis ojos comienzan a irritarse de solo escucharlo mencionar la posible muerte de mi padre—. ¿Qué clase de persona sin sentimientos eres?

Él se cubre el rostro con las manos y se aprieta la sien en señal de cansancio.

—Si hay algo que detesto es ver a la gente llorar —explica, empezando a perder la calma—. No existe muestra más absurda de debilidad. Es completamente inútil, no lleva a nada. Si la vida te golpea, levántate y pelea. ¡Es tan sencillo como eso!

—¡No es tan sencillo! —levanto la voz también, mientras comienzo a sentir el anuncio de unas lágrimas que se asoman. Y es que me siento mucho más frágil desde que papá enfermó. Esto está resultando ser demasiado para mí y me dejo vencer a menudo por el llanto—. A veces uno necesita desahogarse.

Él se percata de mi aflicción y se aleja sin dudarlo.

—No puedo creer que empieces a llorar, cuando acabo de ser bien claro con respecto a ello —se queja, poniéndose extrañamente nervioso. Ni siquiera parece ser capaz de sostener mi mirada ahora que mis mejillas han comenzado a mojarse—. ¡Ya veo que no respetarás ninguna de las reglas!

Me observa ahora desde la puerta, de reojo, intentando no dejarse superar por la rabia.

—Ni siquiera recuerdo bien cuáles son... —confieso, sobando mi nariz.

Desde que mencionó a mi hermano y a mi padre, me he olvidado de todo lo anterior.

Él echa la cabeza hacia atrás y suelta un suspiro, antes de comenzar a citarlas.

—Primera, no esperes que sea fiel. Segunda, no deberás hacer preguntas. Tercera, no hablarás de tu hermano. Cuarta, no llorarás.

Me cruzo de brazos, recobrando la calma que el dolor amenazó con hacerme perder.

—¿Eso es todo, su majestad? —pregunto con ironía.

—No, falta la regla número cinco —contesta, haciendo caso omiso de mi burla—. La más importante; no te enamores de mí.

Arrugo el entrecejo, completamente ofendida ya.

—¿De verdad? —le pregunto, con un nudo en la garganta—. ¿De verdad crees que podría enamorarme de alguien como tú? —Me levanto de la cama. La furia es tan grande que me olvido por un segundo del miedo que me da su presencia—. ¡Eres frío, cruel y detestable!

Él me observa, sin nada de remordimiento. No contesta, se mantiene imperturbable a pesar de mis reclamos.

—Al principio pensé que al menos podríamos llevarnos bien —continúo—. Pero ahora veo que no.

Mis labios comienzan a temblar, de la rabia y las ganas de llorar que me apremian.

Él rueda los ojos y abre la puerta como para poner fin a la conversación y retirarse. Entonces parece pensarlo mejor y se detiene por un segundo.

—Se me acaba de ocurrir una regla más... —apunta—. Quiero que vuelvas a tu color de cabello natural.

—¿Mi cabello...? ¿Qué clase de regla es esa?

—Es más bien un castigo —contesta, orgulloso de sí mismo—. Antes del fin de semana enviaré a un colorista para que se ocupe de eso.

—Entonces, básicamente, debo aceptar que estés con otras mujeres, quedarme con miles de dudas en la cabeza, evitar hablar de mi difunto hermano y, aun así, aguantarme las ganas de llorar cada vez que quiera hacerlo. Y ni siquiera puedo elegir el color de cabello que quiero usar —digo furiosa—. ¡Esto será una cárcel, no un matrimonio!

—Una cárcel a la que te sometiste voluntariamente —me recuerda, con una mirada triunfal—. Además, lo de tu cabello puedes considerarlo un favor para tu carrera. Después de todo, ¿qué clase de artista arruina una obra tan bonita?

Dicho esto, apaga la luz y sale de la habitación, cerrando la puerta tras de sí y dejándome totalmente a oscuras.

Tomo la almohada que está sin uso y la aprieto contra mi rostro para cubrir los gritos que, incontrolablemente, comienzo a soltar. Y luego me lamento, hasta quedarme dormida.


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