2. En sus manos
La mirada de asombro de Eliot me obliga a explicarme mejor.
—Vine aquí a decirte que quiero casarme contigo. O, mejor dicho, debo hacerlo.
—"Debes" casarte conmigo —repite, con un dejo de sarcasmo—. Pero no estás enamorada de mí.
—Así es —refuerzo, a pesar de que no parece creerme ni un poco.
Eliot se aparta de la baranda y comienza a recorrer el extenso espacio del balcón que bordea el departamento entero por fuera. A pesar de lo absurda que se oye mi petición, él parece estar pensando en ella. O al menos se lo ve pensativo.
Lo observo a medida que va moviéndose con las manos entrelazadas.
—Tomaste un avión desde la capital para pedirle que se case contigo a alguien a quien no ves desde hace más de diez años... ¿Por qué? —pregunta, deteniéndose de repente y encontrando mis ojos.
Sabía que tendría que explicarle la razón de mi decisión. Estaba preparada para esto. Para lo que no estaba preparada era para sentirme como si estuviera delante de un completo extraño.
Es verdad que no nos vemos hace demasiado tiempo y nunca fuimos precisamente amigos. Pero la familia de Eliot vivió frente a nuestra casa desde que él era un bebé y yo ni siquiera estaba en el vientre de mi madre. Mi hermano y él se volvieron mejores amigos. Llegó un punto en el que eran inseparables. Iban juntos al colegio, hacían prácticas de tenis y, por tanto, Eliot iba a casa todos los días. Hasta que Dylan murió.
—Mi padre siempre te ha tenido mucho cariño —confieso, sintiendo como la tristeza comienza a asaltar lentamente mi pecho—. Siempre se acuerda de ti y le pregunta a tu madre cómo te está yendo.
Eliot agacha levemente la cabeza, observando el suelo ahora.
—Pasaba mucho tiempo con Dylan y conmigo —recuerda—. Tu padre nos enseñó a jugar al tenis. Fue él quien hizo que me encantara ese deporte —sus labios curvan una muy leve sonrisa, pero sólo dura un segundo. Se sacude la cabeza y levanta de nuevo la mirada hacia mí—. Ve al punto, Deborah. No puedo estar escuchándote el día entero.
Junto mis manos y asiento. Volteo sobre mí misma y me mantengo dándole la espalda, debido a lo que diré a continuación.
—Está muy enfermo y probablemente no pase un año más con nosotros —mis palabras se traban ahí. Respiro tres veces seguidas, intentando disimular la tristeza que me acaba de invadir. Eliot no emite sonido alguno, ni siquiera lo escucho moverse detrás de mí. Espero un momento más, hasta calmarme y luego continúo—. Él cree que necesito alguien que cuide de mí, que me contenga cuando... no esté. Sabes que siempre me ha sobreprotegido. Y ahora tiene mucho miedo. Miedo de que me quede sola.
—¿Por qué yo? —insiste.
Me cuesta expresar lo siguiente, porque siento en mi garganta la presión del llanto que se aproxima.
—Él no me ha dicho nada al respecto. Estoy segura de que no quería ponerme en esta situación. Pero le dijo a mi madre que siempre le gustaste para mí —se me escapa una sonrisa triste—. También le dijo que lo único que podría hacerlo feliz ahora sería irse sabiendo que estaré en buenas manos... Tus manos.
De pronto lo percibo tras de mí. Sus brazos se cuelan a ambos costados de mi cintura y descansan en la baranda contra la que estoy recostada. Su pecho se apoya levemente contra mi espalda, la cual se contrae instintivamente, y siento su respiración tocar mi nuca.
—¿Qué le hace pensar que mis manos son buenas? —susurra en mi oído.
Inspiro fuerte, procurando que me llegue a los pulmones el aire de las montañas, pero sólo me toca la fragancia fresca y seductora de su perfume.
—Él piensa que eres el mismo chico que vino al sur buscando abrir su propio camino.
—¿Y qué piensas tú, ahora que me has vuelto a ver...? —sus palabras suenan despacio, lentas, como si las calculara fríamente antes de sacarlas afuera.
—Creo que ya no lo eres.
Mueve sus manos de improvisto. Con la izquierda rodea mi cintura y me atrae hacia él. Levanta la derecha y sostiene la parte baja de mi rostro, girándolo con hosquedad hasta encontrar mis ojos con los suyos.
—No lo soy, Deborah. Ese chico que conociste se perdió hace mucho tiempo —asegura, sin sacarme de encima sus ojos grises—. Si vas a estar conmigo, primero tienes que entender eso.
—Tal vez puedas hacerlo volver —murmuro, sin poder apartarme de su gélida mirada.
Niega con seguridad.
—Es imposible. Está tan muerto como tu hermano.
Sus palabras me golpean el pecho.
Duele. Duele que se muestre tan cruel, que hable de Dylan como si no importara.
El ardor en mis ojos se hace cada vez más intenso. Ya no lo puedo contener y dejo escapar mis lágrimas. Eliot me suelta y se aparta de mí.
—Eres débil —escupe las palabras con rabia—. Tu padre tiene razón. Eres débil y no soportarás perderlo. Pero, ¿sabes qué? Mejor vuelve a tu casa, porque tampoco soportarás pasar el resto de tu vida conmigo.
—Sí lo haré —pronuncio como puedo, intentando hacer a un lado la tristeza que me ha envuelto. Volteo cuando comprendo que se está alejando y ya ha atravesado las puertas de vidrio—. ¡Lo haré si es necesario!
Él se detiene al inicio de la escalera. No me observa, pero parece estar decidiendo.
—Tú necesitas alguien que te contenga cuando él se vaya. Yo no soy esa persona.
—Lo que necesito es cumplirle este último deseo —insisto, secando mis mejillas con la manga de mi blusa—. Darle el gusto de que se vaya con la tranquilidad que merece, luego de todo el amor y la atención que me dio.
Mis lágrimas vuelven a correr por mi piel. Eliot suelta un suspiro audible y lleva los ojos hacia arriba. Su mirada baja de nuevo al cabo de unos segundos y se fija en mí. Su expresión no es de lástima ni curiosidad. Es fría, cruda, indiferente.
—Lárgate de aquí —me ordena.
Siento que el aire se me traba en la garganta. Me acerco hacia él.
No puedo perder esta oportunidad. Debo convencerlo como sea.
—Eliot, por favor escúchame. Sé que te estoy pidiendo demasiado, pero...
Él no me deja terminar, me toma del brazo y me lleva hasta la puerta de entrada.
—Te dije que te largues —dice con rabia—. Saca tu trasero pecoso de mi casa.
Sus dedos se clavan en mi piel con determinación. Me estira, hasta sacarme a la fuerza, y luego cierra la puerta en mis narices. Su rudeza provoca que mi llanto se vuelva más fuerte, no lo puedo evitar. No me puedo ir a casa así. No puedo dejar de hacer lo único que puedo hacer por mi padre ahora: Casarme con Eliot.
Sollozo enérgicamente, cubriéndome el rostro con las manos. Él cierra la puerta de su habitación con tanta fuerza que el ruido llega hasta donde estoy.
En vano espero durante varios minutos, porque no vuelve a salir.
¿En qué momento se convirtió en una persona tan fría?
Mi llanto termina por cesar al cabo de al menos media hora. Sigo acurrucada en un rincón del pasillo, cuando la puerta se vuelve a abrir.
—¿Todavía sigues aquí?
Levanto la vista hasta él. Está cerrando el departamento con llave. Cuando termina, pasa a mi lado como si nada y aprieta el botón del ascensor.
—No me puedo ir —contesto, poniéndome de pie—. Necesito que me des una oportunidad.
Su sonrisa se curva a un lado y ni siquiera me observa antes de contestar.
—¿Tienes idea de cuántas chicas me piden eso mismo todos los días?
Niego con la cabeza, con mis manos entrelazadas en mi pecho.
—Supongo que muchas, pero...
Las puertas de metal se abren y él las sostiene con una mano.
—Ninguna —me corta, girando ahora el rostro hacia mí—. Nadie quiere una relación seria conmigo, Deborah. Y tú tampoco deberías hacerlo.
—No hago esto por ti o por mí —le recuerdo—. Lo hago por mi padre y no cambiaré de opinión, por mucho que lo intentes.
Él rueda los ojos y se mete al ascensor.
—Lo pensaré —propone—. Pero, si no tienes noticias mías para mañana, deberás volver a la capital y no molestarme nunca más.
Asiento, sintiendo una leve esperanza.
—Gracias, en verdad necesito hacer esto.
Sube la mano con la que no está sosteniendo la puerta y me hace una seña para que me acerque. Me aproximo a él despacio, pero me impide el paso al ascensor. Acerca su rostro brevemente al mío.
—No me interesa —asegura, sin dejar de verme a los ojos—. No me interesas tú, tu padre o tus razones para estar conmigo. Métete eso en la cabeza.
Las puertas se cierran antes de que le pueda responder. Me hago a un lado y me dejo caer contra la pared.
Mi futuro está en sus manos ahora. En esas manos que él mismo me dijo que no son buenas.
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