1. ¿Te casarías conmigo?
"Eliot Kendric, ¿te casarías conmigo?" Repito en mi mente por tercera vez, recostada contra la pared interior del edificio, afuera del que creo que es su departamento. Las palabras suenan tan absurdas en mi cabeza como se escucharán cuando se las diga en voz alta. Después de todo, Eliot no me ve desde hace al menos doce años... Y nunca fuimos nada.
La luz matutina se abre paso a través de los ventanales que coronan un lado del extenso pasillo del piso dieciséis. La puerta del departamento ciento sesenta y cuatro se abre de repente y una mujer joven hace aparición. Me saluda al paso, por lo que aprovecho la ocasión para hablarle.
—Disculpa, ¿aquí vive Eliot Kendric? —pregunto, señalando la puerta de al lado, que lleva plasmados en color dorado los números uno, seis y cinco.
Ella me observa de arriba abajo, con una mueca que parece denotar interés.
—Sí, allí vive él —contesta con algo de gracia—. Y lamento decepcionarte, linda, pero anoche durmió con alguien más. Su habitación da contra mi baño y, pues... Se los escuchó bastante.
Asiento, algo sorprendida. Su madre dijo que no tiene pareja, pero tal vez se equivocó.
—Entonces, ¿tiene novia? —doy un paso hacia ella, sujetando mi cartera contra mi hombro.
Tal vez me apresuré al venir hasta aquí.
Se detiene antes de ingresar al ascensor y gira de nuevo hasta encontrar mis ojos.
—¿Novia? No, por muy bueno que está ese malnacido, créeme que nadie lo aguantaría.
Me quedo mirándola sin emitir sonido, sin saber qué decir. Ella se encoje de hombros y, acto seguido, se pierde tras las puertas de metal, las cuales se cierran a sus espaldas.
Paso al menos diez minutos más observando la entrada del departamento de Eliot, dudando si debería seguir con esto o volver a casa. Sin embargo, no recorrí tantos kilómetros desde la capital hasta aquí sólo para volver con las manos vacías. Inspiro todo el aire que puede caber en mis pulmones y lo dejo salir en cortos intervalos antes de decidirme a tocar el timbre.
Si me voy a ir, al menos será con un "no" como respuesta.
La puerta se abre un minuto después. Me recibe Eliot. O al menos creo que se trata de él. Y, aunque luce más maduro que la última vez que lo vi, sé que no podría ser nadie más.
Su cabello se ve más oscuro. Ya no hay rastros de los reflejos claros que le daban un toque de inocencia, tiempo atrás. La mata lacia ha adquirido un color ébano opaco y ahora luce rebajada. Naturalmente, su cuerpo también cambió. Se ha estirado muchos centímetros. Visita regularmente el gimnasio, lo que puedo asegurar al ver sus abdominales marcados en su torso descubierto. Su cintura está envuelta por una toalla, que es lo único que trae puesto.
—Oye, mis ojos están aquí arriba —su voz me hace levantar la mirada hasta encontrarla con una mueca engreída enmarcada por una barbita incipiente que cubre su quijada—. No es que me moleste que me admires, pero estaba a punto de hacerme el desayuno y me estás interrumpiendo.
—L-Lo lamento —me excuso aprisa, intentando enfocarme en el motivo que me trajo aquí—. Tal vez no me recuerdes, pero...
—No, no te recuerdo —me interrumpe con descortesía—. Y si vienes a hablar sobre mi cargo o pedir una entrevista —se pierde de mi vista por unos segundos, en los que se arrima a una mesita que tiene al costado, vuelve instantes después y me alcanza un papel—, comunícate con mi secretaria el lunes.
Sostengo la tarjeta personal que me ha entregado, sin comprender del todo bien, hasta que él se dispone a cerrar la puerta en mis narices y no me deja otra opción que atajarla con una mano.
—Eliot, espera —lo detengo—. No estoy aquí por trabajo...-
—Entonces, con más razón te voy a pedir que te vayas —vuelve a interrumpirme—. Me dan igual tus motivos.
—¿Podrías escucharme un momento? —vuelvo a sostener la puerta antes de que la cierre.
—No, si no volví a llamarte, debe ser por algo —insiste, aunque se rinde al ver que no voy a soltar la madera y deja de hacer fuerza para cerrarla. La vuelve a abrir ampliamente, rodando los ojos—. Mira, no soy yo, eres tú.
—¿Qué?
—Que no soy yo —repite, cortante—. Tal vez tuviste algo que no me gustó. Tal vez no eres tan buena en la cama o te gustan los niños y los animales —se encoje de hombros—. Mi punto es que algo tienes que debió hacerme ignorarte y pasar a otra cosa... Pero no lo tomes personal.
Suelto un suspiro, empezando a perder la calma. Estoy por replicar, cuando él se acerca pronunciadamente a mi rostro y lo observa con detenimiento.
—Ya entiendo, es eso —acusa con seguridad y levanta un dedo hacia mi mejilla.
—¿Eso qué?
—Esas pecas —sus dedos tocan ligeramente la piel de mis mejillas indicando las manchitas que tengo en el rostro.
—¿Qué tienen de malo? —pregunto, comenzando a avergonzarme.
—A nadie le gustan las pecas. A nadie, en serio. Estoy seguro de que son la razón por la que no volví a llamarte.
No lo puedo creer.
Frunzo el ceño y me cruzo de brazos.
—Te equivocas —expongo—. No estoy aquí por haber salido contigo o porque no me hayas llamado. Soy Deborah Dawson.
Tal vez mi nombre sí le resulte conocido.
Él entrecierra los ojos sin dejar de observarme con curiosidad. Su mirada va desde mi cabeza hasta mis pies, sin cambiar ese semblante dudoso que muestra.
—Tú no eres Deborah —deduce al cabo de unos segundos—. Deborah es pelirroja, plana y fea... Tu cabello es castaño y tienes buenos pech-
—Teñí mi cabello —lo interrumpo ahora yo a él—. Y supongo que también crecí.
Sus ojos se clavan en los míos, como si buscara en ellos algún rastro de la niña que fui una vez. De repente, su mirada se torna seca y su semblante se oscurece, casi como si se volviera una persona totalmente distinta.
—Cambiaste demasiado...
Él también cambió. Aunque aparentemente más por dentro que por fuera. La imagen de Eliot que tengo en mi mente es la de un chico inocente, alegre y amable. No se parece en nada a la persona que vine a encontrar aquí.
Conmigo, es todo lo contrario. En el interior soy la misma, aunque me vea diferente.
—Tú también —me limito a resaltar.
Pero él ya no parece tener interés en mis ojos o en mi cuerpo. Su vista se ha posado en mi cabello. Su mano derecha se levanta de nuevo, como si se moviera por inercia, y sus dedos entrelazan un mechón, acercándolo a su rostro con cierta delicadeza.
—¿Por qué? —pregunta, pensativo—. ¿Por qué lo teñiste?
—Llamaba demasiado la atención —le explico—. Me gusta mantener un perfil bajo.
Su ceño se frunce levemente, perdiendo el asomo de nostalgia que me pareció percibir en su expresión.
—Eso es absurdo —voltea con frialdad e ingresa de nuevo a su departamento. Deja la puerta abierta tras de sí, lo que interpreto como una invitación a ingresar, así que lo hago.
Su departamento es amplio. La luz natural que se cuela por las largas ventanas invade todo el ambiente principal, el cual está compuesto por un recibidor con dos sillones, una mesa baja y un gran televisor. En la pared de un costado se ubica un área de cocina, la cual está dividida nada más por una fina mesada adornada con lámparas colgantes y dos butacas altas de un lado.
El lugar es moderno, bien ordenado y aparenta bastante costoso.
Eliot toma una cafetera, vierte su negro líquido en una taza y me la pasa.
—No, gracias —la rechazo porque estoy tan nerviosa que no me gustaría cargar mi estómago. Salí del hotel sin desayunar por esa misma razón.
Él se la lleva a la boca y bebe su contenido, sin dejar de observarme. Parece estar esperando que me decida a explicarle la razón de mi presencia.
—Eliot, vine aquí porque hay algo que debo hablar contigo —empiezo, intentando reformular en mi mente la conversación que estuve planeando desde anoche. Ya tenía definido cómo se lo iba a decir. Sin embargo, no esperaba que él llegara a darme un recibimiento como ese, y su actitud cambia mis planes.
El sonido de una puerta al abrirse llega hasta nosotros y no pasan más de unos segundos hasta que una mujer se asoma por la larga escalera de vidrio que lleva al entrepiso de arriba.
Es joven, alta y esbelta. La cubre solamente una larga camisa masculina, que deja entrever la mitad de sus senos y sus pantis. Desvío la mirada, pero Eliot la lleva a ella.
—Buenos días —la joven saluda como si nada. Como si su vestuario fuera algo cotidiano y no tuviera pudor alguno. Se fija en mí y dirige sus palabras a Eliot—. ¿Ella es tu hermanastra?
Pero él no le devuelve el saludo ni contesta a su pregunta.
—Iré a vestirme y luego hablaremos —me dice, mientras comienza a moverse hacia la mujer—. Tú vienes conmigo —le ordena y ambos siguen la escalera de vuelta a la habitación.
—¿Por qué estás de mal humor? —escucho que ella le pregunta, a mitad de camino. Sin embargo, de nuevo, él la ignora.
Me acerco a la puerta de vidrio que da al balcón. Está abierta, por lo que salgo al exterior. El intenso sol ayuda a opacar un poco el frío característico de las tierras del sur. La vista desde este edificio es preciosa. Un poco más a lo lejos se distinguen las montañas nevadas.
Eliot y la joven bajan un momento después. Ambos están completamente vestidos ya y los veo despedirse en la entrada. Él abre la puerta y ella se pierde de vista al momento en que la vuelve a cerrar.
Me quedo a esperarlo. Se pasea por la cocina durante un minuto y luego sale a mi encuentro con un sándwich en la mano.
—Se trata de mi madre, ¿no? —Pregunta, antes de darle un mordisco a su desayuno—. Si has venido hasta aquí para hablarme de ella, debe ser grave... ¿Se ha muerto?
No me chocan sus palabras solamente, sino la ligereza con que lo dice. Como si no le importara.
—No —le aclaro rápidamente—. No le ha pasado nada a tu madre. No es por ella por quien estoy aquí.
—¿Entonces...?
—Primero respóndeme una cosa —empiezo, con la mirada perdida en la lejanía—. La mujer que se acaba de ir, ¿es tu novia?
—No —se dibuja en su rostro una sonrisa irónica—. Y que preguntes eso significa que estás interesada en mí —deduce. Se acerca hasta donde estoy y recuesta los codos en la baranda del balcón—. Así que, si viniste a decirme que soy el amor de tu vida, estás perdiendo el tiempo.
—No estoy enamorada de ti, Eliot. Pero necesito saber... —me giro hacia él, y los nervios toman posesión de mi interior, cuando expreso lo siguiente—. ¿Te casarías conmigo?
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