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Karina.

ÉL:

La vibración de algo se escucha en la penumbra de la habitación: es el reloj del hombre misterioso, que apaga de forma perezosa y a regañadientes. Su humor no tarda en cambiar cuando siente el peso de ella sobre él. Necesitaba verla en este momento, por lo que, antes de hacer cualquier movimiento, extiende la mano a la mesita y cubre su rostro con un pasamontañas.

Después, enciende la luz de la mesita. En cuanto la habitación es alumbrada, no puede evitar asombrarse y deleitar sus ojos con lo que está viendo.

Karina, toda ella, era un espectáculo: pechos, caderas, piernas y todo lo que un cuerpo atractivo y voluptuoso tiene por ofrecer. Su cuerpo irradiaba calor; aquel que antes estuvo tenso en sus brazos anoche ahora estaba sereno y relajado. Dormía plácidamente ajena a todo.

Estaba boca abajo, con gran parte de su cuerpo apoyado en su pecho; sus piernas estaban enredadas con las de él, como una hermosa enredadera. El pijama corto de encaje blanco se adhería a ella como una segunda piel. La blusa se subió, dejando al descubierto gran parte de su espalda. Por no hablar de la parte baja del corto pantalón, que resaltaba de una forma exquisita y tan apetecible, su trasero turgente.

Babeaba y la comía con los ojos de forma tan intensa y concentrada que, al darse la vuelta y quedar boca arriba, aquello le pilló desprevenido.

—Maldita sea —siseó entre dientes, sintiendo la imperiosa necesidad de despertarla y hacerla suya en este mismo instante.

Si la vista de atrás era impactante, la visión frontal resultaba igualmente impresionante. Su cabello hermosamente rojo, como un atardecer, caía en cascada sobre la cama. Su escote resaltaba notablemente sus firmes pechos y al no llevar sujetador, se notaban visiblemente los pezones a través del encaje.

Su vientre estaba al descubierto, dejando al aire su ombligo, y con el pantalón, sus muslos resaltaban de manera destacada.

Su cuerpo se estremeció de deseo por ella y tuvo el impulso de tocarla, de pasar su pulgar por esos pezones y ver cómo se endurecían y sobresalían aún más de aquel diminuto pijama.

Quería lamer, morder y colmar su cuerpo de infinidad de besos, escuchar sus gemidos, jadeos y ver cómo su cuerpo se retorcía de placer por él.

La deseaba, la deseaba con intensidad, su cuerpo estaba listo para ella, pero todavía no era el momento.

Cerró los ojos e inspiró hondo, esforzándose por apartar esos pensamientos y a regañadientes cubrió su cuerpo antes de que se desvaneciera el poco autocontrol que le quedaba.

Se levantó de la cama con cuidado de no despertarla y, tras besar su mejilla, salió de la habitación con discreción como un espectro.

Al salir de la habitación, dos hombres que custodiaban la puerta lo saludaron de forma respetuosa. Reconocía que no era necesaria tanta vigilancia, ya que la puerta y los códigos eran más que suficientes, pero si algo había aprendido en esta vida era que un hombre prevenido vale por dos. No era propicio dar las cosas por sentado, ya que eso conducía a la excesiva confianza y, en segundo lugar, a errores y fallos, algo que no toleraba.

A medida que avanzaba por el pasillo hacia su habitación, la servidumbre, la cual había contratado, le saludaba de forma respetuosa y él respondía con un asentimiento de cabeza, antes de internarse en su propia habitación.

Tenía la misma estructura que la habitación de Karina, solo que esta era un poco más grande y las paredes eran de mármol negro, al igual que la cama y gran parte de los muebles. Frente a la cama había un cómodo sofá adornado con una mesa negra de cristal redonda, una gran cama con un espejo imponente en el techo.

Caminó hacia el baño donde se desvistió y se metió en la ducha. Abrió el grifo para la zona caliente, permitiendo que el agua eliminara los vestigios de su cansada pero placentera noche. Sin duda, había descansado mejor ayer que en sus largos veintiocho años.

Cerró los ojos y su mente se llenó de ella y el deseo en él creció de forma exponencial, el impulso de volver a aquella habitación y hacérselo creció, y su miembro duro y firme eran la prueba de ello. Pero ignoró el impulso, incluso de querer aliviar aquel deseo.

Despreciaba la sensación de ser controlado, ya fuera por otros o incluso por sus propias emociones o deseos. Por ello, abrió el grifo de agua fría para despejar su mente y salió poco después.

Se secó y se dirigió a su armario para vestirse con un sobrio traje gris. Una vez listo, salió de la habitación y descendió a la planta baja, llegando a la primera planta.

La servidumbre y algunos de sus hombres encargados de vigilar el lugar lo saludaron, aunque algunos evitaban su mirada por temor. Él no hizo caso y siguió su camino hacia la cocina.

—otra vez, aquí —comentó una señora de mediana edad, la ama de llaves y su Nana de niño.

—Buenos días para ti también —la saludó con una sonrisa, acercándose de manera respetuosa y depositándole un beso en la frente.

—Para ti, puede que lo sean, pero no para ella. ¿Hasta cuándo la tendrás así? Pobre muchacha debe estar asustada —decía con tristeza y mirada de reproche a quien cuidó y trató como si fuera su hijo.

—Ya te lo dije, solo será temporal —habló con calma, quitándose la chaqueta del traje y remangándose la camisa blanca hasta los codos.

Observó la amplia vista de la cocina, abastecida con una variedad de ingredientes y alimentos que la mujer preparó para él.

—¿Cuánto es temporal para ti? —insistió la mujer.

—Hasta que se enamore de mí —respondió con normalidad el hombre mientras lavaba unos tomates.

La mujer abrió los ojos con horror al escuchar esas palabras.

—¿Y si no se enamora de ti? —preguntó temerosa, sin querer saber la respuesta.

—Lo hará.

—¿Y si...?

—¡Lo hará!—la interumpió, con una afirmación tajante.

—¿De verdad? No puedes obligar a alguien a enamorarse de ti, ¡Sobre todo cuando la secuestraste!

Estas palabras crisparon al hombre y detuvo en seco lo que estaba haciendo.

—¡No la secuestré, la llevé a donde por derecho pertenece!—gritó, apretando con tanta fuerza un tomate que se hizo añicos en su mano.

Aquella mujer era la única que permitía que hablara con tal libertad sin tener alguna consecuencia. La respetaba como a una madre. Para él, era más importante incluso que su madre biológica. Lo conocía a fondo. Sin embargo, a veces resultaba molesto que se entrometiera en sus asuntos.

Ninguno de los dos habló y lo único que cortaba el denso silencio que se había formado entre ambos eran los sonidos del hombre cortando y preparando ingredientes para la comida que estaba realizando.

La mujer suspiró y observó al hombre que había cuidado con tanto mimo y cariño, al cual había intentado guiar en múltiples ocasiones por el lado positivo de la vida, pero que había fracasado a causa de ese incidente, el cual arrastraba desde el día de hoy y el cual había contribuido a formar al ser que tenía frente a ella.

Pero aún así, no perdía la esperanza de que dentro de todo eso, aún estaba el niño bueno que una vez sonreía y correteaba por la casa escondiendo los dulces para que no se los quitaran.

Ella había sido testigo de muchas de las atrocidades que había cometido y en las cuales aún seguía involucrado. Era cierto que él le había expresado en varias ocasiones lo especial que era para él aquella mujer de nombre Karina. Pero también lo conocía y sabía lo voluble que podía llegar a ser y lo fácil que se aburría. Sobre todo cuando alguien no lo obedecía y cuando se enfadaba podía ser peor que el mismo demonio.

Lo había visto, con incontables mujeres antes que esa pobre chica que tenía encerrada ahora, y temía que si nada de lo que quería con ella se cumplía, esto podría convertirse en un gran baño de sangre.

—Déjame llevarla el desayuno al menos —se ofreció la mujer con una voz más calmada.

—¿Lo harás? Pensé que dijiste que no querías saber nada del tema —le recordó sin despegar su vista de lo que hacía.

—Sé bien que no ha estado comiendo estos días. Si se la llevó, haré que coma —aseguró, sabiendo que aquello lo hará ceder.

Como era de esperar, él accedió sin mucha resistencia, girándose para mirarla.

—Bien, la dejaré a tu cuidado. Asegúrate de que coma y se bañe, dale todo cuanto quiera y necesite, excepto el dejarla salir. Querrá que la ayudes a escapar y te llenará de preguntas...

—Sé qué hacer, no es la primera vez —dijo la mujer con pesar, deseando que no fuera así.

Recordaba a la última mujer que trajo, una hermosa mujer de cabello rojo y ojos avellana, un tanto codiciosa y altanera. No le caía especialmente bien, pero a él parecía gustarle mucho, por lo que eso la era suficiente.

Pensó que su locura se sació, pues aquella muchacha había durado casi dos meses, pero un día simplemente la encontró muerta. La pobre mujer se había cortado las venas después de haber sido violentamente abusada por sus hombres. Todo causado por desobedecer una orden. 

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