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34. La Navidad es para compartir

Adam y yo nos ofrecemos para cargar las maletas de todos hasta la puerta, al menos así podríamos lucir como chicos amables y serviciales. Yo llevo en la espalda la mochila de Cherry que con trabajos me dejó tomar, porque no es mucho de separarse de ella. Al menos eso me da una ventaja por sobre Adam cuando entramos para que un montón de cachorros de perros se vaya en contra de nuestros zapatos con unos gruñidos que suenan más dulces que amenazadores

Sobre una camita de perro en la esquina junto a la chimenea, está la madre, un Beagle. Cuando ve a sus cachorros recibirnos con mordidas en los zapatos, les ladra intentando detenerlos, pero al igual que la mayoría de las madres, se rinde pronto y vuelve a recargar la cabeza sobre sus patas al ver que no le hacen caso. Miro a Adam, que les pone la mano enfrente como si tuviera un premio para ellos, los tres que estaban en su pierna van detrás de ella. Hace como que les arroja algo y se van a buscarlo. Terminan jugando con las cajas y el papel de regalo debajo del árbol.

En mi rescate y el de mis botas va July, que los quita de mis piernas con cuidado y los lleva a con sus hermanos que están entretenidos lejos. A Bryce al parecer se le ha pasado el efecto de las pastillas que había tomado hace rato, supongo, porque va en busca de una nueva en cuando empieza a estornudar.

No soy muy de perros, pero hasta yo puedo reconocer que son adorables. Aun cuando rasguñen mis botas.

Una mujer que parece de la edad de Araceli a juzgar por las arrugas a un costado de sus ojos cuando sonríe y por las canas que se asoman en su cabello, me saluda y me coloca un gorro navideño. Miro alrededor para notar que todos en la casa tienen uno igual.

—Ahora es tuyo, linda —me comunica con una sonrisa—. Bienvenida a mi casa, mi nombre es Abigail —saluda extendiéndome la mano. Estrecho la suya, pero al parecer solo quería tomarme la mano para jalarme y darme un abrazo. Ella debe ser la hermana de Araceli, la anfitriona—. Feliz Navidad. Pasen, pasen. Antes de que los cachorros terminen con sus zapatos.

Oficialmente dejé de ser el Grinch, este es mi primer gorro navideño. Por lo menos combina con el suéter rojo que tengo debajo del abrigo. Aquí se siente caluroso, por la chimenea y por las personas.

Adam entrega las galletas y el vino que teníamos como regalo cuando Abigail le da el mismo abrazo efusivo que a mí.

En la mesa ya está servido un banquete, del que distingo el pavo, sopa fría, verduras que hasta acá huelen a mantequilla y puré de papas. Aunque también logro distinguir un pastel comprado, que tiene pinta de ser el que llevó Araceli, y un flan casero.

Cerca de la mesa ronda un hombre alto y panzón que me recuerda al Santa real; creo que es el esposo de Abigail porque ella lo jala del suéter antes de que se ponga a pellizcar el pastel. Debajo del árbol se juntaron tres niños, que provocan a los cachorros, los cuales les dan mordidas inofensivas en los dedos, aunque deshilachan parte de sus suéteres con los colmillos. Hay un par de adolescentes frente a la sala de la televisión, los obligan a saludarnos. De la cocina sale una mujer mayor que Araceli, como de cincuenta, que nos abraza aún con platos en la mano. Todos se presentan con su nombre, pero yo solo retengo el de la primera.

Eso es todo, solo ocho personas, además de nosotros cinco.

—¿Quiénes son? —susurro acercándome a July, que como siempre, se quedó en un rincón tomada de la mano de Bryce.

—Ella es Amanda —señala a la mujer mayor—, es la hermana mayor de Abigail, que es aquella —señala a la anfitriona que se ve desde la cocina—. Aquel es el esposo de Abigail, se llama Ben. El castaño —hace una seña con la cabeza a uno de los que está frente a la tele—, además de las dos niñas, son hijos de Abigail y Ben. El niño pequeño y el otro en el sillón son de Amanda.

—¿Araceli es la hermana menor? Bueno, sin contar a la madre de Bryce, claro.

—Sí. Amanda, Abigail, Araceli y Ava. Así va el orden.

Asiento y me dispongo a volver a mi lugar con las maletas, pero choco con la cara de Adam que estaba junto a la mía, pendiente de la explicación familiar. Me quejo del golpe. Él se restriega con una mano y me soba a mí con la otra.

—¡Avisa! —reclamo.

—Lo siento.

—Pensé que ya te sabrías el orden, no necesitabas esta plática.

—No. Hasta el año pasado las hermanas estaban peleadas, se reconciliaron recién. No había escuchado nada de ellas hasta hoy.

Oh no.

—¿Por qué pelearon?

—Ni idea.

No sé si prefiero averiguarlo o no.

Por ahora las cosas van bien. La anfitriona nos indica donde poner nuestras cosas, compartimos una misma habitación con la parejita, aunque en camas separadas. Después de ello nos apresuramos a ayudar al menos con el acomodo de la mesa y los platos. Ya está casi todo listo para la cena, por lo que solo nos toca los últimos detalles.

Esta familia no se parece a la de Clarease, son menos efusivos con nosotros que ellos, pero aún parecen hospitalarios y amables. Me hacen sentir más relajada, no me sentía con los modales suficientes para compartir la mesa con los de allá. Incluso la decoración se limita al árbol, los calcetines y algunas luces. Los niños no llevan pequeñas camisas y el cabello bien peinado, son un poco más desastrosos y parecen más reales.

A las ocho en punto, nos sentamos a la mesa todos juntos y rezamos. Frente a mí hay un plato con una pierna de pavo, puré, verduras, una copa de vino y un plato al costado con pastel de zanahoria. Adam está a mi derecha, a mi izquierda está July, seguida por Bryce. Araceli se sienta a un lado de Adam.

Los niños no alcanzan ni a esperar a que terminemos la oración antes de comer, los veo de reojo estirar la lengua para comer el puré mientras sus padres tienen los ojos cerrados. Me cae bien verlos de lejos, son divertidos. De lejos, solo que no se me acerquen mucho, porque soy pésima con ellos.

Es por eso que, cuando el hijo de Amanda desaparece a media cena, lo sigo con la mirada, ¡y el niño se mete en la habitación con nuestras cosas! No quiero acusarlo, pero tengo miedo que arruine mi paleta de maquillajes o saque la bolsa de ropa, hay cosas allí que no son aptas para un niño. Me disculpo para levantarme y me voy a la habitación. Su madre no se ha dado cuenta de que se fue, pero las niñas sí, así que también se levantan y me siguen.

Me lo encuentro en mi maleta. Ya sacó las cajas con la casa de jengibre de Oreo. En un segundo la abrió y está dispuesto a llevarse la pared de galleta a la boca. Corro hasta él para quitársela de las manos.

—No, no. Estas casan no se comen. Además, es mía —le regaño.

El niño hace gama de todos los sentimientos que deben caberle en el cuerpo en un segundo. Primero pone cara de sorpresa al notar que su galleta gigante desapareció, luego me mira como si tuviera rayos láser en los ojos y me derritiera la cara con ellos, al final rompe en llanto.

—No, no llores —le digo, me hinco a su altura.

Las dos niñas aparecen detrás de mí. La que tiene como cuatro años lleva en la mano su pierna de pavo y apenas nos hace caso. La más grande lleva a la otra de la mano, es quien me mira con los brazos cruzados y desaprobación en la mirada.

—¡Envidiosa! —me grita.

Envidosa —replica la otra que no se quita la comida de la boca.

—¿Qué no sabes que la Navidad es para compartir? —espeta de nuevo.

Debería ser madura y aceptar que a estos niños les hará más ilusión comerse la casa que a mi armarla, pero no. Que se jodan, es mi casita de jengibre. Además, esta niña se cree una reina, y es mi deber ponerla en su lugar antes de que se convierta en la Regina George de su generación.

—Yo comparto mi casa cuando tú compartas las galletas que escondiste.

No creas que no te vi, niñita. En cuanto Adam le dio la caja de metal con galletas a su madre, ella las tomó de sobre la mesa dando saltos y se las llevó al cuarto. Salió de inmediato, aún no se las come. Yo no iba a decir nada, pero ella me retó.

—¿Dónde? —pregunta el niño mientras se limpia las lágrimas.

—Las metió en al cuarto de a lado —les confieso.

—¡Yo las rescaté! Son mías.

—Ahora quién es la envidiosa, ¿eh? Anda. Comparte. La Navidad es para compartir.

Entonces ella también se pone a llorar. Ya había advertido que no sé tratar con niños.

En ese momento la puerta se abre, y creo que voy a ser la causante de una nueva pelea familiar justo ahora. La escena me inculpa con una niña berreando y el otro con los ojos rojos. Ya me veo, pasaré la noche en el auto por causar disturbios.

Por fortuna, quien abre es Adam.

—¿Qué pasa aquí?

—¡Quiere mis galletas! —chillamos la niñita reina y yo al mismo tiempo.

Adam se ríe solo de ver la escena. Se agacha a la altura de ella. Intenta hablarle, pero la maleducada no le contesta, él le pica las costillas como un gesto para llamar su atención. Da el resultado contrario, porque la niña parece más molesta.

—¡Tú no me caes bien! —le espeta sin venir a cuento.

—¿Por qué nunca le caigo bien a los niños? —dice Adam más para sí mismo que para la niña.

La siguiente en entrar a la habitación es July. La necesito para que nos salve de esto.

—Niños, deben ir a terminar la cena, sus padres los buscan —les informa. Nota las caras tristes de ellos, la mía de molestia y la de Adam desesperada. No tenemos que explicarle la situación, ella lo deduce con mirar la caja—. ¿Qué les parece si van a acabarse la cena que prepararon sus padres para ustedes y cuando terminen pueden armar entre todos la casita?

—¡Si! —se alegran los tres.

—No —contesto yo. Mi voz se opaca por los otros— July, esa niña escondió un paquete de galletas, no es justo. Les va a dar algo a sus padres si se comen todo eso.

—Les damos la casita en cuanto nos den la caja. Les daré dos galletas a cada uno, ¿vale?

La niña reina lo medita unos segundos, pero al final asiente.

—¿Podemos comernos la casa? —El niño vela por sus intereses.

—Pues esas cosas no se comen, pero... si quieren. Está bien.

Los tres salen contentos, devuelta a sus asientos.

—¿Por qué regalas mi casa? —le reclamo a July.

—Yo también compré una, la podemos armar juntas en casa.

Tuerzo la boca porque no estoy del todo convencida, pero está bien.

—Yo tengo otra casa escondida en mi maleta, tranquila —susurra Adam en mi oído. Ya lo sabía, pero si lo decía frente a July me convencería de regalársela a los berrinchudos de allá. ¿Debía dárselas? Nha.

La cena transcurre con normalidad, todo está delicioso. Las hermanas se ponen al corriente con algunas historias que tenían pendientes por contar, aunque no tengo contexto de la mayoría de ellas. A Bryce y July los molestan haciendo que cuenten cómo se conocieron, ambos se miran con un suspiro, deben haber tardado mucho en practicar como contar algo tan enrevesado. A nosotros nos cuesta menos, porque lo resumo como «en una fiesta, hace cinco días», y suponen que ya no tenemos mucho más que agregar a esa historia.

Mi atención se centra en Adam, que está a mi lado. Me da igual que tenga que comer con una sola mano, prefiero tomar la suya por debajo de la mesa durante toda la cena. De cuando en cuando me da un apretón en la pierna que me hace cosquillas y por poco pateo la mesa. Luego yo escondo nuestras manos bajo el mantel y levanto mi pulgar para retarlo a una guerra. Él hace ejercicio, por lógica el luchador en su pulgar es más fuerte que el mío. Pierdo 10-1, creo que me dejó ganar en uno de ellos, porque ya le daba mucha lástima.

Si los que están en la mesa nos vieran peleando con los pulgares mientras con el tenedor picamos el puré de patatas, seguramente calcularían que en lugar de nacer para compartir la misma alma, compartimos una sola neurona.

Los niños se levantan primero de la mesa, esta vez mi maleta está protegida en un cuarto bajo llave, por lo que se van con el perro. La niña va cada dos minutos a preguntarle a July si ya van a armar la casa, ella cada vez le dice que espere un poco más. Los chicos se sentaron de vuelta en la sala, esta vez para jugar un videojuego que no conozco, pero al parecer Bryce sí, porque está muy atento a la pantalla desde su lugar.

Los padres de los tortolitos están desaparecidos, no les llaman. A Adam su padre le llamó hace un rato cuando salió de trabajar, no le dijo feliz Navidad porque se hace el duro para celebrarlo, solo se aseguró de que todo estuviera bien. Mis padres están en su clásica cena de aniversario, aprovecharon su desembarque en un puerto para llamarme y desearme feliz Navidad, yo a ellos los felicité también.

Bryce luce nervioso porque traga saliva cada dos segundos y tamborilea los dedos sobre la mesa. De un tirón se para y toca su copa con el tenedor para llamar la atención de su familia. Antes de abrir la boca, noto que sus manos sudan, las abre y las vuelve a cerrar una y otra vez.

—Quería pedir una disculpa —tartamudea. Tiene la mirada clavada en su plato—. Bueno, quiero pedir una disculpa para Araceli. —La mujer lo ve sin parpadear, parece desconcertada. El resto no entiende el contexto de la situación, por lo que él procede a explicar—. Antier a esta hora estábamos en casa de Noel.

Las tres mujeres murmuran, aunque no logro distinguir.

—Yo estaba muy enojado contigo por haberme ocultado que existía. La verdad lo sigo un poco. Aunque ya entiendo por qué lo hiciste.

—¿Qué pasó con Noel, cariño? —interviene Araceli.

—Hubo un enredo con él y su hija, pero ese no es el caso —descarta contar toda la historia de Santa—. El caso es que era un tipo muy amable, que me convenció de que tú eras la villana de la historia, que tú me habías separado de él y que si había cometido errores era solo porque era muy joven para entender las consecuencias.

El semblante y la postura de Araceli cambian, se pone como a la defensiva, con la espalda recta y la mirada de buscar a su presa.

—Luego empezó a quejarse de su enfermedad y me dijo que quería que le donara un riñón, si es que soy compatible.

—Hijo de puta —espeta Amanda, no se lo aguanta.

Las opiniones llueven en ese momento, las tres le aconsejan a Bryce que lo mande a la mierda. Hasta los adolescentes le bajan el volumen a su juego para escuchar la historia. El chico se pone muy nervioso, así que yo lo ayudo llamando al silencio para que lo dejen continuar.

—Gracias —murmura para mí, luego continúa—. Decidí que voy a hacerlo. Y aunque entiendo que puedan no estar de acuerdo, siento decir que no quiero su opinión.

—No se lo merece, cariño —interviene Abigail con timidez.

—Lo sé, sé que no se lo merece. No merece ni siquiera ocupar espacio en mis pensamientos, por eso voy a hacerlo. No quiero estar preocupado pensando que él puede morir y yo tenía la posibilidad de impedirlo. Por eso voy a donarle si es que puedo, y luego que se vaya a la mierda porque nunca lo he necesitado hasta hoy —habla molesto, lo noto por las venas que se marcan en su cuello, juraría que está haciendo un esfuerzo sobrehumano para hablar. Toma un suspiro antes de continuar—. No lo necesito. Por eso la disculpa, porque fui un idiota al abandonarte y no ver que la persona que me ha cuidado eres tú.

A Araceli se le hacen lágrimas en los ojos y corre a abrazar a su sobrino.

—Lo siento mucho —susurra una y otra vez el chico en su oído. Ella se dedica a llenarlo de besos sin decir nada.

Después de un minuto en el abrazo, a Araceli se le sueltan las lágrimas y habla entre sollozos para él, pero todos alcanzamos a escucharlo

—Tenía tanto miedo de hacerlo todo mal contigo, Bryce —la voz le flaquea al hablar, tiene que tomarse un segundo para suspirar y volver en sí—. Cuando ese tipo llamó, me pregunté si él te hubiera cuidado mejor. Quizá él si hubiera podido pagar la carrera que querías. Lo siento, lo siento mucho.

A Araceli se le acaban las fuerzas para hablar. Bryce la abraza más fuerte, pero no alcanzo a escuchar bien que le dice, solo veo que niega con la cabeza, como diciendo que no tiene que pedirle perdón.

—Perdóname por dejarte sola —habla Amanda. Ahora que volteo para allá, veo que las dos hermanas tienen lágrimas en los ojos y se levantan para unirse en su abrazo.

Volteo a ver a Adam para que me dé contexto de esta situación. Él se me acerca para susurrarme la historia al oído.

—Cuando Bryce nació y Ava murió, Abigail estaba aún estudiando, Amanda estaba casada con su exmarido, pero él no quería hacerse cargo de un niño que no era suyo. Araceli no les habló por años, estaba molesta de que le dejaran la responsabilidad a ella sola, que ya tenía un hijo además.

—¿Y cómo se reconciliaron?

—Hace un año más o menos, Noel se hartó de que Araceli no le contestara y empezó a insistir con las otras dos hermanas. Fue la primera vez que se hablaron en años, solo para decirle a Araceli que de ninguna manera dejara ir a Bryce con ese tipo.

—¿O sea que las tres se unieron para que él no se enterara?

—Más o menos sí. Supongo que después de más de veinte años sin comunicarse, tenían mucho que contar, y empezaron a reunirse un fin de semana al mes.

—Vengan chicos —irrumpe la voz de Amanda. Se limpia las lágrimas de la cara para invitarnos al abrazo.

En un minuto, somos un cúmulo de doce personas abrazando a un chico.

Siento el calor de todos, las caras recargadas en la espalda del otro. Adam me mira de frente y nos sonreímos. Hasta los niñitos nos abrazan las piernas, a pesar de no entender qué rayos sucede. Supongo que es así como se siente ver a una familia unida, sentirse parte de ella aun si no lo eres. Esto es lo que siente Adam cada año cuando pasa las festividades con Bryce.

Supongo que esto es el espíritu de la Navidad.

Bueno, ya sabemos que es probable que estos dos no tengan hijos jamás. Uno quiere llevarse bien con ellos y no le sale, y la otra de plano no le caen bien. Al menos concuerdan en ello.

¿Cuál es el espíritu de la Navidad?

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