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23. Destino

Michelle tiene esa facilidad para hacerte sentir cómodo. No sé qué rayos hay en ella que me hace sentir tan bien. Creo que es algo que ya viene en su paquete de personalidad, porque la he visto dar valor y cariño a la gente todo el rato. Saber que, quizá, la seguridad que refleja no es algo que ella misma sienta, porque está llena de dudas, no hace que me sienta menos confiado al ver su sonrisa.

Nos quedamos media hora, el uno aferrado al otro. Ahora que nuestros cuerpos han vuelto a la normalidad, tenemos que aferrarnos uno al otro y meternos en el mar de cobijas para no sentir el frío. Ella se queda con la cara sobre mi pecho y escucho como de cuando en cuando da una calada profunda a mi piel, como si tuviera cocaína encima.

Trato de ser discreto cuando huelo su cabello, porque me encanta el olor a miel que guarda. Con lo que soy menos discreto es con los besos que le robo: a veces plasmo un beso en su frente, otras voy a dejarle un rastro de ellos en las mejillas, y otras necesito buscar sus labios.

Por ratos nos miramos a los ojos, sin decirnos nada. Aún creo que si le digo que la amo, voy a asustarla, por eso intento que mis ojos se lo transmitan. La observo mientras le acaricio el rostro y susurro para mis adentros «te amo», «¿Puedes escucharme? Te amo, Michelle», hasta que lo grito «¡te amo, Michelle!». Ella sonríe, ¿será que la telepatía funcionó?

Después de verla sonreír con mi confesión telepática, me pregunto: ¿qué tiene de malo si me enamoré de ella?, ¿quién decidió que era pronto? Luego recuerdo que hace dos años me dejé ir en caída libre por un supuesto enamoramiento y terminé cayendo al suelo. Supongo que es por eso.

No voy a decirlo, al menos no ahora. Pero no voy a mentirme a mi mismo. Me estoy enamorando de Michelle, y tengo la sensación de que con el paso del tiempo, este sentimiento no hará otra cosa que subir. ¿Soy un idiota por caer tan de prisa? Sí, quizá sí. Y no me arrepiento ni un poco.

—Adam —me llama en un susurro Michelle.

—Dime.

—Es muy lindo estar así, pero si no me pongo mi pijama peludita en los próximos cinco minutos voy a morir de hipotermia —declara ella. Habla con un tono muy serio, como si se tratara de una amenaza de muerte real e inminente, lo cual me hace reír.

Inhala y exhala como una manera de tomar fuerzas para salir de la cama, cual si fuera a correr un maratón. Se roba una de las cobijas para envolverse e ir en busca de su ropa.

—Es en momentos como este que desearía tener superpoderes —se queja ella.

—¿Qué poder te gustaría tener? —indago yo.

—Telequinesis —asegura—. Así no tendría que levantarme, la maleta vendría a mí.

No hace ni el intento por buscar su ropa interior entre las prendas que quedaron por el suelo, prefiere tomar otra de su equipaje. Se viste a toda prisa. La piel se le eriza del frío en el instante en que sale de las cobijas. Empieza a castañar los dientes, tiembla y exagera al sacar aire de su boca para que su aliento le caliente. Al menos tenía las medias puestas aun, así que las piernas no se le congelan tanto, aunque cuando se las quita la veo temblar más intenso que nunca.

De solo verla me dan más ganas de aferrarme a las cobijas, aunque sé que no van a protegerme mucho tiempo. Espero un poco más con la excusa de ver a Michelle. Ahora mi parte favorita de ella es su espalda, porque siempre me ha gustado ver las estrellas y adivinar las constelaciones en ellas. Mirarla es como vivir un sueño en tierra.

Cuando termina de vestirse, me dedica una sonrisa y niega con la cabeza. Se da cuenta de que llevo todo este tiempo perdido sobre su piel.

—Ahora vengo —anuncia.

Cuando pasa por la puerta de la entrada se detiene para tomar mi maleta. La arroja a los pies de la cama. Observo que está de puntillas, descalza.

—¿No traes calcetines?

—Nop —contesta al tiempo que abre la puerta. Apenas puede, sale corriendo por el pasillo. Me rio por lo bajo de la manera en que va abrazada a sí misma para mantener al calor.

Yo me visto con el frío en la piel cada vez que tengo que deshacerme del cobertor por un segundo antes de ponerme la ropa. No puedo creerlo, pero termino con una sudadera para no congelarme en medio de la noche. Saco unos calcetines para Michelle.

Admito que mi pijama de Spider-Man no es la cosa más sexi con la que te puede recibir un chico para pasar la noche juntos. Normalmente me va más el frío y duermo en ropa interior, no es que la use mucho. Además, Spidy es genial.

—El piso está frío —chilla con una risita en cuánto vuelve al umbral de la puerta.

Cierra tras de sí, como si hubiera hecho una travesura. Corre hasta mí, que estoy al borde de la cama, me acabo de colocar la sudadera. Se arroja para abrazarme, sentada de lado sobre mis piernas. Me pierdo en sus ojos castaños con destellos verdes como rayos de sol. Luego le doy un beso.

Le ofrezco el par de calcetines.

—Gracias. Ya había asimilado que perdería al menos un par de dedos —se burla al tiempo que se coloca el par—. Me gustaría salir al balcón a ver las estrellas, pero eso sería la última cosa que haríamos.

—Nos marcaríamos un Titanic —bromeo yo.

Michelle me mira juzgándome con los ojos por mi chiste. Juraría que quiere decirme «no es divertido, es trágico», si no fuera porque un segundo después sale de ella una carcajada.

—Tienes un humor muy tonto —ríe ella.

—Claro que sí —admito—. Por eso me reí del chiste sobre «papá Noel».

Ella vuelve a romper en risas al recordarlo.

—¡Era un muy buen chiste! —objeta.

Yo le sonrío.

—Si, lo era —declaro y luego la beso en los labios—. Podríamos, sentarnos sobre la alfombra, envueltos en las cobijas y ver las estrellas por un rato desde la puerta de cristal que da al balcón. Sé que no es lo mismo, pero al menos así no hay riesgo de muerte.

—Suena bien, aunque... ¿no tienes sueño? —se preocupa ella.

Sueño no, pero cansancio sí.

—No. Prefiero quedarme a hablar un rato contigo —miento, a medias.

Tardamos unos minutos en acomodarnos. No tengo idea de qué hora es, pero todo mi cuerpo está cansado. Al menos recuerdo que hay un par de latas de café que compré en el centro comercial ayer, las cuales nos mantendrán despiertos. No tengo idea qué hora es, ni cuánto voy a dormir, pero sé que valdrá la pena. Me convenzo de ello en cuánto observo la ilusión en los ojos de Michelle al mirar por el cristal.

No tenemos una vista impecable, pero ya que el cuarto que nos tocó está construido a las orillas, no hay más habitaciones que obstaculicen la vista. El horizonte se ve plano desde aquí, no hay casas que se vean más grandes que una pelota de beisbol. No tenemos una gran vista para arriba, pero si un horizonte despejado y un cielo precioso.

Tengo a Michelle abrazada por la cintura. Observo su cara de impresión por el paisaje, hasta que se me ocurre una idea.

—Necesito mi cámara —anuncio. Me levanto, le coloco la cobija encima y le doy un besito en la frente antes de alejarme.

Michelle mira a las estrellas y el brillo se refleja en sus ojos. Observa el cielo como si acabara de descubrir algo nuevo, y eso le da una pinta de inocencia a su mirada. Después de la ducha de hace un rato, no tuvo oportunidad de volver a maquillarse; y si bien luego de todas las horas en carretera ya quedaba poco rastro de la pintura, esta es la primera vez que la veo libre de él por completo.

Siempre me pareció preciosa. En la escuela, lograba imprimirle su estilo a las prendas, ya fuese ropa de ejercicio, en invierno o verano. Recuerdo que fuera cual fuera su outfit, siempre lo combinaba con su maquillaje. Su especialidad son los colores brillantes en los ojos, con brillos y a veces se rodeaba de piedras brillantes, o estrellas diminutas. Era como ver una obra de arte, como pasar a un museo todos los días sin pagar.

Quizá, más de una vez la vi y me quedé con ganas de pedirle una foto. Quizá en mis adentros, me parecía la chica más hermosa que había visto, aunque no pudiera admitirlo. Ahora que tiene la piel al natural, me parece tanto o más bonita que con sus producidos maquillajes. Y esta vez no pienso quedarme con las ganas.

Me quedo unos metros detrás de ella. Observo su cabello enredarse en la cobija para luego caer cual cascada.

Clic, clic, clic.

Ella al inicio está muy metida en los corazones que dibuja con el vaho de su aliento sobre el cristal. Hasta que parece percatarse del sonido de la cámara y decide voltear. Me encuentra con el lente de la cámara apuntando a su rostro. ¡Oh, qué buena toma! Clic.

—¡Oye! ¿No se supone que tú pides permiso a las personas antes de tomarles foto? —reclama.

—Ya me habías dado tu permiso, ¿no te acuerdas? En la fiesta —argumento yo. Me niego a bajar la cámara. Discretamente disparo otra vez.

—Si, pero en ese entonces era Scarlett. —Cierra los ojos y se pone la mano en la barbilla, posando como si fuera esa otra chica. Cuando sale de su actuación se ríe por lo ridículo que suena todo eso—. Ahora soy Michelle, tienes que volverme a preguntar.

—¿Puedo tomarte una foto, Michelle? —solicito. Hago la fanfarria de ponerme de rodillas con la cámara sostenida como si fuera un anillo, e inclinar la cabeza como si fuera un caballero de la edad media.

—Nop —niega a pesar de la risa que le provoqué.

—¿Qué? Pero, ¿por qué? —reclamo con una falsa molestia.

—¿De tantos momentos que tuviste eliges este? Justo cuando estoy más desarreglada. No estoy maquillada y mi pelo está enredado después de que nos arrastráramos por toda la habitación.

Ella lo dice como si fuera un defecto, para mí es la mejor manera para retratarla.

—Me gusta como te ves. Quisiera poder recordar esta noche, y cómo lucías —explico mientras tomo asiento a un lado de ella. Le acaricio el rostro—. Con tu piel cubierta por las estrellas y tu cabello esponjado. Me encanta cuando te planchas el pelo, te pones brillos y todo eso. Pero también me encantas así. —Me inclino para darle un beso en la punta de la nariz. Ella cierra los ojos, sonríe con toda la cara y los labios muy juntos. Abre los ojos y me mira con dulzura, tiene un deje de «no sé cómo haces para convencerme».

—Está bien —accede, finge que no le convence la idea—, pero no se las puedes enseñar a nadie. Es parte del trato, ¿recuerdas?

—La tendré en una caja fuerte, lo juro —prometo. Me coloco una mano en el pecho y la otra la dejo extendida en el aire a la altura de mi cabeza. Juramento sincero.

Ya que usó el plural para referirse a las fotos, me quedo un buen rato experimentando con distintos ángulos. La tomo de perfil, de frente, me pongo de puntitas para tomarla desde arriba o la retrato de lejos con el cielo estrellado en el fondo. Incluso hago bromas para conseguir una sonrisa natural. Al principio parece muy tensa, pero luego relaja su postura, logra mirar al ojo de la lente y sonreírle.

Después de la sesión improvisada, le muestro las mejores tomas. Ella sonríe con timidez. Yo no puedo sacarme de la cabeza la idea de tomarle una foto todos los días y hacer un álbum con ellas.

—Gracias —comenta—, por hacerme sentir bonita.

—Eres preciosa. Y no te lo tengo que decírtelo para que sea cierto —replico, mientras vuelvo a meterme dentro de la cobija que nos envuelve a ambos y la abrazo.

Nos quedamos un rato en silencio, mirando la nieve caer. Damos algunos sorbos a nuestras bebidas. Michelle comienza a dibujar con el vaho sobre el cristal. Cada uno hace una cara, o un corazón, y de alguna manera tenemos una conversación por medio de algo parecido a emojis con vapor. Hasta que dibuja lo que parece ser un árbol de Navidad.

—¿Puedo confesarte algo? —habla por primera vez en un rato.

—Dime —asiento.

—Te mentí acerca de mi Navidad. No era cierto lo de ir de viaje con mi familia. La verdad es que salieron porque celebraban un aniversario especial —explica. Se queda callada un segundo, me mira a los ojos. Yo espero a que continúe—. En realidad —se corrige—, lo hacen cada año. No quería que te sintieras obligado a invitarme contigo o que tuvieras lástima por mí, por eso no te lo dije.

—Me lo dijo July hace un rato —reconozco.

—¿Y por qué no dijiste nada?

—Porque no me enteré por ti. Y la verdad es... que yo también mentí con eso. Mi papá trabaja, no celebramos Navidad —confieso.

—¿O sea que tampoco tienes nada que hacer mañana?

—Nop.

Nos quedamos callados. Quisiera tener una fiesta a la que invitar a Michelle, o llevarla a presentar con toda mi familia, porque estoy seguro de que a todo el mundo le parecería una chica divertida y linda. Ella no habla, pero responde dibujando un par de personas a lado del árbol. Parece ser un chico y una chica. La miro sin entender.

—¿Y si hacemos algo tú y yo? —propone—. No sé, podemos ir a patinar o preparar ponche de huevo. Bueno, no, eso no, no quiero incendiar la cocina de nuevo. Pero si podemos estar juntos, sería como inventar nuestra propia tradición.

Michelle me ofrece una sonrisa con dudas, como si temiera a mi rechazo. Creo que no se ha dado cuenta de que podría pedirme el mundo y yo se lo daría. Creo que aún no sabe que podría pedirme que me vaya ahora mismo para traerle una estrella del cielo, y yo saldría a buscarla.

O quizá lo sabe y precisamente por eso, no lo pide.

Me alegra que no repare en especular que podría ser que el próximo año estemos juntos para pasar la Navidad.

—Me encantaría —afirmo y le doy otro beso en la nariz. Luego me sigo con las mejillas, la frente y toda la cara. La beso hasta que mis labios le hacen cosquillas y se ríe entre mis brazos.

Me pide parar después de un rato de reírse. De nuevo nos quedamos contemplando el silencio. Con ella hasta los silencios dicen algo, hasta ellos hacen que mi corazón lata a un ritmo especial. Al ritmo en que me entrego a ella.

—No sé por qué me preocupa siempre el tiempo que duran las cosas —reflexiona ella. No entiendo por donde va, así que la miro esperando que siga—. Es muy tonto, ¿no crees? La gente no debería valorar sus relaciones por el tiempo, sino por... no sé. Otras cosas. Deberíamos ser felices, sin importar por cuánto tiempo, ¿no crees?

No sé si con «deberíamos» se refiere a nosotros como especie humana o nosotros como ella y yo. En cualquier caso estoy de acuerdo con su argumento. Decir que solo tenemos tres días de estar juntos me parece que no le hace justicia a todo lo que hemos transitado. Ni a los sentimientos que tengo, mucho menos a esos.

Yo asiento y ella se recarga en mi pecho.

—¿Qué tal si lo contamos por besos? —propongo.

—¿Cómo?

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once —cuento. Entre cada número le doy un beso en los labios— y doce. Ya llevamos doce besos juntos, lo que es más o menos lo de un año humano.

No descifro si la cara de Michelle es de ternura o decepción por estar con un chico tan cursi.

—Entonces —indaga ella, como si esto fuera una propuesta comercial que debe valorar—, si alguien pregunta hace cuánto estamos juntos...

—Diles que hace aproximadamente cien besos.

¿Mi propuesta es demasiado liberal? No puedo descifrar que piensa ahora, solo la veo mirar al cielo. Un segundo después voltea y me besa de nuevo. Esta vez es largo, nos enredamos las manos en el cabello del otro y terminamos con un suspiro.

—Ciento uno —declara ella con su sonrisa como de niña ilusionada. Los ojos le brillan a la par.

Al verla con esa sonrisa ancha en el rostro, ver como me sigue en mi juego y además le parece romántico. Veo que importa una mierda el destino y sus señales. Porque lo que hace que me termine de declarar perdidamente enamorado de Michelle, no es el hecho de que podamos coordinarnos al besar o bailar, ni el resplandor que vi detrás de ella cuando entró por la puerta de la fiesta. Lo que me enamora es ella, es esto. Este momento.

Me enamora esa forma que tiene de mirarme a los ojos, poniendo toda su atención en mí cuando cuento algo. Me enamora que se ría de cada una de mis tonterías sin pena por lo malo que pueda ser el chiste. Me enamora que sea tan atrevida, que sepa decirte lo que quiere. Me enamora la pasión con la que habla de las películas y la música de Taylor Swift. Me enamora la manera en que quita mis miedos, incluso el miedo que tengo a decirle que todo en ella me enamora.

Aunque si por casualidad me equivoco, si resulta que después de todo eso de las almas gemelas es real. Si existe una persona tan idea para mí como yo para ella... espero que esa sea Michelle.

Ya no puedo evitarlo, las palabras parecen quererse resbalar de mis labios. Tengo que decirle que la amo, no importa lo pronto que sea. Prefiero hacerlo ahora y no cuando sea muy tarde.

—Te... —tartamudeo.

Me interrumpen unos pasos provenientes del pasillo.

Los dos volteamos con el corazón que se detuvo dentro del pecho.

—¿Adam? —llama la voz de Bryce.

Mierda.

Que bonito sentimiento me deja este capítulo, probablemente sea el más cursi de todos, ¿o es el capítulo donde se encuentran en la fiesta y se coquetean?

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