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06 | Intenciones ocultas

06 | Intenciones ocultas

Maia

¿Te acuerdas de la primera vez que viste una estrella fugaz?

Yo sí. Tenía ocho años y Deneb acababa de cumplir los diez. Estábamos en verano, a mediados de agosto. Nos habíamos ido de vacaciones. Fuimos a la playa esa noche. Mamá estiró una enorme toalla sobre la arena y nos tumbamos a contemplar las Perseidas. Esa fue la primera vez que vi desplomarse una estrella. Papá lo presenció conmigo, me pasó un brazo sobre los hombros y me dijo: «corre, Maia, pide un deseo».

El astrónomo Ptolomeo creía que, cuando caía una estrella fugaz, el reino de los cielos se abría para los mortales. Por eso nuestros antepasados también murmuraban sus plegarias durante las noches oscuras. Cuenta la leyenda que solo había una regla: el deseo debía ser pronunciado antes de que la estrella desapareciera o, por el contrario, nunca llegaría a cumplirse.

Esa noche, papá me hizo pensar que el cielo era mágico. Mágico de verdad.

Ahora ya no creo en el poder de las estrellas fugaces. Si existiera, seguramente yo no estaría aquí.

Un desastre. Todo es un desastre.

Entro corriendo en el restaurante y no tardo en descubrir dónde se encuentran los baños. Por suerte, son individuales. Cierro la puerta, echo el pestillo y me apoyo contra la madera. Apenas puedo respirar y el corazón me late muy fuerte. Cierro los ojos para contener las ganas de llorar. Siento el suelo pegajoso contra mis pies y hace tanto frío que me congelan los huesos.

Todo es un desastre.

Suelto un suspiro tembloroso y me seco las lágrimas que se me han escapado. «Deja de comportarte como una cría», me espeto, pero no funciona. Abro el grifo para lavarme la cara y después me seco con papel. Cuando subo la mirada hacia el espejo, compruebo que mi pelo está mojado y enredado y que se me pega a la frente. Me deshago la coleta para peinármelo con los dedos antes de volver a hacérmela. Trago saliva cuando mis ojos se posan sobre la sudadera de Liam.

Solo la he aceptado porque estaba congelándome y seguramente sea lo que evite que coja una pulmonía. Está seca por dentro, así que no ha tardado en hacerme entrar en calor, pero no consigo ignorar el hecho de que huele a él. A su colonia, más bien. Y eso no me gusta nada porque, desde que la llevo puesta, no he podido dejar de pensar en ello.

Muy bien. Me cubro las manos con las mangas y cojo una profunda bocanada de aire. Clavo la mirada en el espejo. Puedo hacerlo. Puedo afrontar esto.

Pero enseguida me doy cuenta de que no es verdad.

Soy la única que tiene ingresos en casa. Desde que despidieron a mamá de su trabajo, nos hemos mantenido a base de ayudas y del poco dinero que gano y que definitivamente no es suficiente para costear las facturas. Antes teníamos otro coche, pero quedó destrozado tras el accidente. Fue una suerte que se lo llevaran directamente al taller. No habría podido mirarlo sin recordar lo ocurrido.

Por eso me dolió tanto gastarme todos mis ahorros en un coche de segunda mano. Recuerdo lo difícil que fue subirme a él por primera vez. Agarrar el volante, pisar los pedales y recorrer la carretera. El corazón me iba tan rápido que parecía que me fuera a estallar. Aún no he olvidado esa sensación de ansiedad, de no poder respirar, de tener que mantenerme alerta por si ocurría cualquier otra desgracia. Por si mi vida se hacía pedazos otra vez.

Lo he sentido de nuevo antes, con Liam. Por eso le pedí que condujese en mi lugar.

No compré el coche porque me gustase viajar. Lo hice porque lo necesito. La única forma que tengo de verla es ir y venir de Manchester todos los días y no puedo permitirme coger diariamente el autobús. A la larga, invertir en un vehículo propio nos saldría más rentable. Así que lo hice. Porque tenía que pensar en mi familia primero.

Nunca me he atrevido a salir del radio de diez kilómetros que recorro a menudo. Me mareo solo de pensar que todavía nos quedan cien hasta Londres.

Y que tendré que volver sola.

Cuando sufrieron el accidente, venían justo de ahí. Deneb estudiaba Astronomía en la Universidad de Londres. Mamá quiso ir a recogerla por sorpresa para que celebráramos juntas mi cumpleaños. Pero ninguna de las dos volvió a casa ese día.

El mismo tramo de carretera, de noche, casi a la misma hora. Y tendré que recorrerlo sola.

Eso, si Liam consigue arreglar el coche que se llevó todos mis ahorros.

No debería haber accedido a venir.

No obstante, estoy aquí. Y no puedo quedarme encerrada para siempre. Con esto en mente, me armo de fuerzas y salgo del baño. Fuera cada vez llueve con más fuerza. Me abrazo a mí misma dentro de la sudadera y corro hacia el coche. Acabo de caer en que he dejado mi móvil, mis llaves y mi vehículo en manos de un completo desconocido y que podría haberse largado. Por eso siento tanto alivio cuando abro la puerta y compruebo que Liam sigue ahí dentro.

—Evan llegará en un par de horas —me informa, mientras me acomodo en el asiento del copiloto. Me enseña mi teléfono, como prueba de que han hablado por Instagram.

No le presto mucha atención. Me cubro las rodillas con su sudadera y me abrazo las piernas para conservar el calor. La lluvia me ha calado hasta los huesos. Aunque no le miro, siento que está pendiente de todos mis movimientos y eso me altera más de lo que me gustaría.

—¿Tienes frío? —pregunta, al verme temblar. Niego.

—Estoy bien.

—Puedes esperar dentro, si quieres. Estarías mucho más cómoda que aquí.

Me vuelvo a mirarle con desconfianza.

—Pero tú no puedes entrar.

Hace mueca.

—A menos que queramos que se nos lancen encima, me temo que no.

—No pienso dejarte aquí. —Enarca las cejas al escucharme y me apresuro a añadir—: Podrías intentar robarme el coche o algo así.

Desvío la mirada, repentinamente incómoda. Por suerte, Liam ni siquiera se da cuenta.

—Cierto. Se me había olvidado que piensas que soy un delincuente.

—¿Has llamado a tus padres? —inquiero, dejando pasar su comentario.

De pronto, parece tenso. Se encoge en su asiento y le miro de reojo.

—No. Dudo que hayan notado que no estoy.

¿Y han pasado, cuánto, doce horas?

—Te entiendo —respondo sin pensar.

Liam posa sus ojos en mí, confundido.

—¿Qué?

—Normalmente soy quien se preocupa de que mi madre llegue bien a casa.

No sé por qué he dicho eso. Nos quedamos en silencio y, aunque quizá sea solo impresión mía, siento que me observa de forma diferente. ¿Con lástima, quizá? Odio esta sensación, así que me abrazo a mí misma con más fuerza y rehúyo su mirada.

—Cuando llegue Evan, llamaremos a la grúa para que lleven tu coche al mejor taller de Londres. Cubriré todos los gastos, ¿vale? Y después te pagaré lo que te debo por haberme traído hasta aquí.

No me gusta sentirme como su obra de caridad. De hecho, me falta poco para ceder ante el orgullo y negarme, pero estoy harta. De no ser por él, ahora no estaría atrapada en medio de ninguna parte mientras llueve a cántaros, con el coche echando humo y ninguna otra forma de volver a casa. Siempre procuro tomar decisiones inteligentes, y esta no lo ha sido en absoluto.

—Está bien —me limito a contestar, mirando hacia otra parte.

Y, para mis adentros, me repito que no me importa lo que le ocurra. No es problema mío. Debería haberlo abandonado a su suerte y dejar que se buscara otra forma de volver. Si decidí ayudarle, fue solo por el dinero. Porque necesitamos pagar las facturas.

Pero no influyó nada más.

—¿Que quieras estudiar periodismo tiene algo que ver con que escuches a una banda nueva cada semana? —pregunta, tras unos minutos en silencio.

Le miro, extrañada. No sé a qué viene eso, pero Liam no recula; me observa con sus potentes ojos azules mientras espera una respuesta. Me aclaro la garganta.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Es una suposición.

—¿Una suposición?

—Soy muy observador.

—Ya.

—Escribes poesía, te gusta descubrir música y quieres ser periodista. Todo apunta a que te morirías por trabajar en la radio. ¿Me equivoco?

Que parezca tan seguro me hace enarcar las cejas y, aunque odie admitirlo, también provoca que me entren ganas de sonreír. Fuera diluvia y no dejamos de escuchar el repiqueteo de la lluvia contra los cristales.

—¿Te mola eso de psicoanalizar a la gente? —cuestiono, sin darle una respuesta.

Liam sube un hombro.

—Se me da bien. Todo el mundo sigue un patrón.

—Me gustan los programas de radio. Creo que es uno de los medios de comunicación más... honestos. Cuando escuchas a alguien, lo juzgas por su forma de pensar y de expresarse, no por su imagen. Es poco superficial. No sé, me gusta. —Termino encogiéndome en mi asiento, incómoda. Puede que me haya ido por las ramas.

Sin embargo, Liam sigue mirándome con curiosidad.

—Serías buena como locutora —dice, lo que me hace rodar los ojos.

—Ni siquiera me conoces.

—No, pero se nota que disfrutarías haciéndolo. Uno siempre disfruta viendo a alguien dedicarse a lo que le apasiona.

Pronuncia esto último en un susurro, como para sí. Preferiría que no volviésemos a quedarnos en silencio, de forma que me obligo a dejar de mirarle y digo:

—De todas maneras, es un sueño tonto. Muy pocos consiguen llegar alto. Intentarlo no merece la pena.

Solo que es difícil rehuir su mirada cuando me observa así.

—Creo que tú también deberías dedicarte a lo que te haga feliz, Maia.

—Como sea.

Me cruzo de brazos. No soporto que use mis propios consejos conmigo. Venimos de mundos distintos. Su vida es totalmente opuesta a la mía. Tiene cientos de oportunidades justo ahí, en la palma de su mano. Puede cometer errores o tomar el camino equivocado porque siempre tendrá a alguien esperándole para guiarle por el correcto. Pero yo no. Yo no tengo nada de eso.

No espero a que me ofrezcan oportunidades. Me las construyo yo misma. Y por eso tengo que ser realista.

De nuevo, nos dejamos consumir por el silencio. Liam frunce los labios y se pasa una mano por los rizos, inquieto. Parece que busque desesperadamente algo que decir.

—¿Por qué no me enseñas más canciones de tu banda musical de la semana? —sugiere, de repente, y el corazón me da un vuelco, aunque no entiendo muy bien por qué.

—¿Va en serio? —No puedo evitar mirarle de reojo.

Le resta importancia encogiéndose de hombros.

—Tenemos tiempo de sobra, ¿no?

Dudo un momento, pero al final decido que, si la alternativa es sumirnos en un silencio incómodo hasta que llegue su amigo, definitivamente prefiero poner música. Rebusco mi móvil en mis bolsillos, hasta que recuerdo que se lo presté. Enarco las cejas en su dirección y Liam se apresura a devolvérmelo. Sus dedos rozan los míos y resisto el impulso de apartar la mano a toda prisa.

Intentando no pensar en que está pendiente de mí, busco una de mis nuevas canciones favoritas y subo el volumen. Sweather Weather de The Neighbourhood lucha por hacerse oír sobre el repiqueteo de la lluvia en los cristales. Finjo que no me importa, pero me mantengo atenta a la reacción de Liam, que comienza a mover la cabeza distraídamente el ritmo de la canción.

—¿Has escuchado a 3 A. M.?

Su voz suena por encima de la música. Me vuelvo hacia él de inmediato.

—¿Bromeas? Es una de mis bandas favoritas.

Parece sorprenderse. Arquea una ceja.

—¿En serio? —Asiento y añade—: Yo los sigo desde antes de que fueran famosos. Encontré un vídeo suyo en Twitter, lo compartí y creo que ayudé a que se hiciese viral. De nada, supongo.

Pongo los ojos en blanco.

—¿No te cansas de ser un egocéntrico?

Liam esconde una sonrisa.

—¿Cuál es tu canción favorita?

—¿De esa banda? —Se encoge de hombros, por lo que continúo—: Insomnio, sin duda.

—Esperaba que tuvieras buen gusto. Sigue latiendo es la mejor que tienen.

—¿Te puedes creer que nunca la he escuchado?

—Cualquier aspirante a locutora que se precie tiene que conocerla. Anda, trae.

Extiende la mano para que le dé mi teléfono y, tras pensármelo, obedezco. Unos segundos después, una canción con aire melancólico inunda el ambiente. De primeras pienso que no es para mí, que es demasiado lenta, pero la dejo sonar porque él ha escuchado antes la que he puesto yo.

Y menos mal. Porque no tardo mucho en enamorarme de la canción.

Liam echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos para disfrutar de la música. Tiene un perfil extrañamente bonito; la mandíbula marcada y la nariz recta. Un puñado de rizos castaños le caen sobre la frente, de forma descuidada, como si no le diera mucha importancia a su aspecto. Seguro que es pura fachada. Conozco a esta clase de tíos. Se preocupan más por cuidar su aspecto que por respirar.

Aunque imagino que eso está justificado cuando eres un personaje público de Internet. Vale, no sé cuántos suscriptores tiene, pero he visto el brillo en las miradas de esas chicas antes, cuando se han sacado una foto. Actuaban como si estuviesen conociendo a uno de sus ídolos y, a juzgar por la tranquilidad con la que ha reaccionado Liam, debe de ser algo que le pasa a menudo.

Me pregunto qué pensarían sus fans si supieran que su youtuber favorito ha acabado durmiendo borracho en el coche de una desconocida.

¿Qué le habrá llevado a acabar así?

Sin embargo, mi mirada continúa bajando por su cuerpo y, de pronto, mi mente se queda en blanco. Y lo único que pienso es: «joder». Como me ha cedido su sudadera, ahora solo lleva una camiseta negra que se ajusta a los músculos de su pecho y sus brazos de una forma casi dolorosa. Tiene las manos grandes y los hombros anchos. Noto un cosquilleo desagradable en el estómago e intento pensar en otra cosa, pero no funciona.

De repente, la canción termina y Liam abre los ojos. Entonces, su mirada encuentra la mía, ya que aún sigo observándole, y, aunque de primeras parece sorprendido, en sus labios pronto se forma una sonrisa burlona. Mierda. Doy un respingo y me apresuro a mirar hacia otra parte, incómoda, nerviosa y cabreada tanto con él como conmigo misma.

Tengo el corazón desbocado. No estoy aquí para esto. «Maia, céntrate».

«Sabemos que te lo quieres comer, pero céntrate».

Oh, por el amor de Dios.

Nos pasamos los cuarenta minutos siguientes intercambiando canciones. Me enseña sus bandas favoritas y después escuchamos a las mías y, aunque no coincidamos en muchas, no puedo negar que tiene buen gusto. Pese a que yo preferiría que nos limitásemos a oír la música y ya está, Liam se empeña en sacar conversación. Acabamos charlando sobre películas, series y libros.

Esto último me sorprende especialmente porque daba por hecho que... bueno, no sabía leer.

Casi una hora después, Evan nos manda un mensaje pidiéndonos mi número de teléfono para llamarnos. No me parece buena idea, pero Liam insiste en que no podrá explicarle dónde estamos de otra forma. Vuelvo a darle mi móvil y sale del coche, aprovechando que ha dejado de llover, para hablar con él.

Decido hacer lo mismo y estirar las piernas. Sigue haciendo frío, por lo que agradezco tener su sudadera. Aún tengo el pelo mojado, así que seguramente acabaré pillando un resfriado. De todos modos, cojo una profunda bocanada de aire helado. Liam no tarda en colgar y se acerca para avisarme de que su amigo está a punto de llegar.

En efecto, no tardamos mucho en ver su coche entrando en el área de servicio. Liam se pone a hacer señas y yo pestañeo, incrédula. No sé cuántos años tendrá ese tal Evan, pero ese trasto debe de costar más que mi casa. Lo aparca junto a mi coche destrozado y en sus últimas y casi me avergüenzo de lo poco que tengo.

Cuando se baja del coche, mis cejas se alzan solas. Se trata de un chico joven, de unos veinte, como mucho, con la piel oscura y el pelo lleno de rizos minúsculos y elásticos. Es de constitución atlética, aunque está más delgado que Liam y este le saca varios centímetros. Va vestido de forma estrambótica, con una camiseta de manga corta encima de una sudadera enorme y unos vaqueros llenos de agujeros.

Esboza una gran sonrisa al vernos y se recoloca sus gafas de sol. Pero ¿qué hace? Si está nublado.

—Es la cuarta vez que te salvo el culo este mes. De nada.

Cuando se detiene junto a nosotros, Liam sonríe y choca puños con él. Mientras tanto, yo no puedo apartar la mirada de Evan. Parece recién sacado de un panel de Pinterest.

—Gracias por venir, tío. Te debo una —responde Liam, y el otro niega, como si no fuera suficiente.

—Ni gracias ni ostias. ¿Es que no puedes pasarte una semana sin meterte en problemas? Me estresas y con el estrés me salen arrugas. Puto desgraciado.

Suena bastante agresivo, pero Liam se limita a poner los ojos en blanco.

—¿Que quieres saber cómo estoy, dices? —pregunta irónicamente—. Genial, gracias. Ninguna lesión física ni psicológica de la que preocuparse.

—¿Estás de coña? Das asco —rebate Evan, señalándolo—. Y hueles a muerto. Prueba a ducharte de vez en cuando. Una vez al año no hace daño.

—Que te jodan.

—De nada por venir a por ti, capullo. —Mira a nuestro alrededor y frunce el ceño—. Por cierto, ¿cómo diablos has acabado aquí? ¿Has hecho autostop? Porque yo no te recogería.

—Acabé mucho más lejos —contesta Liam, ignorando el comentario. Me señala con la cabeza—. Ella me ha traído hasta aquí.

Es entonces cuando Evan recae en mi presencia. Abre tanto los ojos que casi se le salen de sus órbitas. Se vuelve automáticamente hacia Liam.

—Dime que no has hecho lo que creo que has hecho.

—¿Qué? ¡No! —se apresura a decir él, y me lanza una mirada nerviosa. Se aclara la garganta, tenso—. Maia, este es Evan, mi mejor amigo. Y Evan, ella es...

—... alguien que, por tu bien, espero que sea mayor de edad —carraspea Evan.

Liam da un respingo y se apresura a golpear a su amigo, mientras yo me planteo seriamente mandarlos a la mierda a los dos.

—Ignóralo —me dice Liam—. Evan es así. Pensar no es uno de sus fuertes.

Ante esto, su amigo solo rueda los ojos y se vuelve hacia mí.

—Mi más sincero pésame, Maia. Aguantar a este tío durante tantas horas seguro que te dejará secuelas de por vida.

Trago saliva. «Y que lo digas».

—Se ha cargado mi coche —comento, y Evan se gira inmediatamente hacia él.

—¿Que te has cargado su coche?

—¡Ha sido un accidente! —exclama Liam, mirándome—. Además, he prometido arreglarlo. Evan, ¿me dejas llamar a la grúa?

El chico ya tiene su móvil en la mano.

—Es domingo, pero le daré un toque a mi mecánico de confianza. Con suerte, en un par de horas habrán solucionado el problema —nos informa, y después sube la vista—. En fin, Maia, ha sido un placer, pero debería llevar a este paleto de vuelta a su casa antes de que alguien note que no está. Que te vaya bien.

El corazón me da un vuelco. Evan arrastra a Liam hacia su coche y me entra el pánico al pensar que van a dejarme aquí sola. Sin coche ni dinero, ¿quién me asegura que podré volver a casa? Dicen que llamarán al mecánico, pero podría no ser verdad. Podría ser solo una forma de librarse de mí. A fin de cuentas, lo que me pase no es asunto de ninguno de los dos.

Pero, entonces, Liam dice:

—No vamos a dejarla aquí.

Hace esfuerzos para frenarse con los pies. El alivio me inunda los pulmones, pero aún tengo las pulsaciones aceleradas.

—¿Perdón? —articula Evan, como si creyese haber oído mal.

—En un rato será de noche. Estás loco si piensas que voy a irme sin ella. —Se gira hacia mí y señala el vehículo—. Maia, sube al coche.

Mientras tanto, su amigo lo mira como diciendo: «¿me estás vacilando?».

—Creo que no nos estamos entendiendo —masculla, entre dientes—. ¿Tengo que recordarte lo que pasaría si...?

—Me da igual —lo corta Liam—. Vamos, Maia.

Evan intenta replicar, pero Liam lo acalla con una mirada. Después, sus ojos se clavan en los míos. Intento ignorar lo fuerte que me late el corazón y sopeso rápidamente mis opciones. No conozco a estos chicos y montarme en un vehículo con ellos no me genera ninguna confianza, pero, si la alternativa es quedarme aquí sola, creo que la decisión está tomada.

—¿Qué pasará con mi coche? —pregunto, de todas formas.

Liam parece estar a punto de perder la paciencia.

—El mecánico se encargará de llevarlo a mi casa. Como mucho, lo tendrás en unas horas. Vamos, estamos perdiendo el tiempo.

Dicho esto, abre la puerta trasera del vehículo, instándome a entrar. Evan alterna la mirada entre nosotros. Parece darse cuenta justo entonces de que llevo puesta la sudadera de Liam. Junta las cejas y dice:

—¿Sabéis qué? No sé de qué diablos va esto, pero prefiero no entrometerme.

Después, entra en el coche.

Aunque mi cerebro no para de advertirme que es una mala idea, hago lo mismo.

☆✯☆

Liam y su amigo se lanzan miradas durante todo el camino, pero no sacan ningún tema de conversación. Mientras tanto, yo me encuentro en la parte trasera, sobre un asiento de cuero sintético que probablemente costará más que mi sofá. Intento distraerme mirando por la ventana, pero no dejo de preguntarme por qué he accedido a venir. De vez en cuando, Evan me mira a través del espejo retrovisor y pone los ojos en blanco, como si no soportara pensar que, bueno, sigo aquí.

Tardamos poco más de una hora en llegar a Londres. Apoyo la cabeza contra la ventanilla y observo el paisaje hasta que desaparecen los bloques de casas y entramos en lo que parece una urbanización privada; hay un portero vigilando la entrada que nos deja pasar en cuanto ve que Liam y Evan están en el coche.

Es como si nos adentrásemos en un mundo distinto. De pronto, solo veo grandes parcelas rodeadas por muros de hormigón. Las viviendas sobresalen debido a su altura, pues algunas tienen hasta cuatro pisos de alto. Hay árboles y flores y coches de alta gama aparcados en las aceras. Me incorporo en el asiento para verlo todo mejor y, cuando la mirada de Liam se cruza con la mía a través del espejo retrovisor, intento que no se dé cuenta de que estoy alucinando.

«Está acostumbrado a todo esto», me digo. «Su vida es así».

Tiene mucho más de lo que la gente como yo podría llegar a soñar.

Unos kilómetros más adelante, se encuentra nuestro destino. Liam se saca un mando minúsculo del bolsillo que utiliza para abrir las puertas automáticas. Los muros están recubiertos de hiedra y, en el interior, hay un amplio jardín que se extiende alrededor de la vivienda.

Evan aparca frente a la cochera y las compuertas se cierran detrás de nosotros. Trago saliva, abrumada, aunque la casa en sí es bastante minimalista. La planta baja es más extensa que la superior y todas las paredes están pintadas de blanco. Lo que prima en ella son los grandes ventanales que hacen que la vivienda parezca aún más inmensa. No veo ninguna piscina, pero no me sorprendería que tuvieran una en la parte de atrás.

De hecho, incluso me extrañaría que no tuviesen su propio jardinero.

Evan y Liam se bajan del coche y me apresuro a seguirlos, mientras no paro de preguntarme qué diablos hago aquí. Cierro la puerta del vehículo con cuidado, temiendo romperla, e intento no pensar en lo diferente que es del mío. Liam me lanza una mirada nerviosa, pero no dice nada, sino que se limita a conducirnos hacia el interior.

La puerta principal está abierta, lo que sería impensable para mí, pero que supongo que tiene sentido cuando tienes un muro de dos metros y medio rodeando tu casa. Me seco las suelas de las botas en la alfombra antes de entrar, ya que el suelo seguía húmedo, cosa que Liam y Evan no se molestan en hacer.

Dentro, las paredes son de colores claros, a juego con los muebles, y el suelo está recubierto de parqué. Dejan sus cosas en el recibidor y, aunque ninguno se molesta en dirigirme la palabra, acabo siguiéndolos hasta el salón. No dejo de mirar lo que nos rodea, mientras intento no pensar en que me siento muy fuera de lugar.

—Voy a por la cámara. Es domingo —dice Evan y Liam asiente distraídamente.

—Ya que subes, tráeme un cargador, ¿quieres?

—¿Qué me darás a cambio?

—¿Mi amistad?

—Hecho. Pero ofréceme algo útil la próxima vez.

Desaparece al fondo del pasillo y oímos cómo sube las escaleras. Ahora que estamos a solas, Liam se vuelve hacia mí. Su mirada desciende por mi cuerpo y me doy cuenta de que aún llevo su sudadera, lo que me hace sentir todavía más incómoda. No me lo pienso dos veces y me la saco por la cabeza.

Ni siquiera debería haberla aceptado en su momento.

—Gracias —mascullo, de todas formas, antes de devolvérsela.

La coge sin saber muy bien cómo actuar. A continuación, señala los sofás, tenso.

—Puedes sentarte, si quieres. Estás en tu casa.

Solo que no es así, porque no pinto nada en este lugar.

—No tienes por qué hacer esto, Liam —repongo, cruzándome de brazos—. Puedo arreglármelas sola. No quiero causarte más problemas.

—Solo estoy devolviéndote el favor.

—Yo no estaba haciéndote ningún favor.

Quedamos en que me pagaría por traerlo hasta Londres. No he hecho nada de forma desinteresada y Liam parece acordarse de repente, porque traga saliva y me hace un gesto antes de alejarse.

—Llamaré al taller. No seas testaruda y ve a sentarte.

Sube las mismas escaleras que su amigo, dejándome sola en el salón. Me rodeo con los brazos mientras giro lentamente sobre mis talones. Le echo un vistazo a la televisión, que ocupa media pared, a las videoconsolas de la mesita y a los sillones, que son de un color tan blanco que me daría miedo mancharlos si me siento.

Y, después, me miro a mí misma.

Me fijo en mis vaqueros rotos, en mis zapatillas desgastadas y en la camiseta ancha que llevo y que a veces he utilizado para dormir. Decido que no me gusta este lugar. Nunca me he avergonzado de mis orígenes, pero aquí, rodeada de todo aquello que nunca podré tener, me siento pequeña e insignificante. Mucho más que de costumbre.

Aun así, le hago caso a Liam y me siento en uno de los sofás. Rebusco el móvil en mis bolsillos y evito preguntarme si le habrá parecido un trasto viejo cuando lo ha usado antes. Me planteo llamar a mamá, pero ni siquiera se ha molestado en escribirme para asegurarse de que estoy bien. Prefiero no tentar a la suerte. Conociéndola, sería incluso capaz de ponerse a echarme cosas en cara.

Ya tengo bastantes problemas.

A quién sí debería llamar es a Rick. Quedamos en que doblaría turno en el bar esta noche, pero es imposible que me dé tiempo a llegar. Necesito el dinero. Y el trabajo. Y tener el día libre mañana para ir al hospital. Sin embargo, a no ser que encuentre la forma de teletransportarme a Northiam, no tendré ninguna de las tres cosas.

Me muerdo el labio, inquieta. Acabo guardando el teléfono sin hacer ninguna llamada. Me enfrentaré a ello más adelante.

Ahora solo quiero recuperar mi coche.

Unos minutos más tarde, escucho ruido en las escaleras. El corazón me da un vuelco, no entiendo muy bien por qué, y me enderezo mientras espero a que Liam aparezca para darme noticias sobre el mecánico, pero no se trata de él.

Evan entra en el salón y deja una cámara y unos cuadernos sobre la mesa. En cuanto decae en mi presencia, su rostro se contrae en una mueca de disgusto. Me entran ganas de soltarle algún comentario, pero me contengo. El silencio se prolonga durante unos largos segundos, hasta que, de pronto, dice:

—Sabes que está pillado, ¿no? Liam. Tiene novia. Estás perdiendo el tiempo.

Me vuelvo bruscamente hacia él.

—¿Disculpa?

—No tienes ninguna oportunidad. No eres su tipo. De hecho, ni siquiera sé por qué sigues aquí.

—Por mi coche —me limito a responder, intentando no perder los estribos.

Pero me lo pone difícil.

—Ya, claro. —Pone los ojos en blanco—. Conozco a las chicas como tú, Maia. No eres la primera ni serás la última que se cruza en nuestro camino. Lárgate antes de perder la dignidad, ¿quieres?

Y, solo con eso, consigue llevarme al límite de mi paciencia.

He tolerado que bromease antes con Liam. Que insinuara que se había liado conmigo. Que quisiera dejarme abandonada en medio de ninguna parte. Lo he tolerado todo, pero ha cruzado el límite. ¿Quién diablos se cree que es? ¿Piensa que puede venir aquí e insinuar que mi único objetivo en la vida es meter la mano en los pantalones del gilipollas de su amigo?

Porque no, no puede. Y porque estoy harta.

De pronto, estoy tan furiosa que creo que no soportaré estar aquí ni un solo segundo más. Me levanto, y todo empeora cuando Liam entra en la habitación. Está sonriendo, pero su expresión cambia radicalmente cuando me ve.

—¿Qué pasa? —pregunta, más dirigiéndose a Evan que a mí.

—Dame el teléfono del taller. Me largo de aquí —le espeto yo.

De reojo, me parece ver a Evan sonreír con orgullo. Liam pestañea, confuso.

—¿Qué? Creía que habíamos quedado en que...

—No, Liam. Eso lo has decidido . Yo solo quiero irme a mi casa. Ahora. —Está tan perplejo que no reacciona y eso me saca aún más de quicio—. ¿Sabes qué? No lo necesito. Puedo arreglármelas sola. Que os jodan.

Paso por su lado, irritada, y salgo de la vivienda sin pensármelo dos veces. Sigue lloviendo con fuerza, pero no le doy importancia. Me abrazo a mí misma y corro escaleras abajo. Buscaré una forma de volver a Northiam, sola, como he hecho siempre. Quiero estar tan lejos de estos dos imbéciles como me sea posible.

No obstante, no tardo en escuchar pasos detrás de mí. Antes de que llegue a la puerta, alguien me agarra del brazo para que me voltee. Noto que se me acelera el corazón, por mucho que lo intente ignorar.

—¿Qué diablos te pasa? —me espeta Liam y, sin más, exploto:

—¿Que qué me pasa? ¿Me estás tomando el pelo? —chillo, zafándome de su agarre—. ¡No dejas de darme problemas! Ahora ya estaría en casa, preparándome para irme al trabajo, de no ser por ti y tus estúpidos dramas. Si tanto querías volver a Londres, ¿por qué no llamaste a tu amigo desde el principio? ¡O a un puñetero taxi! Todo lo que ha pasado es culpa tuya, Liam. ¡Todo es culpa tuya!

Nunca lloro delante de nadie, pero siento tanta rabia, tanta frustración acumulada, que esta vez no lo puedo evitar. Se me llenan los ojos de lágrimas y me las seco con el brazo, harta de mí misma y de esta situación.

Mientras tanto, Liam me mira como si no supiera qué decir.

—Si quieres volver ahora mismo, puedo pagarte un taxi y...

—¡No quiero tu dichoso dinero! —exclamo, fuera de mí, y se me escapa un sollozo—. Solo quiero mi coche, Liam. No lo entiendes. Necesito mi coche.

—¿Y qué quieres que haga? —estalla él—. Solo te conozco de hace unas horas y ya he perdido la cuenta de todo lo que he hecho por ti. Me ofrecí a pagarte por traerme hasta Londres, cosa que aún pienso hacer, también he mandado a un mecánico a recoger tu maldito coche y, para colmo, te he traído a mi casa. Estoy siendo generoso contigo y lo único que haces es quejarte, quejarte y quejarte sin parar.

—¿Que me quejo? ¿Porque me hayas arrastrado hasta aquí? —pronuncio, con rabia, y doy varios pasos hacia él—. ¿Esperas que te dé las gracias por no dejarme abandonada en la gasolinera?

—Teniendo en cuenta lo insufrible que eres, cualquier tío lo habría hecho en mi lugar.

—Muy bien. Pues dame el número del mecánico y me perderás de vista.

Extiendo la mano, aguantándome las lágrimas y alzando la barbilla. Liam duda.

—Ni siquiera sabes cómo llegar al taller.

—Ese no es tu problema.

—Maia...

—También quiero mi dinero —le interrumpo—. Quedamos en que serían trescientos cincuenta. Suéltalo para que pueda irme de una vez.

Liam resopla, incrédulo, mientras sacude la cabeza.

—Bajo a doscientos. Solo hemos hecho la mitad del camino.

—Sí, porque has jodido mi coche.

—Además, me has obligado a conducir. —Esboza una sonrisa burlona—. ¿Qué pasa, Maia? ¿Te da miedo la velocidad?

Los recuerdos me invaden a contrarreloj y, de repente, tengo un nudo en la garganta.

—Eres gilipollas.

No lo soporto más. Me giro y recorro el jardín a toda prisa, haciendo esfuerzos sobrehumanos por no echarme a llorar. No pienso hacerlo aquí, frente a él. A mis espaldas, Liam maldice por lo bajo y se apresura a seguirme.

—Venga ya, ¿de verdad vas a enfadarte por eso? Solo era una broma.

—Déjame en paz.

—¿Y qué pasa con el dinero?

Me vuelvo a mirarlo con rabia.

—No quiero nada que provenga de ti —escupo.

Estoy muerta de frío. Entre eso y lo enfadada que estoy, no dejo de temblar. Intento marcharme de nuevo, pero Liam me agarra de la muñeca. Tiene la piel caliente, y de pronto siento un cosquilleo intenso en el estómago que me lo pone del revés.

Me preparo para volver a insultarlo, pero cierro la boca en cuanto veo sus ojos. Tiene una mirada tan intensa que es como si pudiera atravesarme con ella.

—Hay una razón de peso por la que no quieres conducir —pronuncia, muy despacio, como si temiese asustarme—, ¿verdad?

Miro hacia otra parte, incómoda.

—No es asunto tuyo.

En lugar de insistir, se limita a soltarme y suspirar. Me sujeto la muñeca instintivamente.

—No he conseguido contactar con el mecánico. Lo llamaré mañana a primera hora. Hace frío y llueve que te cagas, así que hazme el favor de entrar antes de que cojas una pulmonía. No quiero más problemas.

¿Así que no tendré mi coche hasta mañana? El pánico me invade y me entran ganas de volver a gritarle, pero me contengo al recordar lo que ha dicho. No puede hacer nada más. Nos guste o no, esto es lo que hay.

Pero eso no significa que vaya a hacerle caso.

—No pienso entrar ahí.

Liam se aprieta el puente de la nariz, impaciente.

—Maia, no empieces otra vez.

—No empiezo nada, solo te aviso de que no voy a...

—¿Puedes dejar de ser tan testaruda? ¡Está lloviendo!

Lo miro de arriba abajo.

—Mejor. Te hacía falta una buena ducha.

—Tenemos una habitación de invitados en la planta de arriba. Con baño propio. Tendrás intimidad. Puedes quedarte hasta que recuperes tu coche. Y es la última vez que voy a ofrecértelo.

Mierda. Toma ultimátum.

No me da la oportunidad de replicar. Se gira antes de que pueda abrir la boca y sube las escaleras del porche. Por mucho que mi orgullo me inste a mandarlo a la mierda, sé que no seguirlo implicaría pasar la noche a la intemperie. Cada vez diluvia con más fuerza y la ropa mojada se me pega al cuerpo. Suelto una maldición.

—Liam —pronuncio, tragándome mi dignidad, pero finge que no me escucha.

Armándome de paciencia, me apresuro a ir detrás de él. Subo los escalones de dos en dos y me entrometo en su camino antes de que llegue a la puerta.

Enseguida me doy cuenta de que ha sido un movimiento arriesgado. Liam abre mucho los ojos, sorprendido ante mi cercanía, porque de pronto solo nos separan unos centímetros. El corazón me salta dentro del pecho. Aún tengo la respiración agitada. Las gotas de lluvia le resbalan por la piel, recorriendo su mandíbula y su cuello, hasta que se pierden en el interior de su camiseta.

Me aclaro la garganta, repentinamente nerviosa.

—Tu... tu amigo cree que quiero liarme contigo.

Seguramente no sea un buen momento para que tengamos esta conversación, pero no puedo callármelo. Liam traga saliva. No paso por alto que su mirada se ha posado sobre mi boca.

—¿Y no quieres? —cuestiona, con la voz ronca.

—No.

Mi respuesta lo hace volver a la realidad.

Se aparta, ligeramente confundido.

—Dile a tu amigo que no vuelva a insinuarlo —le advierto.

Dicho esto, le planto las manos en el pecho para alejarlo y Liam retrocede, pasmado. Quiero volver a entrar, pero, cuando empujo la puerta, descubro que está cerrada. Mierda. Soy patética. Él ya está rebuscando en sus bolsillos. Debe de haberse dejado las llaves dentro, porque suspira y llama al timbre. Transcurren unos largos segundos en silencio hasta que Evan se digna a abrirnos. Está masticando su sándwich con una amplia sonrisa, que decae en cuanto me ve.

—Vaya, ¿todavía sigues aquí?

—Vamos, te enseñaré tu habitación —dice Liam a mis espaldas, suspirando.

Estoy segura de que el imbécil de su amigo tiene una opinión que dar al respecto, pero Liam pasa por su lado sin darle la oportunidad de replicar. Aunque no quiero quedarme a solas con él, me apetece mucho menos aguantar los comentarios de Evan, así que lo sigo sin pensármelo dos veces. Recorremos juntos un pasillo lleno de ventanales y subimos al segundo piso.

Arriba, todo es tan espectacular como en el piso inferior. Paredes blancas, suelo de parqué negro, muebles minimalistas y luz natural en cada rincón. Las escaleras conducen a una sala amplia con plantas, sillones e incluso un futbolín. Hay cuadros decorando la estancia, pero no veo ninguna foto familiar. A la izquierda, se extiende un pasillo con varias puertas que supongo que conducirán a las habitaciones.

En efecto, tomamos esa dirección y Liam abre la más cercana a mano izquierda. Después, se aparta para dejarme pasar.

Se me corta la respiración. Es un cuarto amplio, con ventanales gigantescos, como en el resto de la casa, y una enorme cama de matrimonio situada en una esquina. A sus pies, hay una alfombra de pelo oscura en la que tampoco me importaría dormir. Las puertas correderas del armario, que son de madera, se encuentran al fondo, junto a una de color blanco que, según lo que me ha contado, imagino que irá a parar al baño.

Liam se aclara la garganta, ligeramente incómodo.

—Sé que no es gran cosa, pero...

¿Que no es gran cosa? ¡Pero si es casi más grande que mi salón!

—Está bien —respondo en su lugar. Prefiero que no se dé cuenta de lo alucinada que estoy. Se vuelve a mirarme con desconfianza y me fuerzo a añadir—: Mmm... gracias.

Esboza una media sonrisa y sube un hombro, restándole importancia.

—No las des. Es lo mínimo que puedo hacer. —Pero ambos sabemos que no es verdad, y que cualquiera habría preferido dejarme en la gasolinera. Aparta rápidamente sus ojos de los míos, inquieto—. Puedes usar el baño para darte una ducha, asearte o lo que necesites. Y, si tienes hambre, puedo buscarte algo para cenar.

—Estoy bien —contesto, negando.

—¿Seguro? El bocadillo de esta mañana no era muy... comestible.

Me aprieto las manos tras la espalda, nerviosa.

—Solo quiero irme a dormir.

—Está bien. Estaré abajo si necesitas algo. —Asiento, forzando una sonrisa. Liam abre la puerta para marcharse, pero, antes de cruzar el umbral, se vuelve hacia mí, como si hubiera recordado algo—. Una cosa más.

Junto las cejas. ¿Y ahora qué?

—¿Sí?

—Honestamente, Maia, espero que antes estuvieras siendo sincera. Que quisieras liarte conmigo nos complicaría mucho las cosas y, como te he dicho antes, no quiero más problemas.

Pestañeo. Su rostro permanece serio.

—No quiero liarme contigo —repito, por décima vez.

Liam asiente, como diciendo «eso es justo lo que quería escuchar».

—Mejor. No te ofendas, pero no eres mi tipo.

Pero sí que me ofendo.

—¿Perdón?

—Lo siento, pero es la verdad. No me van las chicas como tú.

Una persona decente se habría quedado callada, y justo por eso le espeto:

—Es curioso que me vengas con estas justo después de que te haya rechazado, ¿eh?

Liam abre la boca, la cierra y, después, sonríe como si creyera que le tomo el pelo.

—Tú no me has rechazado.

—Claro que sí. Y estoy a punto de hacerlo otra vez. Es de noche, estás en mi habitación y lo único que me sale decirte es: adiós, Liam.

Enarca las cejas, pero no se mueve, así que le pongo las manos en la espalda para empujarlo fuera del dormitorio. Intento centrarme en sacarlo de aquí y no en la firmeza de sus músculos bajo mis dedos. Seguramente él también tenga ganas de irse, porque no habría conseguido sacarlo al pasillo si se hubiera opuesto.

—¿Sabes? En realidad, no es tu habitación. Es mía y solo te la he prestado, así que técnicamente no puedes echarme.

—He dicho que adiós, Liam.

—Intenta no soñar conmigo esta noche, ¿quieres? Sería de muy mal gusto.

—Que te jodan.

Él sigue sonriendo.

—Buenas noches, Maia.

Ahí está de nuevo. Esa sonrisa. Estoy harta de verla, así que agarro la puerta y se la cierro en las narices. La habitación se queda en silencio y yo me apoyo contra la madera, con los ojos cerrados, mientras le ordeno a mi corazón que vuelva a latir con normalidad. Esta situación me ha afectado más de lo que debería.

Aguardo, expectante, hasta que, pasados unos segundos, escucho pasos alejándose.

Si no fuera porque no quiero ir a la cárcel, lo empujaría por las escaleras.

¿Que no soy su tipo, dice?

¿Que cualquier tía se moriría por estar en mi lugar?

Parece que Míster Borracho también tiene complejo de Brad Pitt.

Espero hasta que se me pasa el cabreo y, a continuación, me tomo unos minutos para inspeccionar a fondo la habitación. Hay sábanas, toallas y útiles de aseo en el baño, pero no encuentro nada de ropa para cambiarme, así que tendré que dormir con lo puesto. Me quito las zapatillas, el sujetador y los vaqueros; no pienso arriesgarme a quedarme solo en ropa interior cuando ni siquiera hay pestillo en la puerta.

Después entro en el baño, que es tan espectacular como el resto de la casa, y me estremezco de gusto al lavarme la cara con agua caliente. Me deshago la coleta y me miro al espejo. Una chica pálida con ojeras y las mejillas hundidas me devuelve la mirada. Trago saliva. No pego nada en este lugar.

Creo que empiezo a entender por qué Liam dice que no soy su tipo.

Aparto esos pensamientos de mi mente, vuelvo al cuarto y me meto directamente en la cama. Mañana me daré una buena ducha antes de irme. Ahora estoy agotada. No obstante, me paso los siguientes treinta minutos dando vueltas entre las sábanas, intentando, sin éxito, conciliar el sueño. Al final, me rindo y alargo la mano para coger mi móvil.

No tengo ni un solo mensaje. Ni siquiera de mamá.

A nadie le importa que haya desaparecido sin dar explicaciones. Porque yo no le importo a nadie.

Estoy cansada de fustigarme. Dejándome llevar por la curiosidad, entro en la aplicación de YouTube y busco: «Liam Harper».

Y me aparece su perfil.

Doce millones de suscriptores.

Vaya, parece que Míster Borracho sí que tiene razones para darse aires de famoso.

Ha publicado un montón de vídeos, aproximadamente uno a la semana. Las miniaturas son llamativas y coloridas, y en todas aparece Liam poniendo caras extrañas. Desde luego, sí que se le da bien fingir que es divertido. No me apetece volver a escuchar su voz en lo que me queda de vida, pero la curiosidad me está matando, así que hago click en uno de sus vídeos.

Pero no en los que ha publicado recientemente.

Bajo hasta los que subió hace meses. En concreto, a uno cuyo título me llama la atención:

25 COSAS SOBRE MÍ — LiamH.

De inmediato, la característica sonrisa de Liam ilumina la pantalla. Se nota que es un vídeo antiguo; tiene el pelo más corto y los rizos no le caen descuidadamente sobre la frente, como ahora. Graba en una habitación con estanterías repletas de frikadas. La cámara le apunta directamente al rostro y él saluda y explica con soltura en qué consistirá el vídeo.

Sobre el minuto tres, hay una interrupción. Una voz femenina grita algo fuera del plano y Liam se ríe mientras mira a la chica, que debe de estar detrás de la cámara. Escucho un nombre. Michelle. Y lo veo en sus ojos. Veo cómo le brillan.

¿Será su novia?

La intervención no dura mucho más. De hecho, la chica ni siquiera se muestra a la cámara, solo hace acto de presencia de forma sutil, como si quisiera hacer ver a los espectadores que está ahí. Y, volviendo a centrarse en el objetivo del vídeo, Liam se pone a enumerar.

Esa noche, descubro que, en efecto, Liam Harper tiene diecinueve años.

Que su color favorito es el negro.

Que no es capaz de escoger una canción preferida porque, cada vez que escucha una nueva, cambia de opinión.

Que Evan es su mejor amigo desde que tiene memoria.

Que en el instituto se metían tanto con él que tuvo que cambiarse de clase más de tres veces.

Que, ahora, todos esos chicos que lo criticaban intentan ser sus amigos.

Que no tiene mascotas (aunque no sabe si Evan cuenta como una).

Que prefiere los perros antes que los gatos.

Pero también prefiere a los gatos antes que a Evan.

Que uno de sus sueños es recorrer Europa con sus amigos y una mochila a la espalda.

Que, de pequeño, era tan trasto que se pasaba horas sentado en la sala de castigo.

Que una vez mató al cactus de su clase echándole limpiacristales.

Pero que, aunque la profesora le echase la culpa, la idea había sido de Evan.

Que, cuando piensa en su futuro, se ve grabando vídeos para YouTube.

Que a veces no piensa antes de hablar y eso le trae muchos problemas.

Que también tiende a reírse en momentos de tensión.

Y que incordiar es uno de sus mayores talentos.

Que el 19 de noviembre es su cumpleaños (es decir, ayer).

Que le gustaría tener un perro. Y dar a Evan en adopción.

Que guarda todas las cartas que le envían sus fans.

Que, normalmente, tarda horas en grabar cada vídeo porque es demasiado perfeccionista.

Que no entiende por qué lo sigue tanta gente y que, aun así, se siente muy agradecido con todos y cada uno de sus suscriptores.

Que está seguro de que YouTube le ha cambiado la vida.

Que Liam y Liam Harper definitivamente no son la misma persona.

Y que todo esto, toda su vida, tal y como está, le hace feliz.

Dicho esto, le sonríe a la cámara y se despide sus seguidores hasta el próximo vídeo. Yo apago el móvil, lo dejo sobre la mesilla y me tumbo mirando al techo. No entiendo por qué, pero un sentimiento amargo se me ha adueñado del paladar.

Me pregunto cuántas de las cosas que ha dicho serán verdad.

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Nos leemos la semana que viene y en Twitter/Instagram (me encontráis como InmaaRv) todos los días :) ♥

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