03 | El intruso
¿Eres nueva lectora o ya has leído alguno de mis libros?
Mensaje para las antiguas: no me asustéis a las nuevas, portaos bien, gracias.
3 | El intruso
Maia
Muy bien. Puede que esté muerto.
Pego la nariz a la ventanilla e intento ver a través del cristal. He salido del coche tan rápido que no me he fijado en el intruso. Ahora el corazón me late con tanta fuerza que no puedo concentrarme. Cierro los ojos y trato de relajarme para que se ralentice mi respiración, que sigue agitada después del susto.
Humildad aparte, tengo buenos pulmones y mi grito ha debido de sonar, literalmente, por todo el vecindario. Por eso me sorprende que el sujeto en cuestión no se haya inmutado. Solo se me ocurren dos explicaciones: o está muerto o inconsciente, y sinceramente no sé cuál es peor. Encontrarme un cadáver en mi coche un domingo por la mañana parece una escena sacada de una película de terror, vale, pero, ¿y si se despierta y resulta ser peligroso?
Los cristales son opacos y no consigo ver más que su figura. Se trata de un chico bastante normal, ni muy fornido ni extremadamente delgado, que seguramente sea bastante alto, porque está recostado contra la ventanilla opuesta y sus largas piernas ocupan los tres asientos. Imagino que es joven, pero solo es una suposición porque apenas aprecio los detalles.
No se mueve ni un milímetro y puede que tampoco respire. Antes pensé en llamar a la policía, pero Northiam es un pueblo minúsculo y no sé cuánto tardarían en llegar. Ojalá hubiera alguien cerca que pudiese ayudarme. No obstante, es domingo y mi barrio está desierto. Imagino que mis vecinos seguirán durmiendo. A saber.
Trago saliva mientras me mentalizo de lo que estoy a punto de hacer.
Haciendo el mínimo ruido posible, abro la puerta del coche. El chico se mueve en sueños. Contengo la respiración. Por suerte, enseguida se pone a roncar como si nada. Estoy tan acostumbrada al olor que solo tardo un instante en notarlo. No está inconsciente, mucho menos muerto. Después de haberme pasado noches enteras sirviendo copas, reconocería el aroma a vodka en cualquier parte.
Lo que está es borracho hasta las trancas.
Me agacho para examinarle con detalle y trago saliva. Joder. Antes ya sospechaba que era joven, pero ahora estoy convencida de que debemos tener la misma edad. Cumplí dieciocho hace unos meses y este chico será, como mucho, uno o dos años mayor. Cualquiera se fijaría en lo guapo que es. Tiene la cabeza llena de rizos oscuros y salvajes que le caen sobre la frente, impidiéndome verle los ojos; la nariz recta y los rasgos afilados.
Un cúmulo de sensaciones se me instala en el estómago. Aparto la mirada tan rápido como puedo. Bien. Debería centrarme en lo importante.
¿Cómo diablos ha acabado este individuo en mi coche?
Y, lo que es aún más urgente, ¿cómo lo saco de aquí?
Este inconveniente de metro ochenta que no para de roncar ha trastocado completamente mis planes. Ya tendría que estar en el supermercado. Lo miro, mordiéndome el labio, mientras pienso si debería despertarlo. Lleva unos vaqueros que se ajustan a la perfección a sus caderas y una chaqueta de cuero, pero que vaya bien vestido —y que esté buenísimo— no significa que sea inofensivo.
Me acerco para examinarlo con más detalle. Entonces, veo la respuesta a todas mis preguntas, justo frente a mis ojos. Su teléfono móvil.
Se durmió con él en la mano. Su brazo está colocado de tal forma que el dispositivo queda justo sobre el cabecero del asiento. Lo más lógico sería cogerlo desde el maletero, pero el cierre empezó a fallar la semana pasada y no quiero arriesgarme. Aprieto los labios. Es una idea malísima, pero tampoco me queda otra opción. De todas formas, parece tener el sueño pesado. Con suerte no se despertará.
Puedo hacerlo.
No me lo pienso más y meto un pie dentro del coche. Cojo aire y me impulso hasta que estoy sobre los asientos. Coloco una rodilla entre sus piernas separadas y mando callar a mi corazón, que está a punto de estallar, mientras me estiro tanto como puedo para alcanzar el móvil. Me parece oír un coro de voces cantando Hallelujah cuando lo rozo con las yemas de los dedos.
De pronto, Míster Borracho se mueve en sueños y su mano cae por su propio peso y aterriza junto a mi rodilla. Me sobresalto con tanta fuerza que me golpeo la cabeza contra el techo del coche. Aunque siento dolor, apenas lo noto porque no pienso con claridad. Me veo atrapada entre sus extremidades, entro en pánico y miro a ambas direcciones. Necesito salir de aquí. Ya. Retrocedo a trompicones y apoyo las manos donde puedo, sin pensar, atacada. Cuando por fin tengo los pies en el suelo, cierro la puerta con un estruendo.
El corazón se me podría salir del pecho ahora mismo.
Joder. Joder. Joder.
Todo esto por un estúpido móvil.
Me concedo unos instantes para recuperar el aliento antes de encender el teléfono. Me tiemblan las manos. Salta una notificación porque tiene casi veinte llamadas perdidas, pero no podré ver a quiénes pertenecen hasta que introduzca la contraseña. Necesito encontrar un contacto agendado como «mamá» o «papá» para llamar y preguntar quién diablos es este chico y por qué ha acabado durmiendo en mi coche.
Pruebo algunas combinaciones absurdas, como un cuádruple cero o «uno, dos, tres, cuatro». Son todas incorrectas y termino bloqueándolo. Suelto una maldición. Estoy esperando con impaciencia a que pasen veinticinco segundos cuando, de repente, la pantalla se queda en negro.
Intento encenderla y me salta un aviso. Batería agotada. Genial.
Si no pareciese tan caro, estamparía este chisme contra la pared ahora mismo.
Aprieto los párpados e intento mantener la calma. Pulso de nuevo el botón de encendido mientras rezo por que vuelva a funcionar. Justo entonces, se oyen unos golpes en el cristal, a mis espaldas, y del susto casi lanzo el teléfono por los aires. Me giro con el corazón en un puño.
Míster Borracho está despierto.
El pánico me estruja los pulmones. Doy varios pasos hacia atrás sin pestañear. No puedo apartar la mirada del vehículo. Vuelve a tocar el cristal, cada vez con más impaciencia, pero no me muevo; sino que me limito a tragar saliva. Mientras que él puede verme con todo lujo de detalles, yo apenas distingo su rostro. Intenta abrir la puerta y no lo consigue, y comienzo a maldecir toda mi existencia. No recuerdo haber echado el cierre.
He pasado de tener un chico durmiendo en mi coche a tenerlo atrapado en mi coche.
La situación va de mal en peor.
Míster Borracho baja lentamente la ventanilla y asoma la cabeza.
—¿Me dejas salir?
Doy un respingo al oírle hablar.
Tiene la voz grave y áspera. Siento que el estómago se me pone del revés, pero se lo atribuyo a lo surrealista que es este momento. Sus potentes ojos azules me observan con enfado. Aunque abro la boca, no se me ocurre nada que decir y solo sacudo la cabeza. Él enarca una ceja y resopla. Una milésima después, se impulsa con los brazos para salir por la ventana.
Oh, Dios mío.
En mi cerebro aparecen advertencias en mayúsculas y colores neones. Retrocedo tan rápido como mis piernas me lo permiten. Es un chico ágil, pero aún nota los efectos del alcohol. Cuando pone los pies en el suelo, se tambalea y se agarra a mi coche para no desplomarse. Se dobla sobre sí mismo y se lleva las manos a las sienes. Tiene dolor de cabeza. En otras palabras: resaca.
—¿Quién eres? —le suelto, sin pensar.
No sé cómo me han salido las palabras. No quiero que sepa que me intimida, así que me cruzo de brazos y enarco las cejas, esperando una respuesta. Míster Borracho hace una mueca y me mira.
—¿Qué? —dice.
Cada vez me impaciento más.
—¿Has olvidado cómo te llamas?
—¿Nos conocemos? —inquiere, incorporándose a duras penas.
En efecto, me saca unos diez centímetros. Mantengo la barbilla alta para demostrar seguridad. No dejo de golpear el suelo con un pie, pero con suerte no se dará cuenta.
—Estabas durmiendo en mi coche —le recuerdo y señalo el vehículo con la cabeza—. Así que quien hace las preguntas aquí soy yo.
Frunce tanto el ceño que todo su rostro se contrae. Mira el coche y después a mí, y repite esa secuencia varias veces.
—¿Tu coche? —repite. Asiento, como si fuera evidente, y se lleva las manos a la cabeza—. Joder, ¿qué diablos hice anoche?
Decido bajar un poco la guardia. Parece tan desconcertado que me cuesta considerarlo una amenaza. Lo observo en silencio hasta que se destapa la cara y me pregunta:
—¿Tú estabas conmigo?
—No. Ni siquiera sé quién eres.
Asiente, sin prestarme mucha atención.
—¿Puedes decirme dónde estamos?
¿Cómo no lo he pensado antes? No es de por aquí. Conozco a todos los habitantes de este pueblucho. Si hubiera alguien mínimamente parecido a este chico, me acordaría.
—Northiam. —No reacciona, por lo que añado—: Inglaterra.
—Habría sido complicado salir del país.
Como eso haya sido sarcasmo, me voy a enfadar. Entorno los ojos y me fuerzo a cuidar las distancias. Mientras tanto, él rebusca en sus bolsillos. Suelta una maldición.
—He perdido mi móvil.
—Está aquí.
Ignoro su mirada, que es una mezcla de confusión y reproche, y se lo tiendo. Sus dedos rozan los míos por accidente y me aparto de un salto. Por suerte, está demasiado concentrado en intentar encender el móvil como para haberse dado cuenta. No tarda en descubrir que está sin batería y resopla, exasperado.
Estaría bien decirle que tenía una veintena de llamadas perdidas, pero no quiero que sepa que he estado husmeando.
—Mierda. —Alza la mirada—. ¿No tendrás un cargador?
Rehúyo su mirada porque no me siento cómoda mirándole a los ojos. No obstante, solo empeoro las cosas, porque de pronto me fijo en sus hombros anchos y en cómo se le ajusta la camiseta al torso por debajo de su chaqueta de cuero. Cuando mi mirada continúa bajando y se topa con la cinturilla de sus vaqueros, que se adhieren peligrosamente a sus caderas, noto la boca seca.
Me sobresalto y me apresuro a pensar en otra cosa. Mi voz se vuelve, si cabe, aún más cortante:
—Ni siquiera sé quién eres. Quiero que me expliques qué coño hacías en mi coche.
Se queda observándome durante unos largos segundos, en silencio, y temo que se haya dado cuenta del repaso que acabo de darle. Sin embargo, termina sacudiendo la cabeza.
—No me acuerdo de nada —admite. Entonces, su rostro se inunda de desconcierto y frunce el ceño—. Espera un momento, ¿qué has dicho?
—Acabo de preguntarme qué hacías en mi coche.
—No, antes de eso.
—Quiero saber quién eres.
Ahora parece aún más sorprendido.
—¿No sabes quién soy? —asimila, con cautela. Acto seguido, niega con la cabeza, como si no se plantease esa posibilidad—. Mira, si estás fingiendo que no me conoces para no asustarme, es mejor que sepas que...
Nota el cambio en mi expresión y no termina de hablar. Su rostro se tiñe de desconfianza. Arqueo las cejas con incredulidad. ¿Quién se cree que es?
—¿Fingiendo? —repito. Esto es tan surrealista que no termino de asimilarlo. Podríamos seguir discutiendo, pero, ¿para qué? Ya está fuera de mi coche. No necesito nada más de él—. ¿Sabes qué? Olvídalo. Me estás haciendo perder el tiempo.
Solo hemos hablado unos minutos y ya estoy de mal humor. Desde luego, pierde todo su atractivo cuando abre la boca. Decido que este episodio absurdo tiene que acabarse aquí y lo rodeo para llegar hasta el asiento del conductor. Cuando me agarra del brazo para detenerme, el corazón me salta con fuerza.
—Espera. —Tira de mí para que me gire—. Necesito ayuda, ¿vale? No sé dónde estoy ni cómo he llegado hasta aquí. Mi móvil está muerto y...
—No es mi problema.
Sacudo el brazo para que me suelte. He tenido suficiente por hoy. Sin embargo, no está dispuesto a rendirse; abro la puerta del coche y él la empuja para cerrarla.
—Solo necesito un cargador. Haré una llamada y me largaré —insiste.
Esto me da muy mala espina. Debe de notar que estoy a punto de negarme de nuevo, porque levanta las manos y añade:
—Soy inofensivo. Si quieres, puedes cachearme.
Como decía, es un capullo.
—Prueba a utilizar esa frasecita con mis vecinos. Seguro que con ellos tendrás más suerte.
Mientras antes me vaya, antes llegaré al supermercado y antes podré encerrarme en mi habitación. Abro la puerta, pero vuelve a cerrarla. Mi paciencia alcanza su límite y me giro hacia él, reteniendo las ganas de estamparle la cabeza contra el cristal.
Pero no se deja intimidar. Me tiende su mano izquierda.
—Soy Liam —dice y hace una pausa—. Harper.
¿Espera que reaccione de alguna forma en especial? Ruedo los ojos y decido no estrecharle la mano. Liam se agacha para buscar mi mirada.
—Por favor —añade, en un susurro.
Sopeso mis opciones a toda velocidad. Está claro que no piensa rendirse. Me pone de los nervios, pero acabaremos antes si me resigno y dejamos de discutir. Suspiro y acabo tomando una decisión de la que sé que me arrepentiré.
—Diez minutos —le advierto—. Ni uno más.
Cuando le miro, algo ha cambiado en su rostro. No sé quién diablos es este chico, pero me pregunto si habrá constelaciones inspiradas en su sonrisa.
☆✯☆
Liam
Solo se me ocurren dos formas de explicar lo que está pasando: o esta chica es muy buena actuando, o no tiene ni idea de quién soy.
Me niego rotundamente a pensar que pueda ser lo segundo.
Espero en silencio mientras forcejea con la cerradura de su casa y aprovecho que no me mira para darle un repaso. Es una chica menuda, castaña, con el pelo cortado a la altura de las orejas. Antes estaba demasiado adormilado como para darme cuenta, pero no está nada mal; y con eso me refiero a que no se parece en nada a las modelos que viste mamá, pero no me cuesta imaginarme las curvas peligrosas que esconderá debajo de esa camiseta tan grande que lleva puesta.
Cuando consigue abrir, entra primero y me indica que la siga. Se me van los ojos y de pronto decido, quizá por culpa del alcohol, que esta chica está más que bien.
—Date prisa, ¿quieres? —me espeta sin mirarme.
Me obligo a reaccionar ante ese tono tan hostil. No estoy acostumbrado a que me traten así. ¿Qué le pasa? Si alguien tiene derecho a estar cabreado, definitivamente soy yo. He dormido muy mal. Su coche es tan pequeño que seguro que me sale una contractura.
No obstante, no creo que sea un buen momento para decírselo, así que me limito a seguirla.
Su casa es pequeña y huele a desinfectante, como si acabase de llevar a cabo una limpieza a fondo. Me duele demasiado la cabeza como para fijarme en los detalles, pero se nota a simple vista que este sitio no se parece en nada a nuestra mansión. ¿Dónde ha dicho que estamos? No recuerdo haber oído el nombre de este pueblucho en mi vida.
Joder, ¿qué cojones hice anoche?
Recuerdo que vi a Michelle y a Max juntos en la fiesta y que subí a mi coche con una botella de vodka. Conduje hasta las afueras, aparqué en un descampado y me lié a beber hasta que todo se volvió borroso. Lo que pasó después es todo un misterio. De alguna forma, he acabado durmiendo en el coche de una desquiciada que tiene un culo tremendo y ahora me conduce a lo que creo que es su habitación.
El cuarto es bastante grande teniendo en cuenta el tamaño del resto de la casa. Hay dos camas idénticas ubicadas en las paredes laterales, pero, mientras que una está deshecha, parece que nadie se haya acercado a la otra en años. Por lo demás, diría que está bastante ordenado, lo que por alguna razón no me sorprende en absoluto. Subo la vista al techo y me doy cuenta de que está lleno de estrellas de plástico.
Guau. Menuda friki.
—Qué acogedor —comento, con ironía.
Gruñe como respuesta. Me quedo junto a la puerta mientras se agacha frente a la mesilla para rebuscar en sus cajones. No quiero desafiar a mi suerte, así que mantengo mis ojos lejos de ella. Para distraerme, le echo un vistazo al pasillo. Hay dos habitaciones más, pero están cerradas y no se oye ni un alma. Me pregunto si vivirá sola.
¿Cuántos años tiene? ¿Los suficientes como para haberse independizado? Acabo de darme cuenta de que tampoco sé su nombre. Tiene cara de niña, así que me molestaría que fuera mayor que yo. Oh, joder. He estado comiéndome con los ojos a una chica y puede que sea menor de edad. ¿Eso me convierte en un capullo?
—Toma.
Su voz me trae de vuelta a la realidad. Me tiende un cargador blanco y subo la mirada hacia ella. Tiene los ojos oscuros, las mejillas hundidas y los labios carnosos. Me observa con impaciencia, por lo que me apresuro a cogerlo.
—Gracias.
Señala un punto a mis espaldas.
—Puedes enchufarlo ahí.
Enchufarlo. Sí, claro. Los cargadores se enchufan.
—¿Tienes una aspirina? —le pregunto—. Me va a estallar la cabeza.
Ha sido un paso arriesgado, pero necesito algo que me ayude a pensar con claridad. La desconocida se cruza de brazos y me mira con desconfianza.
—Necesito algo que me ayude con la resaca —insisto.
—No beber ayuda con la resaca.
—Muy graciosa.
Frunce el ceño y da unos pasos hacia atrás. No paso por alto que mi presencia parece intimidarla.
—Quedamos en que serían diez minutos y solo te quedan siete —dice fríamente.
No soporto que me ganen una discusión, pero no quiero enfadarla y que me eche, así que decido no tentar a la suerte. Necesito averiguar cuanto antes cómo he llegado hasta aquí y, sobre todo, cómo diablos voy a regresar. Adam estará volviéndose loco. ¿Desaparezco la noche de mi cumpleaños sin dar explicaciones? A sus ojos, es como si hubiera cometido un crimen.
Me giro en busca del famoso enchufe y resisto el impulso de mirarla cuando escucho que se mueve a mis espaldas. Una vez unido a la corriente, me saco el móvil del bolsillo e intento conectarlo al cargador. No obstante, parece que el destino está en mi contra esta mañana, porque no sirve. Mierda.
En momentos como este, detesto a mamá y a su necesidad constante de presumir de nuestra riqueza. Si tuviera un móvil normal, en vez de uno de última generación, me habría servido cualquier maldito cargador. Pero es posible que esta chica no haya visto jamás un modelo como el mío y que ni siquiera sepa que necesito un adaptador. Joder, joder, joder.
¿Qué voy a hacer ahora?
Tapo el enchufe con mi cuerpo y finjo que tecleo en el móvil, solo para ganar tiempo, aunque no está pendiente de mí. Su mirada está fija en las estrellas que cuelgan del techo. Tengo que pensar en algo rápido si no quiero que me eche y me deje tirado, porque, viendo cómo es, seguro que aprovechará cualquier oportunidad que se le presente para hacerlo. Pone mala cara siempre que abro la boca.
¿Cómo voy a convencerla de que me ayude si no puedo decir más de dos palabras sin que me mire mal?
—¿Y bien? —demanda, unos minutos después.
Trago saliva antes de girarme y tenderle el cargador.
—No me sirve.
Se muestra sorprendida al principio, pero, cuando ve mi móvil, su expresión cambia. Más que enfado, en su rostro veo cierta vergüenza, como si fuera culpa suya no tener un cargador especial para teléfonos de última generación.
Sin embargo, su voz suena tan fría y desdeñosa como antes:
—Una lástima. Parece que no podré ayudarte.
—No tengo a dónde ir. —Sueno tan desesperado que me doy hasta lástima. Por fin consigo que me mire y leo la duda en sus ojos. Me palpitan las sienes—. ¿Puedes darme una aspirina, por favor? Me va a explotar la cabeza.
Finalmente, accede y me indica que me siente antes de salir de la habitación. Escondo la cabeza entre las manos y no me molesto en analizar su dormitorio; me duele demasiado la cabeza. Cuando regresa poco después, con una pastilla y un vaso de agua, se me escapa un suspiro de alivio.
No sé nada sobre esta chica. Podría tener intenciones de drogarme y yo estaría poniéndoselo en bandeja.
Me trago la aspirina de todas formas.
—¿Mejor? —Tardará en hacer efecto, pero aun así respondo:
—Gracias.
—Siento que no te sirva mi cargador. Es el único que tengo.
¿Eso ha sido una disculpa? ¿Así que ahora habla como una persona civilizada? Arqueo las cejas mientras la observo. Está parada frente a mí, sujetando el vaso que le he devuelto. Lo deja sobre la mesilla y se sienta en la cama, guardando las distancias conmigo.
Puede que esté más dispuesta a ayudarme de lo que deja entrever.
—¿Cómo decías que se llamaba este sitio? —le pregunto.
—Northiam.
Una vez más, intento que me suene, pero mi cerebro no encuentra ninguna información relacionada con este pueblo.
—Ubícame —le pido, con los ojos cerrados. Me llevo las manos a las sienes y ruego que la aspirina me haga efecto lo antes posible.
—Noroeste de Inglaterra. A unos diez minutos de Manchester y unos cuatrocientos kilómetros de la capital.
Levanto la cabeza con brusquedad. ¿Qué?
—¿Que estoy a cuántos kilómetros de Londres?
¿Cómo diablos he acabado aquí?
La desconocida parece leerme la mente, porque su expresión se endurece.
—¿Has conducido casi cuatrocientos kilómetros por autopista estando borracho? —demanda. Su voz está cargada de reproche. Parece que esté a punto de darme un puñetazo.
—Si hubiera venido conduciendo mi coche, no habría acabado durmiendo en el tuyo.
Es una respuesta tan lógica que consigue tranquilizarla. Guarda las garras, aunque sigue mostrándose recelosa.
—Hay un bus nocturno de Londres a Manchester que para aquí cada dos días. La parada de autobuses está unas calles más abajo. Parece que hemos resuelto el misterio.
Siento que todo me da vueltas. No recuerdo haberme subido a un coche con nadie, pero tampoco haber comprado un billete de autobús. Me tapo la cara con las manos e intento recrear la noche de ayer. ¿En qué diablos pensaba? En realidad, lo sé perfectamente: quería largarme de casa y estar tan lejos de mamá, de Adam y de mi mundo como fuera posible.
Solo que no esperaba que el Liam borracho fuera a tomárselo tan al pie de la letra.
—Si eres de Londres y has acabado aquí, deberías llamar a tus padres. Seguramente estarán preocupados —dice entonces.
Me entran ganas de reírme con amargura. ¿Mamá, preocupándose por mí? El único que estará desquiciado ahora mismo será Adam y no porque le importe lo que me ocurra, sino porque no puede vigilarme y es consciente de lo mucho que cualquiera de mis deslices podría afectar a la imagen de mi madre.
De todas formas, la desconocida tiene razón. Debería llamarles para que sepan dónde estoy y al menos se tomen la molestia de ejercer como «padres» y venir a recogerme. El problema es que no sé cómo voy a explicarles todo esto. No puedo plantarme y decirles que anoche me pillé un pedo tremendo y acabé subiéndome a un autobús con destino a ninguna parte. Se volverían locos.
No los necesito. Puedo solucionar las cosas por mí mismo. Tengo que encontrar otra forma de volver. Con suerte, conseguiré contactar con Evan para que me cubra las espaldas.
—¿Puedes llevarme a la estación? —le pregunto—. Debería pillar un bus y volver cuanto antes.
Pestañea, como si estuviera conteniendo las ganas de reír.
—¿Estación? Por si aún no te has dado cuenta, estamos en el jodido culo del mundo. Aquí no tenemos estación de autobuses. Nos conformamos con un banco hecho pedazos en donde se sientan los mayores a dar de comer a los pájaros. Los autobuses pasan con suerte cada dos días. Además, es domingo. A nadie le interesa venir a Northiam un día normal, todavía menos un domingo.
Su negatividad me sienta como un golpe en el estómago. Resoplo, exasperado.
—¿Y qué propones? ¿Que me quede aquí hasta que pase el próximo bus?
—Ni de coña. Dijimos que serían diez minutos y llevas quince. Estoy haciéndote un favor. —Ahí está, de nuevo, esa hostilidad. Parece darse cuenta de que no estoy de humor para discutir, porque se queda callada y, pasados unos segundos, inquiere—: ¿Por qué has venido, de todas formas? ¿Huías de algo? ¿Tienes problemas con tus padres?
Me tomo un instante para observarla. Busco en su rostro pruebas de que miente, pero no encuentro nada. ¿Así que todo esto va en serio?
—¿De verdad no sabes quién soy?
Una vez más, mi pregunta la saca de sus casillas.
—Solo sé que te llamas Sean.
—Liam.
—Como sea.
—Harper. Me llamo Liam Harper. —Por si con mi nombre no es suficiente, espero que reaccione al escuchar el apellido de mi madre, pero tampoco se inmuta. Junto las cejas—. Bueno, parece que al culo del mundo tampoco llega Internet.
Mi ataque es tan repentino que le toma por sorpresa. Se hace la ofendida, aunque creo que intenta no sonreír.
—Solo yo puedo meterme con mi pueblo —me advierte.
—Con tu aldea, más bien.
—Podrías haber acabado en algún sitio peor.
La miro y me lo pienso.
—Sí, tienes razón.
Nos quedamos en silencio. Ella aparta la mirada, incómoda, mientras que yo no puedo dejar de observarla. Sé cuando pongo nerviosa a una chica y, aunque esta intente disimularlo, es evidente que le afecta mi presencia. Aun así, insiste en que no sabe quién soy. No ha reaccionado al oír mi nombre, ni ahora ni antes, cuando se lo dije junto a su coche. No tiene ni idea de mi historia y de todo lo que llevo a cuestas.
Y, por alguna razón, prefiero que eso siga así.
De modo que decido ahorrarme los detalles:
—No huyo de nadie. Ayer tuve un mal día, bebí y no sé cómo acabé montándome en el autobús que me dejó aquí. Está claro que mi yo borracho es más inteligente de lo que pensaba. —Espero que sonría, al menos, pero no funciona. Bien. Paso a lo importante—. Necesito volver a casa. No puedo explicarte por qué, pero la situación es... complicada. Mis padres no pueden enterarse de que estoy aquí. Dices que no hay buses hasta dentro de dos días y no puedo esperar tanto. Eres la única que puede ayudarme.
La desconocida frunce el ceño. Vale, de momento no me ha mandado a la mierda, así que me doy mentalmente unas palmaditas en la espalda por mi corto pero eficiente discurso.
—¿Yo? —cuestiona, como si no supiera a dónde quiero llegar.
—Necesito que me lleves de vuelta a Londres.
Directo y sin anestesia. Pestañea y tarda un poco en procesar mis palabras. Ya me imagino cómo reaccionará, así que no me sorprende que conteste:
—No.
—Vamos, no tengo otra forma de volver. —Me levanto cuando da unos pasos hacia atrás, pero mantengo las distancias.
—No es mi problema. Tengo cosas que hacer y me estás haciendo perder el tiempo.
Mierda. Necesito convencerla antes de que me eche de aquí. Analizo rápidamente la habitación. Hay varios cuadernos sobre su escritorio. Imagino que estudiará en el instituto o en la universidad. Presto atención a todos los detalles, buscando algo que pueda servirme. ¿Qué gana ella con todo esto?
—Te compensaré —insisto, aunque aún no sé cómo.
Resopla, como si estuviera harta de mí.
—No me interesa nada que me puedas ofrecer.
«Vaya, gracias por los ánimos, bonita».
—Puedo pagarte.
Hablo casi sin pensar. Por las malas he aprendido que la mayoría de la gente haría cualquier cosa por dinero. Pese a eso, su reacción me toma por sorpresa. Alza la mirada y me observa con recelo.
—No me renta que me pagues solo la gasolina.
—Te daría más. El dinero no es un problema.
Cuando noto la duda en sus ojos, veo un ápice de esperanza. ¿De verdad la he hecho cambiar de opinión? ¿Con tanta facilidad? ¿Tanto le interesa el dinero? Vuelvo a mirar la habitación mientras me pregunto dónde estarán sus padres. ¿Planea usarlo para comprarse un capricho o es que lo necesita de verdad?
—Quiero comprarme un portátil —dice inmediatamente, como si supiera lo que pienso, y suena tan a la defensiva que no me lo creo.
Aun así, levanto las manos y respondo:
—Eso no es asunto mío.
—¿Cuánto? —exige saber.
—¿Cuánto quieres?
—Cuatrocientos.
—Trescientos cincuenta.
—Podrías llamar a un taxi y te sobraría dinero.
—Trescientos cincuenta. Lo tomas o lo dejas —insisto.
Le doy unos segundos para considerarlo. Ella se muerde el labio y mi mirada recae en su boca, y ya no me importa ser descarado. No se parece en nada a Michelle, pero, joder, me gusta. No sabría decir si es «mi tipo» porque no creo tener un «tipo» en particular, pero cualquier tío con ojos en la cara se daría cuenta de que está buenísima. Si me la encontrara estando de fiesta, con mis amigos, seguramente no habría podido apartar los ojos de ella en toda la noche.
Pero la situación lo requiere. Me obligo a mirar hacia otra parte mientras me recuerdo que puede que sea menor y que no necesito más problemas.
—Necesito estar de vuelta antes de esta noche —dice, tras mucho pensárselo.
Me aclaro la garganta e intento actuar con normalidad.
—Iremos directos a Londres. Llegarás a tiempo.
—Vale. Entonces, está hecho.
Siento tanto alivio que se me vacían los pulmones. Con suerte, también podré convencerla para que me deje su móvil y llamar a Evan. Mi plan va sobre ruedas, excepto por una cosa.
—¿Tienes el carné? —inquiero, con intención.
Se vuelve hacia mí con las cejas alzadas.
—¿Disculpa?
—Sé que muchas tías de dieciséis conducen sin tenerlo.
—Tengo dieciocho, capullo —me espeta—. Y jamás conduciría sin documentación.
Asiento y lucho por esconder una sonrisa. Perfecto. Es mayor de edad.
Sus ojos conectan con los míos, aunque no tarda en rehuir mi mirada y ponerse a buscar su móvil y sus llaves. Tal y como sospechaba, la pongo nerviosa. La observo en silencio hasta que vuelve a alzar la mirada. Quiero saber cómo se llama.
—Deberíamos irnos —indica, sin mirarme.
—Estaría bien que me dijeras tu nombre. Si me secuestras y te pillan, la policía me pedirá información.
Sigo intentando hacerla sonreír, pero se me resiste. Sus grandes ojos oscuros me observan con desconfianza y, finalmente, dice:
—Me llamo Maia.
Maia. Me gusta.
—Es nombre de estrella —observo.
—¿Te gusta la astronomía? —articula, sorprendida.
Michelle adoptó a una gata hace unos meses y ayudé a buscarle nombre. Me pasé días recorriendo Internet en busca de algunos bonitos y «Maia» estaba entre las propuestas que le hice. Sin embargo, no me apetece mencionar a Michelle ahora mismo, así que me encojo de hombros.
—Algo así —me limito a contestar.
No recuerdo qué nombre escogió Michelle al final, pero espero que no fuera Maia. Creo que nunca podré volver a escuchar ese nombre sin acordarme de esta chica.
☆•°•°☆•°•°☆•°•°☆•°•°☆•°•°☆•°•° ☆•°•°
Holi :)
Ayer me di cuenta de que en el capítulo anterior no me presenté y que habrá lectoras nuevas por aquí que no me conozcan, así que lo voy a hacer ahora, en el capítulo 3, porque me apetece.
Me llamo Inma, tengo 18 años y me he ganado la reputación de escritora cruel por alguna razón que desconozco (cualquiera os asegurará que soy un angelito). No hagáis caso a mis lectoras antiguas si os dicen que lloraréis, es mentira. Soy buena persona. Lo juro.
Suelo comentar los capítulos y cosas varias por redes sociales (InmaaRv). Soy muy pesada pero por alguna razón hay gente a la que le caigo bien.
Oh, y las únicas que pueden llamarme Inmaculada son mis lectoras cuando se enfadan, así que, como vosotras a partir de ahora también lo sois, también gozáis de ese derecho a amenazarme :)
Bienvenidas al equipo, bombones.
*guiño, guiño*
Y ahora sí, volviendo al capítulo...
¿Qué os ha parecido?
¿Qué pensáis sobre Maia ahora que la conocéis mejor?
¿Y sobre Liam?
¿Será este nuestro nuevo ser amado?
¿Llegarán a Londres o Maia intentará lanzar a Liam del coche en marcha por el camino?
Lo descubriremos la semana que viene :)
Gracias por darle una oportunidad a esta historia. Me está haciendo experimentar mucho y estoy muy contenta de poder compartirla con vosotras ♥ (preparaos)
Nos leemos el jueves que viene o este finde si leéis Dímelo Cantando. ¡Felices fiestas!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro