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7

Emilie apenas me mira el viernes por la mañana.

Compartimos una sola clase, literatura, pero nos encontramos varias veces en los pasillos y en la cafetería y en ninguna de esas ocasiones me miró o hizo el amago de querer acercarse. No es que me moleste, puede hacer lo que se le dé la gana, pero creí que después de anoche seríamos… ¿amigos? No lo sé. Supongo que esperaba más. Pero Emilie Ainsworth es una caja de sorpresas. Nunca sabes lo que te vas a encontrar. Lo descubrí ayer, cuando vi su pintura, nuestra pintura.

Sacudo la cabeza e intento concentrarme en álgebra, mi última clase antes de poder irme de este infierno. El profesor —cuyo nombre ni siquiera me molesté en intentar aprender— escribe cuentas ridículamente fáciles en el pizarrón. Todos a mi alrededor se ven perdidos, como si les hablaran en chino mandarín. Desvío mi vista hacia mi cuaderno y continúo con un garabato que comencé hace un rato. Eso, por supuesto, no pasa desapercibido para mi querido profesor.

—¿Pierce? ¿Se puede saber qué está haciendo en ese cuaderno?

Elevo la mirada y encojo un hombro antes de responder:

—Estoy dibujando.

Eso parece sacarlo de sus casillas.

—Sí, Pierce, puedo ver que está dibujando. Pero ¿por qué lo hace en lugar de prestar atención a mi clase?

Señalo las cuentas en el pizarrón.

—Porque eso ya lo sé y estaba aburrido.

—Con que ya lo sabe, eh. —Se ajusta los lentes. Tiene las orejas coloradas de ira—. Bien, entonces pase al pizarrón y haga esa cuenta.

Bufo pero hago lo que pide. Si lo desobedezco, llamará al director y no necesito más problemas ahora.

La cuenta es asquerosamente fácil, y lo demuestro al terminarla en menos de un minuto. El profesor me mira con rabia contenida. Es obvio que quería que me equivocara.

«¿Y a este qué? ¿No debería estar feliz porque soy bueno en la materia o alguna mierda de esas?».

—Bien hecho, Pierce —dice de mala gana—. Puede volver a su asiento.

Eso hago pero me detengo al oír una voz que proviene del fondo del salón.

—Miren, el drogadicto sabe álgebra.

Varios alumnos ríen y, si bien el profesor no lo hace, al no decirles nada se vuelve parte del problema. Si decides no hacer nada, ¿no estás de alguna manera tomando una postura?

«No pierdas tu tiempo con ellos. Solo quieren molestarte».

Me siento e intento ignorar los comentarios que, pese a que buscan ser hirientes, sólo me hacen sentir lástima del pobre chico con una vida demasiado aburrida como para tener que preocuparse de la de los demás.

El timbre suena. Tomo mi mochila y me dirijo a la puerta. Quiero irme lo antes posible. Pero el destino parece estar en mi contra hoy, porque en la puerta me encuentro a Jackson Moore, el de los comentarios patéticos.

—Vaya, vaya, pero si es el drogadicto —canturrea, burlón.

Lo miro de arriba a abajo. ¿Piensa que me lastima?

—¿No tienes otro insulto? Uno de verdad. Porque ser drogadicto no cuenta como uno, realmente.

Estrecha los ojos.

—Yo te llamo como me da la gana.

—Y yo me voy cuando me da la gana.

Intento pasar junto a él pero me pone una mano en el pecho, impidiéndomelo. Miro su mano y sonrío sin humor. No me costaría nada apartarlo y darle un puñetazo que lo deje con la nariz sangrando pero no quiero problemas. Mark va a echarme si me ve llegar con alguna herida notable otra vez.

—Mira, no quiero pelear —le digo, buscando que recapacite—. Suéltame y hagamos como que nada pasó, ¿okay?

Está a punto de hablar cuando otra voz lo interrumpe.

—¿Jackson? ¿Qué demonios estás haciendo?

Ah, el noviecito perfecto.

El imbécil que todavía tiene su mano sobre mi pecho mira a su amigo y le sonríe. Me suelta.

—Nada. No me mires como si quisieras golpearme. —Ríe—. Solo estábamos hablando, ¿no es así, Aiden?

Aprieto los labios y miro a la rubia de reojo, que se encuentra mirando la escena detrás de su novio con los ojos muy abiertos.

—Claro —murmuro, y me largo.

Apenas he caminado una cuadra lejos del instituto cuando escucho pasos detrás de mí. No me giro. Sigo caminando.

—¿Puedes… por favor… detenerte? —La voz de la rubia mandona suena entrecortada por el esfuerzo de seguirme el paso.

Decido ser bueno y caminar más lento. No tarda mucho en llegar a mí. Tiene el cabello despeinado y las mejillas rojas. Su respiración es un desastre.

—Tus piernas son… demasiado largas —jadea.

—Yo diría que las tuyas son demasiado cortas —la molesto.

Eso no es cierto. Emilie no es baja, pero no puede hacer mucho contra mi metro ochenta y siete. De todas formas, verla rabiar es divertido.

—Tú eres un maldito gigante. —No contesto, solo sigo caminando. Ella pone una mano en mi brazo y me detiene—. Oye, lo siento por lo de hoy.

—¿Por ignorarme? No te preocupes.

—No, yo… lo siento, pero no quiero que ellos sepan que nosotros somos… amigos. O lo que sea que seamos en este momento.

—¿Quieres ocultarme, rubia? —Sonrío—. ¿Soy tu sucio secreto?

—No sería ocultarte, sería… —Se detiene a sí misma—. Bueno, sí, sería ocultarte. Pero es que no los conoces. Se meterían contigo y…

—Creo que quedó claro que ya se meten conmigo.

—Ya pero sería peor. Y…

—Perderías credibilidad por juntarte con un «drogadicto». —Termino por ella.

Baja la cabeza.

—Sé que no lo eres, pero ellos creen que sí y yo…

Muevo la mano para indicarle que no me interesa y comienzo a caminar más lento con ella a mi lado.

—No te preocupes, rubia, no tengo problemas en ser tu sucio secreto.

—Dios, no lo digas así —pide con una mueca en los labios.

—Sucio secreto —repito solo para molestarla.

Rueda los ojos.

—Agh, eres insoportable. Haces que me replantee querer ser tu amiga.

—Eso no te lo crees ni tú.

—Idiota.

—Mandona. —Me lanza una mirada de «quiero ahorcarte» pero está sonriendo al mismo tiempo—. Me encantaría quedarme a alegrar aún más tu día con mi presencia pero debo ir a trabajar. ¿Nos vemos hoy de noche?

—No creo que pueda. Mi padre tiene una cena de trabajo importante y yo debo estar ahí. Mañana sin falta.

—Está bien. Hasta mañana, rubia.

—Hasta mañana, idiota.

—Llegas tarde —dice Luc como si no fuera una obviedad de la que soy completamente consciente.

—Sí, lo sé.

Continúo poniéndome el delantal y acomodo la etiqueta en mi camisa con mi nombre en ella.

—Tú nunca llegas tarde. —Mi querido amigo parece dispuesto a tocarme las pelotas hoy—. Tuve que decirle a Mark que habías perdido el autobús y venías retrasado.

Frunzo el ceño.

—Pero yo nunca tomo el autobús, siempre camino.

—Eso Mark no lo sabe.

Sacudo la cabeza e intento ir a atender la mesa ocho pero Luc, nuevamente, habla.

—¿No me vas a decir por qué llegas tarde?

—¿Desde cuando te digo qué es lo que hago, Miller?

—Desde ahora. Vamos, desembucha —me insta.

Suspiro y comienzo a contarle porque sé que, si no lo hago ahora, no parará hasta que lo haga.

—Un imbécil de álgebra decidió tocarme las pelotas y, cuando por fin me libré de él, la rubia decidió que era el momento perfecto para conversar.

Eso parece captar su atención.

—¿La rubia? ¿Quién es esa?

—Es la chica que llevé a tu casa anoche.

—Ah, sí, la vi por la ventana. —Eleva las cejas con picardía—. Es bonita.

—Cállate y ve a trabajar antes de que nos echen a los dos.

—Ya, ya. Pero luego tendrás que contarme sobre esa tal «rubia».

—A trabajar dije.

Afortunadamente, me hace caso, y se va a atender la mesa cinco entre risas.

Al llegar a casa, me recibe el silencio, y eso me aterra más que el ruido.

Mi padre duerme en el sofá rodeado de botellas de cerveza barata y polvo blanco. No recuerdo la última vez que durmió en su cuarto. Creo que fue antes del accidente.

Contengo la respiración e intento subir las escaleras sin hacer ruido, pero los escalones me traicionan y chillan. Intento subir más rápido pero es demasiado tarde: está despierto.

Me mira y hace una mueca de asco. Es difícil pensar que este hombre me enseñó a andar en bicicleta alguna vez.

—¿Qué haces aquí? —espeta.

—Es de noche. —Señalo la ventana, por donde se puede ver el cielo oscuro—. Iba a dormir. Mañana debo estar temprano en casa de Luc. Tengo que preparar un encargo para...

—¿Dormir? —Ríe, pero no como lo hacía antes, sino con asco, con odio—. Tú no mereces dormir. Tú mereces morir. Tú deberías estar muerto.

Aprieto los párpados. No pienso llorar frente a él. Tiene todo el derecho de decir eso.

«Yo también desearía estar muerto, papá».

—Eres una… una basura. —Se pone de pie y se acerca hasta que su puño está a solo unos centímetros de mi rostro. Pero no me golpea. Se queda así, mirándome con dolor y resentimiento. En sus ojos hay lágrimas contenidas, en los míos también—. Te odio. Te odio, te odio, te odio…

Y lo repite hasta que el llanto toma su garganta y lo hace caer de rodillas. Solloza mientras golpea sin fuerzas el suelo. Es la imagen de un hombre destrozado.

La primera lágrima se desliza por el puente de mi nariz y cae al suelo, junto a su mano. A esta le siguen muchas más. Pronto, yo también estoy llorando, y sollozando, y hablando.

Él dice cuanto me odia. Yo, le pido perdón.

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