3

La sorpresa de Allan —de la que me había olvidado por completo hasta que él me lo recordó— resultaron ser dos entradas al cine para ver una película asquerosamente rosa.
Ese tipo de películas solían gustarme antes. De hecho, cuando éramos niños, Allan y yo solíamos verlas en mi casa con un tarro de palomitas que se terminaba antes de la primera media hora y algún refresco. Pero ahora ya no me parecen tan interesantes. Me aburren. Prefiero las películas de acción, pero eso él no lo sabe, nunca se lo dije, porque hace tiempo dejó de importar lo que me gusta y lo que no. Así que entro a la sala con una estúpida sonrisa en la cara, finjo que la película me parece lo más interesante del mundo y hasta suspiro teatralmente cuando los protagonistas se besan por primera vez.
Soy toda una experta en el arte de la mentira.
Al salir, Allan no para de hablar de lo buena que estuvo la película. Yo asiento y acoto alguna cosa de vez en cuando pero no estoy segura de mostrar mucha emoción. Él no parece notar que la película me pareció la cosa más predecible y aburrida del mundo, y estoy bien con ello. No quiero que se sienta mal por no saber algo que nunca me molesté en decirle.
Me lleva a casa en su auto y se despide con un beso corto. Y, si bien no quiero entrar y plasmar una sonrisa falsa en mis labios, sé que no tengo otra opción.
Una parte de mí espera que no haya nadie en la sala pero no es así. Mi madre es la primera en levantar la vista de la carpeta en sus manos y fijarse en mí. Tuerce el gesto y se quita los lentes.
—¿Dónde estabas? —pregunta en voz baja pero demandante.
Comienzo a quitarme el abrigo.
—Con Allan —respondo, mi voz suena muerta. Mi voz siempre suena muerta cuando hablo con ella—. Fuimos a ver una película.
Es inmediato; su rostro cambia al nombrar al perfecto primogénito de los White.
—Oh, está bien. Ve a ducharte y luego baja. La cena está casi lista.
Asiento, mirando de reojo a papá. Sus dedos se mueven rápidos sobre la pantalla de su celular, ni siquiera me ha mirado desde que llegué.
Trago el nudo en mi garganta y me dirijo a mi habitación.

Lo que más odio de cenar con mis padres es esto, esta incomodidad asfixiante que aprieta mi pecho.
—¿Cómo estuvo la facultad hoy, cariño? —Mamá arroja la primera piedra en dirección a mi hermana, que aprieta el tenedor con demasiada fuerza.
—Bien. Los profesores dicen que soy una de las mejores estudiantes.
Odio la sonrisa de orgullo y suficiencia en los labios de mi madre. No puedo ser la única que oyó el dolor en la voz de Amelie al hablar de la facultad.
—Me alegro mucho, hija. Tu padre y yo estamos muy orgullosos de ti. —Su mirada se desliza hacia mí y yo me tenso—. ¿Y tú, Emilie? ¿Cómo te va en el instituto?
Al parecer, el señor Greenstone no les contó que terminé en detención. Le agradezco internamente por eso.
—De maravilla. Tengo las mejores notas.
Otra vez esa sonrisa.
Pero sus palabras son diferentes…
—Sigue así, cariño.
Cariño. Así es como nuestra madre nos llama a Amelie y a mí cuando está de buen humor o quiere que hagamos algo por ella. Cariño. Es curioso que nos llame justamente como lo que nos niega cada día.
No hay muestras de orgullo para mí, porque no importa lo que haga, para ella nunca será suficiente.
Para ella nunca seré suficiente.

La noche me encuentra queriendo crear. Tomo mi libreta y un carboncillo. Trazo líneas sin sentido. Mi mente no para de trabajar. Allan, las chicas, mi madre, mis notas, mi futuro, mi padre, la facultad, responsabilidades, arte, Aiden. ¿Aiden?
Me detengo y abro la ventana. Tengo calor.
Aiden. Ese chico que me contó un secreto y se fue dejándome solo una sudadera —sudadera que aún uso algunas noches como esta, cuando tengo mucho frío o simplemente me dan ganas de hacerlo, sudadera que perdió su olor pero no las manchas de pintura en los bordes de las mangas—. Ese chico que ahora volvió a mi vida y me parece insoportable y fascinante en partes iguales.
¿Es acaso eso posible? Porque quiero ahorcarlo cada vez que abre la boca pero también quiero estar cerca de él. Y no sé por qué. Tal vez sean sus ojos, el dolor que vive en ellos, ese propio de un alma sin sueños.
Y entonces me llega un impulso. Es una locura pero si nadie se entera no tiene que ser un problema.
Trabo mi puerta y luego miro por la ventana. No está tan alta. No como para matarme si caigo, al menos.
—Estás loca, Emilie —me digo.
Sí que lo estoy. Ya hasta hablo sola.
Guardo mi celular en el bolsillo de la sudadera, tiro mi libreta y el carboncillo por la ventana y luego me impulso para salir por el mismo lugar. Caigo sentada pero no me provoca mucho dolor, así que recojo mis cosas y me voy corriendo rumbo al lugar que lo inició todo.

Debería darme miedo estar sola en un parque oscuro a las doce de la noche, pero, sorprendentemente, no es así. Me siento en calma, tranquila. No había vuelto aquí desde esa noche. Tal vez porque temía encontrármelo de nuevo. O tal vez porque temía no hacerlo. Da igual, dudo que él venga así que, ¿por qué no usarlo como refugio?
Me acomodo contra el árbol —el mismo contra el que nos recostamos hace un año— comienzo a dibujar maldiciendo por tener tan poca luz.
Entonces, escucho pasos.
De inmediato, enciendo la linterna de mi teléfono. Y luego me golpeo mentalmente porque si es un ladrón o un asesino en serie acabo de poner un maldito faro de luz sobre mi cabeza. Tomo mi cuaderno y lo alzo como si de un arma se tratase y, aún con la linterna prendida, avanzo lentamente hacia el lugar de donde provino el sonido. Casi me da un infarto cuando veo una silueta oscura frente a mí.
—¿Ibas a golpearme con… —Aprieta los labios para no reír— una libreta?
—Cállate, idiota.
Apago la linterna y bajo la libreta. Aiden no aguanta más y se descostilla de risa. Incluso sostiene su estómago y se inclina hacia adelante. Me gustaría decir que ríe feo pero no es así. Su risa, de hecho, es ronca y te invita a reír con él, pero es obvio que no lo haré teniendo en cuenta que se está burlando de mí.
—Eres —le doy con la libreta en el brazo izquierdo— un —le doy en el derecho— idiota —y, por último, le doy en la cabeza.
Él intenta calmar su risa en vano.
—¡Oh, qué dolor! —dramatiza–. ¡Creo que no resistiré a tanto sufrimiento!
—Solo… cállate —espeto, pero estoy sonriendo.
—Sí, ya dijiste eso. —Mete sus manos en los bolsillo de su chaqueta y muerde su labio—. Así que… viniste.
—Si hubiera sabido que tú también vendrías, no lo hubiera hecho.
Me siento nuevamente en mi lugar y comienzo a buscar el carboncillo en el pasto.
—Ajá, claro. —Baja la mirada y sube las cejas. A mí me dan ganas de abrir un pozo en la tierra y meterme dentro—. Aún la conservas.
—Ni siquiera sabía que seguía teniéndola. Mi pijama se ensució y tomé lo primero que vi. —Me detengo de golpe—. Bueno, no lo primero. Estaba atrás, muy atrás, tan atrás que casi no la hallo —«La estás cagando»—. Pero no la estaba buscando, eh, fue casualidad.
Nuevamente, veo como aprieta los labios para no reír.
—Te queda bien. Mejor que a mí.
—Me queda como un vestido —señalo lo obvio.
—Bueno, a mí me quedaba algo apretada. La tenía desde los dieciséis años. Fue un regalo de mi madre.
Algo invade su mirada. Una añoranza que me oprime el pecho.
—Oh. Si quieres puedo devolvértela.
Su expresión cambia en apenas un segundo. Sus cejas se elevan, la picardía se apodera de sus ojos.
—¿Es una excusa para quitarte la ropa frente a mí?
Mis mejillas se tiñen de rojo. ¿Qué mierda? Yo nunca me sonrojo.
—No, idiota. Me refería a que puedo llevártela al instituto mañana. Lavada, planchada y hasta con rico aroma.
Él sacude la cabeza con una pequeña sonrisa aún en los labios.
—No es necesario. Ya lo dije, me quedaba pequeña.
—Okay.
Nos sumimos en un silencio que, lejos de ser incómodo, resulta ser todo lo contrario.
Él se sienta frente a mí y rebusca algo en su bolsillo. Un cigarrillo. Cuando lo encuentra, lo enciende y lo lleva a sus labios para darle una pitada.
—¿Ahora vamos a sentarnos aquí y fingir que somos amigos? —pregunto.
—No, vamos a sentarnos aquí, disfrutar de las estrellas y olvidarnos de los problemas solo por un rato. —Me mira y se siente como si viera más allá de mi rostro. Como si pudiera ver mi alma—. ¿No crees que lo merecemos?
Sin poder evitarlo, sonrío.
—Sí, eso creo.
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