2
¡Crash!
El vidrio se rompe, astillas se clavan en mi piel y yo grito, grito sin parar, ignorando la sangre que sale de mi cuerpo con cada movimiento brusco en su dirección, pero la luz en sus ojos se apaga y mi corazón deja de latir.
Abro los ojos desorientado. La camiseta se adhiere a mi cuerpo por el sudor y mi respiración es errática. El abdomen me duele pero no estoy herido.
Todo está bien.
«Mentira. Nada está bien y lo sabes. Nada está bien y es tu culpa».
Trago el nudo que se formó en mi garganta y, con manos temblorosas, bebo del vaso de agua que hay en mi mesa de luz. Luego, me levanto. El sueño me dejó mareado, parezco Bambi aprendiendo a caminar, pero estoy acostumbrado. No es la primera vez que me pasa.
Me tambaleo hacia el baño y me quito la ropa con movimientos mecánicos. Me meto a la ducha y abro la llave. El agua está tan fría que me hace estremecer y castañear los dientes, pero no me importa, no la caliento. Necesito esto. Necesito sentir, recordarme que soy real, que sigo aquí, incluso aunque no quiera.
Mi infierno personal.
Al salir, me miro en el espejo. Mis rizos apuntan en todas direcciones y mis ojos lucen cansados pero no es eso lo que capta mi atención realmente, es el hematoma que cruza mi mejilla izquierda.
Hijo de puta, me dejó una marca visible.
Las de las costillas están sanando, casi no duelen, pero esa… esa será difícil de ocultar.
Un sonido se oye desde la planta baja.
Mierda.
Me visto a toda velocidad y bajo aún más rápido pero ya es tarde, él está despierto, parado frente a la mesa vacía, con una botella de cerveza vacía en una mano y un porro en la otra.
—¿Y el desayuno? —pregunta. No respondo, intento regular mi respiración y encontrar mi voz. De repente, la botella impacta contra la pared detrás de mí—. ¡Te hice una pregunta, maldita sea!
Miro la botella, pasó a centímetros de mí, pudo haberme dado en el cuello o en un ojo.
Trago saliva y volteo a ver al hombre que me dio la vida.
—Me dormí, no está hecho. Lo siento, pero estuve trabajando hasta tarde en…
—¿Y tú crees que me importa lo que estuviste haciendo anoche? ¡Me importa una mierda! ¡Ahora prepara el puto desayuno!
Asiento y me dirijo a la heladera. Está prácticamente vacía pero no me pagan hasta la próxima semana así que tendremos que hacerlo durar. Tomo dos huevos y con eso me las arreglo para prepararle unos huevos revueltos que por poco se me caen de los nervios.
Cuando se los pongo en el plato, hace una mueca de asco.
—¿Qué es esto? ¿Acaso quieres que muera de hambre?
—Es lo que hay. No me pagan hasta la próxima semana y no tenemos…
—Me importa un rábano si te pagaron o no. Abre esa heladera. —Obedezco. Siempre obedezco—. Dame esa manzana.
—P-pero…
—Que me la des dije —su tono de voz no da lugar a objeciones.
Hago lo que pide, le doy la manzana que había planeado comer como desayuno.
—Ahora vete.
No lo pienso dos veces. Tomo mi mochila y salgo de la casa como si el diablo me persiguiera, solo que no lo hace, disfruta de su desayuno mientras se destruye a sí mismo y a mí en el proceso. Demasiado lento, pero así es mejor. Merezco un sufrimiento eterno después de lo que hice. Merezco arder en el infierno por lo que le quité.
Al llegar al instituto, no dudo en ponerme la capucha. Obviamente no va a tapar la marca por completo, pero la gente no suele acercarse mucho, así que tal vez ni la noten.
Paso frente a los idiotas que se creen mejores que el resto y la veo.
Emilie Ainsworth.
Mentiría si dijera que no he pensado en ella luego de esa noche hace un año. Pasé semanas preguntándome por qué se veía tan rota. Noches enteras intentando reprimir las ganas de dibujar ese gesto de paz que se formó en su rostro al caer en los brazos de Morfeo.
«Al fin soy lo que siempre quise ser».
Todo lo que veo es a una chica infeliz. Una chica que finge hasta la más mínima de las sonrisas.
Sus ojos se desvían hacia mí durante un segundo.
Está parada junto a los casilleros hablando con dos chicas. Un brazo sostiene su cintura y, aunque tal vez él no lo note, ella luce incómoda.
«¿También finges eso? Que lo quieres. Pero qué mentirosa salió la pequeña rubia».
Hace quince minutos debería haber entrado a mi primera clase y seguramente el señor Thiny esté molesto pero poco me importa. Al entrar al baño, decido no fijarme en mi aspecto e ir directo a hacer lo mío.
Estoy en punto de guardar a mi amigo cuando escucho que la puerta se abre y una rubia caprichosa ingresa al baño sin dejar de ver su teléfono.
¿Qué mierda?
Se para frente al espejo y recién ahí levanta la vista. Y hace lo peor que puede hacer: gritar.
Grita como una desquiciada y creo que, si no estuvieran todos en clase, creerían que un asesino serial intenta matarla y llamarían a la policía.
Sus ojos están clavados en mí. Bueno, no en mí, sino en mi amigo, que, por cierto, sigue en el aire, saludándola felizmente. Luego, cuando lo nota, los cierra. No. Los aprieta tanto que seguro que cuando los vuelva a abrir verá miles de puntitos oscuros.
—¡¿Pero qué demonios?! ¡¿Qué haces aquí?!
Elevo una ceja.
—¿No es obvio? Estaba orinando.
—Pero… Yo…
Parece que le va a dar un ataque al corazón así que decido ser bueno y abrocharme el pantalón.
Sigue sin abrir los ojos.
—Ya está. Es… seguro.
Tengo que admitir que toda esta situación me resulta jodidamente divertida.
Tarda, pero al final abre un ojo y cuando ve que no miento, abre el otro.
—¿Cómo es que…?
—Creo que te equivocaste de baño, rubia. Este es el de hombres. A no ser que hayas entrado a propósito. Si es así…
Se le ponen rojas hasta las orejas.
—¡Por supuesto que no entré a propósito! No sé cómo no me di cuenta pero ya... —Enrojece otro poco—, ya me voy.
Reprimo la risa. Se ve tan desorientada y molesta que resulta adorable.
—Bien, bien. Adiós, rubia.
Gira la manija de la puerta pero esta no se mueve. Lo hace de nuevo y pasa lo mismo. Se gira a mirarme con pánico en los ojos.
—No… no abre.
—¿Qué quieres decir con «no abre»?
—¿Qué voy a querer decir, idiota? —Rueda los ojos pero ni eso logra calmar el temblor en su voz—. Que no abre. La maldita puerta está trabada.
—A ver, déjame… —Me acerco e intento abrir la puerta sin éxito. La miro—. Mierda. Creo que nos quedamos encerrados, rubia.
Si antes parecía que le iba a dar un ataque, ahora creo que sería conveniente llamar a una ambulancia. Se pone pálida como un papel y su respiración se acelera.
—¿Encerrados? —balbucea, frenética—. No puede…
—Sí, ya sé, a mí tampoco me hace mucha ilusión pero no pasa nada. Seguro en un rato alguien intenta entrar y nota que…
—¿En un rato? —Chilla—. No. Necesito salir. Necesito salir ahora.
Toca su garganta y cierra los ojos. Comienzo a preocuparme de verdad.
—¿Estás bien?
Sacude la cabeza. Se sienta en el suelo, con la espalda contra la pared e intenta respirar, aunque no parece surtir mucho efecto.
—Yo… tengo claustrofobia.
—Mierda.
—No puedo… respirar. Oh, Dios, ¿y si morimos aquí? —Sus ojos están llenos de lágrimas, buscan una salida en cada rincón—. ¿Y si… y si nunca nos encuentran?
No está razonando. Es el miedo hablando por ella.
Me agacho a su altura y le pongo la mano en el hombro.
—Lo harán. Alguien vendrá pronto y nos sacará. Por ahora solo respira, rubia. Respira.
—No puedo —Sacude la cabeza y el cabello le tapa la cara. Se lo aparto con cuidado—. Tengo mucho miedo.
—Lo sé, pero necesito que te calmes.
Y, sorprendentemente, me hace caso. Respira conmigo hasta que, poco a poco, el aire comienza a llegar a sus pulmones.
—¿Tienes tu celular aquí? —pregunto cuando está más calmada. Asiente—. Bien. Márcale a alguien que esté en el instituto. Quien sea.
—¿Para qué?
—Para que le avise al director. Él sabrá abrir la puerta.
Se remueve, incómoda.
—Pero… pensarán que tú y yo…
—Creo que tu noviecito lo entenderá.
Me pone mala cara pero termina marcando.
—¿Hola? ¿Allan? Oh, por Dios, me alegro tanto de que atendieras. Estoy encerrada en el baño masculino. —Silencio—. Fue un accidente. Estaba distraída y entré pensando que era el de chicas. Cuando me di cuenta y quise salir, la puerta estaba trabada. ¿Puedes llamar al director y decirle lo que pasó? No, no estoy sola, pero estoy bien. Sí, tranquilo. También te quiero.
Entonces cuelga.
—¿También te quiero? —La imito—. Por favor, una piedra le pone más emoción.
Me mira mal otra vez.
—¿Tienes algún problema con la manera en la que le hablo a mi novio?
—¿Sinceramente? —Me encojo de hombros—. Me da igual. Pero se nota que no lo quieres.
La rubia frunce el ceño.
—¿Qué demonios dices? Por supuesto que lo quiero. Llevamos casi un año juntos. ¿Por qué estaría con él si no lo quisiera?
—No lo sé. Pero es evidente que no hay amor.
—Y tú sabes mucho sobre el amor, ¿no? Tú, el chico que se odia a sí mismo.
Aprieto los labios.
—Podré odiarme a mí pero sé lo que es amar a otros. Más de lo que tú sabes, al parecer.
—¿Crees que sabes algo sobre mí? —espeta, furiosa—. Porque no me conoces, idiota. No sabes una mierda sobre mí.
—Con que sabes decir malas palabras, eh. Creí que las chicas como tú no lo hacían.
—¿Las chicas como yo? ¿Y qué demonios sabes sobre las «chicas como yo», oh, gran sabio?
Acerco mi rostro al suyo.
—Sé que se limitan a tratar mal a los demás, vestirse bonito y tocarse el cabello para llamar la atención. —Chasquea la lengua—. No te tenía así, rubia. Creí que eras diferente cuando nos conocimos.
—Lo era, pero las personas, afortunadamente, cambian.
—Los cambios no siempre son buenos. A veces, terminamos deseando no haber cambiado. O haberlo hecho pero de manera diferente.
Traga saliva.
—Pues yo soy muy feliz con mi cambio. Y poco me importa lo que un completo desconocido diga.
Me alejo.
—Sigue mintiéndote, rubia, pareces toda una experta en la materia.
Entreabre los labios como si fuera a decir algo más pero no llega a hacerlo, porque se escuchan pasos, voces, un clic y entonces la puerta se abre. El director nos mira con los labios apretados. Debe tener una idea bastante alejada de lo que realmente sucedió aquí. Y junto a él está el noviecito de la rubia, Allan creo que lo llamó. Es un tipo bastante normal. Cabello rubio, ojos claros, cuerpo de deportista y un intento —sí, en cursiva y negrita— de pose intimidante. Creo que un gatito recién nacido intimida más que él.
—Em… —murmura antes de abrazarla y darle un beso en la coronilla de la cabeza—. ¿Estás bien? ¿Estás herida?
¿Em? ¿En serio? ¿Tan poco original es? Además, estaba en un baño, no en una base militar enemiga.
—Estoy bien. No fue nada. —Se voltea hacia el director—. Pero no entiendo cómo sucedió esto.
El director sacude la cabeza.
—Tampoco yo, señorita Ainsworth. La puerta estaba cerrada con llave.
—¿Con llave? —exclama la rubia—. Eso no tiene sentido. No había nadie cerca cuando entré y…
—Y, de todas formas, alguien la encerró —la interrumpe el director—. Tal vez fue una broma o algo así pero…
—Pero debe ser castigado. Nadie se mete conmigo y sale impune.
El director asiente y le promete que intentará averiguar qué sucedió. Nos pide, también, que vayamos a clase de inmediato. Y sé que no tengo escapatoria, que si no lo hago el director se enterará y habrán consecuencias. Y no puedo ir a detención y faltar otro día al trabajo. Lo necesito. Así que me encamino a mi clase, sin poder evitar mirar a la rubia abrazar a su noviecito por sobre mi hombro al alejarme.
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