9
Tras el gran descubrimiento de mis dos nuevos poderes, se hace tan tarde que ni siquiera me he dado cuenta de ello. La sala de entrenamiento, aún llena de restos de cristales rotos a causa de mi explosión de ira, carece de ventanas, por lo que, entre una cosa y otra, pierdo la noción del tiempo completamente.
Y cuando digo «entre una cosa y otra», evidentemente me refiero a Mors y a su numerito de acercar su cuerpo al mío lentamente para provocarme un paro cardíaco. Algún día de estos lo hará, y no habrá marcha atrás. Aunque, por otro lado, no quiero justificar sus acciones, pero es la Muerte, así que, en cierto sentido, sería perfectamente normal que lo hiciera, que me matara.
Me decido a apartar esos pensamientos turbios de la cabeza, pese a saber que él los está escuchando, pues está al volante de su Jaguar para llevarme de vuelta a casa.
—No voy a matarte, ya te lo dije —deja ir con voz suave.
Su mirada se vuelve a mí mientras salimos del aparcamiento del rascacielos en el que se halla su residencia lujosa, en la Tercera Avenida. Yo, a su lado, en el asiento de copiloto, me remuevo nerviosamente.
—Lo siento —me disculpo en un susurro—, últimamente no dejo de pensar en la vida, la muerte y todo lo que tiene relación con ellas, especialmente desde que has aparecido tú.
El coche se incorpora a la carretera de la Tercera Avenida de Seattle cuando las primeras farolas se encienden bajo la luz del crepúsculo. Dirijo mi vista de nuevo a Mors, que ahora tiene sus ojos dorados posados en la carretera, así que solo aprecio su perfecto perfil con su cabello rubio levemente despeinado.
—Lo sé, soy adictivo —suelta con una sonrisa en sus labios.
Pongo los ojos en blanco y me concentro en la sensación de calma que me vuelve a invadir gracias a sus poderes de influir en mi estado mental, y la verdad es que, al contrario que ayer, ahora lo disfruto. Agradezco que me mantenga en esta paz artificial en vez de aborrecerla porque hoy ha sido un día duro y sé que, si él no estuviera ejerciendo esto sobre mí, yo estaría de los nervios, deprimida o distante.
—Vaya, gracias —dice él, interrumpiendo mi hilo de pensamientos—. Eso es todo un cumplido viniendo de ti, amor.
Hago todo lo posible por no volver a poner los ojos en blanco mientras el coche sigue atravesando el centro de la ciudad en dirección a West Seattle.
—Puestos a agradecer, también estaría dispuesta a darte las gracias por dejar de meterte en mi cabeza —replico.
—Ya sabes que no puedo evitarlo. —Se encoge de hombros y frunce los labios de manera adorablemente inocente. No puedo dejar de mirar esos labios... — ¿Ves? En eso último también coincido contigo. Y no te pienses que eres la única que se fija en los labios. Esta tarde me he quedado observando los tuyos; también me parecen preciosos, amor.
Se vuelve para mirarme fijamente a los ojos y su boca dibuja una sonrisa juguetona, que hace nuevamente que mi ritmo cardíaco se dispare a un nivel estratosférico. Pero, en definitiva, lo peor de todo es que sus palabras tienen cierto aire de seriedad. O eso quieren hacerme creer él y mis sentidos, una combinación mortífera.
—Y, sí, si te lo preguntas —prosigue—, también me he imaginado todo lo que me gustaría verlos hacer, sobre todo teniéndolos tan cerca como hoy, aunque me hubiera gustado... —Le dirijo una mirada asesina y su voz se transforma en unas carcajadas sonoras que invaden todo el coche—. En estos momentos doy gracias por el hecho de que no seas tú la que pueda leer mentes.
Ahora soy yo la que se ríe ante su última intervención.
La verdad es que no me hubiera imaginado a mí misma siendo capaz de leer mentes, pero tiene razón diciendo que tengo suerte de no poseer ese don: me imagino que debe de ser asfixiante en algunas ocasiones escuchar los pensamientos de todo el mundo todo el rato. Pero es solo un pequeño sacrificio, porque lo cierto es que a mí me gustaría experimentar el tener poder y acceso de todos los que me rodean.
Excepto de Mors, claro. Si lo que dice es cierto, lo mejor es que no sepa qué está pensando de mí y mis labios con su mente sucia. Bueno, en realidad desearía saber en qué piensa, ¿a quién quiero engañar? Solo lo conozco de un día y me parece una de las personas más inquietantes que he conocido jamás.
Por un instante, mi mente se detiene en Will: me acuerdo de esas ganas insaciables de querer saber todo sobre él y su vida. Pero esto no es nada comparado con cómo me sentía entonces: estaba enamorada, era inocente y no era consciente de que lo tenía todo bien ordenado en mi vida.
Ahora estoy rota, cansada y desmotivada. Y, por si fuera todo, en mi punto más bajo, acabo de descubrir que hay un mundo sobrenatural oculto para los humanos.
Sin embargo, de todos modos, nada se podría asemejar a esto. Por muy fatigada que esté, Mors es algo completamente distinto a Will. No quiero conocerlo de la misma manera, joven y frágil, sino que me muero por saber su historia. Con Will todo estaba enfocado al futuro; con Mors solo puedo pensar en el pasado.
Esto último, todos los elementos intrigantes que retiene Mors en su perfecta apariencia angelical, bajo los focos de las farolas de la autopista que nos conduce hasta West Seattle, mi barrio, me recuerda algo:
—¿Qué has estado haciendo hoy en Lynnwood?
Por un momento, parece que ni se inmuta por mi pregunta, pues no mueve ni un músculo mientras agarra el volante con suavidad, pero, instantes después, tras lo que parece una discusión interna consigo mismo, Mors acaba respondiendo:
—Estaba siguiendo la pista a unos vitaes que se hallaban allí con la esperanza de seguirlos hasta algún lugar que me condujera a la Vida o para sonsacarles información de su paradero, pero he acabado perdiendo su rastro. Aunque sigo sintiendo la presencia de algunos grupos de vitaes concentrados en el norte, en la frontera con Canadá. Lo más seguro es que estén esperando a que la Vida se reencarne, pero nosotros llegaremos antes de que puedan decirle cualquier cosa o celebrar su victoria. Siempre lo hacemos.
Pese a que debería preocuparme la ferocidad del tono de su voz y su determinación y seguridad, lo que no se me escapa es una expresión de fastidio fugaz cuando habla.
—¿Te molesta que Carter y Olympia me lo hayan contado? —pregunto, yendo al grano—. Lo de Lynnwood, quiero decir.
Él se toma un par de segundos antes de contestar, en los cuales se vuelve hacia mí, desvía su mirada hacia la carretera y, por último, posa sus ojos dorados sobre los míos nuevamente.
—La verdad es que no —confiesa con naturalidad—. Solo se me hace raro.
—¿Por qué?
—Porque siempre hemos sido nosotros tres —expresa, encogiéndose de hombros—. Solo nosotros tres sabemos e ideamos los planes. Y me resulta... —busca la palabra adecuada— distinto escucharte hablar de ellos como si nada.
—Ya —coincido, asintiendo con la cabeza—, a mí también, créeme. Pero ¿nunca ha habido nadie más a vuestro lado? Ayer escuché que llamaste a un tal Jean para que fuera a la gasolinera a despertar a Marcus y deshacerse de ese... —el recuerdo del cadáver en el asfalto de la gasolinera hace que me estremezca en el asiento— vitae —zanjo para denominarlo de alguna manera digna.
—Por supuesto —explica—. A veces sí que trabajamos con otros mortems, pero solo puntualmente y en situaciones críticas. Y, en el caso de lo de ayer, llamé a Jean, un mortem bastante joven y novato porque no quería que Carter y Olympia hicieran el trabajo sucio. Para eso ya existen otros. —Hace un gesto de superioridad—. Esa es otra de las ventajas de ser la Muerte.
Profiero un leve murmullo de afirmación y, aunque me parezca medianamente cruel, soy consciente de que tiene sentido: él manda, él tiene el poder de decisión sobre todos los mortems y no tiene por qué hacer el trabajo sucio cuando hay gente dispuesta a «servirle». Sí, con lo que ha dicho Mors, ha sonado como si él, Olympia y Carter formaran una élite superior o la realeza de los mortems.
—Hablando de Carter y Olympia —hablo en voz alta—, me gustaría dejar claro que no necesito niñeros.
En sus comisuras vuelve a dibujarse esa sonrisa divertida.
—Lo siento, no he traído las hojas de reclamaciones —repone él con una mueca exagerada de fastidio—. Quizá otro día estén disponibles. Lo hablaré con el Departamento de Cosas No Le Importan a Nadie.
—Lo digo en serio —replico con una mirada asesina.
Él pone los ojos en blanco.
—Creo que ayer lo dejé bastante claro, pero, por si no lo recuerdas —dice—, te dije que hasta que no sepa con certeza qué eres ni por qué puedes ver el mundo sobrenatural, no pienso dejarte a la vista de los vitaes sin protección. No sabemos de qué eres capaz, aunque lo de hoy ha sido un pequeño avance. Puede que no vayamos tan mal encaminados, al fin y al cabo —ladea la cabeza.
Su explicación me inquieta levemente porque temo que se piense que soy algún tipo de posesión suya o algo así, pero he de admitir que, en el fondo, muy en el fondo, me proporciona cierta seguridad el hecho de saber que estoy protegida ante un mundo completamente desconocido y peligroso del que acabo de descubrir su existencia....
De repente, las carcajadas de Mors interrumpen mis pensamientos.
—¿De qué te ríes? —le exijo, irritada, aunque la calma que me transmite sigue presente en cada músculo de mi cuerpo.
—De que pienses que creo que te poseo —explica, acompañado de una negación con la cabeza.
—¡Deja de meterte en mi cabeza! —exclamo.
—¡Deja de juzgarme! —replica.
—Tú más que nadie sabes que eso es imposible —arguyo, frunciendo el ceño—. Sabes que todos juzgamos a los demás constantemente; estoy segura de que lo oyes cuando te metes en la cabeza de la gente a hurtadillas.
—Y que lo digas —coincide—. Es una de las cosas más insoportables del mundo, sobre todo cuando juzgan el aspecto físico. ¡Uf! —gruñe—. Esos son los momentos en los que pierdo la fe en la humanidad.
Sus palabras se deshacen en el aire porque, de repente, siento cómo el Jaguar aminora la velocidad y empiezo a divisar el distrito residencial de West Seattle con sus casas de más de dos pisos y sus jardines dando a la playa. Segundos más tarde, el vehículo se detiene justo delante de mi casa, igual que ayer.
—Bueno, amor, es una lástima que el día se haya acabado ya, pero ha estado bien, ¿no crees? —dice con voz suave, mirándome directamente a los ojos.
Su mirada dorada hace que me replantee la existencia por enésima vez en el día de hoy, pero intento actuar de la manera más natural posible, hecho que es totalmente inútil y estúpido por mi parte porque el mismo Mors es el que lo está causando, para su diversión. Intentar oponerme a ello es algo totalmente contraproducente.
—Sí, la verdad es que estoy cansada —expreso con un bostezo.
Los labios de Mors dibujan otra sonrisa malévola y su ceja se alza hasta el punto de que casi roza uno de los mechones rubios que caen por su frente.
—Pues empieza a acostumbrarte, amor.
Vuelvo a poner los ojos en blanco y ahogo un suspiro ante sus risas por mi reacción.
—Bueno, gracias por traerme otra vez y... En fin, me voy —anuncio, y empiezo a desabrochar el cinturón de seguridad.
Él aguarda pacientemente con la mirada clavada en mí, pues siento su presión con cada uno de los movimientos que hago, incluso cuando me encorvo ligeramente hacia delante para coger mi mochila y abrir la puerta.
Pero justo cuando pongo un pie fuera, me doy cuenta de que el estado de calma que me proporciona Mors está a punto de desvanecerse, al igual que ayer, dejándome con mis sentimientos reales y mis pensamientos autodestructivos y exigentes. Es decir, cuando él se vaya, la paz que me aporta me abandonará por completo, dejándome nuevamente desolada ante los sucesos y los descubrimientos de hoy, entre ellos mis poderes.
Y no quiero que me deje... Quiero decir, que su capacidad de transmitirme ese sentimiento de tranquilidad física y parcialmente mental me abandone. Por una vez, me temo más a mí misma que a la Muerte.
—¿Puedo preguntarte algo? —pronuncio, volviéndome antes de cerrar la puerta del coche.
Él inclina un poco la cabeza para verme mejor desde el asiento de conductor.
—Técnicamente ya lo has hecho —señala—, pero, adelante. Dispara.
—¿Por qué me infundes tranquilidad? —pregunto—. De entre todas las emociones y los estados que podrías aportarme, desde ayer, lo único que he sentido con tu presencia es paz. No lo sé —me encojo de hombros—, con tus poderes podrías hacerme sentir rabia, tristeza o felicidad...
—...o amor falso... —incluye con una sonrisa pícara.
—...o agresividad, o ansiedad —prosigo—. ¿Por qué calma? —cuestiono.
Mors se toma un par de segundos antes de hablar, en los que desvía su mirada hacia el frente y tamborilea con los dedos en el volante, como si estuviera nervioso.
—Porque es el estado al que más cuesta llegar a los humanos, aunque siempre piensen que es la felicidad —responde con un tono de voz serio—. Y quiero ponerte las cosas fáciles.
Esto último lo expresa bajando un poco la voz, pese a que él es consciente de que he logrado escucharlo.
Y, sinceramente, no sé qué decir ante sus palabras. No obstante, «no es para tanto», me digo a mí misma, «seguro que está actuando. Todo forma parte de su juego para ver cómo hago el ridículo intentando contenerme por la atracción que me provoca adrede». Ambos lo sabemos.
—Buenas noches —es lo único que se me ocurre.
—Buenas noches, amor.
Inmediatamente, despego mis ojos de los suyos hipnotizantes y giro sobre mis talones para dirigirme al poche y subir las escaleras hasta la puerta principal. Sin poder evitarlo, desde mi posición, vuelvo la mirada hacia el Jaguar, donde él sigue quieto, observándome desde su ventanilla.
No es hasta que llego a mi habitación -sin interrupciones por el camino, afortunadamente- cuando, al ver que el coche ya no está, siento cómo empieza a florecer una presión en mi pecho. Su efecto ya se ha desvanecido.
Sin embargo, mientras caigo abatida sobre mi cama, pienso en que la peor parte no es tener que lidiar con mis emociones sin la paz artificial de Mors, sino que, con diferencia, lo más duro de hoy han sido sus palabras: «Y quiero ponerte las cosas fáciles».
Justo después de pronunciarlas, yo misma he pensado tan alto como he podido dentro de mi cabeza, cómo Mors ha dicho esas cosas y ha actuado con expresiones serias solo para jugar conmigo más de lo que ha hecho a lo largo de estas veinticuatro horas que lo he conocido: ayer en nuestro primer encuentro; hoy en la sala de entrenamiento; esta noche hablando sobre mis labios...
Por más serias que sonaran sus palabras sé que, si fueran sinceras, si vinieran de su corazón, habría negado el hecho de que yo he pensado que solo está jugando conmigo. Hubiera protestado por juzgarlo. Pero no lo ha hecho.
Finalmente, para poner fin a este ciclo vicioso de pensamientos que no llegarán a ninguna parte, me convenzo a mí misma de una cosa: sus palabras no pueden ser sinceras, no pueden venir de su corazón, porque, como el mismo Mors justifica en todas sus acciones inhumanas, él es la Muerte.
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