7
—Por aquí —me guía Olympia tras estacionar su Bugatti negro en su plaza del aparcamiento.
Sus tacones resuenan por todo el espacio oscuro y desierto, pues tan solo veo un par de coches más cubiertos con lonas en la inmensidad del aparcamiento, a la vez que reparo en que el Jaguar negro de Mors no está en mi campo visual.
Desde que él, con sus ojos dorados clavados en mí, me llevó de vuelta a casa ayer por la noche, no he podido evitar pensar que todo fue una ilusión, una broma de mi cabeza por todo lo ocurrido en el cementerio y la gasolinera. Sin embargo, la presencia de Carter y Olympia, sus mortems más cercanos, me recuerda cómo podía leerme los pensamientos o cómo hacía que pudiera relajarme gracias a su poder de manipular las emociones, cuando en realidad solo quería salir corriendo.
También me vienen a la mente sus comentarios sarcásticos y la manera en la que sus labios pronunciaban «amor» para referirse a mí...
«¡Para, Live, para!», me ruego a mí misma. Me encantaría culpar a Mors de causarme estos pensamientos, como ayer por la noche, pero sé que no es así. Sea lo que sea que provoque este hilo de ideas indecentes, me hace plantearme qué impacto tuvo la presencia de Mors sobre mí.
—¿Dónde está Mors? —pregunto cuando subimos por el ascensor.
Carter, que está pulsando uno de los botones mientras se cierran las puertas, contesta:
—Está en Lynnwood.
—Y ¿por qué? —suelto, frunciendo el ceño.
No es que me interese lo más mínimo... Bueno, sí, un poco, pero en cuanto formulo esas palabras soy consciente de que parezco una entrometida en asuntos que no me incumben, especialmente teniendo en cuenta que no soy nadie para saberlo ni para que me lo cuenten; no soy nadie para ellos, solo los conozco de un día. No obstante, mi posición de «presencia mixta» o «bicho raro» justifica que al menos tengo un poco de derecho a saber qué diablos está haciendo la Muerte por ahí mientras yo no tengo ni idea de qué me pasa y mi mundo se desmorona, sobre todo sabiendo que él ha mandado a Carter y Olympia a que me vigilen en su ausencia.
—Está siguiendo la pista a unos vitaes que se han reunido allí —responde Olympia con naturalidad al mismo tiempo que se mira en el espejo del ascensor y se alisa un mechón de pelo negro con su mano—. Ha detectado su presencia y sospecha que están buscando a la Vida.
—¿Cómo? —digo, perpleja, cuando las puertas del ascensor se abren.
Vuelvo a encontrarme en el lujoso salón del edificio, solo que, a diferencia de ayer, las luces de Seattle se ven sustituidas por unas vistas increíbles de toda la ciudad bajo la luz del sol.
Olympia deja su bolso negro sobre uno de los sofás y me hace un gesto para que tome asiento en una butaca frente a ella. Carter se incorpora a su lado tras desabrocharse la chaqueta negra que llevaba puesta.
—Cuando la Vida está a punto de reencarnarse, cada dieciocho años —empieza Olympia—, los vitaes suelen reunirse en grandes grupos cerca de donde aparecerá para recibirla e impedir que Mors la mate.
—Y ¿cómo lo saben? —cuestiono—. ¿Cómo saben que la Vida aparecerá en un lugar específico?
—No lo saben con exactitud —expone Carter, posando su vista en el ventanal que hay a su izquierda—, pero se sienten atraídos a ella. Es como si una fuerza los empujara a ir a determinados lugares.
—Entonces ¿en esta ocasión dónde está? ¿Cómo es posible que los mortems lo sepáis?
—Los mortems no podemos saberlo por nosotros solos —responde Carter pacientemente—. Al igual que los vitaes con la Vida, nosotros percibimos presencias. Si hay un vitae cerca, podemos sentir su presencia de Vida, hecho que nos causa una repulsión natural. Sin embargo, solo Mors es el que puede detectar las presencias de manera más precisa. Él nota las concentraciones de vitaes con más intensidad y exactitud. Por ejemplo, en esta ocasión, nos dijo que sentía cómo las presencias más fuertes de vitaes se encontraban en el norte del país, sobre todo en Washington e incluso en la frontera con Canadá.
—Por eso ha ido a Lynnwood a investigar —añade Olympia—: cree que podrá sonsacarles algo de información a algunos de los vitaes que se concentran allí, al igual que en Seattle y en otras ciudades del norte.
No sé qué quiere decir con «sonsacarles información», pero lo primero que me viene a la mente son cuchillos, sangre y cadáveres. Mors, por poco que lo conozca, me ha dado esa impresión, cosa que concuerda perfectamente con lo que es: la Muerte.
—Bueno —Olympia suelta una palmada en el aire, que me hace volver a la realidad—, será mejor que vayamos poniéndonos manos a la obra, ¿no te apetece?
Por su tono de voz, creo que ella está más emocionada que yo. Esto de investigar qué poderes sobrenaturales poseo no es que me entusiasme mucho, pero siempre hay una primera vez para todo, ¿no?
—Claro —digo, y suspiro profundamente—. ¿Qué tienes en mente?
La morena vuelve a posar su mirada en Carter, quien también le mira con ojos interrogativos.
—Seguidme, iremos a la sala de entrenamiento —zanja—. Allí veremos qué podemos hacer.
Olympia vuelve a encaminarse hacia el ascensor con Carter y yo pisándole los talones. Según puedo observar, pulsa el botón que indica el número tres y, cuando las puertas del elevador se abren, encuentro un panorama completamente distinto al lujoso salón que hemos dejado atrás: se trata de un espacio inmenso lleno de espejos, barras, colchonetas y cacharros típicos de los gimnasios de los que ni siquiera conozco sus nombres.
Ahora entiendo por qué Olympia la ha llamado «sala de entrenamiento», aunque me cuesta creer que sea tan grande para tan pocas personas.
Avanzo lentamente hasta el interior, procurando que no se note mi aturdimiento ni mi curiosidad insaciable, pero a cada paso que doy los interrogantes asaltan mi mente con más velocidad de la que creía posible.
—¿Quién más viene a entrenar aquí? —inquiero sin detenerme a pensar por qué no dejo de hacer preguntas.
—Nadie. —Carter se encoge de hombros.
Por un momento, temo que mis preguntas les resulten molestas o inconvenientes, pues, al fin y al cabo, solo soy una desconocida con presencias extrañas que nadie parece conocer, pero la verdad es que tratan conmigo con naturalidad, como si nos relacionáramos siempre.
—Mors es bastante... —empieza Olympia, buscando la palabra adecuada— reservado —concluye, victoriosa. Todos sabemos que Mors es muchas cosas, por muy poco contacto que haya tenido con él—. Solemos vivir únicamente los tres, aunque de vez en cuando también nos relacionamos con otros mortems.
—Sí —añade Carter a modo de apoyo—. Además, viajamos a menudo y no solemos quedarnos en un sitio estable durante mucho tiempo, por lo que tenemos diversas residencias en otras ciudades del mundo y, pese a tener bastantes contactos, preferimos vivir retirados. Aunque he de admitir que Seattle es una de mis ciudades favoritas —conviene con una sonrisa radiante.
No puedo evitar corresponderle con otra.
—A mí también me encanta Seattle —coincide Olympia desde un externo de la sala—. Es difícil de creer, pero el clima de Washington es mi favorito de todo el mundo. Y mira que he visitado una infinidad de lugares...
Mi entrecejo casi desaparece tras fruncirlo más que en toda mi vida junta.
—¿Cómo puede gustarte esto?
Mis manos se alzan en el aire para señalar lo que tenemos a nuestro alrededor, como si hiciera referencia a toda Seattle.
—Hace frío y llueve casi siempre —me quejo—. No entiendo cómo es posible que te guste.
—He vivido en sitios peores. —Se encoje de hombros—. El calor es muchísimo peor, créeme.
La verdad es que no puedo imaginarme nada peor que el clima de Seattle, ya que no he salido nunca de aquí, por lo que no tengo nada con lo que compararlo. Por otro lado, me imagino que Olympia, Carter y Mors han recorrido tantos lugares a lo largo de sus eternas vidas y han conocido a tantas personas que ya tienen muchas ideas y preferencias claras, todo lo contrario a mí: en mis dieciocho aburridos años de vida, lo único que he vivido han sido rutinas repetitivas, desgracias y, por último pero no por ello menos importante, el descubrimiento de dos bandos sobrenaturales enemigos. Pequeños detalles; cosas que pasan.
—¿Live? —Olympia interrumpe nuevamente la espiral de pensamientos negativos de mi cabeza.
—¿Qué has dicho?
Ella suelta una risita antes de contestar comprensivamente:
—Te he pedido que te acerques aquí.
Con su dedo índice, cuya uña tiene una manicura perfectamente hecha y esmaltada de color negro, señala un banco que hay donde se encuentra ella, en un extremo de la sala.
Hago caso de sus indicaciones y tomo asiento en el banco. Carter también se aproxima a nosotras y los reflejos de los tres se proyectan en todos los espejos de la sala, haciendo así que parezca más amplia.
—¿Qué tengo que hacer? —pregunto con curiosidad.
—No lo tengo muy claro —admite Olympia—, pero se me ha ocurrido algo que puede ser interesante de experimentar. En el mundo de los vitaes y los mortems —empieza mientras toma asiento a mi lado—, durante las primeras semanas después de su conversión, los poderes suelen desarrollarse mediante los impulsos.
—Exacto —agrega Carter asintiendo con la cabeza—, no suelen actuar racionalmente y no tienen dominio de ellos, así que básicamente se dejan llevar por los impulsos. Por eso es muy peligroso dejar a un mortem novato suelto por ahí: puede empezar a hacer levitar cuerpos, objetos o animales o, en el peor de los casos, matar a alguien inintencionadamente.
—Y con los vitaes recién convertidos pasa lo mismo —completa Olympia—. Como ya sabes, ellos pueden controlar los elementos e infundir vidas, por lo que es muy común que haya vitaes nuevos que prendan fuego a edificios o provoquen catástrofes naturales o creen vidas con malformaciones a causa de su falta de experiencia —enumera ella con naturalidad.
—¿Adónde quieres llegar con esto? —suelto para ir al grano.
—Lo que quiero comprobar es si tú funcionas más o menos igual —explica la morena, mirándome fijamente con esos ojos marrones—. Como ya te hemos dicho, Mors tiene la teoría de que posees poderes, y yo opino lo mismo. El problema es que todavía los tienes allí dentro y tenemos que hacerlos salir de algún modo para evitar accidentes en un futuro.
—¿Y si no tengo?
—Eso tenemos que verlo —insiste—. ¿Qué es lo que más rabia te da en este mundo?
La confusión ante mi pregunta es lo que me invade primero, pero esta se ve sustituida por una expresión pensativa que se refleja en mi rostro.
—Los libros subrayados, la gente que pone canciones que jamás han escuchado en sus historias de Instagram, el maíz en las ensaladas y la impuntualidad —digo con asco presente en mi semblante—. Ah, y las obras del surrealismo —añado.
Olympia y Carter se ríen de mis palabras, aunque, a decir verdad, las he dicho totalmente en serio.
—No me refería a eso —dice Olympia con una expresión divertida—, pero podemos trabajar con ello.
—¿Cómo?
—Es fácil —contesta, ladeando la cabeza—. Bueno —rectifica—, más o menos. Solo tienes que concentrarte en algo que te cause mucha rabia e intentar pensar en ello constantemente.
—Vale... —comento sin saber cómo empezar—. Intentaré hacerlo.
Comienzo a indagar en mi mente, intentando encontrar algo que encienda ira dentro de mí, pero me da la sensación de que nada es lo suficientemente fuerte. Ahora, precisamente cuando necesito un empujón para pensar en todo aquello que me irrita, parece ser que no haya nada. Estoy normal; me siento calmada.
—Te recomiendo que cierres los ojos —me aconseja Carter interrumpiendo mi revisión emocional.
Por un momento, pongo los ojos en blanco, pero luego recapacito y sigo el consejo de Carter. «Quizá sirva de algo...», me digo a mí misma para convencerme de ello.
Entonces, en mi mente, sin saber por qué, aparece la imagen de Mors.
—Esto es ridículo... —siseo, aún con los ojos cerrados.
—Concéntrate, Live —ordena la voz de Olympia con un ápice de impaciencia—. Elige un pensamiento que vaya más allá de las ensaladas con maíz —propone—. Sé que están asquerosas, pero necesitamos algo más fuerte, alguien, quizá.... Una persona; seguro que hay alguien que te cae mal. Piensa en él o en ella y en cómo te gustaría arrancarle la cabeza o ver cómo se desangra o... —Abro los ojos de par en par y la miro directamente a los suyos marrones—. Lo siento, lo siento —se disculpa, negando con la cabeza—, es la costumbre de ser mortem.
Niego con la cabeza y, acto seguido, vuelvo a dejar que mis párpados caigan e intento concentrarme en algo o alguien. Pero, del mismo modo que antes, todos mis pensamientos se vuelven hacia la misma persona: Mors.
Sigo sin comprender por qué se está adueñando de mi cabeza sin siquiera estar presente aquí ahora mismo, pero es que no puedo evitarlo. No puedo evitar pensar en él y sus ojos dorados y su cuerpo perfecto y...
«¡Basta ya, Live!», me exijo.
Pero es que tiene algo que me atrae tanto que no puedo parar de pensar en él, incluso en su ausencia. Su breve encuentro con él fue suficiente para que me haya hecho adicta. Adicta, sí. Lo he visto solo una vez y he intercambiado un par de frases con él y ya estoy obsesionada. Patético, lo sé.
Aunque, para sacarle partido a esta maldición de pensamientos indecentes sobre Mors, decido que lo más inteligente es usarlos a mi favor para lo que me está pidiendo Olympia.
«Mors es el culpable de todo», me repito una y otra vez.
Él y los mortems causan muertes; él me encontró en esa gasolinera; él hizo que Marcus se desmayara y, en consecuencia, que yo haya tenido que mentirle; él me ha introducido en un mundo del que yo no formo parte; él ha hecho que mi vida se haya desmoronado en menos de veinticuatro horas; él me está arruinando la existencia.
«Mors es el culpable de todo».
No dejo de repetir la secuencia de pensamientos negativos hasta el punto en el que me hierve la sangre. «¿Por qué he tenido que ser yo?», me pregunto. «¿Por qué he tenido que ser yo la chica con presencias mixtas de vida y muerte que Mors encontró en la gasolinera?»
Quizá si Marcus hubiera tenido el depósito lleno nada hubiera ocurrido. Me habría llevado a casa, dormiría tras llorar un rato pensando en Will y me despertaría y no tendría que mentir a mi mejor amigo. Pero, no. Las cosas no son así de simples.
No obstante, como ayer cumplí los dieciocho años, lo más seguro es que hubiera acabando con el mundo de los vitaes y los mortems tarde o temprano, pues, como señaló ayer Mors, tanto él mismo como el vitae al que había matado delante de mí habían ocultado sus presencias ante los humanos, por lo que, después de empezar a gritar como una posesa cuando Mors mató a aquel vitae, Marcus, a mi lado, parecía confuso porque no podía verlos. En cambio, yo sí.
«¡Maldita sea!», grito mentalmente.
Tengo ganas de golpear a alguien o empezar a llorar fuertemente, pero tengo que aprovechar esa energía de otra manera, tengo que dejarla fluir.
—Canalízalo hacia fuera, Live —me interrumpe la voz serena de Carter—. Tú puedes —me anima.
Y hago exactamente lo que me pide.
Trato de hacer que toda la ira que siento hacia Mors fluya por mis venas como la adrenalina de antes de que te entreguen los resultados de un examen. Bueno, quizá no sea el mejor ejemplo, pero es lo más parecido que he sentido jamás.
La diferencia es que en esta ocasión me recorre como un cosquilleo que llega hasta las puntas de los dedos y me hacen sentir diferente; cambiada. Poderosa. Sí, me siento poderosa.
Entonces, sin previo aviso, escucho un estallido cercano a mí, como el sonido de cristales rompiéndose. Dejo de sentir el poder, es como si hubiera desaparecido de mi cuerpo y se hubiera desplazado a otro lugar, a otro cuerpo.
Abro los ojos tan rápido como puedo y, efectivamente, hay miles de cristales desperdigados por el suelo de la sala. Resulta que uno de los espejos se ha hecho añicos y sospecho que ha sido culpa mía, hecho que no acaba de sorprenderme e impactarme tanto como debería. Incluso, durante la explosión, ha habido alguno que me ha rozado el rostro, solo que no soy consciente de ello hasta que veo uno de mis reflejos con diversos cortes en las mejillas y uno especialmente profundo en la frente.
—¡Muy bien, Live! —me felicita Olympia—. ¡Lo sabía! ¡Tienes algo, Live, tienes algo!
La morena tiene los ojos abiertos y chispeantes y se levanta del asiento para recorrer la sala con la mirada. Me da la impresión de que no puede contener la emoción y que se está conteniendo para no empezar a dar saltitos. Por su parte, Carter también parece satisfecho y observa el panorama con un aire de aprobación.
Yo, por otro lado, no entiendo qué tiene de bueno tener una sala de entrenamientos lena de cristales. Alguien tendrá que limpiarlo en algún momento, aunque seguramente, a juzgar por los lujos del rascacielos en el que viven, tendrán contratado un servicio de limpieza. No me extrañaría, la verdad.
—¿Te sientes bien? —pregunta Carter.
Los tres hemos estado mirando los desperfectos a lo largo de varios instantes en un silencio raro, ni incómodo ni cómodo, simplemente abrumador. He sentido cómo cada uno de nosotros ha reparado en esos cristales rotos como si estos nos dieran las conclusiones de lo que acaba de suceder.
Y, a decir verdad, lo han hecho; esos cristales indican algo muy claro: tengo poderes.
He sido capaz de canalizar un sentimiento hacia el exterior de mi cuerpo y transformarlo, sin ningún tipo de explicación, en energía que ha hecho que uno de los espejos se resquebraje.
—Sí, estoy bien —respondo con voz calmada—. Muy bien, de hecho.
Me está inundando una sensación de tranquilidad mental que no sentía desde ayer, cuando Mors ejercía sus poderes del control de mi estado de ánimo sobre mí; cuando hacía que me sintiera perfectamente serena en vez de horrorizarme por haber matado a una persona -o vitae en este caso, pese a no saberlo entonces- delante de mí.
Es ese tipo de tranquilidad infalible y aplastante contra la que no puedo oponerme, hecho que me inquieta por dentro y hace que quiera ponerme a gritar, pero no puedo. Simplemente mi cabeza se niega a dar órdenes a mi cuerpo que no sean las de mantenerse alarmantemente relajada.
Entonces caigo. Esto solo puede significar una cosa: él está aquí. Mors está cerca.
Y no voy tan mal encaminada porque, de repente, la puerta del ascensor de la sala de entrenamiento se abre, antecedida de unos pasos producidos por unas botas negras. Subo la mirada por los pantalones ajustados del mismo color, pasando por una camiseta ceñida a su perfecto cuerpo musculoso, y deteniéndome en sus increíbles y adictivos ojos dorados, que me observan con una mezcla de diversión y orgullo que no acabo de descifrar.
Me regala una sonrisa torcida y malévola que hace que casi me caiga hacia atrás a la vez que se peina el flequillo rubio con sus largos dedos, diciendo:
—Vaya, vaya —su mirada se desvía hacia los dichosos cristales. No quiero que sus ojos de oro se despeguen de mí, no quiero—. Parece que te has divertido en mi ausencia, amor.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro