64
Despierto cuando escucho un estruendo descomunal. Lo último que recuerdo es cómo, tras hacer las maletas rápidamente, Mors, Carter, Olympia y Chibale repasaban la actuación final: Carter y Olympia saldrían de La Guarida antes de nosotros en coche, pues eso distraería a los mortems y los vitaes que estuvieran a la espera de que nos fugáramos.
Por tanto, los perseguirían a ellos.
—Hasta la frontera con Canadá —repitió Olympia—. Allí les haremos perder nuestra pista, no te preocupes.
—Sí —la apoyó Carter.
—Y yo me quedaré justo aquí, controlando Seattle —añadió Chibale—. Y os iré informando de todo lo que se va cociendo.
Mors asintió y nos despedimos de todos. Se olía una atmosfera de pesimismo horrible, incluso más acentuada que hace unos días, cuando Carter y Olympia partían hacia Vancouver con todos los mortems.
Entonces sabíamos que potencialmente no los veríamos en unos días, así como que las cosas se podrían torcer. Pero nunca creímos que se torcerían como lo han hecho. Que la teoría no se ha complido. Que volvemos al inicio. Que debemos huir para escondernos hasta saber qué diablos está pasando.
Carter y Olympia casi me ahogaron en un abrazo conjunto y superintenso que casi me hace llorar. Acto seguido, se despidieron de Mors con más abrazos, medio tristes y preocupados. También advertí cómo los ojos de él, de Mors, se tornaban levemente cristalinos.
Y lo mismo con Chibale, aunque con él nos quedamos un rato más, pues debíamos esperar a que Carter y Olympia hubieran desviado la atención de los mortems y los vitaes lo suficiente como para tener vía libre.
—Tenemos que prepararnos —me advirtió Mors tras unos minutos.
No sé qué quería decir con ello hasta que, junto con Chibale, subimos a la azotea de La Guarida. Una vez allí, Mors nos condujo hasta el mismo lugar desde donde despegó el helicóptero, solo que, a diferencia de esa ocasión, esta vez se trata de una avioneta.
Mors y Chibale cargaron con nuestro escaso equipaje y el primero me ayudó a subirme en el asiento de copiloto. Él se posicionó en el de piloto y me echó una mano con el cinturón de seguridad.
—A esto te referías con «no saldremos por donde ellos esperan que lo hagamos», ¿verdad? —pregunto, reproduciendo sus palabras de esta misma mañana.
Mors asientió.
—¿Estás lista?
Lo cierto es que estaba medio aturdida, pero sí, supongo que estaba medianamente preparada para lo que sea que fuéramos a hacer. Siempre he pensado que no importa dónde vayamos, como si Mors me lleva al mismísimo infierno. Solo quiero estar con él, sana y salva.
—Sí —dejé ir, pese a que él me había leído.
Ante mi afirmación, él prendió el motor de la avioneta y esperamos un par de minutos para despegar, tiempo en el que vi cómo Chibale, desde el suelo firme, se apartaba y nos miraba con esa sonrisa cálida en sus labios y en sus ojos. Se despidió agitando la mano en el cielo y soltando un beso en el aire.
—Nos veremos pronto, Chibale —pronunció Mors desde la avioneta, vocalizando excesivamente para que el egipcio pudiera leerle los labios a causa del ruido agudo de las hélices de la avioneta.
«Hasta siempre, queridos», descifré de sus labios.
Seguidamente, Mors empezó el despegue y nos alzamos por la ciudad dejando atrás los rascacielos, el tráfico y el gentío. Lo único que escuchaba era el murmuro incesante de la avioneta y mi respiración, que empezó a relajarse incluso viendo cómo, entre las nubes iba dejando a mi Seattle, mi casa y mi infancia para volar hacia lo desconocido.
—Sé que tienes muchas preguntas, amor —murmuró Mors, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos.
—Sí —afirmé—, y sé que tú tienes muchas respuestas pero que no me las darás.
Mis palabras lo dejaron ligeramente pensativo, pues apartó sus ojos dorados de mí y los posó en el cielo, frente a él, lo cual me hizo entender que, como siempre, estaba debatiéndose entre ceder o no.
—Nuestro destino está a poco más de una hora de aquí, ¿vale? —acabó admitiendo, y me tendió una mano para entrelazar nuestros dedos—. Aprovecha para descansar un poco, cariño.
Suspiré a modo de frustración, pero acabé recostándome sobre el asiento y, con las vistas de lo que creo que es la inmensidad verde del Parque Nacional de la Península Olímpica, me dejé llevar por mi cansancio, sintiéndome segura por primera vez en muchos días.
No despierto hasta que escucho el estruendo del aterrizaje; las ruedas de la avioneta sobre tierra firme.
Inicialmente me altero un poco, pero me vuelvo para ver el rostro de concentración extrema de Mors sobre los comandos y me tranquilizo instantáneamente. Sospecho que serán sus poderes, pero, de todos modos, ¿qué más da?
A través de las ventanas vislumbro, bajo el cielo encapotado con nubes grises, una superficie enorme con césped y, a lo lejos, unas casitas junto a un saliente faro, todos ellos acomodados antes de un acantilado previo a la inmensidad del océano.
«Estamos en una isla», pienso, pues mire donde mire hay mar.
—Bienvenida a Tatoosh Island, amor —dice Mors, confirmando mis sospechas.
La avioneta avanza unos metros más hacia el faro, donde él frena a una distancia prudente. Acto seguido, cuando las hélices ya han cesado, bajamos del vehículo y Mors me carga a sus espaldas para usar su supervelocidad y acceder más rápido a cubierto, pues hace un frío y un viento terribles y, además, amenaza con empezar a llover. O al menos es lo que he sentido en los treinta segundos que Mors ha tardado desde la avioneta hasta el faro.
Hay un vestíbulo frío, lleno de grietas y totalmente vacío por el que él me hace avanzar pacientemente, con los pies ya en el suelo. Supongo que habrá dejado de cargarme para que pueda apreciar un poco más el interior del lugar y, de paso, no marearme. Finalmente, llegamos a una escalera de caracol que parece infinita.
Alzo la vista para mirarla con más atención y, efectivamente, parece que haya por lo menos unos tres millones de escaleras.
«Perfecto, voy a morir en el intento como Mors tenga la intención de hacerme subir todo esto», pienso sarcásticamente. Bueno, no tan sarcásticamente, la verdad.
Y él me lee, a lo que responde con una sonrisa adorable dedicada a mí.
—Tranquila, llegaremos antes si yo te cargo otra vez a mis espaldas —ofrece.
Asiento y pongo mis brazos en torno a su cuello antes de abalanzarme y dejar que tome mis piernas con sus brazos.
—Te recomiendo que esta vez cierres los ojos —me avisa, y suelta un par de carcajadas.
En menos de un parpadeo, arranca a correr y hago lo que me ha indicado: cierro los ojos y me agarro con más fuerza a su cuello. Cuando dejo de oír el rugido del viento que levantamos a nuestro paso, los abro de nuevo y me da la impresión de que estoy en una realidad completamente distinta al vestíbulo de la entrada.
En vez de encontrar vacío y frialdad, me hallo repentinamente en una habitación circular y repleta de luz entrando por cada rincón, pues toda la parte superior de la estancia está únicamente constituida por cristales. Asimismo, está completamente amueblada con algunas butacas, un sofá una cama de matrimonio que da hacia la inmensidad del océano, justo en el lado opuesto a la barandilla por la que acabamos de acceder.
Mors me tiende su mano y me anima a caminar, con pasos lentos, hasta la cama, recorriendo la sala circular con la mirada adictiva del mar y el césped de la isla, desde donde observo la avioneta con la que hemos accedido hasta aquí.
—Esto es precioso —murmullo, y me apoyo en la cama.
Maravillada, me quedo sentada a los pies del colchón, mirando embobada cómo las olas, furiosas, colisionan contra las rocas del acantilado. Mientras, él prende algunos interruptores cerca de una de las mesitas de noche.
—Lo sé —coincide, y siento sus ojos puestos en mí por una milésima de segundo—, pero tenerte aquí, así, es muchísimo más precioso —comenta, y se me cae el alma a los pies—. Bueno, acabo de encender la calefacción. En unos minutos dejará de hacer tanto frío —dice como si nada.
Acto seguido, se acerca a mí y se acomoda en la cama, abrazándome por la espalda. Posa su barbilla en mi cuello y observa el mar conmigo.
«Esto es amor», pienso.
—¿El qué? —pregunta él después de haberme leído.
—Que alguien se quede mirando el mar contigo —explico con calma— y pase tiempo contigo.
—¿Eso es el amor para ti: el tiempo? —cuestiona con cierta seriedad, y sus brazos me atraen más hacia sí—. Porque solo he pasado los últimos tres meses contigo y no creo que sea suficiente amor.
—No importa —digo, y niego con la cabeza—. Porque sé que...
—...pasaría cada día del resto de mi existencia contigo —completa él decididamente.
—Exacto —digo, y mi respiración se agita, pues él retira algunos de mis mechones de mi cuello, provocando así el tacto de sus fríos dedos contra el último—. Y sé que lo harías incluso si me convirtiera en la Vida pura. Porque ambos sabemos que estamos condenados a odiarnos; a matarnos...
—¿Y que tiene que ver eso con el tiempo, amor? —me interrumpe él, y deposita un beso en mi cuello.
—Que no importa que hayas pasado solo tres meses conmigo —intento decir con firmeza, pero se me rompe la voz cuando su beso se humedece en mi piel—. Porque has sacrificado y sacrificarás más que solo tu preciado tiempo en mí.
—Oh, ¿crees que el tiempo es preciado para mí, alguien con toda la existencia por delante? —pregunta él con cierta malicia entre beso y beso.
—¿Se supone que hay una respuesta correcta a esa pregunta? —replico, cayendo en su juego, y desplazo mi mano hasta su mandíbula.
Su respiración se hace instantáneamente pesada. Justo lo que yo quería.
—Sí, pero solo hay una —murmura él en mi oreja.
—Las cosas son preciadas según el valor que les da la gente —empiezo, casi sin saber qué diablos estoy diciendo—. Y, si yo fuera tú (que potencialmente lo acabaré siendo), le daría un valor enorme al tiempo. Porque nunca sabría cuál sería el último momento contigo.
Los labios de Mors recorren mi oreja, bajan por mi cuello y llegan hasta mi garganta.
—Respuesta... —Él besa mi piel—. Correcta —completa.
—Mors... —trato de hablar sin descontrolarme, pues sé que estoy a escasos segundos de perder el control.
—¿Amor? —dice, ahora con cierta intriga en su voz.
—Si llega a ocurrirnos algo.... —Trago saliva—. Quiero que sepas que te amo, ¿vale?
—Hum —ronronea él, lo cual me desconcierta.
No es que me espere que me corresponda con la misma cursilada, porque ya lo ha hecho muchas otras veces.
Sin embargo, antes de que pueda si quiera preguntarle qué quiere decir con ese «Hum», él pasa a posicionarse frente a mí, se arrodilla a los pies de la cama, coge mis manos entre las suyas y sus ojos dorados me atraviesan con la mayor seriedad del mundo.
—Live —pronuncia lentamente—, mi amor... —Me derrito por dentro—. Lo único malo que nos puede pasar es que acabemos matándonos. Y no podría soportar vivir en un mundo sin ti. Eso superará cualquier instinto contra ti cuando seas la Vida pura, tal y como deseas. Y ya sabes que haré todo lo posible para que no ocurra. Y si así es, si estamos destinados a matarnos, dejaré que tú lo hagas primero. Este mundo ya ha tenido suficiente muerte y destrucción, y si la Vida mata a la Muerte, el mundo será un lugar infinitamente mejor.
Se me rompe el alma al oírlo pronunciar tales palabras.
—Mi vida... —susurro, niego con la cabeza y le acaricio esos mechones rubios oscuro que tanto adoro—. No digas eso.
—Es la verdad, Live —dice, y me sonríe amargamente—. Si alguno de los dos tiene que morir, ese seré yo. Destruido bajo la mujer más poderosa sobre la faz de la Tierra —añade con un tono entre soñador y seductor.
—Yo no voy a destruirte —susurro.
Sus manos aprietan más las mías.
—Eso no lo sabemos, amor —repite, y se lleva una de mis manos a su boca para besarla—. Lo único que tenemos ahora, por más cliché que suene, es el presente. Y quiero que sepas que yo te amo más —dice, y ladea la cabeza de forma adorable.
Niego con la cabeza y hago un gesto de superioridad exagerado.
—No, no, no... —digo—. Es imposible.
Él me sonríe peligrosamente, pues enarca una ceja como si estuviera retándome.
—No es imposible —niega él—. Porque te amo más, más, más, más, más, más, más, más... —repite una y otra vez como un niño pequeño.
Me hace estallar en carcajadas por lo ridículamente adorable que está cuando lo dice, algo que él aprovecha para alzarme de la cama y tirarnos a ambos sobre ella, con su cuerpo bajo el mío; mi cabeza en su pecho; su torso en torno a mis muslos.
—...más, más, más, más —continúa, y se calla. La sala se queda en un silencio sepulcral, porque yo no puedo hacer otra cosa que no sea mirarlo a los ojos con máxima adoración—. Y gané —sentencia él ante mi silencio.
Vuelvo a hacer un gesto negativo con la cabeza y tapo sus labios con mis manos.
—Sí, has ganado el premio al más pesado e irritante —digo, y chasqueo la lengua.
Él retira mis manos de su boca.
—Ese ya lo tenía desde hace tiempo, querida Live —replica, fingiendo que está ofendido—. Pero ahora te tengo a ti, que es mil veces mejor, ¿no crees?
—¿Ya volvemos a las preguntitas? —pienso en voz alta.
—Tú eres la que acabas de preguntar —me sigue el juego—. ¿O es que no lo acabas de escuchar? —pregunta, y se ríe.
Solo sé que cuando empieza a hacer preguntas, la mayoría de las cuales tienen una respuesta obvia, significa que quiere abalanzarse sobre mí y...
—...y devorarte, empezando por tu boca —confirma completando mis pensamientos indecentes.
Acto seguido, sus dedos llegan a mis labios y los recorren lentamente. Y sé que lo hace para impacientarme y hacer que caiga en su efecto poderoso para confirmar que no puedo resistirme a dar el primer paso.
Y, evidentemente, caigo.
Me lanzo a su boca con desesperación y aprieto su rostro contra las palmas de mis manos para impedir que nos separemos un solo milímetro. Y él pide más; y yo quiero lo mismo.
Por eso ambos intentamos suprimir cualquier barrera que nos aleje: algo tan sencillo como la ropa.
Él baja sus dedos hasta mi trasero y los introduce en el borde de mis pantalones, haciéndolos danzar por mi cintura rápidamente hasta detenerse en el botón y la cremallera. En menos de un segundo ya está haciendo que desciendan por mis muslos y mis piernas con una agilidad sorprendente.
Asimismo, yo empiezo a desnudarlo, empezando por su jersey negro. En el momento en el que tiene que retirarse para pasarse el jersey por encima de la cabeza, se detiene un segundo para observarme con el deseo palpitando en sus ojos, pues brillan deslumbrantemente.
—¿Estás segura de esto? —pregunta él seriamente.
NOTA DE LA AUTORA:
Este ha sido el penúltimo capítulo. El último capítulo lo publicaré el domingo si va todo bien.
¿Qué pensáis que va a pasar en el siguiente capítulo? Yo solo digo que va a ser narrado por Mors... ✨Just saying✨
Además, en el siguiente capítulo tendréis el vídeo del que ya os he ido hablando a modo de explicación/agradecimiento/conclusión... ¡AAAAAA QUÉ EMOCIÓN! No sabéis lo orgullosa que estoy de esta obra...
Gracias, gracias y gracias.
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