55
Mors y yo bajamos tras vestirnos. Él se ha puesto una camiseta limpia, pero esta vez es de color blanco, lo cual marca su cuerpo musculoso más de lo habitual. A través de la tela fina puedo llegar a entrever las formas perfectas de su cuerpo.
No sé si pretende provocarme por haber jugado con él hace tan solo unos minutos o si realmente lo ha hecho de manera indiferente. Bueno, todos sabemos que es la primera opción, porque raramente viste de blanco. Solo lo ha hecho en algunas ocasiones, de entre ellas en la boda de Chibale, cuando le dije que le sentaba bien el blanco, así que supongo que habrá tomado en consideración mi humilde opinión y, de paso, habrá aprovechado para provocarme tres paros cardiacos.
No obstante, yo me rebajo a su nivel, pues me abrocho la blusa rosa pastel dejando un escote bastante pronunciado, algo que él percibe, ya que, mientras bajamos por el ascensor, él se queda mirando la obertura en mi pecho reflejada en el espejo con esa sonrisa pícara. Y yo lo miro a él.
«Uf, qué perfecto es», pienso, y me muerdo el labio sin poder evitarlo.
Pero ninguno de los dos dice nada hasta que llegamos al sótano, cuando él me tiende la mano y pregunta:
—¿Lista?
Asiento y andamos por los pasillos oscuros de la planta más baja de La Guarida. Ahora que lo pienso, realmente no estoy lista. Llevo todo el día queriendo hablar con Isaac, pero en este momento, cuando es la hora de la verdad, no sé qué puedo decirle. ¿Le digo que va a embarcarse en una aventura en la que tendrá que derrotar a sus enemigos naturales? ¿Que potencialmente puede morir? ¿Que es probable que nunca más vuelva a Seattle? ¿Que se acabó la adolescencia para él? ¿Que no puede ver a Casey hasta que pueda controlarse, si lo logra? ¿Que si me convierto en la Vida pura ya no seremos los mismos?
—Le dirás lo que sea necesario, amor, deja de torturarte —me dice Mors, y sonríe.
Aprieta mis dedos entre los suyos a modo de gesto afectuoso en las manos que tenemos unidas. Acto seguido, abre una puerta metálica tras introducir unas cuantas contraseñas que desbloquean algunos mecanismos metálicos que chirrían cuando termina de marcar las combinaciones de números.
Accedo detrás de él. Me adentro en una sala enorme que está iluminada por hileras de fluorescentes cegadores colgados del techo para romper con la oscuridad de este lugar, ya que no hay ni una ventana, solo muros de hormigón gris. Sin embargo, este sitio sigue siendo igual de siniestro de no ser por la cara amigable de Carter frente a mí nada más entrar.
No lo he visto cuando he entrado, pero en una fracción de segundo ha llegado a mi lado. Al final de la sala, no obstante, veo figuras de personas vestidas de negro. Solo distingo el cuerpo familiar de mi hermano, porque están en la otra punta de la inmensa estancia.
—¿Poniendo en riesgo tu vida de nuevo, Live? —pregunta Carter a modo de saludo.
Me dirige una sonrisa amable y cordial de las suyas, pero ni siquiera su expresión amigable y aparentemente despreocupada logra esconder el cansancio que percibo en sus ojos azules. Bajo estos últimos veo unas ojeras bastante marcadas.
—No, solo estamos haciendo una visita casual —responde Mors a mis espaldas, y pasea su mirada por toda la sala. Sus ojos se detienen en los presentes que hay en el otro extremo, en especial en mi hermano.
Percibo que esa mirada hace temblar al chico de piel oscura que el otro día permanecía más o menos firme detrás de los barrotes de la celda, así como una de las chicas, que abre los ojos como platos ante la mera presencia de Mors.
—¿Cómo están yendo los entrenamientos? —le pregunto a Carter mientras Mors sigue fulminando con la mirada a los mortems novatos.
—Bueno... —Carter se rasca la nuca incómodamente y frunce los labios—. Estamos progresando.
Siempre tan optimista y educado.
Va mal. Van mal para ir a la misión de Vancouver, pero no me lo quiere confesar porque sabe que me voy a preocupar. Y eso hace que mi corazón se acelere ante la idea de ver a mi hermano...
Repentinamente, una sensación de calma artificial me invade y Mors dirige su mirada de advertencia a Carter para indicarle que se calle. El rubio asiente y se retira de mi lado.
—Todavía nos queda tiempo para que estén listos, amor —me susurra Mors cuando Carter se aleja unos cuantos metros de nosotros.
Asiento, todavía con la calma que me proporciona Mors con sus poderes, algo que ahora agradezco, porque, de no ser así, estaría con las rodillas temblorosas y a punto de caerme.
—Venimos a buscar a Isaac —le digo a Carter con la voz algo temblorosa—. Solo será un rato.
Mi hermano alza la mirada y me mira fijamente. Una chispa de ilusión se enciende en sus ojos, pero también percibo miedo.
Carter asiente y le hace una señal a mi hermano para que se acerque. El último obedece y, para mi sorpresa, en menos de lo que tardo en pestañear, ya se encuentra al lado del rubio.
Si ya me cuesta asimilar la supervelocidad de los mortems después de tres meses conviviendo con ellos, verla en mi hermano me deja pasmada.
Mors se acerca a él y posa su mano en su hombro para hacerlo avanzar hasta la puerta, que es donde me encuentro.
—Bueno —escucho que dice Carter dirigiéndose a los demás—, vamos a hacer una ronda más antes de que Olympia traiga a los cuervos para las prácticas de matanzas.
Trago saliva al escuchar sus palabras, pero, por suerte o por desgracia, mi mente está demasiado ocupada lidiando con mi hermano, que sigue aproximándose a mí con Mors guiándolo.
No suelta su hombro hasta que se ve obligado, pues tiene marcar la combinación de la puerta blindada. En este preciso momento, mientras Mors teclea los números, mi hermano se posiciona a mi lado, tan solo a unos centímetros de mí, y noto su mirada encima de mí. La tensión entre nuestros cuerpos es evidente: no sé si quiero huir, abrazarlo o pegarme una bofetada a mí misma.
La puerta se abre al fin y Mors me cede el paso a mí primero.
—Jena, Ashley, vosotras dos, cuerpo a cuerpo —dice la voz de Carter cuando ya estoy fuera, y llego a escuchar el grito de una voz femenina y un estruendo que sacude todas las paredes.
Cuando Isaac y Mors salen detrás de mí y la puerta se cierra, el sonido queda amortiguado, pero sigo percibiendo algunos gritos feroces de las chicas a las que Carter está entrenando.
Asimismo, más calma invade mi cuerpo repentinamente.
Mors y sus poderes. Maravilloso.
Él camina con la mandíbula tensa junto a mi hermano, ambos detrás de mí. No obstante, el segundo anda cabizbajo e intimidado por la postura del cuerpo imponente de Mors, quien, desde lo que veo de reojo, no le quita ojo de encima.
Tras caminar unos cuantos metros más en el silencio misterioso de los corredores laberínticos y sombríos de la planta baja de La Guarida, Mors posa su mano en mi codo para hacerme girar una esquina. En esta veo distintas puertas, algunas de ellas medio oxidadas, pero él abre una que se encuentra en perfecto estado y hace entrar a Isaac antes de mí.
—Os daré un poco de intimidad —me dice él en un susurro, y me bendice con una sonrisa torcida, pues significa que va a quedarse fuera escuchándolo todo—. Si ocurre cualquier cosa, estaré justo aquí. —Señala la pared que hay enfrente de la puerta y apoya su espalda en ella.
Asiento y me adentro en la estancia fría y gris. Tan solo es un espacio en el que cabemos mi hermano y yo con una distancia considerable entre nosotros en el que hay una mesa, cajas bien selladas y estanterías metálicas a un lado. Parece que está cerca y a miles de kilómetros al mismo tiempo. Y no sé cómo me siento al respecto, por lo que me limito a cerrar la puerta de la estancia al mismo tiempo que él observa atentamente mis movimientos con sus ojos. En ellos percibo miedo, conmoción y preocupación, todo mezclado.
—Isaac... —trato de empezar, pero la voz se me rompe.
—Esto es tan raro para mí como para ti, Live —responde él ante mi fracaso.
Asiento, trago saliva y doy un paso en su dirección. Solo uno; suficiente para expresar lo que no he podido con mis palabras.
—Lo sé —digo con voz ronca.
—Pero hay una pregunta que me está comiendo por dentro desde que me encontraste aquí hace un par de días —confiesa, como si no supiera cómo seguir—. Y nadie quiere responderme.
—Dispara.
Doy otro paso; él sigue sin moverse.
—¿También eres mortem? —pregunta.
Suspiro de alivio, porque pensaba que iba a preguntarme algo más complicado como cuándo podrá salir de aquí o algo así, pese a que sabe de sobra que primero tiene la misión de Vancouver.
—No —digo, y niego con la cabeza.
Mi hermano es la confusión personificada. Frunce el ceño y me mira con sorpresa cuando le respondo. Se pasa las manos nerviosamente por su cabello y añade:
—Entonces, ¿qué eres?
La pregunta del millón.
—Humana —miento evasivamente.
A ver, técnicamente es cierto, pero no puedo decirle que soy la Vida. No ahora.
No obstante, me siento bastante culpable por no ser del todo sincera con él, sobre todo después de todo por lo que está pasando. Y lo que le queda en Vancouver.
Por eso agrego:
—Pero últimamente las cosas están bastante complicadas. —Al parecer, mis palabras solo lo confunden más, por lo que decido cambiar de tema—. ¿Y tú? ¿Cómo te sientes?
—Fuerte —admite, y suelta un suspiro—. Más fuerte que nunca, de hecho.
Le dedico una sonrisa débil y él me corresponde con otra. Pero la suya es amplia y llega a sus ojos.
—Ventajas de ser un mortem —digo, y me encojo de hombros.
—¿Ventajas? ¡Tenemos poderes! ¡Putos poderes! —exclama, y sus ojos se iluminan—. Me parece flipante que podamos controlar los cuerpos.
Mi sonrisa se ensancha con su ilusión. Parece un niño pequeño viendo un truco de magia.
—Y matar —añado, y enarco una ceja.
—Ya, bueno, eso todavía no lo domino del todo.
«Del todo». Qué bien. No entiendo qué quiere decir con esto, pues o matas del todo o no matas, pero si él lo dice...
—¿Puedo enseñarte una cosa? —pregunta.
Se me cae el alma a los pies.
No sé qué responderle, porque darle luz verde para mostrarme «una cosa» sería dejarle usar sus poderes y sé que, según Mors, Carter y Olympia, es algo muy peligroso porque mi hermano es un mortem inexperto que todavía está aprendiendo a controlarse.
Además, Mors está escuchando toda la conversación desde el otro lado de la puerta. Si supusiera un riesgo, ya la habría echado abajo.
—Tranquila, no sé matar, si es eso lo que te preocupa —dice mi hermano con franqueza—. Y jamás lo haría. En serio.
Tiene razón.
—Vale —accedo, y asiento.
—Además, me... nos lo ha enseñado Olympia —dice atropelladamente.
Veo que el hecho de ser mortem no ha hecho que su obsesión por Olympia se rebaje, pues su voz vacila un poco nada más mencionarla.
Hago un gran esfuerzo por no poner los ojos en blanco.
—Vale —repito.
Isaac me sonríe y avanza algunos pasos hasta estar bastante más cerca. Sin embargo, todavía nos separan algunos metros de distancia prudente.
Se posiciona justo enfrente de mí y alza un poco sus brazos. Las palmas de sus manos señalan mi cuerpo. Cierra sus ojos para concentrarse mejor, así que, a lo largo de varios segundos, nos quedamos en silencio absoluto, ya que ambos nos mantenemos quietos y expectantes.
Repentinamente, siento que mis pies se separan del suelo milímetro a milímetro. Al principio casi se me detiene el corazón por el susto, porque pienso que estoy alucinando, pero trato de relajarme cuando comprendo que Isaac está usando sus poderes de controlar los cuerpos para alzarme del suelo.
Bueno, todo lo relajada que una persona puede estar cuando su hermano convertido en mortem desde hace un par de días usa sus poderes para alzarte del suelo. Lo de cada día.
Flotando en medio de la estancia, ahora con más distancia respecto al suelo, una sonrisa se forma en mis comisuras. Y, sin esperármelo, mi hermano abre los ojos —aunque mantiene las manos alzadas—y suelta un par de carcajadas.
—Me siento como uno de esos globos de helio que los niños sueltan sin querer y se ponen a llorar mientras ven que se aleja —comento, y me uno a sus carcajadas.
—Eso es porque perdiste uno —dice él, y se ríe más.
—¡No! —me quejo con enfado fingido.
—¡Sí! —se burla él—. ¿No te acuerdas de cuando tenías siete años? Fuimos a una feria en primavera. Yo tenía un globo con forma de tigre; tú, una cebra. Era tu animal favorito. Recuerdo que ibas de la mano de papá. En algún momento tropezaste con las raíces de unos árboles y soltaste el globo. Lo perdiste y te pusiste a llorar. Me obligaste a compartir mi tigre contigo durante el resto del día.
—¡No es verdad, Isaac! —replico, y suelto más carcajadas—. ¡Eso lo dices porque estás ahí! Bájame de aquí y veremos si sigues opinando lo mismo.
—¡De eso, nada! —dice entre risas.
—Bueno, vale, tienes razón —admito—. De hecho, recuerdo que me quedé con el tigre cuando llegamos a casa. No fue hasta meses después cuando te lo devolví. Ya estaba deshinchado, pero la intención es lo que cuenta, ¿no?
Volvemos a reírnos a la vez y Isaac me hace descender. Mis pies tocan el suelo firme y mi cara me duele de tanto reírme.
Me gusta esto. Me siento bien.
Compartir cinco minutos con mi hermano mientras nos reímos despreocupadamente ha sido lo mejor de estos últimos días. Y quiero que así sea, porque nuestra relación no es la misma desde aquel partido de fútbol en el que los vitaes lo agredieron en el vestuario.
Él sabía que algo iba mal. Sabía que había algo misterioso en todo lo ocurrido, sobre todo cuando despertó en el coche de Mors, en Edmonds, mientras esperábamos a Chibale.
—Te he echado de menos, Live —dice él, sacándome de mi ensimismamiento.
Mi corazón se encoge y no puedo evitar recortar la distancia que nos separa para abrazarlo, porque esos ojos devastados y cansados y sus palabras me dejan pasmada.
—Yo también te he echado de menos, renacuajo —murmuro con él entre mis brazos.
Mi hermano me estrecha más contra su pecho y aprovecho para respirar su aroma familiar. Ojalá pudiera quedarme así para siempre, pero, de repente, la imagen de mis padres invade mi mente.
—Necesito que me ayudes a encontrar una excusa convincente para papá y mamá —digo por encima de su hombro con la voz llena de pánico. Isaac se separa un poco de mí para mirarme a la cara directamente. Sus ojos están llenos de preocupación—. Ya te he cubierto este fin de semana, pero no puede durar mucho más.
Isaac se queda pensativo, y, tras vacilar un poco, dice:
—Si pudiera volver a casa al menos un día para no levantar sospechas... Todo sería más fácil así.
Estoy a punto de responderle que es algo complicado, ya que podría poner en riesgo la vida de nuestros padres si se descontrola, pero que podríamos meditarlo, cuando la puerta se abre de golpe y entra Mors con una mirada de advertencia dirigida hacia mí.
—Ni hablar —suelta—. Tus padres no son como tú; no son una presencia mixta. Querrá matarlos porque son humanos.
Suspiro después del susto inicial y me llevo la mano hacia el pecho. Mors aprovecha mi breve aturdimiento para aproximarse a nosotros y separarme de Isaac, como si se tratara de una bestia peligrosa.
Cuando me recupero, llevo mi mano al hombro de Mors, y lo hago girar sobre sus talones para obligarlo a mirarme a los ojos. Hasta entonces, me ha mantenido detrás de su espalda, como si fuera mi escudo protector, al mismo tiempo que fulmina a mi hermano con la mirada. Por su parte, Isaac parece un cachorrito abandonado en el otro lado de la sala.
—Solo un día —le digo a Mors entre dientes.
Él niega con la cabeza y cierra los ojos. Sé que mirarme a los ojos le afecta, pues le cuesta decirme que no, lo cual me lleva a intensificar mi presión sobre él: mi tacto. Desplazo una de mis manos hacia su cuello, algo que le hace aumentar la respiración.
—¿Una tarde? —sugiero, y él niega con la cabeza de nuevo—. Isaac lo necesita; mis padres... —se me rompe la voz—. Yo lo necesito.
—Preferiría obligarles a hacerles creer cualquier excusa con mis poderes —responde con frialdad, todavía sin abrir los ojos.
Sé que lo ha hecho para hacer que su voz imponente haga que me rinda. Pero no lo voy a hacer.
—Eso sería injusto. Mors, por favor —le ruego—. Por favor. Solo... ¿una cena?
Abre los ojos y sus iris dorados me dan la respuesta a mis súplicas: lo he conseguido.
—Vale —accede al fin, y busca su mano con la mía desesperadamente—. Esta noche. Iré con vosotros para asegurarme de que todo vaya bien.
Con sus últimas palabras, se vuelve hacia Isaac y le dirige una mirada cargada de veneno. Noto cómo mi hermano se estremece levemente, inmóvil en la otra punta de la estancia.
—Vamos —le ordena Mors con un gesto de la mano—. Todavía quedan unas cuantas horas, aprovéchalas para completar la formación con Olympia. No olvides que en unos días tienes que ir a Vancouver para matar a vitaes —dice pausadamente con malicia y una sonrisa malévola en sus labios que me hacen temblar de miedo incluso a mí— y esta vez ni Dios te salvará.
Mi hermano asiente nerviosamente y salimos de la habitación para andar nuevamente a la sala blindada donde el resto de mortems están entrenando con las palabras de Mors flotando en el eco de nuestros pasos.
NOTA DE LA AUTORA:
Madre mía, cómo se están complicando las cosas para Live y Mors... ¿Qué creéis que sucederá en la cena? ¿Saldrá todo bien? Yo espero que sí🤞
Pequeño adelanto: los próximos capítulos narrarán aspectos más familiares de Live, y Mors aprenderá mucho de ello, así como nosotras. Eso sí, no perderemos de vista la misión de Vancouver. 🙌¿Tenéis ganas?
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