53
—Pero ¿qué le pasa a esa zorra conmigo? —suelto, perdiendo los nervios.
Avanzo por el pasillo rápidamente pisándole los talones a Olympia, quien camina haciendo resonar el eco de sus tacones por allí por donde pasa. Ella también está furiosa, aunque veo que está intentando controlar los nervios.
—Todo esto es culpa nuestra por haberla dejado viva —murmura entre dientes cuando llegamos a su Bugatti.
Demasiadas clases por hoy. Con todo esto, con mi vida, la de mi hermano y la de Mors en peligro, lo último que me preocupan son las matrices de orden tres.
—Mors tendría que haberla matado cuando os escuchó a hurtadillas hablando con Chibale ayer en su despacho —prosigue, y arranca el motor. Pulsa el acelerador y yo, desde el asiento de copiloto, casi salgo disparada hacia adelante de no ser porque llevo puesto el cinturón de seguridad—. Es que ¿a quién se le ocurre dejarla suelta? —masculla con indignación, más para sí misma que para mí—. ¿Desde cuándo Kim ha obedecido? Y encima con información tan valiosa... ¡Agh! —gruñe—. ¡Qué ganas tengo de prender su pelo en llamas y ver cómo cada célula de su cuerpo se descompone lentamente...!
Esta vez no la miro con horror como hubiera hecho meses atrás, porque ya estoy acostumbrada y porque habla de Kim. Así que, sí, en esta ocasión estoy totalmente de acuerdo con Olympia.
Minutos más tarde, unos cuantos semáforos en rojo después y varios kilómetros por hora por encima del límite permitido, llegamos a La Guarida y nos encontramos a Mors en la planta principal esperando nuestra llegada.
—¿Qué parte no has entendido de «mantenla alejada de aquí hasta dentro de un par de horas»? —le dice seriamente a Olympia mientras me señala.
Pongo los ojos en blanco.
—Tarde o temprano iba a descubrirlo —respondo, y ladeo la cabeza en su dirección.
Él me mira fijamente y, tras varios segundos, se limita a suspirar y cruzarse de brazos, aceptando su derrota.
—¿Qué has hecho con ellos? —pregunta Olympia, dejando su bolso de cualquier manera en el sofá e ignorando el juego de miradas entre Mors y yo.
—Esa arpía ha intentado poner a todos en mi contra —suelta, y sus facciones se endurecen—, así que los he encerrado a todos. Están en las celdas de máxima seguridad. Carter me ha ayudado.
Abro los ojos como platos al imaginarme la situación.
—¿Spencer y Nikola también? —pregunto con un ápice de lástima.
—Claro que sí, Live —dice él, e instala una expresión fría en su rostro—. Y cuando se han enterado y han venido a enfrentarse a mí les he leído la mente. ¿Sabes cuál ha sido el primer pensamiento en mente de Nikola y Spencer? —Hace una pausa en la que se aleja un poco de mí—. Ir a por ti. Matarte para que mi instinto natural despierte y así acabar contigo de forma permanente. Quieren obligarme a matarte —sisea, y sus ojos arden de esa furia que hace que se enrojezcan—. Quieren obligarme a perderte.
Mi corazón da un vuelco al verlo así, por lo que recorto la distancia que nos separa y lo envuelvo con mis brazos. Él no se opone, pero tampoco me devuelve el abrazo. Creo que está lidiando con demasiadas cosas ahora mismo.
Olympia se aclara la garganta. Camina de un lado a otro de la sala con las manos cerradas en puños a sus costados. Esa expresión mortífera que solo Kim despierta en ella sigue allí. Parece que va a explotar de rabia en cualquier momento, y siento que está conteniéndose mucho para no bajar al sótano y prenderlo en llamas como me sugería hace unos minutos en el trayecto de camino a La Guarida.
—Y ahora ¿qué? —pregunta la morena, y se detiene.
«Por fin», digo para mis adentros. Si llega a moverse un poco más, juro que me pego un tiro. Bueno, mejor no, que todo lo que se está armando es precisamente para evitar algo así.
—¿Riley sigue en Vancouver? —insiste.
Mors me hace rotar para que mi espalda quede contra su pecho, y posa sus manos con suavidad sobre mis hombros.
Su voz, desde detrás de mí, dice con más calma:
—Sí. Por suerte, no sabe nada. A la imbécil de Kim no le ha dado tiempo a avisarla.
—Entonces —dice Olympia—, con Kim, Spencer y Nikola encerrados, se nos acaban los recursos. Carter y yo nos turnaremos para entrenar a los mortems novatos para la misión de Vancouver —habla con determinación.
—Sí —afirma Mors—, de hecho, él ya está en ello. Acaba de empezar la primera tanda. Yo también haré un turno para que vosotros dos podáis coincidir y descansar.
Ella, ahora un poco más tranquila ante las palabras de Mors, asiente.
—Lo haremos día y noche —prosigue Mors—, porque ya tengo una fecha fijada para la misión. Quiero que todo esto acabe de una vez —su voz se torna seria—. El jueves partirán hacia Vancouver.
¿El jueves? ¡¿El jueves?!
Eso es en tres días. ¡Tres días para que Isaac se vaya!
Mi estómago se revuelve ante la idea de que mi hermano abandone Seattle para ir a confrontar a decenas de vitaes concentrados en Vancouver. ¿Cómo puede ser tan pronto? ¿Cómo puede pasarle esto a él?
Trago saliva y me llevo las manos a la cabeza. Mis piernas tiemblan, pero, por suerte, Mors está a mis espaldas y sigue sosteniéndome de los hombros. De no ser así, ya me hubiera caído y él hubiera visto mi cara de horror, algo que no puedo mostrarle, pues ya tiene suficiente con todo lo que tiene que controlar.
Sin embargo, ya es tarde. Sé que él me ha leído y me ha sentido con sus poderes, y no tarda en demostrarlo: en menos de una fracción de segundo vuelve a hacerme girar sobre mis talones para que nuestros rostros queden alineados.
—Nunca vuelvas a pensar algo así —suelta él con firmeza, mirándome fijamente con esos ojos dorados que me paralizan.
Estoy a punto de responder cuando Olympia, con una ceja enarcada, dice:
—Bueno, me voy a ayudar a Carter un rato para que hagáis... —Agita las manos en el aire y hace una mueca de incomodidad—. Lo que sea —concluye con impaciencia, y desaparece por el ascensor.
Nada más desaparecer la morena, centro mi vista en Mors de nuevo. Mi debilidad. Esos ojos del color del oro que me miran como si fuera el centro del maldito universo.
—¿Pensar qué? —siseo.
Mors recorta toda la distancia que separa nuestros pechos, aunque lo hace de una manera inesperada: me coge de los costados y me desplaza con sus brazos fuertes, sin esfuerzo, hasta el ventanal de la sala, desde donde se ve toda la ciudad a nuestros pies.
Acorrala mi cuerpo entre los cristales y su cuerpo, con su respiración y la mía coordinándose.
—Nunca vuelvas a intentar ocultarme cómo te sientes porque crees que tengo demasiado con lo que lidiar —me susurra cerca del oído. No sé qué manía tiene con hacer eso, pero me encanta—. Eres humana, Live. Sigues sintiendo, y eso no te lo puedo quitar. Si quieres llorar, llora. Y si quieres reír, ríe. Yo estaré contigo sientas lo que sientas. Quiero sentir lo que sientes, amor.
—Y yo también quiero sentir lo que tú sientes, pero tú juegas con la ventaja de tus poderes —respondo en un murmuro, y alargo mi brazo para recorrer su torso con mi mano—. Quiero sentirte, Mors. Quiero sentirte cuando te callas lo que sientes y me sonríes para que no me preocupe; quiero sentirte cuando intentas protegerme; quiero sentirte cuando tienes miedo, igual que la noche de la batalla del cementerio; y si voy a llorar, quiero llorar contigo; quiero que seas Mors, no la Muerte.
Su piel se eriza ante mi tacto y cierra los ojos, no sé si por las palabras o por mis dedos sobre su camiseta.
—Lo estoy haciendo, Olive. —Pronuncia mi nombre con cautela, y acerca su mano para acariciar mi rostro—. Eres la única persona a la que le he confesado mi miedo real a la Vida. E, irónicamente, resulta que eres tú.
Repentinamente, vuelve a cargarme entre sus brazos y veo cómo nos movemos fuera del salón, aunque todo a mi alrededor da vueltas. Es como un borrón a causa de la supervelocidad de Mors, quien recorre los pasillos de La Guarida. No reconozco ninguno, pero tampoco es que me dé tiempo a analizarlo. Simplemente me aferro a su cuello mientras él, en cuestión de segundos, nos desplaza tan rápido que siento el silbido del movimiento y mi cabello despeinándose.
Se detiene al fin y lo primero que diviso es el exterior nublado. Pero no es el exterior de las calles, sino que el viento impacta contra mi rostro y mi cuerpo con tanta violencia que casi me caigo. Mors me sujeta por la cintura hasta que logro estabilizarme y me doy cuenta de que la ciudad está literalmente a nuestros pies.
Por lo visto, estamos en lo alto de La Guarida, un lugar en el que no he estado nunca. Sin embargo, lo que más me impacta es que estamos en el punto más alto del edificio, ya que Mors me sostiene en una estrecha plataforma de cristal en la que únicamente cabemos nosotros y una antena de hierro que se alza por encima de nuestras cabezas unos cuantos metros.
Me recuerda a aquella tarde en la que me llevó a la Columbia Tower, solo que La Guarida no es tan alta y, al contrario que entonces, no hay una puesta de sol, sino que unas nubes grises nos envuelven amenazando con descargar lluvia en cualquier momento.
—Resulta que la persona a la que amo es a la que más temo —dice, siguiendo con nuestra conversación al mismo tiempo que trata de colocar mis mechones ondeando por el viento detrás de mi oreja.
—Entonces ¿me tienes miedo? —siseo, y aguardo su respuesta con el corazón encogido.
—Tengo miedo a que te pierdas a ti misma —dice con un hilo de voz, y me estrecha contra su cuerpo—. Sé que hace unos días te dije que seguirías siendo la misma, pero te mentiría si no admitiera que cambiarás. No sé cómo ni en qué medida, pero lo harás. Y no tendré miedo a esta mujer poderosa con más fuerza de voluntad y cabezonería que yo en toda mi existencia junta —una sonrisa se forma en sus labios— con poderes sobrenaturales capaces de destruirme. Créeme, si alguna vez muero, quiero que sea en tus manos, Live.
—Pero eso es imposible, ¿no? —pregunto con ciertas dificultades por el viento que me golpea—. Tú me dijiste que la Vida... Ella no podía matarte, solo...
—...tiene el poder de captar mi energía fuera de mi cuerpo y almacenarla donde quiera durante todo el tiempo que quiera —completa él—. Hasta que alguien la encuentre, si la encuentra, y la devuelva a mi cuerpo. Sí, como una momia. Así que sí, técnicamente no me mataría, pero mi cuerpo, aunque sea indestructible, estaría tirado en algún sitio sin poder moverse.
Joder.
Cuando pronuncia estas palabras, pese a ya conocerlas, me doy cuenta de la magnitud del problema: ser la Vida no solo comportaría tener el impulso de ir a por él, sino que también incluiría querer absorber la energía de su cuerpo y tener el poder de depositarla en cualquier lugar que se me antojara. Lejos de él, lejos de su cuerpo, lejos de su ser. Y podría hacerlo durante siglos.
Siglos sin su presencia.
En mi mente se forma una imagen de su cuerpo perfecto yaciendo inerte en un mausoleo, con esos ojos dorados cerrados y sus manos cruzadas en su abdomen. Un cuerpo perfecto pero sin alma.
Un dolor agudo cruza mi pecho tan solo de pensarlo y me aferro a él con más fuerza, porque sé que me habrá leído la mente.
—Y yo... Yo... —tartamudeo—. Yo no podría... No puedo arriesgarme a que algo así pase.
Sin aviso, Mors me coge por las piernas, de modo que queden en torno a su cintura, y toma asiento en el reducido espacio, pues me coloca encima de su regazo con el viento todavía agitando mi cabello en todas las direcciones.
—Lamentablemente, no podemos evitar que nada de esto ocurra, mi vida —dice, y desvía sus ojos por encima de mi hombro. En ellos, tristes, veo reflejado el resto de la ciudad—. No soporto la idea de verte pálida, tendida y sin esos ojos verdes brillando por mí —se forma otra pequeña sonrisa pícara— por mi culpa. Muerta a mis manos, por culpa de nuestro maldito instinto. —Sus expresiones se endurecen de nuevo.
—No pasará —pronuncio con determinación—. Si tengo que alejarme tres mil kilómetros de ti para evitar ir a por ti en la medida de lo posible, lo haré. ¿Recuerdas que una vez te pregunté quién te protegía a ti, y tú me respondiste que nadie puede proteger a la Muerte? —Él asiente—. Pues yo lo haré. La Vida protege a la Muerte.
Él se queda perplejo, y por un momento me da la impresión de que sus ojos se rompen, pues tienen ese brillo dorado especial. Están conmocionados.
Junta nuestras frentes y cierra los ojos. Yo acerco al máximo mi cuerpo al suyo para sentir el calor que desprende en contraste del viento gélido que nos azota por todos lados.
—Y ¿tú recuerdas que hace tan solo unos minutos me has preguntado si te temo? —dice, y acerca mi boca a la suya—. Tengo miedo a que te pierdas tu vida humana; tus primeras veces; tu graduación; tener hijos si quieres... Y eso es algo que no puedo darte, Live. —Niega con la cabeza—. Tú puedes tratar de protegerme, pero yo no puedo darte nada de eso a cambio. Y tengo miedo porque es la primera vez que veo que soy incapaz de algo. Y tengo miedo de volver a fallarte cuando te conviertas en la Vida pura, porque, cuando se trata de la Vida, no sé qué límite tiene mi autocontrol.
Acaricio su rostro y mis ojos se cristalizan un poco, no sé si por lo que ha dicho o por el aumento de la intensidad del viento frío.
—Si te consuela, yo tampoco sé si tendré autocontrol —digo con un hilo de voz—. Somos dos enigmas indestructibles con un mismo destino: vivir o morir.
Espero su respuesta, pero él se limita a mirarme con esos ojos llenos de esa chispa de deseo dirigiéndose a mí y sus labios entreabiertos. Acto seguido, por sorpresa, hace chocar nuestros labios, envolviendo mis labios en su atmósfera de calidez.
No es un beso romántico, sino que busca su boca con la mía desesperadamente al mismo tiempo que sus brazos me atraen hacia él con más fuerza y yo presiono mis palmas contra su cuello con firmeza.
No quiero que se acabe. No quiero soltarlo. Jamás tendré suficiente de él.
Y, cuando él me lee, me estrecha más contra sí, equilibrando nuestros cuerpos para evitar que nos caigamos de la plataforma. También muerde mi labio inferior, lo cual envía ondas electrificantes por todo mi cuerpo, algo que se intensifica cuando su lengua busca la mía.
Repentinamente todo el frío ha desaparecido. No siento nada que no sean sus labios cálidos o sus brazos descendiendo por mi espalda, ansiosos, dejando un rastro de fuego debajo de mis capas de ropa.
Sin embargo, empiezo a notar cómo unas gotas impactan contra mí. Separo un poco mi rostro y miro hacia el cielo. Lo que aparentemente solo era una llovizna hace unos segundos, ahora es una auténtica tormenta.
Gotas gruesas caen sobre nosotros y, a lo lejos, escucho un trueno.
Mors me sonríe mientras yo observo el cielo. Cuando vuelvo mi vista hacia él, me cuesta respirar, y no es precisamente porque me esté dando una hipotermia, sino que él parece un jodido dios con todos los hilos de agua recorriendo su rostro y su cuerpo perfectos, con esa mirada de admiración hacia mí y su cabello empapado.
Su sonrisa se hace más grande cuando pienso eso, y dice:
—Te quiero y te deseo, pero, sobre todo, te quiero.
No dudo ni un segundo más en lanzarme a sus labios de nuevo. Lo busco con anhelo; el mismo anhelo que él siente por mí. Y él me responde. No importa que estemos en la cima de Seattle ni que estemos empapándonos bajo las nubes grises, solo sé que estoy completamente enamorada de la Muerte.
No hay nada que se compare con la sensación de seguridad y amor que él me hace sentir en sus brazos o con su simple presencia. No importa que acabe siendo mi peor enemigo; no importa que estemos condenados a odiarnos; porque yo lo amo y sé que no hay nadie más en este planeta que pueda hacer que mi corazón se sobresalte con solo pensar en él.
Y no dejo de pensar en él. No puedo. No he podido desde el día de mi cumpleaños, cuando lo vi por primera vez en la gasolinera después de visitar el cementerio.
Y sentirse correspondida es lo que más me ha sorprendido de nosotros. «Morive», dijo él entre carcajadas un día. «Morive», la Vida y la Muerte amándose, sabiendo que jamás podrán estar juntas.
No sé si esa es la mejor o la peor parte de nuestra historia: el hecho de estar correspondidos.
El estruendo de otro trueno me hace salir de mis pensamientos mientras sigo besándolo, y ahora es él quien se aparta para mirarme desde abajo. Con chorros de agua cayendo sobre su perfecto rostro y una sonrisa débil, dice muy cerca de mi boca:
—Tenemos que irnos, antes de que mueras electrocutada, frágil humana.
NOTA DE LA AUTORA:
¡Hola! He de confesar que he llorado releyendo este capítulo. Se me ha caído una lagrimilla...🥺😭
Además, fun fact: este capítulo no estaba planificado, solo estaba planificada hasta la parte donde Olympia se va. Yo sé exactamente qué pasa en cada capítulo y todos los diálogos que hay, pero en este he sacado mi vena artística y he improvisado porque considero que necesito conceder más espacio a esta relación para que Live y Mors crezcan. Y he aquí el resultado: una escena romanticona y empalagosa de Morive. ¡Me encantan los amores imposibles!
Y el siguiente capítulo es la continuación de este, solo que en la habitación de Mors. ✨just saying✨
¿Qué creéis que va a pasar?🤭 ¿Y con los mortems que están entrenando Carter y Olympia? ¿Lo pasará mal Isaac?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro