11
—¿Vamos a La Guarida? —pregunto.
Estoy acomodada en el asiento de copiloto del Jaguar de Mors, que ya ha apretado el acelerador para dejar atrás el barrio de West Seattle. Pensaba que, por el camino que está tomando, nos dirigiríamos a su rascacielos imponente en la Tercera Avenida del centro de Seattle, lo que tanto él como Carter y Olympia denominan La Guarida.
—No —contesta fijando sus ojos en mí—, pero no está lejos de aquí. Ya lo verás.
Pese a que sus palabras no me dejan muy tranquila, sus poderes de infundir las emociones que quiera a los demás hacen que me quede sumida en una profunda serenidad de nuevo.
Cómo no, ha vuelto a elegir la tranquilidad y la verdad es que me encanta, sin embargo, uno de mis mayores miedos es volverme adicta y dependiente a ella, a esa calma artificial de él cuando está cerca, porque, ¿qué haré cuando esté lejos? Odio tener que volver a enfrentarme a los problemas reales con los sentimientos reales que ellos comportan.
—Yo lo odio también —pronuncia su voz a mi lado.
Llegados a este punto, su intervención tras leerme los pensamientos casi ni me sorprende y hago un gran esfuerzo en no quejarme por ello. En vez de hacerlo, pregunto:
—¿El qué? ¿Enfrentarte a problemas y sentimientos reales?
—No, estar lejos de ti —repone alzando una ceja y dibujando una sonrisa en sus labios. Noto cómo el color me sube a las mejillas—. Es broma, amor —dice ante mi expresión de perplejidad patética—, me refería a lo de los sentimientos reales.
Ladeo la cabeza por un instante, intentando dejar la humillación a un lado y concentrándome en decir algo decente. Evidentemente, se estaba quedando conmigo.
—¿Por qué? —Es lo único que logro articular.
—Porque no hay nadie en el mundo que pueda hacerme sentir como yo te hago sentir —contesta nuevamente con esa preciosa sonrisa.
Sus palabras duelen. No por el contenido, sino porque no puedo evitar sacarlas de contexto y sé que él está a la espera de oír lo que pienso para ver lo ingenua que soy. Es increíble su capacidad de hacerme pensar este tipo de cosas. O a lo mejor soy yo.
No lo sé, la verdad, pero lo que sí tengo claro es que desde que se ha presentado en mi vida hay mecanismos mentales que se encienden o reaccionan de una manera muy diferente a lo que siempre he estado acostumbrada.
—Y, sí, lo digo con un doble sentido —prosigue tras haber escuchado mis malditos pensamientos—: al primero has llegado tú solita con esa mente prodigiosa —sonríe, divertido—; pero el segundo es un poco más complicado.
—¿A qué te refieres?
Decido pasar por alto sus comentarios burlones acerca de mis pensamientos descontrolados.
—A que nadie en el mundo puede hacer lo que yo hago —expresa, ahora seriamente—. No hay nadie que pueda infundirme los sentimientos que le vengan en gana; este excepcional poder solo lo poseo yo. Nunca nadie podrá hacerme sentir tan tranquilo y despreocupado, aunque sea por un instante. Soy el único que realmente está condenado a lidiar con sus malditas emociones.
Su seriedad me alarma de verdad. Incluso soy capaz de detectar sinceridad en sus expresiones, ahora con la mirada fija en la carretera. No obstante, se mantiene concentrado mientras habla y siento que emite un ápice de desesperación.
Me gusta verlo así, vulnerable, aunque solo hayan sido dos segundos, pero también me apena su lamento.
—Eso no es malo —repongo para aliviarlo un poco.
Me encojo de hombros cuando él me mira.
—¿Qué? —me quejo ante su mirada dorada—. Realmente es una ventaja, Mors. Eres el único que tiene la libertad de elegir cómo sentirse sin correr el riesgo de ser corrompido por las emociones de alguien como tú.
Él abre los ojos como platos y otra sonrisa torcida aparece en sus comisuras.
—Vuelve a repetirlo —ordena, aún mirándome.
No sé qué diablos tiene esto que ver aquí ni por qué reacciona de esta manera, pero lo que más me aterra ahora mismo es el hecho de que lleva por lo menos dos minutos sin posar su vista en la carretera y, aunque soy consciente de que no se ha desviado ni un milímetro en ninguna de las últimas curvas, temo que acabemos colisionando con el coche de delante o, lo que es peor, que acabe muerta con la mismísima Muerte.
—¿El qué? —digo con confusión, frunciendo el entrecejo—. ¿Que realmente es una ventaja? —reitero.
—No —niega con rotundidad—, mi nombre. Me encanta cómo lo has dicho.
Lo único que soy capaz de hacer para poner mis pensamientos a raya más allá de sus palabras es poner los ojos en blanco gracias a mi parte racional, a la que abrazaría fuertemente si pudiera.
«¿Esto es realmente necesario, Mors?», le pregunto mentalmente.
—Muy necesario, amor —contesta con un gesto de superioridad.
Decido poner fin a esta absurda conversación antes de sumirme en otra ola de pensamientos de vergüenza ajena que no son sanos para nadie, especialmente para mi salud mental, por lo que me limito a mirar por la ventanilla cómo rodeamos la ciudad de Seattle. En contra de todos mis pronósticos, Mors se desvía hacia las afueras en medio del silencioso rugido del motor del Jaguar.
Pocos minutos después, en un silencio cómodo en el que Mors y yo nos dirigimos miradas discretas y mutuas, cuando el sol ya está cayendo, la autopista por la que estábamos circulando se ve sustituida por una serie de carreteras irregulares y desgastadas de un polígono industrial.
Mors sigue avanzando con concentración entre el panorama casi desierto hasta llegar a una nave industrial un tanto desolada y apartada del resto.
—Ya hemos llegado —dice, y me sonríe abiertamente.
Antes de salir del coche, me quedo mirándolo a los ojos dorados y alzo una ceja a la vez que mi dedo índice señala el edificio que tenemos delante.
—¿No había ningún sitio menos... tétrico al que podrías llevarme? —replico con sarcasmo.
—Ya te he dicho que cuando terminemos haremos lo que quieras —conviene él con paciencia.
Seguidamente, sale del coche y yo lo imito, dando un portazo en la puerta por la que abandono el Jaguar negro.
—Además —prosigue—, míralo —señala la nave industrial a medida que vamos avanzando hacia su puerta—, es encantador. No intentes negarlo. —Hace un puchero adorable que casi provoca un temblor descontrolado en mis rodillas.
—No, la verdad es que no —insisto, haciendo caso omiso a mis reacciones físicas—. Lo único que estás haciendo es reforzar el estereotipo oscuro y misterioso de la Muerte.
Sus carcajadas ante mis palabras bendicen mis oídos al mismo tiempo que él muestra su dentadura perfecta y se pasa una mano por el flequillo rubio.
—Y lo que te queda por ver, amor...
Acto seguido, abre la puerta metálica, que hace un chirrido capaz de dejarme sin audición para el resto de mis días, y me cede el paso hacia el interior, que consiste en el típico espacio industrial perturbador que aparece en todas las películas de asesinos en serie: una gran planta sucia y abandonada con la iluminación tenue y pésima de los últimos rayos de sol del día.
Mis ojos recorren cada rincón del suelo desgastado, reparando en cada pilar metálico de la estructura que mantiene sujeta la edificación, pero, de pronto, el repentino estruendo de la puerta principal cerrándose provoca que dé un respingo. No obstante, solo se trata de Mors cerrándola y avanzando hacia mí con el repiqueteo de sus botas negras conforme recorta la distancia que nos separa.
—¿Ves? —empieza, nuevamente con esa sonrisa—. Sabía que te encantaría —se burla.
Vuelvo a poner los ojos en blanco ante su intervención.
—Ven, por aquí —indica.
Él me guía con un ritmo pausado y noto cómo su atmósfera de paz me invade otra vez, hecho que agradezco con toda mi alma, pues en realidad mi corazón está a punto de salirse de mi pecho con tanta incertidumbre.
Seguidamente, él se inclina hacia el marco de una puerta que estamos a punto de atravesar y enciende el interruptor, haciendo así que la luz brusca de los fluorescentes inunde cada rincón de la estancia. Mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse a tanta luminosidad, pero aun así sigo avanzando detrás de Mors hasta que llegamos a una cámara enorme y vacía.
Sin embargo, cuando examino el espacio detenidamente con mi mirada, detecto un elemento que llama mi atención de entre el vacío: una figura humana encadenada a una columna metálica y sentada de espaldas a nosotros en el sucio suelo, por lo que soy incapaz de identificar su rostro.
Pese a la calma artificial de Mors, mi corazón da un vuelco al ver a esa persona indefensa y atada allí como un prisionero, así que no puedo evitar dirigir una mirada interrogativa y confusa a Mors.
—Tranquila —me insta cuando la advierte—, es solo un vitae. No te hará nada, no te preocupes.
De repente, el silencio que reinaba en toda la estancia se ve interrumpido por los jadeos y los quejidos del vitae que, al percatarse de nuestra presencia, ha empezado a forcejear y está poniendo todo su empeño en el intento de desprenderse de las pesadas cadenas. Según su timbre y lo que puedo ver de él, todavía de espaldas a mí, deduzco que es un hombre.
Involuntariamente, al escuchar cómo está luchando por su vida -nunca mejor dicho-, lo primero que se me ocurre hacer es dirigirme hacia él precipitadamente para intentar socorrerlo, pero, cuando estoy a punto de dar la segunda zancada, el brazo musculoso de Mors me retiene.
Su tacto hace que la energía desde mi torso, que es donde se ubica su mano sobre mí, fluya desde ese punto hasta el resto de mi cuerpo. Pero ni siquiera esta magnífica sensación me priva de mirarlo con el ceño fruncido.
—No te recomiendo que lo hagas —me advierte, mirándome directamente con sus preciosos ojos dorados y aún con su tacto sobre mí—. No voy a obligarte a hacerme caso —prosigue tras una pausa en la que la tensión se instala en cada rincón que nos envuelve—, pero será lo mejor para tu bien. Y para el suyo. —Hace un gesto con la cabeza para señalar al vitae, que sigue tratando de liberarse de esas cadenas, sin éxito.
—¿Por qué? —pregunto desafiantemente.
—Porque, si recuerdas la razón por la que nos encontramos aquí, lo mejor es que no lo humanices, amor —pronuncia casi en un susurro.
Esas palabras me dejan perpleja durante unos segundos y tengo que tragar saliva para acabar de digerir su significado y volver a posar mi mirada en él.
—Mis poderes —formulo lentamente—. Quieres que pruebe mis poderes en él, ¿verdad?
La expresión de seriedad de Mors se ve sustituida por una de esas sonrisas malévolas que suele instalar en su perfecto rostro.
—Qué inteligente eres, amor.
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