10
El resto de la semana transcurre con una normalidad que me atormenta. Bueno, una normalidad relativa, pues Marcus no pasa a buscarme el martes, justo el día siguiente a cuando discutimos por lo de la gasolinera y tuve que mentirle para después no hablar con él durante la hora del almuerzo porque Carter y Olympia me interceptaron. Además, tampoco le he devuelto las llamadas ni los mensajes porque, honestamente, no sé qué decirle.
Cuando estoy poniéndome de los nervios porque son las siete y cuarenta y seis, un minuto más tarde de la religiosa hora en la que el coche de Marcus lleva parándose en la puerta de mi casa durante un año, la inusual imagen de un Bugatti negro sobre el asfalto de mi calle casi me hace suspirar de alivio.
—¡Buenos días, Live! —saluda la voz alegre de Olympia desde detrás de la ventanilla, en el asiento de conductor—. Vamos, sube o llegaremos tarde a clase.
El suspiro de alivio que he contenido se transforma lentamente en uno de preocupación, ya que rezo a todos los dioses existentes y por existir por que a mis padres o mi hermano no les dé por asomar la cabeza por la ventana del salón. Lo último que me apetece es un interrogatorio sobre mis «nuevos amigos», que es como los denominaría mi madre.
Doy zancadas rápidas, bajando las escaleras del porche, hasta llegar al espectacular coche, donde Carter me abre la puerta para cederme el paso hasta el interior. Una vez dentro, me acomodo en el asiento central y dejo mi mochila en el contiguo.
—Te veo bien —comenta Olympia cuando pulsa el acelerador. Sus ojos marrones y perfectamente maquillados me observan desde el espejo retrovisor—. Me gusta esa blusa azul que llevas, te favorece.
—Oh, gracias —logro proferir con una leve sonrisa.
La verdad es que estoy hecha un desastre: apenas me ha dado tiempo a peinarme, mi rostro solo lleva una pizca de corrector porque, de lo contrario, mis ojeras por las dificultades para dormir serían mucho más visibles de lo que ya son, y la blusa azul pastel que llevo ha sido elegida totalmente al azar; he cogido la primera que he encontrado y me he arrastrado hasta la cocina para desayunar, desganada, con mi familia.
Así que, no, no me veo bien, pero supongo que Olympia lo ha dicho para hacerme sentir mejor, pese a que sé que tanto ella como Carter, aunque este último permanezca en su habitual silencio, son conscientes de que por dentro -y por fuera, como reflejo- no estoy, ni por asomo, bien.
Me pierdo tanto en los pensamientos que tardo unos segundos en darme cuenta de que Carter y Olympia, vestidos con sus habituales prendas oscuras y ajustadas que quitan el aliento a cualquier persona que pasa a su lado, ya han salido del coche y me fijo en que el edificio del West Seattle High School se alza delante de mí bajo el típico cielo encapotado de Washington.
Los días siguientes seguimos la misma dinámica: Olympia me recoge en su Bugatti, vamos a clase y comemos juntos en la cafetería. Ellos hablan sobre temas triviales para entretenerme y darme conversación, hecho que es realmente agradable. Sin embargo, a lo largo de la semana no puedo evitar mirar por encima de sus hombros y encontrarme con la mirada dolida y de recelo de Marcus, acompañado de Blair y Elina, que también me dirigen miradas furtivas de vez en cuando.
Me da muchísima lástima toda esta situación con él y todo lo que he echado a perder por culpa de la aparición inesperada de Mors en mi vida hace tan solo unos días. Pero es que sencillamente no puedo llamarlo y mentirle, o decirle: «Eh, verás, me ha pasado algo muy chungo pero no puedo contártelo». Si él me dijera eso, yo me preocuparía muchísimo y no pararía de insistir hasta que me lo dijera, por lo que prefiero «romper» con él de esta manera brusca, ya que, al parecer, el descubrimiento de los mortems y los vitaes me está forzando a cambiar repentinamente, en poco tiempo, toda mi vida.
Así que, sí, prefiero hacerle pensar a Marcus que soy una de esas personas que te abandonan de la noche a la mañana que tener que mentirle como hice ya en su momento, a la mañana siguiente después de lo sucedido.
Aparte de mis sentimientos de culpabilidad con respecto a Marcus, durante el resto de días no ocurre nada más destacable, ya que incluso por las tardes vuelven a ser aburridas y normales, pues cuando las clases acaban, Olympia y Carter me llevan de vuelta a mi casa en vez de llevarme con ellos a lo que, según me han explicado, Mors y ellos denominan La Guarida, que es su rascacielos en el centro de Seattle.
El hecho de que hayan compartido conmigo ese pequeño chiste privado me parece algo muy significativo, sin embargo, lo que más me sorprende de esta situación es que Mors haya accedido a dejarme respirar en vez de obligar a Olympia y Carter a vigilarme de cerca durante las veinticuatro horas del día. Ya lo hacen a lo largo del día, en el instituto, y con eso ya tengo suficiente, aunque lo cierto es que actúan muy bien por su parte; no parece que sea su misión, sino que se comportan con mucha naturalidad, como si realmente fueran mis amigos de verdad.
Pese a que en el fondo sepa que Mors se lo ha ordenado, me parece muy considerado por su parte que haya accedido a mi propuesta cuando le dije: «No necesito niñeros». Pensaba que iba a hacer caso omiso a mis exigencias, pero supongo que me ha sorprendido, así que yo también tendré que cumplir una de las suyas: «Deja de juzgarme», me dijo. Intentaré hacerlo.
«Al igual que él intenta no leerme el pensamiento», señala una voz sarcástica en mi cabeza, y sé que tiene razón.
No obstante, hablando de Mors, me extraña mucho no haberlo visto en toda la semana. Desde el lunes no he tenido la suerte de ver sus mechones rubios cayendo sobre su frente, sus ojos dorados sosteniéndome la mirada, su perfecta sonrisa con sus dientes rectos y blancos, sus manos suaves paseándose por mi cadera y...
«Vale, ya estamos de nuevo con esto», digo mentalmente con frustración. Esto debe parar ya. Ya.
El caso es que se me hace extraño no verlo después de tantos días sin dejar de pensar en él a todas horas, por lo que, aunque odie admitirlo, me muero de ganas de verlo. Pero, por otro lado, la parte cuerda de mí me recuerda que lo mejor es mantenerme tan alejada de él como sea posible, puesto que ha sido el causante de todo el revuelo que estoy viviendo.
Y precisamente cuando la guerra entre la parte deseosa y la parte cuerda se desata, la segunda cae en picado.
El sábado por la tarde, tras instalarme en mi habitación para hacer la montaña de deberes que he planeado para este fin de semana, un crujido en mi ventana hace que me estremezca y, al verla moverse, el lápiz se desliza entre mis temblorosos dedos y cae al suelo. Seguidamente, unos mechones rubios aparecen detrás del cristal y la figura de Mors atraviesa con elegancia la ventana hasta posarse delante de mí.
—Buenas —saluda—. ¿Te he pillado en un mal momento o qué?
Mira mi rostro con preocupación ante mi postura: sigo sentada detrás de mi escritorio, pero mi cuerpo está encogido por el sobresalto de verlo aparecer de la nada en un silencio sepulcral, así como mi mirada, perpleja.
Dejo ir un suspiro por mis labios y pongo los ojos en blanco para no tener que nombrar lo evidente. Acto seguido, vuelvo mis ojos hacia mis deberes, pero me doy cuenta de que el lápiz se me ha caído.
—¿Buscas esto? —dice, alargando el lápiz hacia mí, con él a mis espaldas.
Se lo arranco de las manos bruscamente y vuelvo a posar mi vista en los límites matemáticos que tengo que calcular.
—Ese es infinito con signo negativo —indica Mors, todavía de pie detrás de mí.
Suspiro, de nuevo, con resignación.
«¿Puedes dejar de arruinarme hasta los deberes, por favor?», le pido mentalmente.
—No —contesta al instante—, eso no va mucho conmigo.
—Y ¿qué va contigo exactamente? —demando en voz alta.
No sé por qué diablos estoy actuando así, si lo que llevo esperando durante días es verlo. Supongo que serán sus formas de presentarse tan inesperadamente en mi casa, que es solo un pequeño recordatorio de cómo lo hizo en mi vida hace menos de una semana.
—Asaltar las casas de las personas ilegalmente y, de vez en cuando, matar a alguna que otra... —No puedo evitar volverme rápidamente y dirigirle una mirada de horror—. Oh, vamos, ya sabes que no lo hago adrede. Y, por cierto —su boca se curva en una preciosa sonrisa—, yo también te he echado de menos, amor, pero he estado un poco ocupado últimamente.
Maldita sea, no se corta ni un pelo a la hora de leerme la mente.
—¿Ocupado? —exijo.
—Sí, es una historia muy curiosa y todo eso —hace un gesto de despreocupación—, y es precisamente por lo que estoy aquí.
«Así que no ha venido a verme», pienso, casi apenada. Pero ¿qué diablos...? Hasta en mi cabeza sueno desesperada...
Y, cómo no, a él no se le escapa.
—Claro que he venido a verte, amor —dice con una sonrisa pícara—. Pero eso tendrá que esperar a después de hacer lo importante. Cuando acabemos, podremos hacer lo que tú quieras, como...
—Mejor no digas qué tienes en mente —lo interrumpo antes de que se vaya por las ramas—. ¿Qué se supone que es «lo importante»? —Dibujo unas comillas pronunciadas en el aire con mis dedos.
—Ya lo verás —dice con un tono misterioso marcado en su voz de manera exagerada, acompañado de otra radiante sonrisa, claro—. No te obligaré a que me acompañes, pero sería interesante que vinieras porque creo que te ayudará a desarrollar tus poderes.
Esas palabras me dejan perpleja nada más escapar de su boca. Sospechaba que su ausencia se debía a algo relacionado la búsqueda de la Vida para matarla, pero el hecho de que se haya preocupado por mí, quiero decir, por mis poderes, hace que mi corazón esté a punto de desbordarse.
Aunque, sin duda, lo que me impulsa a tomar una decisión definitiva -aparte de no ser capaz de negarme a no querer pasar tiempo con él, porque ¿a quién pretendo engañar?, es así- es la atmósfera de intriga que ha proyectado en mí.
La tentación de acceder a su propuesta y dejar que me lleve con él a cualquier lugar, aunque sea el mismísimo infierno, me conduce a pronunciar:
—De acuerdo.
Su rostro es la satisfacción personificada.
—Pero necesito un minuto para arreglarme —añado, señalando con mi dedo índice mi pijama sencillo, que consiste en una camiseta ancha de color gris y unos pantalones de algodón del mismo color.
Los ojos de Mors recorren mi cuerpo sin pudor de arriba abajo a la vez que una sonrisa traviesa se dibuja en sus perfectos labios.
—Yo opino que esos pantalones te sientan muy bien, la verdad. Te definen las curvas a la perfección y, ahora que me fijo bien, me están dando unas ganas increíbles de... —Mi mirada de advertencia no le deja terminar.
—Afortunadamente, a nadie le interesa tu opinión —suelto cortantemente.
—Está bien, está bien... —Alza los brazos en el aire para mostrarse como inocente, hecho que casi me convence, todavía con esa dichosa sonrisa presente en su rostro—. Te espero en el coche.
Mors gira sobre sus talones para dirigirse de nuevo hacia la ventana.
—¿Mors? —lo detengo.
—¿Sí? —Se vuelve hacia mí.
—Sabes que existen las puertas, ¿verdad? —repongo irónicamente—. Mis padres están trabajando y lo más probable es que mi hermano se haya ido por ahí con sus amigos. Puedes usar la puerta, en serio, no hace falta que saltes por la ventana.
Sus carcajadas invaden cada rincón de mi habitación.
—¿Alguien te ha comentado alguna vez que le quitas la gracia a todo, amor?
—Sí —suelto sarcásticamente—, suelen decírmelo. Gracias por no aportar nada nuevo.
Él niega con la cabeza y, haciendo caso omiso a mi ofrecimiento de usar la puerta principal de la casa, se inclina hacia el alféizar de la ventana después de decir:
—Ah, y, por cierto, no solo me preocupo de tus poderes; también me importas tú, amor.
Repentinamente, me guiña el ojo de manera exagerada y salta silenciosamente hasta la planta baja. Desde los cristales de la ventana, donde hace solo escasos segundos se encontraba él, veo cómo se ajusta bien la chaqueta negra tras el salto y se dirige con calma y seguridad hacia su Jaguar, que está aparcado frente a la puerta principal de la casa.
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