S4. Mátame
—Sí, lo hace.
—Me gusta cuando eres honesta.
Me desnudé, rodeando su cuerpo y colocándome por detrás de ella. Su olor y calor corporal me trae tantos divinos recuerdos. La tomé, agarrando su cintura con la mano izquierda y tomando con la otra su muslo levantado. La posición y su humedad permitió que pudiera penetrarla sin perder tiempo. De este ángulo jamás lo había hecho, y la verdad es que estaba disfrutando plenamente de embestirla rudamente y profundo.
A medida que lo adentraba, sus gemidos se agudizaban, sincronizándose con los míos. Se suponía que la haría sufrir cuando la tuviera, pero ¿cómo demonios lo hago, si en este momento estoy disfrutando de su interior y de esas paredes que me aprietan y me devoran tan ferozmente? Es como si no quisiera dejarme ir. ¿Es posible que ella también haya extrañado esto?
Bajo la exaltación del momento, solté la soga que mantenía su pierna en el aire y me agarré de sus caderas, arremetiendo con ganas y arrasando con su estrecha vagina, sintiendo que todos esos sentimientos tan contradictorios se mezclaron; la rabia por todo lo que pasó, el rencor que le guardo, pero a su vez, ese deseo tan intoxicante y fuerte que me provoca. No me había dado cuenta de cuánto la echaba de menos hasta ahora y siento rabia contra mí mismo por sentir esto, por eso me desquitaba con ella.
Estuve tan envuelto en solo desquitarme con su cuerpo que ni siquiera recuerdo de en qué momento la bajé del gancho y tendí su cuerpo en la camilla con sus manos aún atadas. Su cabello estaba entre mis manos, tiraba tan duro de el que mantenía su cabeza hacia atrás; tampoco tengo recolección de cuántas nalgadas le di, pero mis manos se veían marcadas en sus nalgas y su espalda arañada y bastante roja.
—Así es como te gusta, ¿cierto?
En mi cabeza mi único objetivo era destruirla, someterla, descargar todo lo que tenía retenido. Su voz se oía ronca de tanto gemir y en sus mejillas rojizas había rastros de sus lágrimas secas. No fue hasta que exploté dentro de su interior, que logré caer en tiempo y recobrar el aliento. Deseaba más, quería ir por más, pero la escuché murmurando algo.
—No te mentí — se sentó en el borde de la camilla, casi sin fuerzas.
—¿Qué?
En sus labios se ensanchó una torcida sonrisa, aunque en sus ojos no se reflejaba ninguna alegría en lo absoluto.
—¿Estás satisfecho ahora?
—¿Cuál es la respuesta que deseas escuchar?
—Ahora estamos a mano.
—¿Eso planeabas oír?
Hizo silencio unos instantes y volvió a sonreír.
—Hemos vuelto al comienzo, solo que ahora debemos ponerle un punto final.
—¿De qué estás hablando?
—Mientras siga con vida, no podré dejar atrás todo lo que vivimos y lo que aún siento por ti. Siempre seré una piedra en tu zapato, por más que trate de no serlo. Desde ese momento en tu despacho, hasta este ahora, fue que lo comprendí. En este mundo no podemos estar los dos. Por los escasos y buenos recuerdos que tuvimos juntos alguna vez, te pido desde el fondo de mi corazón que no me condenes a seguir viviendo en este miserable mundo más. Haz lo que por cobarde no pude hacer; y mátame.
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