Prólogo
«¡Cómo has caído del cielo, oh lucero de la mañana, hijo de la aurora! Has sido derribado por tierra, tú que debilitabas a las naciones. Pero tú dijiste en tu corazón: "Subiré al cielo, por encima de las estrellas de Dios levantaré mi trono, y me sentaré en el monte de la asamblea, en el extremo norte. Subiré sobre las alturas de las nubes, me haré semejante al Altísimo..."»
Isaías 14:12-14
—¡Jamás me arrodillaré ante ti!
El rugido de las palabras de Samael hizo eco hasta en el último rincón del Reino de los Cielos.
Pero su Padre ni siquiera le miró.
Azrael sujetó el brazo de su hermano contra el suelo. Este, humillado, sintió cómo el Ángel de la Muerte le hincaba la rodilla con saña en la baja espalda para reducirle, consciente del dolor que le estaba infringiendo.
Disfrutándolo.
Miguel tomó el cuenco de plata líquida con cuidado de no abrasarse a sí mismo en el proceso. El humo llegó a las fosas nasales de Samael y penetró en lo más hondo de su pecho, como si la misma plata lo recubriera por dentro, impidiéndole respirar. Apartó la cabeza, queriendo alejarse de ese olor, pero su hermano Azrael lo cogió por su cabello negro, ondulado y largo hasta las clavículas, y le aplastó la mejilla derecha contra la superficie para retenerlo. Después le extendió la mano sobre el mármol pulido que recubría gran parte del Reino, bajo la atenta mirada del resto de hermanos y hermanas, y la sujetó con fuerza para que no la apartara.
De nuevo, su Padre no miró. Ni siquiera pestañeó. Tan solo un leve asentimiento de cabeza por su parte bastó para que Miguel vertiera el espeso y ardiente líquido sobre la mano izquierda de Samael.
El grito que este profirió, hizo temblar hasta al último de los querubines.
La plata abrasaba su piel y, cómo si de una escurridiza víbora se tratase, con inteligencia y vida propia serpenteó alrededor de su dedo anular hasta envolverlo en un anillo que se fundía en él, infligiéndole auténtico dolor.
La garganta de Samael se desgarró en gritos que no pudo acallar. Pues una vez que la plata rodeó su dedo, sus alas empezaron a temblar. Sus ojos quedaron en blanco cuando su ala izquierda se replegó sobre sí misma en un ángulo antinatural e imposible, quebrándose. Un hilo de saliva cayó de sus labios hasta el suelo por la agonía cuando el ala derecha imitó a su gemela. El chasquido atronador de la rotura de sus alas reverberó entre los hermanos, que no lograban despegar sus ojos del dantesco espectáculo.
Samael gritó.
Forcejeó.
Se revolvió.
Pero nadie hizo nada.
Nadie intentó evitar el abrumador dolor que estaba viviendo.
Pero no tenía punto de comparación con saber que su propio Padre lo había ordenado. Y ahora lo presenciaba, sin hacer nada al respecto.
Sintió cada parte de sus alas romperse, doblarse y retorcerse. Y en todo ese proceso, no dejó de bramar y gritar hasta que su voz se deformó en un rugido ensordecedor. Algunas de sus plumas blancas empezaron a caer. Otras, a tornarse grises.
Negras.
Sucias.
Ensangrentadas.
Ante todos, Samael fue el primer ángel que sangró.
Y el líquido espeso, incesante y rojizo como una rosa en primavera, recorrió cada rotura de sus alas. El icor se deslizó brillante desde el nacimiento rasgado de las mismas en su espalda, hasta la última y destrozada pluma, antaño blancas como las nubes. La sangre caliente goteaba de ellas, repiqueteando contra el frío mármol impoluto.
Hasta que, poco a poco, sus ya destrozadas e inútiles alas se escondieron tras su espalda como si huyeran de su propia agonía, provocándole un latigazo lacerante de dolor que recorrió toda su columna y arqueó su cuerpo.
Y de esa tortura que le retorcía y arrancaba el alma, el azul limpio y claro de sus ojos se tornó cada vez más y más oscuro. Como un veneno que recorría su iris a su libre albedrío, emponzoñando cada parte, devorando así hasta la última mota celeste de sus ojos.
Para dejarlos en la completa, vacía y absoluta negrura.
El silencio se hizo y reinó durante unos instantes. Azrael miró a Miguel, y este miró a su vez a su Padre, quién no dudó en asentir una vez más. El Ángel de la Muerte posó sus ojos de nuevo en el maltrecho y herido cuerpo de su hermano, tendido de forma agonizante y patética en el suelo, al borde del abismo del Reino de los Cielos.
Y entonces lo pateó sin dudar, lanzándolo por él.
El cuerpo de Samael cayó con violencia, sin nada que pudiera hacer para evitar su trágico descenso. Cubrió parte de su rostro con el brazo derecho, pretendiendo ocultar su rabia y vergüenza cuando una única lágrima fruto de la ira brotó de sus ojos. Los rostros de sus hermanos y su Padre se volvieron difusos a medida que se alejaba, hasta que el Reino de los Cielos desapareció por completo de su vista.
Su cuerpo inmortal cedió ante el dolor que le consumía, perdiéndose en la completa oscuridad de su mente, hasta que impactó con fuerza contra un suelo rígido y rocoso.
Se dice que el sonido que produjo esa colisión, se escuchó incluso en los confines de la Tierra.
Las suaves yemas de unos dedos acariciaron su frente, apartando algunos mechones de pelo enmarañado sobre su rostro. Su cuerpo enteró estaba entumecido y, a pesar de estar despierto, no se vio capaz de abrir los ojos. Esas manos que se movían sobre él curando sus heridas, se pusieron de nuevo sobre su rostro, esta vez con un trapo empapado en agua fresca. Las hábiles manos humedecieron sus labios agrietados, sus mejillas raspadas y limpiaron la tierra que manchaba su piel expuesta por parte de la túnica rasgada y harapienta.
—Despierta lentamente, Samael —dijo una dulce voz de mujer. Su ceño se frunció durante unos segundos—. Eso es, despacio.
Samael abrió los ojos poco a poco y como pudo, porque le escocían horrores.
No le costó adaptar la vista, pues apenas había luz que pudiera cegarle.
Lo primero que sus pupilas se encontraron fue un rostro joven y hermoso. Un rostro de piel pálida y mejillas levemente ruborizadas. Alzó su mano delicadamente para delinear la mandíbula de la mujer, acariciando sus gruesos labios, intentando comprobar mediante el tacto si aquello que veía no era fruto de una ensoñación. Piel pálida envuelta en una túnica de tela vieja y raída, mejillas y labios sonrosados y carnosos, nariz pequeña y puntiaguda, una melena larga hasta la cintura, rizada y roja como la sangre.
Y unos ojos del mismo y exacto color.
A Samael no le hizo falta mucho más para reconocerla.
Porque de la sombra negra que a ambos ojos bordeaba, dos sendos regueros negros se deslizaban ya secos por sus mejillas.
—¿Lilith?
Esta sonrió enternecida. Pasó su mano tras su nuca, ayudándole a incorporarse hasta quedar medio sentado. Samael tosió con fuerza cuando el dolor le atizó de repente y Lilith le ofreció un cuenco de agua, ayudándole a beber. El líquido se escurría por las comisuras de sus labios y se perdía por su cuello, porque apenas podía hacerlo sin que su cuerpo temblara adolorido.
Lilith agachó la cabeza, apartando la mirada. Y, cuando Samael dio un vistazo a su espalda, entendió el por qué.
Sus alas, deformes y destrozadas, estaban desplegadas.
Observó con horror el aspecto de las mismas y sus labios temblaron. Quiso hablar, pero las palabras murieron en sus labios.
—En tu caída... se han desplegado para intentar protegerte —susurró la primera mujer apenada, como si temiera explicarle lo ocurrido. Alzo la mirada hacia el horizonte—. A ellos les pasó lo mismo.
Samael la observó sin comprender, con el ceño fruncido de nuevo.
—¿Ellos?
Lilith señaló con la barbilla hacia donde sus ojos miraban, y el ángel caído siguió el recorrido.
El aliento escapó de él.
Decenas de querubines y compañeros celestiales se esparcían por el rocoso suelo del lúgubre lugar, que ni siquiera lograba apreciar con claridad. Paredes de piedra negra y grisácea se alzaban inexpugnables a su basto alrededor en toda su extensión, escarpadas y puntiagudas. Apenas se filtraban unos pocos rayos de escasa luz que iluminaban el deprimente lugar a través de una pequeña gruta, que fragmentaba el techo. Un pequeño y prácticamente seco riachuelo pasaba a tan solo unos metros de ellos. El olor a ceniza golpeó su nariz, erizándole la piel.
Era como estar a las faldas de un volcán.
—¿Dónde estamos? ¿Qué es este sitio? —musitó en voz ronca.
—Es el Sheol.
Las palabras de Lilith resonaron por el inmenso lugar.
El Sheol.
Samael conocía de su existencia, había oído hablar de él, pero nunca se interesó demasiado. No estaba en sus planes visitar el Reino de los Muertos. No desde la comodidad de su trono en el Cielo, a la derecha de su Padre. Pero ahora estaba ahí, en ese lugar al que iban a parar las almas errantes, siendo así la morada de los muertos.
Y comprendió el mensaje que su Padre quería darle.
El castigo.
Si quieres reinar, que sea a la escoria como tú, en el agujero más deprimente, oscuro y lejano de la Creación.
Analizó el anillo en su dedo con la plata ya fría y fundida en su piel, como prueba de la condena que le impediría para siempre volver al Reino de los Cielos por sus actos cometidos, no sin antes morir en el intento.
Y los ojos de Samael se posaron entonces en sus compañeros caídos. Baal se apoyaba en una pared, sosteniéndose el brazo derecho con una mueca de dolor contrayendo su rostro, con Paymon agotado a su lado. Belcebú, aun estando herido, ayudaba a algunos de sus compañeros a paliar sus dolores como buenamente podía. Belial casi no podía moverse, pues su pierna arañada así se lo impedía.
Y como ellos, muchos más.
—He ayudado a los que he podido, pero no dejaban de llegar —explica la mujer, observando a los ángeles y querubines que gimoteaban de dolor sintiéndolo por primera vez, completamente abatidos sobre el suelo pedregoso.
Para Samael, esa era la imagen de la derrota.
Del fracaso.
Un lacerante dolor recorrió su espalda cuando una de sus alas se movió sin querer al intentar levantarse, haciéndole caer de rodillas contra el suelo.
—Debes guardarlas, Samael —susurró Lilith. Este negó con la cabeza, apretando los dientes—. Sé que te duele, pero más dolerá si no lo haces.
Otra lágrima descendió por su mejilla y la limpió iracundo.
Su mirada pasó por todos sus compañeros.
Sus leales seguidores.
Sus hermanos.
Les había fallado a todos ellos.
Les había liderado en una rebelión que había sido un completo fracaso.
—Te necesitan —murmuró Lilith, ganándose su atención. Los ojos de ambos se encontraron en mitad de la amargura—. Necesitan alguien que les guíe.
Samael tragó saliva cuando su garganta se secó.
—Perdí.
Lilith le sostuvo el rostro entre sus manos, acariciando sus heridas y mojadas mejillas. Entonces sonrió.
—Por eso.
Y Samael lo entendió.
Se lo debía.
Les debía un después.
Les debía algo a lo que aferrarse tras esa pérdida inconmensurable.
Miró a todos sus fieles a los ojos, uno por uno, y estos le devolvieron la mirada de una forma que él no imaginó encontrar.
Esperanzados.
Miró sus alas maltrechas.
Inservibles.
Quebradas.
Desplumadas en gran parte, dejando entre ver las membranas que las componían.
Cerró los ojos y apoyó ambas manos en el suelo.
Cogió aire y no dudó.
Rugió cuando sintió cada centímetro de sus alas rotas y destrozadas empezar a replegarse y esconderse entre sus omoplatos de nuevo. Clavó los dedos en el suelo con fuerza hasta que la arena se coló bajo sus uñas, arañando la tierra. Sus compañeros observaron con asombro como el que había sido su líder en la rebelión sufría un dolor agonizante ante sus ojos por segunda vez.
Las paredes del Sheol vibraron y la Tierra tembló en su total magnitud. Algunas rocas cayeron de las escarpadas paredes y la gruta del techo se abrió ligeramente, dejando entrar algo más de luz. Samael sintió cómo los mares se embravecían con olas de dimensiones colosales. Cómo las tormentas azotaban todo a su paso. Cómo fuertes vendavales se levantaban. Cómo los animales huían aterrados.
Lo sintió a kilómetros sobre sobre su cabeza y en lo más hondo de sus entrañas.
Su garganta bramó un grito deformado por el suplicio y la esclerótica de sus ojos se irritó hasta que las pequeñas venas pasaron del rojo al negro, tiñendo el blanco de la misma en su totalidad.
Las manos de Samael fallaron y Lilith tuvo que sostenerle para que no cayera derrotado contra el suelo.
Y ante un último grito de rabia y dolor, sus alas se escondieron tras su espalda con un chasquido que resonó por todo el Sheol. Jadeó agotado, su pecho subía y bajaba con fuerza y Lilith limpió el incesante sudor que caía por sus sienes y empapaba su pelo, rizándole algunos mechones tras la nuca.
El silencio total reinó durante unos largos segundos.
Sintió como el negro de sus ojos se reducía hasta su iris. Se puso en pie, tambaleándose, con ayuda de la primera mujer y miró a todos los presentes.
—¡Hermanos! —rugió. Después cogió aire, exhausto—. ¡Sé que os he fallado! Pero también sé que es mi deber compensároslo.
Todos le observaron, algunos con la boca entreabierta y el brillo en sus miradas.
—Sé que no tenéis por qué seguirme, porque por mi culpa lo hemos perdido todo. Pero lo bueno de perder... es que puedes empezar de nuevo.
Lilith le observó con el asomo de una sonrisa en sus labios.
—¿Quieren que este sea nuestro castigo? ¿Convivir con los muertos como reflejo de lo que somos ahora? ¡Pues que así sea! —bramó. Sus compañeros celestiales empezaron a ponerse en pie, lentamente, sin despegar de él la mirada—. Sí nuestro castigo es relegarnos a los confines de la Tierra con los muertos como única compañía... ¡Haré de su tortura nuestro Reino!
El silencio se hizo entre los presentes, dejando que en este se escuchara el eco de sus poderosas palabras.
Y Samael lo vio.
Primero en el rostro de Paymon. Una sonrisa pequeña en un principio, pero que fue creciendo a medida que ganó seguridad y confianza en las palabras de su líder. Una sonrisa, que se extendió por los labios de todos y cada uno de los ángeles y querubines a lo largo de parte del Sheol.
Belcebú fue el primero en hincar una rodilla en el suelo, agachando la cabeza en señal de lealtad.
Y a él, le siguieron sin dudar todos los demás.
—Bienvenido a tu Reino, Majestad —sentenció Lilith con una sonrisa—. ¿Puedo hacer algo por ti, Samael?
El mencionado agacho ligeramente la cabeza. Y, segundos después, miró a la mujer por encima de su hombro.
—Desde luego, mi lugarteniente —murmuró. Los ojos de Lilith se iluminaron y su boca se abrió con sorpresa—. No vuelvas a llamarme así.
Esta asintió, ilusionada e intrigada, y se acercó a su lado en tan solo par de gráciles pasos.
—¿Y cómo desea el Lucero del Alba que sea llamado?
Y el ahora Ángel Caído alzó la barbilla, con el inicio de una soberbia sonrisa ladeando sus labios.
Al contrario de lo que la humanidad se había aferrado a creer, o eso les habían hecho pensar quienes le sentenciaron a él como el mal encarnado, el antaño Sheol y ahora Infierno no era un lugar donde el calor traspasaba el umbral de sus paredes.
El Infierno era frío.
Pero no se trataba de un frío invernal de esos que te hacen temblar, de esos de los que los humanos se resguardaban bajo mantas y ropas de abrigo.
No, pensó Lucifer, el del Infierno era un frío inusual.
Era el frío que alguien sentía en su columna cuando sabía que había hecho las cosas mal. Cuando sabía lo que por ello se avecinaba. Él lo sintió una vez. Un helor que penetraba la piel como cientos de finas agujas e impactaba en tus huesos. Hace que te duelan los pulmones al respirar y se te encoja el corazón. Es un frío que quema. Un frío que te cala el alma.
Si lo eres, si la tienes.
«El Infierno era una noche larga y helada para quien le temiera. Y todos los mortales lo hacían» pensó Lucifer, observando su Reino bajo sus pies, al borde del desfiladero en el que impactó años atrás y donde ahora se erigía su trono en el que estaba sentado.
Con el paso de los siglos había cambiado y mejorado su aspecto. Seguía siendo un lugar lúgubre, pero Lucifer se encargó de convertirlo en el verdadero Paraíso.
El de verdad, no aquel dónde todo quedaba prohibido.
No, de eso nada.
Jardines negros y grises relucían en esa eterna noche de cielo sin estrellas ni luna, árboles de los que nacían las mejores, exóticas y divinas frutas que, de probarlas cualquier simple mortal, perecería literalmente del gusto. El antaño río seco fluía con abundante agua fresca, limpia y brillante, en las que ahora nadaban y se divertían algunos de sus compañeros. Otros, sin embargo, preferían quedarse cerca de algunas de las hogueras que calentaban el lugar, en los amplios salones a plena vista en vez de en sus estancias privadas, sobre suaves alfombras de pelo negro donde daban rienda suelta a sus propios placeres. Ahora, el olor a ceniza quedaba mezclado con el perfume de las plantas, el césped, las frutas, el fuego y su pecado favorito.
Lucifer sonrió.
En su Jardín del Edén particular podía encontrar todo aquello que se les antojara, pero tan solo si eras un demonio sediento de torturas y placeres. Desde almas condenadas a centenares hasta otros demonios dispuestos a hacer todo aquello cuanto desearan para satisfacerse mutuamente.
Y si eras el alma errante de algún mortal que en vida se corrompió y por consecuencia terminabas aquí, a ti solo te esperaba el auténtico horror.
Observó con orgullo su Reino y todo aquello que habían construido a lo largo de los años gracias a su poder. Al suyo, y al de sus fieles y hermanos. En sus poderes divinos residía la comodidad de la que ahora gozaban en su castigo, y para su sorpresa, el Cielo no emitió queja alguna.
«Ellos a lo suyo, nosotros a lo nuestro» caviló con una sonrisa engreída mientras se ponía en pie.
—¿Por qué tienes el trono en tu estancia? —preguntó Paymon tendido sobre la enorme cama, completamente desnudo y apenas cubierto por las sábanas de satén rojizo que contrastaban con la palidez de su piel, señalando con la barbilla el enorme butacón de cuero negro e impoluto mientras pasaba una mano por su pelo castaño, largo y ensortijado.
Cuando Lucifer estuvo a punto de responder, Lilith lo hizo por él.
—Estoy completamente segura de que es porque le excita su presencia —teorizó mientras desgranaba la granada entre sus manos, llevándose sus semillas a la boca, sentada en la butaca del otro extremo de sus aposentos con sus largas y cremosas piernas al descubierto por la obertura de su vestido negro, estiradas y apoyadas sobre la mesa—. Adora recordarse a sí mismo que es nuestro Rey mientras nos tiene en su lecho.
Lucifer sonrió ladino.
—Premio para la primera mujer que caminó sobre la Tierra —afirmó alzando una ceja, divertido, dirigiéndose a su gran armario al lado de sus inmensas librerías, en busca de una túnica con la que cubrir su cuerpo. La mujer asintió victoriosa—. Pero es lo que soy: vuestro Rey.
—Y un egocéntrico también.
El Diablo rio ante las palabras de Lilith, la única capaz de bajarle de las nubes ocasionalmente.
Aunque de ellas ya bajó una vez.
—¿Te marchas? —inquirió Paymon, siguiendo sus movimientos con la mirada de la misma forma que Lilith.
Lucifer cubrió la desnudez de su cuerpo con la cara y elegante tela, y recogió parte de su pelo tras su cabeza. Se aproximó hasta el demonio sobre su cama.
—Así es, mi querido Paymon —respondió, dejando un beso sobre su frente—. Debo hacer una visita a la Tierra.
Lilith bajó las piernas de la mesa, sobresaltada, y Paymon se incorporó como un resorte sobre sus codos.
—¿A la Tierra? —La voz de Lilith fue casi un grito asustado y preocupado.
Lucifer sonrió, apoyándose en la gran mesa que era su escritorio negro de robusta madera.
—Este Reino es nuestro hogar, y no es justo que lo disfrutemos solo nosotros cuando muchos de los nuestros necesitan ser liberados —explicó, sometido a las atentas miradas de los presentes. Lilith volvió a recostarse en la butaca, estirando de nuevo sus piernas y Lucifer se apoyó en ambas manos, aproximando su rostro al de la mujer—. Ellos nos necesitan, y nosotros a ellos y a su poder. Así que voy a recuperar la parte del grimorio de Salomón que nos pertenece.
Lilith entrecerró los ojos de forma suspicaz.
—Qué pretendes, Luci —dijo divertida, sacándole con el dedo índice uno de los mechones rebeldes de su pelo para que cayera al lado de su rostro, como siempre hacía.
Paymon levantó la barbilla cuando lo comprendió.
—Vas a liberar a nuestros hermanos.
Y Lucifer sonrió en su dirección.
—Necesitaré de vuestra ayuda una vez lo encuentre, avisad al resto.
—¿Quieres que te acompañemos?
Lucifer negó, y no le pasó inadvertido el gesto de amargura que cruzó el rostro de Lilith.
—Os necesitaré aquí. Lo entenderéis llegado el momento.
—Pero... tus alas... —murmuró ella, aterrada ante el sufrimiento que debería vivir de nuevo.
Su Rey negó.
—No te preocupes, yo me encargo —musitó con voz tranquilizadora.
Y es que, con el paso de los años, había descubierto que cierta esencia incorpórea le devolvía la vitalidad a su cuerpo. Sus alas no recuperaban su aspecto divino de antes de su caída, pero sí que le permitía extenderlas y replegarlas sin agonizar de tanto dolor, a pesar de que la apariencia de las mismas le asqueara y lo odiara.
En milenios de Creación, jamás pensó que las almas humanas pudieran servirle para algo, pues estaba muy por encima de ellas.
Pero ahora les había encontrado el uso perfecto.
—Sé que te encanta vernos, pero ahora tendréis que divertiros sin mí—dijo depositando un beso sobre el empeine desnudo de Lilith, que sonrió lasciva.
Paymon se carcajeó, pero en sus ojos brilló un destello de pasión y lujuria al observar a la mujer. Lucifer les dedicó una última mirada. Era consciente de que entre esos dos había algo más que simple deseo, algo que refulgía más en el Príncipe demoníaco que en Lilith, quien se mantenía apartada de todo aquello que la hiciera sentir vulnerable. Ya había perdido demasiado.
Y la comprendía. Pues él tampoco creía en el amor y demás debilidades humanas que algunos demonios sí deseaban experimentar. No era para él, no después de su destierro.
—Pasadlo bien, mis pequeños demonios —añadió divertido y sonriente antes de cerrar las dos grandes puertas de su estancia.
No se demoró mucho más en salir del Infierno, tenía un objetivo que cumplir.
Biblioteca de Alejandría, año 326 a. C.
Cuando puso por primera vez un pie sobre el Plano Terrenal, el Diablo no se sintió diferente.
Pero la Tierra sí.
Enfundado en una túnica de lino blanco, Lucifer se paseó paulatinamente por la biblioteca, observando las columnas de mármol blanco con diversos grises veteados que se alzaban imponentes en el círculo central, sosteniendo la cúpula por la que entraba gran parte de la luz natural del exterior. Se deleitó con los montones de papiros acumulados y enrollados en los estantes de madera que llegaban hasta los altos techos. Si mirabas hacia arriba, daba la sensación de que la biblioteca era infinita. Como una alegoría de la propia enseñanza.
Aun estando débil por su viaje hacia la Tierra y tras haber deambulado unas cuantas horas por ella en busca de una sensación concreta, el Diablo no lo aparentó. Se removió ligeramente incómodo ante el leve pero molesto dolor en su espalda y concentró sus fuerzas en ignorarlo. El alma de ese perro inmundo al que atrapó golpeando a su esposa no parecía haberle sido suficiente.
Oh, por supuesto que el alma de alguien así nunca sería suficiente.
Caminó por los largos pasillos sin hacer caso de las furtivas miradas. Podía sentir la envidia flotar alrededor de algunas personas, así como la curiosidad en otras. Sintió el deseo y la rabia, pero no logró identificar de dónde venía, por lo que tampoco le hizo caso.
Era normal entre los mortales que le desearan y envidiaran a la vez.
Se perdió en el interior de la inmensa biblioteca alejandrina hasta que lo sintió al fin.
Una vibración.
Imperceptible para los mortales, pero como un reclamo para él. Un leve temblor que clamaba por su presencia. Casi pudo sentir a sus propios hermanos llamándole al oído.
Se aproximó con calma hasta el estante concreto y rebuscó entre los papiros, sintiendo la palpitante vibración cada vez más próxima. Y lo encontró.
Sostuvo las páginas del Ars Goetia entre sus manos con el mismo cuidado y recelo que si fueran de cristal.
Por el Infierno, ¿cómo demonios había ido a parar un cuaderno originario de Jerusalén hasta la mismísima Alejandría? Resaltaba demasiado un único libro entre tanto papiro, por muy escondido que estuviera. Sopló para desempolvarlo y lo abrió, inspeccionándolo.
Cogió aire y se decidió a hacer aquello por lo que se había arriesgado. Se giró hacia una pared, asegurándose de que nadie podía verlo, y el iris negro de sus ojos se extendió como la ponzoña hasta ocuparlos en su plenitud.
«Lo tengo».
Ese pensamiento reverberó por todo el Infierno y la respuesta no se hizo de rogar.
He escuchado su llamada, Majestad. Paymon ya nos ha informado.
«Perfecto, Aim. Necesitaré que copiéis lo siguiente».
Tardó solo unos segundos en hacerlo, de tal forma que ningún ojo humano habría podido percibir la rapidez de sus movimientos.
Lucifer, sintiendo las voces de sus hermanos en la cabeza a través de Aim, pasó las páginas que visionaba a una velocidad pasmosa, deteniéndose tan solo unas pocas milésimas de segundo en cada una de ellas.
Pero solo eso bastó para que Aim, con sus ojos también completamente negros, copiara el contenido del libro en las hojas blancas y limpias de un nuevo cuaderno que Balaam le había facilitado con anterioridad.
Lo tengo, Majestad.
Lucifer sonrió victorioso.
«Gracias por tu ayuda, Aim. Mantenlo cerrado hasta que regrese, no tardaré».
Como desee, mi señor. ¿Puedo preguntar qué es todo eso que acabo de escribir y dibujar?
«Eres tú quien contesta con la verdad a todas las preguntas, no yo».
Lucifer escuchó el eco de la risa de Aim en su cabeza, haciéndole sonreír. El negro de sus ojos desapareció hasta reducirse en su iris, fue entonces cuando dejó de escuchar al demonio en su mente.
Suspiró aliviado.
Lo habían conseguido.
Se volvió, guardándose el cuaderno en el bolsillo interior de la túnica, pero una mano fuerte y robusta le sostuvo por el brazo con agresividad, clavándole los dedos. Lucifer levantó la cabeza, sorprendido de que alguien pudiera siquiera infringirle daño físico. Y cuando se encontró con esos ojos ambarinos, lo entendió. Ahora comprendía de dónde venían la rabia y el deseo que antes había sentido.
Una ladina sonrisa se extendió por su rostro.
—Hola, Ares.
Este le estampó cruelmente contra la pared, y Lucifer sintió el mármol agrietarse tras su espalda. Un afilado cuchillo con la hoja negra se posó sobre su cuello, presionándole.
Su sonrisa se ensanchó.
—Acero del Inframundo, veo que Hades se las apaña bien —masculló como pudo, irónico—. Salúdale de mi parte, de Rey del Infierno a Rey del Inframundo.
Las únicas armas que podían matar a los inmortales eran, por supuesto, aquellas provenientes de territorio inmortal. Lucifer debió pensarlo dos veces antes de poner un pie en suelo de territorio griego.
—¿Qué coño haces aquí? —siseo el Dios griego de la guerra.
—Cuidado, Ares —respondió el Diablo entre dientes—. Recuerda que te ayudé a que Alejandro ocupara el trono y en su conquista del territorio persa. De no ser por mí, tu Rey de Macedonia no sería más que un simple sirviente, así que mucho cuidado con a quien vas apuntando con tus cuchillos. Por muchas veces que hayas pasado por mi cama... no te equivoques conmigo, no tienes mi confianza.
Ares soltó su agarre con impotencia y Lucifer juró escuchar el rechinar rabioso de sus dientes. Las mejillas del Dios se tiñeron de un rojo como la grana.
—Qué haces aquí, Samael.
Los ojos de Lucifer centellearon escarlatas ante ese nombre.
—Cuidado, Ares —gruñó de nuevo, dando un paso hasta que la espalda del Dios griego topó contra la estantería—. Lo que haga no es de tu incumbencia.
—Sí cuando te paseas por mi territorio como si nada, pretendiendo llevarte un libro demasiado poderoso.
Lucifer sonrió una vez más, haciendo que sus ojos pasaran del rojo al negro de nuevo.
—Mi libro estaba en tu territorio —dijo, recalcando el «mi» y el «tu»—. Así que he venido a salvarlo de él, no tienes de qué preocuparte.
Ares tensó la mandíbula y sus dedos se cernieron sobre el mango del cuchillo.
—Está aquí precisamente para evitar que eso suceda. Concedimos ese único favor a los tuyos como bien para la humanidad, por interés común. No puedes llevártelo.
El Diablo se carcajeó.
—Primero: no son los míos —escupió entre dientes—. Y segundo: es una verdadera lástima, porque su contenido ya está en el Infierno.
Las manos de Ares temblaron, haciendo que el cuchillo resbalara por ellas hasta golpear contra el suelo. Con los ojos abiertos de par en par, miró a todas partes y después a Lucifer.
—¿Qué...? ¿Qué has hecho?
El Rey del Infierno se acercó con lentitud hasta que sus narices prácticamente rozaron.
—Lo que debí haber hecho hace ya mucho tiempo —siseó, haciendo temblar por completo al Dios de la Guerra. Con la punta de su nariz le rozó el cuello, inhalando su aroma y erizando su piel—. Porque recuperaré aquello que es mío por derecho, y entonces tus padres, tú y tus estúpidos hermanos pasaréis a ser solo un recuerdo en la historia, porque mi Reino prevalecerá por encima de todos.
Antes de que Ares pudiera reaccionar, Lucifer pateó lejos de él su cuchillo y le tomó por el cuello, estampándole la espalda contra la estantería.
Y entonces le besó con fiereza.
No era un beso de deseo, ni de pasión, ni siquiera de un mínimo aprecio.
Porque Ares lo sintió.
Sintió como desfallecía, como toda su esencia desaparecía y escapaba de él, como su poder menguaba. Su cuerpo estuvo cerca de desplomarse cuando la vista empezó a tornársele borrosa y, con las pocas fuerzas que le quedaban, Ares se desvaneció de entre las manos del Diablo antes de que este le arrancara por completo su alma y su divinidad en ese beso mortal.
Lucifer sonrió poderoso, dejándose embargar por la fuerza y radiante vitalidad que ahora le recorría de pies a cabeza.
Ares no diría nada porque ambos sabían que, en el fondo, su intención en ese instante no era matarle. De ser así, no le hubiera dejado escapar. El mellizo de Artemisa mantendría los labios sellados porque era precisamente a él mismo a quien más le convenía no hablar. Porque ningún Dios podía entrometerse en los designios y territorios de los demás bajo ninguna circunstancia. Así lo acordaron sus propios Creadores al inicio de la Creación, así se ha mantenido y así se mantendrá.
Pero entonces el Diablo descubrió que, cumpliendo favores, más tarde podría cobrarlos en su beneficio e interés.
Y desde entonces, su vida fue mucho mejor.
Así que el Dios griego de la Guerra era el primer interesado en no abrir la boca, a menos que deseara enfrentarse a las represalias.
Por supuesto, Lucifer no necesitaba besar a nadie para arrebatarle el alma, pero no se iba a privar a sí mismo de probar una última vez esos labios. ¿Qué clase de Señor del Pecado sería entonces?
Río para sus adentros y salió de la Biblioteca de Alejandría.
Desde hacía siglos, en el Reino de los Cielos reinaba la paz. Para Azrael, más concretamente, fue desde el destierro de Samael. Como si su ausencia fuera la verdadera razón de la existencia de esa calma y tranquilidad.
Se levantó de su trono a la derecha de su Padre y deambuló por el Reino con parsimonia, disfrutando de la breve pausa que se había tomado del trabajo y que reanudaría en cuestión de momentos. Mientras pasaba una mano por su pelo largo hasta los hombros y dorado como el sol en verano, observó las palomas blancas caminar sobre los verdes jardines, acompañadas de otras aves y demás animales que descansaban o dormían tranquilos, a salvo de todo mal. Más abajo, pasado el gran lago que separaba los diferentes Cielos, algunas almas charlaban animadamente entre ellas tras reencontrarse con sus seres queridos, sentadas sobre la hierba. Inhaló en profundidad, embriagándose del dulce, limpio y puro aroma de los jardines. Saludó a su hermana Remiel y a su hermano Gabriel, que caminaban serenamente en una dirección contraria a la suya, y estos le devolvieron el saludo con amabilidad. Azrael se detuvo, apoyándose en su lanza para observar todo cuanto abarcaba su vista, sonriente.
Pero entonces, su sonrisa se esfumó.
Porque un fuerte golpe se escuchó proveniente de la gran Librería Celestial.
Corrió a toda prisa hacia la estancia y abrió bruscamente ambas puertas gigantes de madera maciza. Miguel le miró, de pie frente a una de las estanterías y con un libro entre manos, sorprendido por su repentina aparición. Los ojos de ambos se clavaron en el libro abierto en el suelo, que había caído desde una de las altas estanterías, al extremo contrario en el que el Arcángel se encontraba.
Su hermano le observó, comprendiendo que él también había escuchado semejante golpe y que esa era la razón de su presencia.
Los dos pares de pupilas volvieron al libro cuando las hojas de este empezaron a pasar con rapidez, como si Azrael hubiera traído consigo una repentina e inexistente brisa. El Ángel de la Muerte caminó con lentitud hacia el libro, conteniendo el aliento. Se sorprendió de la presencia de un ligero temor extendiéndose por su pecho, incrédulo de que fuera real.
Hasta que el aire escapó de él como si le hubieran asestado un lanzazo en el abdomen.
Sus ojos eran incapaces de despegarse del libro abierto de par en par, en el que un breve párrafo se escribía por sí solo en tinta negra como la noche. Y ambos ángeles lo estaban presenciado.
Azrael alzó el mentón y apretó el puño en torno a su lanza hasta que la piel de sus nudillos se volvió pálida, sintiendo todo su cuerpo temblar preso de un frío estremecedor.
«Cuando el Diablo camine entre los mortales, el mundo temblará. Pero cuando encuentre en él a su verdadero y único amor, será el Cielo el que lo haga».
—¿Qué...? —gruñó desde lo más hondo de su garganta. Un sudor helado recorrió su columna vertebral—. No —rujió, dejando caer su lanza a un lado, como si por decir aquel monosílabo, la tinta del papel fuera a emborronarse hasta desaparecer frente a él.
Se arrodilló ante el libro y lo cerró de golpe mientras Miguel se acercaba lentamente. Analizó el título de este, grabado en letras doradas en una deliciosa y perfecta caligrafía como era la de su Padre, sobre el viejo cuero que lo revestía.
«Cuaderno de Profecías».
Miguel exhaló el aire que no sabía que hasta ahora estaba conteniendo.
Con la mandíbula tensa, los ojos grises como un cielo de tormenta de Azrael se posaron en su hermano, pero este no se movió. La rabia recorrió su cuerpo ante la pasividad del Arcángel y volvió a abrir el libro con la esperanza de que dichas líneas hubieran desaparecido.
Pero ahí estaban.
En ese párrafo que parecía sentenciar la caída de todo aquellos que caminaban por el Reino de los Cielos.
Con la rabia navegando por su cuerpo con total libertad, Azrael arrancó la hoja con brusquedad y un grito de rabia y, bajo la atenta y asombrada mirada de Miguel, rasgó el papel en decenas de pedazos imposibles de unir.
Y, tan solo unos segundos después, la tinta volvió a brotar del libro por sí sola, escribiendo de nuevo en la siguiente página.
Las mismas y exactas líneas.
«Cuando el Diablo camine entre los mortales, el mundo temblará. Pero cuando encuentre en él a su verdadero y único amor, será el Cielo el que lo haga».
Azrael apretó los puños y arrancó cada hoja en la que el párrafo volvía a escribirse de nuevo, desgarrando el papel. Y nuevas páginas limpias nacían del lomo del libro para que este nunca se terminara.
—¡Basta, hermano! —bramó Miguel.
Apoyado en ambas manos sobre la suave alfombra de terciopelo rojizo que recubría toda la estancia, Azrael jadeó exhausto y rabioso, sin despegar la mirada del libro que yacía en el suelo, con cientos de pedacitos de papel a su alrededor.
Y, como si el propio libro se riera de él, la burlesca y vacilante tinta escribió de nuevo el párrafo.
El mismo.
Pero tres veces.
«Cuando el Diablo camine entre los mortales, el mundo temblará. Pero cuando encuentre en él a su verdadero y único amor, será el Cielo el que lo haga».
«Cuando el Diablo camine entre los mortales, el mundo temblará. Pero cuando encuentre en él a su verdadero y único amor, será el Cielo el que lo haga».
«Cuando el Diablo camine entre los mortales, el mundo temblará. Pero cuando encuentre en él a su verdadero y único amor, será el Cielo el que lo haga».
Como una sentencia de la veracidad en sus palabras. Como una reafirmación de que, esos hechos que en él se habían escrito, así sucederían.
—¡Ha salido! ¡Ese bastardo traidor ha salido del Infierno para ir a la Tierra! —exclamó a la vez que estampaba un puñetazo contra el suelo, quebrando el mármol bajo la alfombra.
—Calma, Azrael.
El mencionado le devolvió una incrédula mirada, poniéndose en pie con la mandíbula tensa.
—¿Cómo pretendes que me calme, hermano? ¡Has leído lo mismo que yo! ¡Samael ha salido!
Miguel exhaló con pesadez y frotó su rostro con ambas manos.
—Sí, eso parece. No sé cómo no nos hemos dado cuenta de que así era —respondió, frustrado consigo mismo y su confianza ciega en que ese hecho nunca sucedería—. Tendremos que estar atentos para ver si trama algo, mientras tanto no podremos hacer mucho más. Advertiré a Padre.
Azrael estuvo a punto de golpearle para ver si así reaccionaba de una vez ante la gravedad que él veía en la situación.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo?
El Arcángel Miguel arqueó una ceja.
—¿Y qué quieres que hagamos, Azrael? A menos que presente batalla o un problema, no podemos hacer nada.
—¡Podría subir aquí con todos sus malditos reyes, príncipes y demonios! —rujió encolerizado. Su cuerpo entero temblaba de rabia y tomó a su hermano por la túnica, convirtiendo sus manos en puños que le aferraban la tela, acercándole a él—. ¡Podría arrancarnos las cabezas reclamando venganza! ¡Podría destronarnos a todos! ¡A saber qué más puede hacer si ha logrado salir cuando se suponía que nunca debía hacerlo!
Miguel se zafó del violento agarre de su hermano y sostuvo con fuerza y enfado ambas muñecas.
—¡Calma, hermano! —vociferó mirándole a los ojos—. Nadie dijo que él no podía salir del Infierno. Y esto no es una novedad. Ya salió para tentar a Adán y a Eva, condenando así a la humanidad al dolor, las enfermedades y la muerte. Y todo para enfurecer a nuestro Padre.
—¡Pero entonces el peligro no caía sobre nosotros!
Si bien para el Arcángel no pasó inadvertido el egocentrismo de su hermano, tampoco lo mencionó.
—Jamás podrá subir al Cielo sin morir en el intento porque el anillo así se lo impide. ¡Tú mismo viste el estado en el que quedaron sus alas! Y recuerdo perfectamente cómo lo disfrutaste, Azrael.
Entonces lo supo.
El repentino terror de su hermano, Miguel comprendió a qué se debía. Y en el fondo, sabía que no era solo porque Samael intentara vengarse.
Azrael se soltó, respirando aceleradamente con furia en cada exhalación.
—Se supone que no debe salir del Infierno, y lo ha hecho para pasearse entre los mortales con total impunidad. No subestimes a nuestro hermano, Miguel.
—Y no lo hago, Azrael —siseó entre dientes, acercándose a él mientras le miraba a los ojos—. Nosotros tampoco podemos abandonar el Cielo y nuestras obligaciones demasiado tiempo, sin embargo, muchos hacéis lo que os da la gana, ¿por qué Samael no iba a poder hacer lo mismo?
La sonrisa divertida de Miguel ante esa pregunta, con esa suposición escondida entre líneas, encolerizó a Azrael.
—¡Porque el Infierno es su castigo!
—Y así sigue y seguirá siendo —sentenció el Arcángel. Tomó aire para darle unos segundos de calma a su hermano—. Estaré pendiente de sus excursiones al Plano Terrenal. Si esta ha sido la primera vez, no descarto que hayan más. Por el momento es lo máximo que podemos hacer. Voy a advertir a Padre, aunque seguramente ya esté al tanto de ello.
Pero eso no era suficiente para el Ángel de la Muerte.
Eso no debía ser lo único que podían hacer.
Si el destierro no había sido suficiente para frenarle, quizá la muerte sí lo fuera. Quizá el maldito Lucero del Alba debía ser extirpado de la Creación como la fruta putrefacta que era, apartarla del cesto a tiempo en aras de que el resto pudieran salvarse y no ser corrompidas por su podredumbre.
Azrael tenía la total certeza de que así debía ser, por un bien mayor. De que La Tierra y el Reino de los Cielos jamás descansarían tranquilos mientras el Maligno campara a sus anchas. Mucho menos ahora que la profecía había sido revelada.
Y con la calma de quien nada teme, Miguel se hizo con el Cuaderno de Profecías y salió de la Librería Celestial a paso tranquilo, dejando a sus espaldas a un iracundo Azrael a punto de estallar.
En el Infierno, Lucifer fue recibido por sus fieles y hermanos como el Rey de Reyes que era. La euforia se había propagado por todos y cada uno de ellos ante la posibilidad de tener al resto de demonios regresando a casa tras su encierro por parte del Rey Salomón en su propio beneficio, menguando así el poder del Infierno.
—¿Lo tenéis? —inquirió. Su voz sonó susurrante, ronca y profunda, cargada del poder y el deseo anhelante de una victoria.
Victoria, que al fin había conseguido.
Belcebú asintió y señaló el cuaderno sobre el atril, paralelo a las librerías que conformaban la inmensa biblioteca. Los ojos de Lucifer brillaron, caminó hacia el cuaderno y se hizo con él. La mirada de reyes, príncipes, duques y demás demonios se cernieron sobre él a medida que se congregaban a su alrededor.
El Ángel Caído observó la copia del Ars Goetia entre sus manos y lo rozó con la yema de sus largos dedos, con el cuidado y la delicadeza de quien acaricia el rostro de un ser querido. Se subió en la mesa central de un salto y miró a todos los presentes, que cada vez eran más.
—¡Hermanos! —bramó exultante—. ¡Ha llegado el día! Ha llegado el momento de que los nuestros regresen a casa. ¡Al hogar al que pertenecen!
La multitud gritó enardecida. Entre ellos encontró esos ojos escarlatas de Lilith siempre rodeados de ese perpetuo maquillaje negro, que le observaban con sincero orgullo, viendo como había pasado de un ángel derribado al poderoso Rey en el que se había convertido. Y este le sonrió agradecido.
De no ser por ella, quien les había salvado de un calvario seguro, nada sería como es ahora.
—En su interior están las fórmulas y conjuros para invocarles. ¡Para liberarlos! —exclamó alzando el cuaderno en su mano izquierda, sintiendo como el griterío aumentaba—. Así que ha llegado la hora, hermanos. ¡Traedlos de vuelta!
Lanzó el libro hacia los suyos, viendo como hechiceros y demonios se hacían con él y se lo llevaban. Y entonces lo sintieron, todos y cada uno de ellos, a medida que magos y brujos pasaban las páginas y murmuraban cada conjuro e invocación.
Esa vibración en el suelo que acompañaba el suave murmullo.
Ese rugido reverberante desde las entrañas del Infierno que hizo temblar sus paredes.
Ese poder que emanaba de ellas.
Los gritos de alegría se hicieron cada vez más y más presentes.
Y una enorme y amplia sonrisa se dibujó en los labios del Diablo.
—¡Démosles la fiesta de bienvenida que todos y cada uno de ellos se merecen!
Ese rugido gutural nacido de su garganta, hizo que la Tierra se estremeciera.
De pie y frente a su trono al borde del desfiladero, sosteniendo un vaso de cristal lleno hasta el borde del licor de Dantalion, Lucifer inundó su pecho del aroma que desprendía la lujuria.
Oh, adoraba la pureza de ese perfume. A él se le asemejaba al petricor, pero de una forma muy intensa y almizclada. El Infierno siempre quedaba impregnado de él durante las magníficas fiestas y orgías que solo allí sabían realizar, y que podían durar largos días y largas noches dentro de esa nocturnidad eterna en la que vivían. Se deleitó con la imagen que reinaba a sus pies y sonrió.
Le encantaba pensar que gran parte de los estúpidos ángeles del Cielo le envidiaban secretamente, incapaces de reconocer esa vergüenza en voz alta sin que sus mejillas se ruborizaran o su santo Padre les reprendiera. O peor, que les mandara con él.
Peor para él. Mejor para ellos, por supuesto.
Imagina lo que un ángel podía hacer en un lugar libre de prohibiciones. Lucifer sabía que cualquier alma no demasiado fuerte enloquecería ante esa posibilidad y empezaría desde el pensamiento más tímido y remoto, hasta el más retorcido, bizarro y salvaje. Lo había visto en varias ocasiones.
Y eso, estaba en todos los seres de la Creación. Por mucho que su Padre pensara lo contrario.
Pero para ello le señalaron él, para librarse de la culpa.
Estaba seguro de que más de uno de sus hermanos perfectos y alados o sus compañeros celestiales, sin que nadie les viera, se asomaban a mirar. Alzó la vista y sonrió ladino hacia la gruta que atravesaba verticalmente el techo del Infierno, de un extremo a otro. Se garantizaba así que, si alguno lo hacía, lo primero que viera fuera su sonrisa divertida al haberles atrapado.
Pues a veces los sentía. Sentía pequeños y lejanos ojos mirar furtivamente. ¿Y por él? Que miraran cuanto quisieran. ¿No era acaso el ángel más bello de la Creación? Que disfrutaran entonces.
Porque él adoraba sentirse contemplado y envidiado.
Lilith se removió estirada en su cama, sin intentar siquiera ocultar su propia desnudez con las sábanas. A Lucifer le encantaba ver la seguridad en sí misma que la primera mujer desprendía, como la diosa que no era, pero que siempre mereció ser. Esta le miró con ojos curiosos tras bostezar.
—¿Otra vez admirando tu Reino?
El Diablo sonrió.
—Algo así.
La mujer se desperezó y echó su larga melena hacia un lado, después apoyó su cara sobre su mano derecha.
—Hay algo que he querido preguntarte desde que has llegado, Luci.
Este frunció el ceño, sorprendido y expectante.
—Adelante, sabes que no guardo ningún secreto para ti —le animó antes de dar un sorbo a su vaso.
Lilith mordió el interior de su mejilla, como si ese gesto le ayudara a meditar sus palabras. Entonces volvió a posar sus iris rojizos en él.
—¿Por qué no te has traído el cuaderno original? Hubiera sido más sencillo que simplemente copiarlo, ¿no? —preguntó. Y, en parte, lo hizo como si ya conociera la respuesta. O al menos, que el Diablo tramaba algo de nuevo.
Este sonrió travieso, sabedor de que la primera mujer advertía alguna intención en sus actos.
—Me pareció un libro que poseía una gran enseñanza en él. Y que a los humanos podía serles muy útil, ¿acaso el conocimiento no es poder? —inquirió de forma sibilina, caminando hasta su escritorio en mitad de la estancia para apoyarse en él—. ¿Acaso mi Padre no dijo que había que repartir la palabra para que todos la escucharan y decidieran si seguirla o no?
Bebió del fuerte licor bajo la sorprendida mirada de Lilith.
—No sé si eso fue exactamente así —respondió riendo. Entonces abrió la boca, asombrada—. ¿Lo has dejado en manos humanas?
—Lo he dejado muy accesible a las manos humanas —corrigió, señalándola con el dedo índice de la mano con la que sostenía el vaso—. Y con instrucciones tan sencillas sobre cómo utilizarlo, que hasta un humano estúpido podría lograrlo. Más estúpido de lo normal, me refiero.
Rio y revivió el momento en su mente en el que abandonaba dicho libro sobre la mesa de un mercader griego en apuros. Ese hombre vendería su alma con tal de que sus deudas desaparecieran, y sus dioses egocéntricos no estaban dispuestos a escucharle por muchas vasijas sobre ellos que horneara y pintara, contando sus absurdas batallas.
Pero Lucifer y sus demonios puede que sí lo hicieran.
Lilith rompió a reír.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó divertida, pues la situación parecía serle muy entretenida dentro del usual aburrimiento en el Infierno.
El Maligno se encogió de hombros.
—Ellos quieren el bien y yo soy la representación del mal, ¿no es así? —explicó, señalando la gruta con su vaso y después a sí mismo—. Bien, veamos cuántas de las almas que pueblan el juguetito de mi Padre terminan por estar a su lado... o acaban en el mío.
La sonrisa que adornaba los labios de Lilith desde hacía ya un rato, comenzó a ensancharse.
—Las guerras se ganan con soldados, y las almas condenadas y desesperadas por algo de piedad, son de los mejores —sentenció él, dando otro largo trago del contenido en su vaso.
—¿Guerras?
Los ojos felices de la mujer centellearon.
—Algún día recuperaré lo que es mío.
—Eres malo.
—Eso dicen.
Y Lucifer sonrió, altivo.
Ella se largó a reír, tumbándose bocarriba en la gran cama, desparramando su rizada melena por ella. El Diablo se aproximó e hincó una rodilla ante la mujer, quedando sus rostros a la misma altura.
—¿Sabes? Tengo que decirle a Dantalion que deje la receta de esto tirada por algún lugar de la Tierra para que los humanos la encuentren.
—Un solo sorbo de eso mataría a cualquier mortal, Luci —respondió esta entre risas. Él inspeccionó con detenimiento el contenido del vaso, meditabundo—. Lo divertido sería que, una vez lo probaran, sus cuerpos y mentes les pidieran más.
Los ojos negros del Diablo le dedicaron una gran y orgullosa mirada.
—Eres mala.
—Eso dicen.
Ambos rieron con ganas. Lilith rodó sobre la cama, presa de una idea repentina, y se apoyó en ambos codos. Entonces sonrió como nunca.
—Y... ¿por qué no la subes tú mismo?
Una ceja se arqueó en el perfecto y hermoso rostro del Ángel Caído. Sus labios se curvaron en una ladeada sonrisa.
—Adoro como piensas.
La mujer alzó la barbilla con suficiencia.
—Por eso soy tu mejor amiga y quien te ayuda a gobernar a esta panda de idiotas —añadió, soberbia y sonriente.
Una risa brotó de Lucifer mientras se ponía en pie, apuraba el vaso y se dirigía a su armario para vestirse. Sintió unos ojos recorriendo su espalda, y supo lo que la mujer anhelaba sin necesidad de prestar atención a los sentimientos que flotaban a su alrededor. Levantó la cabeza para mirarla por encima del hombro, y sonrió.
—Vístete, Lil. ¿O es que quieres que esos humanos fallezcan en cuanto sus ojos se encuentren con la belleza de tu cuerpo desnudo?
Esos ojos carmesíes brillaron de asombro y alegría.
—¿Me llevarás contigo? —preguntó ilusionada, pues no había vuelto a pisar la Tierra desde su breve estancia en el Mar Rojo. En una tierna y familiar sonrisa, el Diablo asintió. Y Lilith dio un gritito de felicidad, alzando los brazos. Pero entonces se arrodilló en la cama, curiosa—. ¿Cómo vamos a hacerlo? Yo no puedo salir con tanta facilidad ni estar largos periodos de tiempo fuera.
Lucifer observó el anillo en su mano izquierda con ligera superioridad.
Cuando le abrasaron la piel con ella, eran conscientes de los efectos que la plata del Cielo tendría en él. Pero en lo que quizá nunca pensaron, es que eso podría convertirse en un arma de doble filo. La plata del Cielo y su amplio abanico de posibilidades, eran algo muy especial.
Algo, que usar en su propio beneficio.
Echó un vistazo a los demonios magos y hechiceros que se divertían a lo lejos. Y sonrió.
—Yo me encargo.
Esa noche, el Diablo y la primera mujer usaron la Tierra como su lugar de diversiones.
Esa noche, fue la primera de muchas.
Sucedió algo curioso, y en parte puede que esperado.
Y es que, con el paso de los milenios, Lucifer fue acomodándose en su trono y su reinado ahora recuperado, pleno y poderoso. Por lo que la idea de otra rebelión que trajera consigo una guerra que les debilitara de nuevo, después del fracaso de la primera que todavía pesaba sobre sus hombros, fue aposentándose poco a poco en un olvidado rincón de su cabeza.
Lo bueno era que a nadie parecía molestarle esa decisión. Pues por todos era sabido que al principio le movían la sed de venganza y el poder, y en parte así seguía siendo. Pero Lucifer había conseguido aquello que les prometió, hacer de su tortura y castigo un Reino. Uno muy grande y poderoso. Así que, ¿la guerra tardaba en llegar? ¿Puede que ni siquiera llegara?
¿Y qué?
Tenían su propio lugar en el mundo, sin inhibiciones ni prohibiciones, donde podían hacer todo aquello cuanto les plazca. Para los demonios el Infierno comenzó a ser su lugar favorito, su hogar. Y aunque puede que no del todo para Lucifer, este se sentía verdaderamente un Rey al fin, y estaba seguro de que eso hacía que los dientes de algunos rechinaran rabiosos.
Así que disfrutaba con esa pequeña victoria.
Por supuesto, jamás olvidaría todo lo vivido. Todo el sufrimiento que le había sido otorgado, todas las culpas y todo el desprecio que cargaba a sus espaldas y sobre su nombre. Él sabía que algún día volvería a alzarse, pero mientras tanto, disfrutaba de la paz en el Infierno.
Qué ironía.
Reyes, príncipes, duques y demás demonios, todos estaban más que satisfechos de la libertad que un ancho y cómodo Infierno, y un benévolo Rey para con ellos, les otorgaba.
Todos, menos Eligos.
El gran Duque del Infierno tamborileaba sus dedos con impertinencia sobre el apoyabrazos del sillón en el que estaba sentado frente a una hoguera, observando como esa panda de vagos que eran sus hermanos bebían, retozaban o reían sin hacer nada más. Sin esperar nada más. Algunos se marchaban a la Tierra, invocados por humanos ignorantes y desesperados, como si fueran sus malditos sirvientes. ¿Es que había pasado de comandar sesenta legiones de demonios a sesenta legiones de pusilánimes? ¿Había sido liberado de su encierro para ser testigo de esa decadencia? Él, que conocía el arte de la guerra y todos sus secretos, a quien se le había prometido saciar su sed de ella, que conocía el futuro y sabía que esa guerra terminaría por suceder.
Porque de lo que también era conocedor, era de la profecía.
Cuando su mente le atizó con un seguido de imágenes rápidas, necesitó de unos cuántos segundos para interpretarlas como siempre le sucedía. Pero lo vio claro.
Azrael, encolerizado, arrancaba las páginas de un libro como si uno de los suyos le hubiera poseído. Y entonces lo vio, el párrafo.
La profecía.
Se guardó la información que acababa de ver para sí mismo, porque comprendió que tenía una oportunidad. Un hueco por el que colarse y lograr aquello que deseaba, aquello que sabía que tenía que suceder.
Pero también sabía que el futuro era un camino caprichoso y cambiante a voluntad del dueño. Y este, la mayoría de veces encerrado en sus aposentos, no hacía más que retozar en la cama con la lujuria y el pecado como compañía, instruirse con cientos de enseñanzas enfrascado en libros que para nada servían, organizar fiestas en honor a sus fieles y hermanos, y viajar a la maldita Tierra una y otra vez acompañado de esa víbora únicamente en busca de conceder favores.
¡Él! ¡El señor del Infierno! ¡Un puñetero Rey de reyes!
Eligos mordió tanto el interior de su mejilla que la sintió sangrar.
Oh, ese óxido sabor, cuánto anhelaba tan siquiera probar una gota del icor enemigo.
Paladeó su propia sangre y se dio cuenta de que sus dedos se estaban aferrando al cuero del sillón, casi desgarrándolo. Lo único que le mantenía tranquilo era que, si seguía visitando la Tierra, por suerte la profecía seguiría su curso. Pero hasta eso había dejado de hacer últimamente. Y el Duque no aguantaba más. Tenía que lograr de alguna manera que Lucifer volviera a subir allí arriba más a menudo y a toda costa, hasta que se topase de frente con el destino.
Le asqueaba la idea de que el Diablo pudiera enamorarse, le hacía incluso perder algo más del poco respeto que ya le tenía ante tanta calma y docilidad. Pero si ese sacrificio era necesario para que la guerra se alzase, que así fuera.
Se puso en pie, harto de la situación, y se dirigió a los majestuosos establos en un paso lento debido a su pronunciada cojera, intentando serenarse en el camino. Una vez allí, tras comprobar que el resto de animales como el camello de Paymon o su propio caballo estuvieran bien, se dedicó a asear y cepillar el pelaje negro como el carbón del hermoso y enorme animal de ojos níveos. Tan solo por el hecho de hacer algo y poder sentirse útil. Fue consciente de que eso no había sido su mejor idea cuando se dio cuenta de que, desde allí, tenía una perfecta panorámica de la gran biblioteca.
Sentado sobre la mesa, con sus brazos rodeando la pierna derecha y manteniendo la rodilla pegada a su pecho, Lucifer escuchaba atentamente a su amigo y ocasional amante Paymon, apoyado a su lado. Al Diablo le encantaba nutrirse de conocimientos que para nada le servirían según Eligos, y el Príncipe era todo un experto en las artes, ciencias, filosofías y enseñanzas secretas. A su alrededor se congregaban Baal y Belcebú sentados en el suelo, Belial ojeaba por encima un libro similar al de Paymon mientras le prestaba atención, apoyado en uno de los inmensos estantes, y Lilith se servía una copa de licor sin despegar los ojos de la escena, sentándose después sobre la mesa contraria con las piernas cruzadas y los pies desnudos. Estuvo a punto de vomitar cuando vio la tierna mirada que el Príncipe le dedicó a su amada Lilith, a pesar de que esta siempre se negaba a sí misma el corresponderle, aunque apreciara su cariño.
Lo que le faltaba, que se debilitaran con absurdas vulnerabilidades.
Eligos tembló de rabia y apretó los puños de tal forma que desquebrajó el cepillo entre sus manos.
Ninguno. Estaba. Haciendo. Nada.
Nada de provecho, nada que les sirviera para que su Rey liderara la ansiada guerra con la que recuperaría aquello que le pertenece, nada que les hiciera conquistar el Reino de los Cielos.
Absoluta y completamente nada.
Por mucho que a veces aprendieran y practicaran enseñanzas de batalla y técnicas de guerra y combate, nada de eso servía si nadie estaba dispuesto a ponerlas en práctica. Porque por supuesto era mucho mejor sentarse a escuchar al charlatán de Paymon en lugar de mover el trasero para hacer algo digno de quienes eran. Al fin y al cabo, tenía que reconocerle la oratoria al Príncipe por la que siempre terminaba siendo escuchado, pues eso era una cualidad que todos los demonios y su Rey siempre poseyeron. Pero Paymon no lo hacía para manipular, si no con honesta y sincera intención de compartir toda enseñanza que conocía, a todo aquel que quisiera escucharle.
Eligos resopló con hartazgo. Ahora parecía que los demonios ya ni siquiera sabían hacer aquello que mejor se les daba: manipular.
Sus ojos se abrieron de par en par y el maltrecho cepillo cayó de sus manos, destrozándose contra el suelo.
Porque puede que toda esa amalgama de inútiles hubiera dejado a un lado u olvidado el arte de la manipulación.
Pero él no.
Clavó sus pupilas en Lucifer, quien reía despreocupado, y entonces sonrió.
Sonrió, porque en su interior se sentía como si ya hubiera ganado.
Con sus nudillos golpeando la madera de un estante en un par de toquecitos, Eligos consiguió que Lucifer despegara la cabeza de las páginas del libro que parecía estar leyendo. Ahora a solas en la biblioteca, el Diablo estaba sentado en una de las sillas con el libro descansando en la mesa frente a él, con una copa de licor ambarino a su lado, y sonrió cuando vio al Duque de pie, junto a una de las librerías.
—Perdone la interrupción, Majestad —dijo este, compungido. Señalo el libro en su mano derecha—. Tan solo venía a dejar esto en su sitio.
Lucifer sonrió con calma.
—No te disculpes, Eligos, esta biblioteca se diseñó para que todos disfrutáramos de ella.
El mencionado asintió agradecido y se encaminó al estante correcto mientras el Ángel Caído retomaba su lectura. El Duque le miró de soslayo tras dejar el libro. Observó su atuendo. Las túnicas habían quedado rezagadas eones atrás en el tiempo, pues tras sus salidas a la Tierra, el Diablo empezó a adoptar su vestimenta al mundo humano para pasar medianamente inadvertido. Y aunque no estuviera en él, se había traído esos ropajes consigo.
Hasta en eso había sido irrespetuoso, dejando quién era tan atrás que el Duque dudaba que algún día pudiera recordarse a sí mismo.
Un elegante y caro pantalón de traje, con un chaleco entallado que enmarcaba su corpulenta figura y del que colgaba una cadena plateada desde uno de los botones hasta el bolsillo del mismo, acompañado de una camisa pulcra y lisa, con un par de botones cercanos al cuello desabrochados y remangada hasta los codos. Todo de un color negro y oscuro como su propio cabello ondulado que mantenía largo por las clavículas, y que ahora recogía en una pequeña y muy corta coleta baja. Y, aun así, siempre escapaban algunos mechones que caían por los lados de su rostro.
Hasta su pelo no era dócil. Todo en él gritaba no serlo. Porque Lucifer no lo era, y lo que tampoco era, es imbécil.
Pues, al fin y al cabo, el Diablo sabe más por viejo que por Diablo.
—Qué ocurre, Eligos —masculló sin despegar los ojos del libro, sabedor de las furtivas miradas del Duque.
Este se encogió de hombros de manera distraída y se volvió hacia él, caminando hasta apoyarse en la mesa. Lucifer sabía que el demonio se avergonzaba ligeramente de su cojera irreparable, provocada durante el encierro de Salomón, así que no miró su pierna ni una sola vez. A diferencia de otros demonios que sí lo hacían con descaro, e incluso se burlaban. Y el Maligno siempre les castigaba por ello. Eligos rascó su nuca con nerviosismo, y por primera vez rezó para que Lucifer no supiera que estaba fingiendo.
—Tan solo quería daros las gracias por liberarnos, Majestad —dijo el Duque jugueteando con un mechón de pelo largo y lacio, de un blanco grisáceo como una nube.
Lucifer sonrió sincero, observando el rostro joven y aniñado del demonio, que le observaba con esos dos ojos de un color tan intenso como el del zafiro.
—No tienes por qué darlas. Tenía que hacerlo, era mi deber.
Eligos asintió agradecido de nuevo antes de darse la vuelta con intención de salir de la sala abierta.
—Supongo que no eres tan horrible como te pintan —comentó risueño, girándose. Una risa queda por parte de Lucifer fue su respuesta, que sonrió en señal de agradecimiento mientras se llevaba la copa a los labios. Y volvió a darle la espalda—. Puede que Azrael tenga razón al ir diciendo por ahí que consiguió domarte.
El demonio escuchó como el cristal estallaba a sus espaldas.
Sonrió.
Y su rostro cambió a una mueca de preocupación antes de volverse hacia Lucifer.
—¿Qué ocurre, Majestad? —farfulló con una muy bien actuada sorpresa.
El rostro del Ángel Caído era un completo cuadro donde la rabia y el odio se mezclaban en una batalla campal. Sus iris brillaron como dos rubíes en llamas. La tensión de su mandíbula hizo que a Eligos le recorriera un ligero temor por su cuerpo, empezando a replantearse si había sido una buena idea.
O si iba a pagar su furia con él.
Lucifer se puso en pie como si hubieran aparecido clavos en punta repentinamente en su asiento. Fue entonces cuando Eligos se dio cuenta de que la mano con la que había hecho estallar la copa moldeada en el Infierno, estaba sangrando.
—Qué coño has dicho.
Esa voz susurrante le hizo temblar. Parpadeó un par de veces y abrió la boca, pero no logró decir demasiado. Tomó aire y le enfrentó, dispuesto a continuar con su farsa.
—Pensé que... pensé que ya lo sabía.
Lucifer se aproximó hacia él a pasos rápidos, lo tomó por el cuello con su mano ensangrentada y estampó la espalda del demonio contra una de las librerías.
—Qué es lo que dice de mí —siseo entre dientes.
Eligos tembló, comenzando a arrepentirse. Pues con ellos el Diablo podía ser benevolente, a menos que perdiera los estribos.
Entonces les recordaba quién era el Rey.
E incluso así, viendo que su vida peligraba como consecuencia de haber desatado la furia del Mal, decidió continuar.
—Sabe... sabe de sus salidas a la Tierra. —El demonio tragó saliva—. Se burla de que haga tiempo que no lo hace, de que antes simplemente fuera a consumir y corromper almas y ahora hasta les haga favores...
Los largos dedos del Diablo se clavaron en torno a su cuello, asfixiándole e impidiéndole hablar.
—Que se volvió dócil gracias a él, porque Miguel y él le desterraron...
Lucifer se apartó de él antes de pagar su furia con el demonio, lanzando el escritorio contra los estantes plagados de libros. La rabia inundo su cuerpo inmortal en milésimas de segundo, haciendo que sus ojos refulgieran en un rojo fuego que parecía tener vida propia. Rugió y arrancó una de las altas librerías con sus propias manos. El estruendo de esta al impactar con el suelo hizo eco en cada rincón del Infierno. Ningún demonio se atrevió a asomar su cabeza por allí para ver qué estaba sucediendo. Todo bajo la atenta mirada de Eligos, que pasó de temer, a no perderse un solo detalle de lo que sus palabras habían provocado.
El Diablo jadeó exhausto e iracundo, y clavó sus iris escarlatas en el Duque.
—Júrame que lo que dices es cierto, Eligos —gruñó, su cuerpo temblaba de ira—. Mírame a los ojos y júrame que no me estás mintiendo y que ese bastardo se vanagloria humillándome.
El rostro del demonio se tiñó de indignación.
—¡Jamás haría tal cosa, Majestad! —gritó con ofensa. Eligos hincó una rodilla en el suelo como señal de respeto, agachando ligeramente la barbilla con humildad—. ¿Cómo podría si quiera mentirle tras haberme liberado de mi cautiverio, mi Señor? Le juré lealtad igual que le juro en este instante, con la mano sobre mi pecho, que mis palabras son ciertas. Y que me arranquen la lengua si miento.
Ni Judas se atrevió a tanto.
Sonrió para sus adentros, confiado en su futuro y en saber que muy difícilmente la verdad saldría a la luz.
Lucifer, absorto en su propia vorágine de ira, ni siquiera fue capaz de ver el embuste antes sus ojos. Pues ni aun pintándolo en inmensas letras frente a él, el Diablo podría ver más allá de la rabia que le agujeraba el pecho, consumiéndole cualquier rescoldo de cordura. Y dando por veraz esa información sin tan siquiera pensar sobre ello unos segundos más, salió del lugar hecho una furia, convirtiéndose en un borrón ante los ojos de Eligos.
Este sacó un pañuelo de seda de un bolsillo interior de su armadura negra hecha a base de piezas de cuero y pieles, y limpió la sangre que el Diablo había dejado en su cuello.
El rostro consternado de Eligos fue convirtiéndose, poco a poco, en una amplia, soberbia y ladina sonrisa.
Lucifer entró a toda prisa en su estancia, azotando con violencia las puertas a sus espaldas, sobresaltando a Lilith en el proceso. La joven mujer levantó la cabeza de su cuaderno de dibujo en el que estaba concentrada, el cual tenía sobre sus piernas cruzadas, sentada justo en el centro de la inmensa cama. Observó con asombro como el Diablo deambulaba de un lado para otro como una bestia enjaulada, farfullando en lilim a tal velocidad que apenas era perceptible descifrar algo de lo que estaba diciendo.
—¿Luci? —murmuró, pero este no hizo caso. Sospechó incluso que ni si quiera había advertido su presencia. Sus pupilas se posaron en la sangre seca de su mano y en la herida que ya empezaba a curarse por sí sola.
Fue entonces cuando hizo el cuaderno y el carboncillo a un lado, y se puso en pie con presteza.
Detuvo sus frenéticos movimientos y posó ambas manos en sus mejillas, intentando infundirle algo de calma con sus gestos.
—Lucifer, basta —susurró. Los ojos del mencionado se movían por toda la estancia. Lilith le creyó preso de algún delirio. Unió su frente a la de él, sintiendo como su jadeante y furiosa respiración empezaba a acompasarse con la suya—. Calma, Luci. Por favor.
En los aposentos del Rey del Infierno se hizo un silencio casi palpable.
Este abrió los ojos, y la mujer pudo ver cómo el bermellón de los mismos se hacía cada vez menos presente, hasta dejar paso a su negro habitual.
—¿Qué ha pasado?
Pero no respondió. Solo cerró los ojos unos momentos y los abrió de nuevo segundos después.
—Nos vamos a la Tierra —siseó mirándole fijamente.
Como si esas palabras fueran un grito de auxilio, una búsqueda de aliento.
Lucifer se asfixiaba.
Y Lilith no dijo nada.
Porque esas simples palabras bastaron, porque le conocía. Tras milenios a su lado, sabía lo que ese hombre que se había convertido en su mejor y único amigo podía necesitar con tan solo unas pocas palabras y una mirada.
Y por todas y cada una de esas veces que él le había facilitado las cosas a ella. Por intentar hacerle una vida cómoda dentro de ese castigo absurdo con el que ella cargaba en sus hombros. Por ayudarse mutuamente desde el inicio de los tiempos en este su Infierno.
Porque solo ella sabía que a Lucifer le atrapaban los malos sueños al cerrar los ojos en ese trance de vigilia parecido al descanso nocturno de los humanos, en unas pesadillas de las que apenas lograba deshacerse tras despertar y volver a la realidad.
Porque solo ella había intentado limpiarle esas lágrimas al borde de sus ojos que aparecían justo después. Esas lágrimas que, tras levantar la cabeza de forma altiva, nunca se permitía derramar.
Porque solo ella sabía todo lo que el Ángel Caído arrastraba consigo desde que le torturaron y expulsaron del Reino de los Cielos.
Por todo eso, Lilith tan solo le devolvió la mirada, sonrió con ternura y cariño, y asintió con firmeza.
—Nos vamos a la Tierra.
Con ojos brillantes y una victoriosa sonrisa elevando las comisuras de sus labios, Eligos los vio partir. Se aseguró a conciencia de que su Rey y esa ramera que este tenía por amiga habían dejado este plano para cruzar al terrenal, y cuando así fue, un tembloroso y aliviado suspiró salió de él.
Al fin. Al fin los engranajes de la maquinaria empezaban a funcionar. Y a veces se debían a piezas pequeñas pero fundamentales como él.
Existía la posibilidad de que ambos regresaran sin que nada hubiera sucedido, pero en su interior lo sentía. Su don le advertía de que algo estaba por suceder.
Sin que su cojera se lo impidiera con gran dificultad, Eligos trepó por una de las piedras hasta quedar subido en el desfiladero. Era la única forma de acceder a los aposentos de su Rey cuando este no estaba, pues lo tenían expresamente prohibido. Observó el trono a sus espaldas y se permitió mirarlo de forma altiva y con ligero desdén.
—¡Compañeros! —rugió, llamando la atención de todos ellos—. Nuestro Rey me ha ordenado que os advierta. ¡Me ha ordenado que nos preparemos!
Los ojos curiosos de los demonios se congregaron bajo él, siendo cada vez más a medida que iban reuniéndose. Paymon miró a Balaam y a Aim con el ceño fruncido, pues ambos se encontraban a su lado observando expectantes lo que acontecía ante ellos. Al primero le extrañó no ser conocedor de aquello que su compañero les decía.
Pero henchido de poder y soberbia al verse por encima de todos ellos, Eligos esbozó una escalofriante sonrisa.
—Os pongo en sobre aviso y os advierto para que empecéis a prepararos. —Sus ojos brillaron, sedientos de guerra y venganza. Algunos de los presentes se miraron entre sí—. La conquista del Reino de los Cielos podría estar a punto de empezar.
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