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Epílogo

En manos de Dios, a cualquier mínima y sencilla tarea le dedicaba una precisión de orfebrería. Con movimientos hábiles, pulcros y decididos, terminó de pegar el cuero algo rugoso al cuaderno y ajustó la última esquina de oro bajo la atenta mirada de un joven Samael. Dios observó a su hijo, que tensaba el cuero para que quedara perfecto, y con una sonrisa dio el trabajo por zanjado. Samael palmeó sus manos entre sí, sacudiéndolas, y se cruzó de brazos sobre la mesa.

—Entonces... ¿ya está?

Dios arqueó las cejas y admiró el cuaderno sobre la mesa.

—Casi —apuntó, tomando la pluma del tintero de oro—. Tan solo falta una cosa más.

Con pulso férreo y precisión, escribió letra por letra sobre el cuero en una perfecta caligrafía. Samael estiró el cuello para ver más de cerca como la tinta de oro secaba sobre la superficie y se grababa eternamente en ella. Dios miró a su hijo y este, frunciendo los labios, asintió en un gesto seguro, dándole su aprobación con una divertida mirada.

—¿Y el cuaderno nos advertirá sobre el futuro?

—Así es —afirmó su Padre, antes de soplar sobre la tinta. Una débil luz recorrió el Cuaderno de Profecías hasta que se apagó al adentrarse en él y perderse entre sus hojas. Samael parpadeó perplejo—. En un lugar donde el futuro es incierto y el destino se encuentra en vuestras manos, nos vendrá bien tener algo que anticipe aquello que sea de importancia.

Su hijo abrió la boca en una «o» ciertamente entrañable en su rostro joven, enmarcado por un pelo negro como la noche y largo a capas hasta el mentón. Dios observó cómo se ondulaba con rebeldía y se movía cuando ladeó la cabeza, asombrado. Se señaló a sí mismo.

—¿Nosotros también?

Asintió una vez más.

—Todos mis hijos, humanos o no, construirán su camino en base a sus decisiones y tendrán la libertad de elegir qué desean hacer con sus vidas.

Las cejas de Samael se fruncieron sobre su mirada, ensombreciendo el vivo color azul de sus ojos despiertos.

—Pero... si hay normas que limitan y coartan nuestros deseos y voluntades, ¿qué libertad es esa?

Demasiado despiertos quizá.

—Las normas aportan estabilidad, Samael. Sirven para mantener un orden.

—Y también sirven para mantener controlados a quienes las siguen.

Los ojos de Dios volvieron a recaer en su hijo cuando aquella frase escapó de él de manera incontrolable.

—Existen para delimitar un bien y un mal, hijo. —Aquella vez, la rectitud en su voz sonó algo más elevada de lo normal—. No puede haber decisiones sin consecuencias, sean estas buenas o malas. Os permite alejaros o acercaros a mí, eso es lo que debéis decidir.

—¿No es el bien y el mal meramente una cuestión de opinión?

—Es una cuestión de principios.

Samael volvió a fruncir el ceño, su mandíbula se tensó ligeramente.

—Pero es... subjetivo e injusto —insistió, con la mirada perdida en la robusta mesa de madera bajo sus brazos—. ¿Por qué debería alejarnos de ti que nuestros principios sean diferentes a los tuyos siempre y cuando no afecten a terceros? ¿Y si mi libertad y mis deseos van más allá de lo que a juicio de otros es correcto? ¿Merezco acatar las normas y ser infeliz entonces? ¿Quién decide lo que entra dentro del bien o del mal?

—Yo lo decido, Samael.

El silencio cortó el ambiente con afilada incomodidad. Samael se mordió los labios y parpadeó, apartando la vista. Pero no agachó la cabeza.

—Tiene... tiene razón, Padre, es su decisión. Y por ello ya es perfecta —su voz sonó estrangulada—. ¿Cómo serán las profecías?

Dios sabía que no estaba bien tener favoritismo entre sus hijos, en su interior sentía que no era lo correcto, pero tampoco podía evitarlo. Al instante en que creó a Samael en aquel mismo taller, supo que había alcanzado el umbral de la perfección y que difícilmente repetiría una obra maestra como él. Se dio cuenta más tarde de que, precisamente eso, podía ser su mayor error. Porque si algo le agradaba de su hijo era su capacidad de razón, de pensamiento. Samael pensaba por sí mismo a diferencia de la mayoría de sus hermanos, que no se cuestionaban ni una sola de sus órdenes o reflexiones. No, el Portador de Luz había demostrado ya en un par de ocasiones tener voz y opinión propia. Y, aunque le enorgullecía, sabía que aquello era peligroso.

Exhaló con lentitud y una sincera sonrisa.

—Bueno, no habrá que tomarlas al pie de la letra y pensar en todas sus posibilidades —advirtió, siguiendo el cambio de tema de su hijo, a quien le sostuvo con firmeza la mirada. Solo Samael era capaz de hacerlo, y ni siquiera él mismo parecía consciente de ello—. No todo es siempre lo que parece ser.

Su hijo asintió despacio y supo que, a pesar de haber guardado silencio tras cuestionar sus palabras, aquello se instalaría en algún lugar de su mente. Lo conocía bien.

Cuaderno en mano, Dios se puso en pie y señaló con el mentón el exterior del Taller de Creaciones.

—Vamos, acompáñame. Quiero enseñarte algo.

Samael obedeció y caminó a su lado, nunca tras sus pasos. Siguieron el camino empedrado entre los prados hasta los confines del Reino y en su paseo se cruzaron con otros de sus hijos. Miguel recriminó al joven cuando este tironeó con suavidad de un mechón de pelo de Remiel a modo de broma y esta le sacó la lengua y pellizcó su brazo. Samael puso los ojos en blanco y refunfuñó un «aburrido» en dirección al mayor de sus hermanos. Continuó junto a su Padre hasta que llegaron al Jardín.

Bajo un frondoso y joven manzano del que todavía no habían nacido sus frutos, una pareja humana aguardaba la visita que habían estado esperando. Con orgullo, y puede que una pizca de soberbia, Dios puso una mano en el hombro de su hijo y señaló a la pareja.

—Te presento a Adán y a Lilith, hijo, los primeros humanos. De ellos dependerá todo.

Dios pudo apreciar como a Samael parecía importarle bien poco la presencia de Adán, a quien estrechó su mano con indiferente cordialidad y dejó con la palabra en la boca cuando el hombre lo saludó, pues su mirada se había puesto desde un principio en los orbes miel de la primera mujer. Esta cambió su expresión hastiada cuando apartó los ojos de su marido y los puso en Samael. Ni siquiera disimuló el descarado escrutinio al que sometió al favorito de sus hijos. Una sonrisa curvó sus labios al instante y, como si de un reflejo se tratara, Samael la imitó en un gesto inconsciente. Tomó la mano de Lilith y besó el dorso de la misma con especial lentitud y delicadeza, sin apartar la mirada de sus ojos un solo instante.

—Un placer conocerla.

—Puedo decir lo mismo.

Adán tragó saliva. Apretando los dientes, agachó la mirada. Para Dios no pasó inadvertida su impotencia, pero estaba ocupado al sentir su mente y su cuerpo embargado por sensaciones demasiado nuevas. De manera imperceptible para ellos, el Cuaderno en su mano vibró con suavidad y lo abrió, fingiendo no darse cuenta de lo que ante sus ojos se desarrollaba. Contuvo el aliento cuando la tinta manó de la primera hoja.

«La rebelión llegará en la más hermosa de todas sus formas».

Cerró el Cuaderno al instante y la rectitud se apoderó de sus hombros.

—¿Está todo bien, Padre?

Dios sonrió, admirando las hermosas facciones de su hijo cinceladas en una efímera mueca de preocupación. Asintió con total y absoluta tranquilidad, disimulando el doloroso pinchazo que perforó el centro de su pecho y que le dejó un amargo regusto en su boca.

—Todo está perfectamente, mi querido Samael.

No debería haberle supuesto ninguna sorpresa.



Hell's Kitchen, Manhattan, Nueva York. Noviembre de 2022

—Me temo que voy a tener que cobrarle este favor, señora.

La señora Mackenzie ladeó la cabeza y entrecerró los ojos unos segundos. Acto seguido, golpeó el hombro de Samael con su bastón a modo de regaño y este se carcajeó, cambiando la expresión de su rostro por uno más amable. El antaño Diablo tuvo que admitir mentalmente que, aún a sus setenta y nueve años, la mujer tenía bastante fuerza.

—¡Era broma, era broma! —exclamó, dejando las bolsas de la compra sobre la encimera de la cocina y alejándose unos pasos antes de que la anciana volviera a arremeter contra él—. ¿Ya está todo? Compruebe si es así y, de necesitar algo más, no dude en llamarnos a Kailan o a mí. ¿De acuerdo?

—Tranquilo, hijo. Seguro que todo está perfecto como siempre —aseguró la mujer, aproximándose a un armario del recibidor—. ¡A ver si arreglan ya el ascensor!

Samael rio.

—Están en ello, y ya sabe que no me importa hacerle la compra. Le dejo una tarjeta de todas formas, por si necesita cualquier otra cosa —añadió, sacando una tarjeta de su billetera y extendiéndola sobre el mueble del recibidor.

El grabado de «Fundación Herrera» resaltó sobre el fondo blanco con sus tonos dorados, y su nombre y su número de teléfono reluciendo del mismo color bajo este. No podía evitar sonreír con cierto orgullo cada vez que lo veía.

La mujer se aproximó hacia él con una bufanda de lana negra entre sus manos que, sonriente, dejó alrededor de su cuello.

—¿Pero qué...? ¡Señora Mackenzie no era necesario!

—Bobadas, adoro tejer —dijo, quitándole importancia mientras se dedicaba a abrigarlo con cariño, guardando la bufanda en el interior de su abrigo negro—. Es en agradecimiento y no acepto réplicas. Y por favor, llámame Mary, como siempre.

Samael cerró la boca a punto de hacer exactamente eso: replicar. Sonrío agradecido, acariciando la prenda que calentaba su cuello. Dio un vistazo a la ventana, por donde veía los débiles rayos de sol de la recién empezada tarde intentando calentar el frío ambiente sin demasiado éxito y agradeció el detalle. En cierta forma, Mary le provocaba ternura desde que Kailan y él compraron el ático del edificio y se mudaron allí. La mujer vivía sola, sus hijos parecían no acordarse de ella y desde que el ascensor se estropeó, apenas podía salir a la calle. Subir y bajar seis plantas ella sola, y con aquel clima invernal propio de la época azotando las calles, no era tarea fácil. Samael volvió anotarse mentalmente llamar al maldito servicio técnico para ladrarles que instalaran el ascensor nuevo de una vez por todas. No había extendido un cheque de quince mil dólares para nada.

—Muchísimas gracias, Mary —dijo con absoluta sinceridad y una sonrisa.

—De nada, hijo, de nada —respondió esta tomando su mano con cariño—. Y dile a tu novio que mañana por la tarde se pase por aquí. Su abuela y yo vamos a hacer tarta de manzana.

El ex Diablo fingió hastío mientras se encaminaba hacia la puerta, escuchando las risas de la mujer, la cual había demostrado más tolerancia que cualquier persona de su edad.

—Estupendo, otra semana más escuchándole hablar de sus maravillosas cualidades en la repostería y de lo nefastas que son las mías.

Mary rio de nuevo y le abrió la puerta.

—Gracias por todo, Sam, eres un cielo. Que Dios te lo pague.

—Casi mejor que yo deje a mi Padre tranquilo. —Este soltó una risita, mirando a la mujer, que frunció el ceño sin entenderle. Samael sacudió la cabeza, parpadeando un par de veces—. Era... era otra broma, olvídelo.

Se despidió de la señora Mackenzie, que murmuró algo sobre «el sentido del humor de estos jóvenes de hoy en día» y bajó las escaleras del edificio a paso ligero. Cuando salió a la calle tras esquivar las calabazas de Halloween que decoraban la portería, refugió sus manos en los bolsillos del largo abrigo y agradeció de nuevo la bufanda en su cuello. Esa mujer sí que era un ángel.

Dio un vistazo hacia arriba y sonrió a Valerie que, apoyada en el alfeizar de la venta de su habitación desde el séptimo piso, tenía un libro de texto y un cuaderno en su regazo y parecía más dispuesta a distraerse con los transeúntes que recorrían las aceras que en hacer los deberes.

—¿Vas a por Kailan? —gritó hacia abajo, cerrando un ojo para poder verlo mejor por culpa del sol.

Samael asintió.

—Quiere ir a comprar no sé qué cosa antes de la cena.

Valerie se llevó su mano izquierda a la frente y la utilizó a modo de visera.

—¡Vale! Pero no tardéis demasiado, no me hago responsable del enfado de la abuela si la comida se queda fría.

Con cierto temor, Samael se pasó una mano por su pelo suelto, algo más corto de lo que siempre lo llevó.

—Lo que me faltaba es que tu abuela me odie más todavía.

La pequeña de los Clark se carcajeó.

—¡No te odia! —aseguró, aunque después frunció los labios en gesto dubitativo—. Al menos ya no se santigua cuando te ve.

Y quien lanzó una carcajada esa vez fue el antiguo Rey del Infierno.

—Algo es algo —dijo, retomando su camino de nuevo calle abajo, en dirección al Gimnasio Herrera.

Kailan había utilizado el dinero que ganó en su último combate, más lo que consiguió vendiendo el apartamento de su familia en Brownsville, para comprarles un nuevo hogar mucho más grande y más cómodo, con un enorme comedor y amplias habitaciones y cuartos de baño. A pesar de que le había quedado dinero de sus ahorros tras dos años cautivo en Las Vegas, que no era una fortuna, pero si lo suficiente para poder vivir holgado y tranquilo, Samael impidió que lo gastara en parte del ático para los dos en el mismo edificio que su familia con el fin de estar juntos de nuevo. Estuvo de acuerdo en que usara parte de esos ahorros para comprar un gran local situado en la misma manzana y lo habilitara como el gimnasio con el que siempre soñó, y a pesar de que quiso ayudarle económicamente, Kailan no se lo permitió. Así que, como un pacto de iguales, Samael quiso ser él quien comprara el ático al completo y a nombre de los dos. En su origen eran dos viviendas que, tras una buena obra y su posterior reforma, se convirtió en una sola. Si algo tenía claro el que fue el ángel más bello de todos, era que iba a invertir muy bien la multimillonaria fortuna que había acumulado a lo largo de los milenios.

Fue de ello de dónde nació la Fundación Herrera, que tenía sede en un centro a unas manzanas de allí, entre su edificio y el Sullivans, dedicado a los mayores y niños de Nueva York en situaciones desfavorecidas y que Regina les ayudaba a regentar. Parte de la fundación eran también el gimnasio y la planta de oncología del hospital de Brownsville, donde Kailan recordaba perfectamente haber pasado los meses más tristes y amargos de su vida, y al que mensualmente donaban diez mil dólares.

Caminó felizmente por las calles de Hell's Kitchen, donde decidieron vivir a modo de broma por parte del chico, por supuesto. Samael tampoco se resistió demasiado, nunca podía si se trataba de Kailan. Una sonrisa se instaló en sus labios de tan solo pensar en él y, en cuanto abrió la puerta del gimnasio, esta se ensanchó. Ver al chico golpeando el saco con brutalidad le trajo vívidos recuerdos de su último combate en Las Vegas que tuvo el honor de presenciar y del que un gran poster de su victoria en él colgaba en el centro de la pared tras el ring. Le gustaba ver como en esa foto, que fue portada de muchas revistas deportivas y que un chico de Atlanta le envió para que pudiera tenerla, no solo Kailan aparecía, pues en su esquina y con algo de disimulo Brendan celebraba la victoria de su alumno.

Sonrió ante esa imagen de victoria absoluta. ¿Y el egocéntrico era él?

Recorrió con las pupilas el camino que trazaban las gotas de sudor desde el pelo del chico hasta su marcada y tensa mandíbula, tragó saliva cuando una en concreto le recorrió el cuello y se topó con su camiseta gris empapada. Carraspeó al sentir seca la garganta y aquello terminó por llamar la atención de Kailan, que detuvo el saco al instante.

Oh, por todos los demonios del Infierno, la sonrisa que siempre le dedicaba cuando lo veía aparecer merecía cada instante de aquel viaje en coche que ya era parte de sus recuerdos. Se juró a sí mismo crear una nueva religión que honrara a Kailan y en la que solo él pudiera creer y venerarlo como se merecía. Se haría Kailaniano... ¿Eso podía ser? El dueño de sus desvaríos se quitó los guantes a toda prisa y tomó su toalla del banco junto a la bolsa de deporte para secar su cara y su pelo. Samael decidió que esa toalla sería su equivalente a la sábana santa en la religión kailaniana. Se acabó, lo había decidido.

—Hola, mi amor.

«Bendito sea quién inventó el español con acento mexicano» pensó.

—Hola, pequeño demonio —dijo, quitándose el abrigo y dejándolo en uno de los bancos junto a la bufanda. Se acercó a él, remangándose el suéter y dando un vistazo al gimnasio aparentemente vacío—. ¿Estás solo?

Ocurría una cosa curiosa siempre que Samael aparecía ante sus ojos y era que Kailan perdía por unos momentos la capacidad del habla. Ya le pasaba cuando era Lucifer en toda su esencia, pero, si por un solo segundo pensó que su humanidad le arrebataría lo que era, el chico se equivocaba. Fue todo lo contrario. Que se acercara a él enfundado en ese suéter blanco que se ceñía perfectamente a su torso, con unos vaqueros a juego con sus ojos, con la nariz y las mejillas algo enrojecidas por el frío, lejano a esa aura oscura que desde hacía meses ya no ensombrecía su ser... le secaba la boca a cualquiera, a él el primero. Y Samael, en su absoluta y eterna soberbia, lo sabía y se aprovechaba.

—¿Qué quieres hacerme que necesitas que no haya público? —terminó por decir el chico, lanzando la toalla al banco.

Samael respondió con una carcajada.

—Lo digo porque teníamos que irnos y te veo entretenido, quiero lograr caerle bien a tu abuela y no lo conseguiré si llegamos tarde. —Le señaló a él, quien estaba riendo por sus palabras, y después al saco. Acto seguido puso una mano en su cintura y besó sus labios de forma breve pero necesaria. No duró tanto como le hubiera gustado, pero si se dejaba llevar no lograría su propósito—. Para lo otro siempre hay tiempo.

Una risita divertida y algo nerviosa escapó de Kailan mientras desenrollaba la venda en su mano izquierda.

—Tan solo hacía algo de tiempo hasta que vinieras —puntualizó—. He terminado antes el entrenamiento, para muchos de los chicos hoy también es día de estar en familia. Así que me doy una ducha rápida y nos vamos. ¿Y tú, Samael Heller? ¿Qué has estado haciendo?

El mencionado rio entre dientes ante la ironía de ese apellido al azar y que ya relucía en su documento de identidad. Gracias a Sully, y sorprendentemente también gracias a la agente Kingsley, ahora poseía de toda una historia y antecedentes familiares, convirtiéndolo oficialmente en Samael Heller, de treintaiún años, único heredero de la multimillonaria fortuna de su familia británica. Su madre murió en el parto y fue enviado a un internado hasta la mayoría de edad. Su padre, con quien nunca tuvo muy buena relación, había fallecido de un paro cardíaco mientras dormía hacía diez años, lo que le permitió al joven Samael de entonces mudarse a los Estados Unidos, matricularse en la universidad y empezar de cero.

Falso, pero sonaba bien, ¿verdad? Aunque lo de la mala relación con su padre tampoco era del todo mentira. Samael alababa la tremenda historia que Sean había armado en cuestión de un mes, con papeleo incluido. Y por su ayuda inesperada, ya no sabía si Kingsley estaba en el FBI, si se había trasladado a la DEA o si al final había resultado ser de la CIA y de todas las siglas pertinentes que se pudieran combinar con el abecedario completo. Lo último que sabía cuándo contactó con ella a través de un teléfono de prepago, tras recibir todo el papeleo de la nueva vida de Kailan, era que se había tomado una excedencia y disfrutaba en una hamaca del sol californiano de la costa oeste junto a su hermana. No pudo hacer más que alegrarse, se lo merecía.

—He estado en casa, en el despacho, revisando todos los preparativos de la gala benéfica para navidades —explicó, cruzándose de brazos mientras Kailan se deshacía del vendaje de la otra mano y sin dejar de mirarlo con una orgullosa sonrisa—. Se me ha echado el tiempo encima y había olvidado que tenía que hacerle la compra a Mary, así que he salido corriendo a hacerla y después la he llevado a su casa. Mira, me ha hecho una bufanda en agradecimiento.

Kailan rio con fuerza cuando el hombre señaló la prenda sobre su abrigo. Arqueó una ceja y después entrecerró los ojos, acercándose lentamente a él con mirada acusadora. Samael tragó saliva y apartó la vista, quedándose tieso como un pino.

—¿Seguro que has llegado tarde porque has estado con los preparativos de la gala y no porque después te has quedado viendo The Walking Dead?

Al antiguo Diablo se le aflojaron los hombros y agachó la vista como un cachorro regañado. Terminó resoplando y chasqueando la lengua.

—Ese cabrón del bate mató a Glenn, Kailan ¡A Glenn! —exclamó ofendido—. ¿De verdad creías que iba a poder aguantar hasta esta noche después de la cena? ¡Necesitaba saber qué demonios pasaba!

Kailan se llevó la mano al pecho y emitió un chillido ahogado.

—¡Te has visto un capítulo sin mí!

—¡Tú ya te has visto la serie, entiéndeme!

—¿Cómo has podido hacerme esto?

—Yo no quería, lo juro, pero ya sabes que lo mío es dejarme llevar por la tentación... y los capítulos se ponen solos cuando terminan ¡Ni siquiera tuve oportunidad de pensar en lo que estaba haciendo cuando ya había empezado el siguiente!

El chico mordió los labios para tragarse una carcajada ante los ojos verdaderamente asustados del que fue el, supuestamente, malvado Diablo.

—No sé cómo podré perdonarte... ¿Qué le voy a decir a los niños?

Perdido, Samael ladeó la cabeza y sus cejas se unieron en una mueca confusa que casi provoca que Kailan pierda su fachada y rompa a carcajadas en su cara.

—¿Qué niños?

—Paymon y Lilith, claramente —respondió, haciendo que el hombre ante él pusiera los ojos en blanco—. Tendré que irme del país y empezar de cero... quizá me mude a Grecia... podría montar un hotel en memoria de mi madre y cantar canciones de ABBA para menguar el dolor de esta ofensa.

Para entonces, los ojos de Samael se habían convertido en dos ranuras que lo aniquilaban. La vena del cuello le palpitó al tensar la mandíbula.

—Eres idiota, creía que te estabas enfadando de verdad —replicó. Entonces lo señaló con el índice—. Y es muy gay por tu parte hacer una referencia a Mamma Mía.

Kailan se quedó boquiabierto. De un segundo a otro saltó en brazos de Samael, que lo recibió entre encantado y sorprendido, y comenzó a besuquear cada centímetro de su rostro muy sonoramente.

—Vemos series juntos y al fin entiendes las referencias que hago. ¡Eres lo mejor que me ha pasado!

—Porque supongo que haberte salvado la vida es lo de menos.

—Minucias.

—Ya.

El corazón de Kailan siempre se aceleraba cuando veía formarse tenues y suaves arrugas en torno a los ojos del amor de su vida cada vez que este sonreía ampliamente. Todavía entre sus brazos, llevó una mano al pecho del contrario y sintió ese corazón que tanto amaba. Amaba hacer aquello. Latía igual de fuerte, sano y rápido que el suyo. La calidez de su humanidad le insuflaba años de vida. Acarició su pelo, perdiendo los dedos entre la oscuridad del mismo y unió su frente a la de él.

—Te quiero, mi portador de luz —susurró sobre sus labios.

—Yo también te quiero, mi pequeño demonio. Y lo haré hasta que el Infierno se congele.

Samael no dudó un solo segundo en besarlo como era debido, como solo Kailan se merecía. Se moría de ganas desde que había entrado por la puerta, no iba a negárselo mucho más, lo suyo siempre había sido pecar.

Nunca antes pensó que la sangre calentando sus mejillas y un corazón retumbando en su caja torácica se volverían sus sensaciones favoritas, pero lo confirmaba cada vez que saboreaba los labios y la lengua de Kailan. El chico jadeó contra su boca al sentir su espalda acomodarse contra la pared junto a la entrada de los vestuarios y aferró su agarre en el pelo de Samael para poder devorar sus labios con ahínco. El gruñido de este retumbó contra su boca y el chico sonrió en mitad del beso.

—¿No decías algo de no llegar tarde por mi abuela? —murmuró con picardía—. ¿O es que quieres estrenar el gimnasio... otra vez?

Las manos de Sam se amoldaron a su trasero a la perfección y pegó todavía más si era posible sus caderas, encajando perfectamente entre sus piernas. Sonrió ladino. Oh, estaba hecho a medida para él. Hundió la nariz en su cuello y se llenó los pulmones de su adorado aroma tropical, deslizando la nariz por el cuello del chico, viendo cómo se le erizaba la piel.

—Seguiré sin arder si reza un «Padre nuestro» más delante de mí, así que me lo puedo permitir —ronroneó haciéndole reír. Mordió su labio inferior para después lamerlo y besarlo una vez más.

—Lo siento, mi amor, pero tenemos cosas que hacer. —Kailan palmeó su hombro y saltó de sus brazos, provocando que Samael resoplara amargado con los ojos en blanco—. Cierra con llave, me voy a duchar.

—¿Y puedo mirar al menos? —preguntó mientras obedecía.

Lo había dicho en broma, así que la descarada sonrisa y mirada que Kailan le regaló apoyado en la puerta de los vestuarios, no la esperaba. El chico se quitó la camiseta y se la lanzó.

—Será mejor que te des prisa, el espectáculo privado está a punto de comenzar.

Mierda, se le había vuelto a secar la garganta.

Sabía que, de haber sido el Diablo, sus ojos habrían ardido en roja lujuria. Kailan rio entre dientes y salió disparado, perdiéndose entre los vestuarios. En sus labios se curvó una lobuna sonrisa.

—Al Infierno —gruñó divertido. Lanzó la camiseta a un lado y echó a correr tras sus pasos—. ¡No puedes huir de mí, pequeño demonio!

Sí, por supuesto que llegaron tarde. 



—No cabe, Kailan, te lo he dicho.

—¡Claro que cabe! ¡Ha cabido hasta ahora! Solo tienes que meterlo más.

—¡Es la postura, te lo estoy diciendo! Inclínate para ver si así...

—¡Empuja con ganas, Sam!

Cuando Henry asomó la cabeza por la puerta entreabierta, con el rostro desencajado y el corazón a mil, lo hizo porque de esos dos se esperaba cualquier cosa. Al verlos intentando subir un gigantesco árbol de navidad por las escaleras, suspiró algo más tranquilo y sus hombros se relajaron. Aunque no del todo.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó saliendo con intención de ayudarlos, a pesar de que no comprendía muy bien sus intenciones.

—Tú hijo se ha empeñado en comprar el árbol más grande del mercado —respondió Sam, apoyando el enorme abeto artificial en las escaleras cuando se quedó sin resuello. Henry supuso que subirlo seis plantas por las escaleras cargando esa monstruosidad de abeto era demasiada tarea incluso para él. Arqueó una ceja.

—¿Recordáis que estamos en noviembre?

—Sí, lo sé, papá. ¡Pero si no me daba prisa podía quedarme sin!

—¿Sin árboles de Navidad a un mes de la misma?

Samael puso los ojos en blanco ante el sinsentido del chico.

—¿Y qué más da? Jesús no nació el veinticinco de diciembre, para cuando Padre mandó a mi hermano Gabriel a que anunciara la llegada del Mesías, los pastores dormían al raso con las ovejas, de haber sido en invierno no...

La voz del hijo favorito de Dios se fue apagando a medida que el instinto asesino crecía en los ojos de Kailan. Boquiabierto, Henry contempló al primero con asombro.

—¿En serio? —preguntó con voz trémula. No podía evitarlo, desde que supo de quién se trataba su yerno quería saciar su curiosidad. Nunca había sido especialmente creyente, pero entonces no le quedaba otra alternativa.

Al menos partía con esa ventaja.

Temeroso y sin despegar la mirada de Kailan, Samael se encogió de hombros.

—Lo... lo pone en la Biblia... para algo que es cierto...

Escuchó como los dientes de Kailan rechinaban entre sí y se acercó peligrosamente hacia él, bajando un par de peldaños para tenerlo cerca, a muy poquitos y peligrosos centímetros. A Henry le asombró ver al que fue el Diablo retroceder un escalón, aterrado por el chico.

—Cómo se te ocurra romper las ilusiones de mi hermana diciendo eso de la Navidad...

—¿Se puede saber por qué estáis armando...?

Kailan cerró la boca y Samael tragó saliva. Henry vio como al antiguo Rey del Infierno lo había salvado la mujer a la que menos gracia le hacía su presencia. Siempre supo que era devota, solía ir a la iglesia los domingos y, arrastrado por Valentina, las había acompañado alguna que otra vez. Cuando el chico y él confesaron comenzó a replantearse la idea de quizá acompañar a la mujer más a menudo. No por temor a Samael, pues en lo poco que lo había conocido había demostrado ser un buen hombre, tan solo era por esas bobadas de arder en el fuego eterno del Infierno y demás. No era miedo, era precaución.

Regina enmudeció ante la pintoresca escenita y su ceño se frunció.

—¿Qué hacéis con un árbol de Navidad? ¡Es Día de Muertos, Kailan! ¿Perdiste la cabeza? ¡Y te dije a las seis en casa! ¡Son las siete!

—Hemos estado... —Kailan y Samael se miraron entre sí y Henry conocía muy bien esa mirada, por desgracia—. Buscando árboles, por eso hemos tardado.

Ni Henry ni el silencio momentáneo se tragaron esa mentira. Esos dos «buscaban árboles» muy a menudo. Kailan carraspeó mirando en cualquier dirección que no fuera su abuela. Las salpicaduras de vergüenza ocuparon el lugar de siempre en sus mejillas.

—Y el tráfico de esta ciudad es una mierda y... ¡Ay!

Regina le azotó la cabeza con el trapo de cocina entre sus manos en reprimenda por malhablado.

—¡Aún queda tiempo para Navidad! ¿Qué se supone que vamos a hacer con este trasto en mitad del salón hasta entonces?

Kailan negó, enfurruñado y decidido.

—En esta familia las navidades comenzaran la primera semana de noviembre, después del Día de Muertos.

—Pero, ¿por qué esa locura? ¡Y tenía que ser con el árbol más grande!

El chico soltó el árbol contra el principio de las escaleras y gruñó cabreado.

—¡Porque me he pasado ocho años sin celebrar las navidades con mi familia y quiero que estas sean las mejores! —exclamó abriendo los brazos, girándose hacia su abuela.

El silencio inundó las escaleras una vez más, pero de manera tensa, desafiante. Henry parpadeó perplejo y Kailan suspiró cerrando los ojos y terminó por sentarse en el último escalón. Se tapó la cara con las manos, frustrado.

—Tenéis razón, es absurdo.

Henry se sentó junto a él, dejando una mano en su espalda, que acarició con afecto intentando reconfortarle. No era la primera vez que lo hacía y se alegró internamente de que tampoco sería la última. El peligro ya pasó.

—No, qué va, tiene todo el sentido del mundo.

—¿De verdad lo tiene? —dijo, mirándole a través de sus dedos cuando destapó parte de su rostro.

El hombre sonrió honesto.

—Cuando tenías nueve años y yo llevaba unos meses saliendo con Valentina, ella me propuso que pasara las navidades con vosotros. Mis padres habían fallecido en un accidente de tráfico justo dos años antes y la idea de que las volviera a pasar solo no le gustaba demasiado —confesó, haciendo a todos partícipes de aquel pequeño secreto que atesoraba en su corazón. Kailan le observaba boquiabierto y Henry volvió a sonreír, melancólico. El recuerdo de Valentina en lugar de hundirle en la tristeza siempre lo inundaba de vigor y alegría. Lo llenaba de aquello por lo que se enamoró de ella—. Me sentía un poco desubicado, tenía miedo de estar interponiéndome en las navidades de un niño y su familia porque yo ahí no era nadie más que un extraño. Así que acompañé a tu madre y tu abuela a por un buen árbol, compré muchos regalos y organizamos grandes cenas y tardes de chocolate caliente y películas navideñas. Y, desde entonces, siempre me he esforzado en que todo el mundo tenga el mismo agradable recuerdo que tuve yo en aquellas fechas.

Una cálida sonrisa curvó los labios de Regina.

—Recuerdo bien aquella época.

Todavía sentado, Kailan se giró hacia ella y su abuela acarició su pelo, agachándose para besar su cabeza. El chico sonrió dejándose querer.

—Sí... creo que yo también —afirmó, asintiendo con lentitud—. Los últimos días de clase veníais a buscarme y merendábamos gofres del puesto de la esquina, con la nieve bañando las calles de Brooklyn.

Henry sonrió ante ese dato que ni él mismo recordaba y Samael, que había estado muy pendiente de las palabras del hombre, rio ante la imagen de un pequeño Kailan con una montaña de gofres ante sus iluminados ojitos.

—Así que sí, por supuesto que entiendo que quieras hacernos pasar unas felices navidades. Y será divertido alargarlas más, siempre duran muy poco. —Se puso en pie, palmeando su pierna, y tomó parte del árbol para levantarlo—. Venga, vamos a entrar esto, lo guardaremos en la habitación de invitados por el momento.

Kailan sonrió satisfecho y se levantó, ayudando al hombre que siempre fue y sería su padre.

—Sí, será mejor que volvamos, hay cosas que preparar —dijo Regina volviéndose hacia la puerta—. Y vuestros amigos ya han llegado.

De entre la espesura del árbol, Samael asomó la cabeza y miró a Kailan con ojos brillantes y una amplia sonrisa que se contagió en el otro.

—¿Lilith ya está aquí?

Henry sonrió porque, con el mismo entusiasmo, ambos lo habían dicho a la vez. Le encantaba tener a Kailan de vuelta en casa. 



Recortando concienzudamente la cartulina que Valerie había dibujado, Kailan observó como Lilith, enfundada en unos pantalones de cuero rojizo y un corsé negro con hombreras que llevaba grabado en el cinturón dorado la corona de cinco puntas, estaba sentada en el suelo junto a su hermana. Juntas se dedicaban a pegar el papel picado alrededor de la cuerda para terminar la guirnalda que decoraría la última planta del altar. Su abuela ya se estaba encargando de colocar las fotografías enmarcadas en él, dejar las flores de cempasúchil y preparar las ofrendas. Dio un vistazo a Samael, que preparaba la mesa acompañado de Henry y Paymon, quien había optado como vestimenta por una camisa y unos pantalones de traje negros en un atuendo menos demoniaco... pero tampoco menos informal. Kailan se alegraba de que al menos hubiera dejado la capa de Príncipe en el Infierno, no estaba seguro de cuantas cosas podía soportar su abuela y tampoco le apetecía estirar demasiado la gomita o terminaría atizándole en la cara.

—Regina, tengo que confesarte que ese olor que viene desde la cocina huele fenomenal —dijo Lilith, entonces tumbada bocabajo sobre la alfombra y sosteniendo la piruleta que Valerie le había regalado, balanceando los pies en sus botas de siempre con aire divertido.

La mujer sonrió encantada y se llevó una mano al pecho, agradecida. Kailan conocía lo suficiente a su abuela como para saber cuándo era sincera y en ese momento lo estaba siendo, porque no miraba a Lilith con la misma cara que a Samael. De ser así, adoptaba una mueca más propia de quien ha visto a alguien escupiendo en su café del desayuno.

—Muchas gracias, cariño. Os pondré para llevar lo que sobre —le aseguró mientras caminaba hacia la cocina.

—¿Quiere que le ayude?

La pregunta de Sam quedó suspendida en el aire y Regina se volvió. Esa mirada asesina Kailan la había heredado de ella. El chico tuvo que pedir fuerzas a su madre mentalmente para que el salón no se convirtiera en una escena alternativa de Carrie o el de la tintorería le daría una patada en el culo si le viera aparecer con la alfombra impregnada en sangre. Por unos momentos sintió algo de lástima por el pobre Sam, que se había quedado quietecito en su sitio como si su abuela fuera un T-Rex y por ello no lo fuera a ver. Se aguantó la risa cuanto pudo antes de que lo sirvieran a él como ofrenda a los dioses.

—No, gracias —gruñó la mujer, mirándolo de arriba abajo—. Ya has hecho bastante... en general.

Una sonrisa cínica siguió a sus palabras y Regina reanudó su camino. Kailan permitió entonces largarse a reír en voz baja, en un seguido de ruidos que se convirtieron en los estertores de una hiena moribunda cuando los ojos del ex Diablo se clavaron en él con sed de venganza. No fue el único, Valerie y Lilith disimularon toses y fingieron seguir como si nada. Se acercó hasta ellos y se agachó a su altura.

—¿Puede explicarme alguien porque yo, que ya soy humano, le caigo peor que Lilith, que es la actual Diabla y Reina del Infierno?

La mencionada aleteó sus espesas pestañas con la inocencia de un dibujo animado y sacudió su melena hacia un lado con aires demasiado hollywodienses para un demonio. Se llevó la piruleta a la boca y continuó con su tarea en la guirnalda.

—Es mi don, caigo bien a la gente.

—¡Y yo también! —siseó Samael en voz baja. Señaló su cara haciendo círculos con el dedo—. Fui literalmente diseñado así. Sigue sin soportarme y he usado todas mis armas con ella.

—Igual te has quedado sin balas. —Los cuatro giraron las cabezas hacia Paymon, que estaba poniendo los platos que Henry le iba pasando. El Príncipe abrió la boca y, tras observar la salvaje mirada de Samael en su dirección, se señaló sus propios ojos—. Sabes que no los tienes rojos, ¿verdad?

Dio un paso atrás cuando su anterior Rey se puso en pie de golpe y este sonrió.

—Veo que tampoco me hace falta.

Lilith le advirtió que tuviera cuidado con amenazar a Paymon y, regañado y frustrado, pretendió volver a la mesa, pero la mano de Kailan lo agarró por la pernera del pantalón y lo detuvo.

—Eh, le caes bien —aseguró tranquilo. En parte la situación le divertía, pocas personas habían conseguido que el grandioso Lucifer se hiciera ridículamente pequeñito ante ellos. Era un orgullo que su abuela formara parte del grupo—. La conozco, sabe todo lo que has hecho por mí, y si bien puede que no le agrades demasiado por lo que supone tu pasado... sé que te soporta.

Valerie secundó las palabras de su hermano con unos firmes asentimientos de cabeza a los que Henry se unió. Tras un gruñidito de frustración, Samael volvió a la mesa murmurando que no descansaría hasta que esa mujer y él tomaran café una tarde entre risas y fotos humillantes de la infancia de Kailan. Riendo a carcajadas, el mencionado se puso en pie, dejando que Lilith y Valerie colocaran la guirnalda ya terminada en el altar. Se dirigió a la mochila y de ella sacó las fotos enmarcadas que había bajado de su casa. Con cuidado y cariño, dejó la primera, en la que Brendan y Eli salían junto a él. La recordaba perfectamente, había ganado su tercer combate en Las Vegas y fue en él cuando le rompieron la nariz. Por ello, a pesar de que en su hombro colgaba el cinturón de campeón y Brendan levantaba su brazo y con el otro tomaba la foto, la nariz le chorreaba sangre por la boca y el cuello. A nadie le importó en aquel momento, ni siquiera a él, era por eso que Eli estaba subido a su espalda, con los brazos levantados celebrando la victoria. Su cara había sido capturada en un grito eufórico y feliz que le hacía una mueca sonriente, igual que a Brendan y a él. Un pinchazo le dejó sin aliento al saber que no tenía demasiadas fotos de ellos, pero aquella era su favorita, esa noche lo pasaron en grande y por unos instantes se olvidó de todo cuanto le rodeaba. Esa noche supo que había creado una pequeña familia junto a ellos, le sirvió para recordar que no todo estaba perdido. No dejó de dolerle saber que ya no los tenía en su vida, pero que por ellos debía seguir.

Tras un suspiro, colocó la otra foto en su mano al lado de la primera y no pudo evitar sonreír ante la ternura que la imagen desprendía. Se veía algo antigua y desgastada, pero a pesar del tiempo se conservaba bien y por eso había decidido enmarcarla, para que nada malo le ocurriera. Sintió a su derecha a Samael y como este descansaba una mano en su cintura y un beso en su mejilla, admirando la foto con la misma sonrisa, y Kailan lo miró.

—Gracias por conseguirla.

Este se encogió de hombros sin más.

—Dáselas a Miguel, él ha sido quien la ha conseguido realmente.

—Pero no lo habría hecho si tú no se lo hubieras pedido.

Sopesó la idea unos segundos y sonrió, besándolo nuevamente, pero esta vez su pelo.

—Subí al Cielo por ti, Kailan —dijo—. Pedirle un favor a mi hermano, a estas alturas, es lo más sencillo que he hecho nunca.

El chico rio, dejando una mano sobre la que Samael tenía en su abdomen. Todavía se le hacía extraño que Miguel hubiera accedido a aquella petición, pero Kailan comprendió que el ángel, que finalmente se había quedado con el trabajo de Azrael para subsanar sus errores, todavía se sentía un pelín mal por haber permitido que el tarado de su hermano hubiese causado tantos destrozos. Era la razón más firme para entender que Miguel hubiera accedido a hablar con Lucas y bajado a la Tierra, a su hogar en Hermosillo, para encontrar una foto del chico y su familia. Esa que Kailan tenía entonces enmarcada ante sus ojos junto al ramo de flores.

Tomó un par de velas de la caja que su abuela había traído al salón con la decoración en su interior y encendió la primera, colocándola ante la foto en la que salía con Brendan y Elijah. Cuando encendió la segunda, recorrió con una mirada nostálgica la imagen en la que un pequeño Lucas, de unos cinco o seis años, estaba sentado y sonriente sobre el regazo de su abuelo, a quien miraba feliz. El hombre señalaba a la cámara, divertido, como si indicara a Lucas que era hacia donde debía mirar, pero aun así el crio prefería mirarlo a él. La mujer, su madre, tenía una melena castaña y lisa que justo en el momento en el que capturaron la imagen, se recolocaba tras la oreja. Ella estaba inclinada hacia ambos, detrás de ellos, con una mano puesta en el hombro del que era su padre y otra en el de su hijo, riendo feliz. La fotografía era tierna, humana, despertaba en Kailan la naturalidad del momento en el que se hizo, su ingenuidad y pureza frente a la fachada de una casa antigua y humilde. Parpadeó un par de veces para hacer desaparecer las lágrimas en sus ojos cuando la culpabilidad lo estranguló y limpió sus mejillas. Tomó aire y dejó la vela encendida ante ellos.

—Siempre habrá cempasúchil para vosotros, Lucas —aseguró. La voz se le rompió al final de la frase y tuvo que inspirar una vez más. La mano de Sam se apretó con cariño en su cintura—. No lo dudes nunca.

Dudó de su cordura cuando la llama ante sus ojos titiló sutilmente. Su mirada voló a las ventanas del apartamento y el corazón repicó contra sus costillas al ver que estaban cerradas, impidiendo la entrada de corriente alguna. El teléfono móvil vibró en su bolsillo, sacándolo de su Poltergeist personal y la garganta se le secó ante el número y nombre en su pantalla. Samael lo miró, asintiendo, y con unas fuerzas que no sabía de dónde había sacado, Kailan caminó hasta la cocina alejándose de él y con el teléfono pegado a la oreja.

—Ahora te la paso, ¿de acuerdo?

Su abuela se giró hacia él con el ceño fruncido y su mirada amigable cambió cuando Kailan extendió el teléfono en su dirección. El rostro de Regina se contrajo al ver el nombre de su hijo en la pantalla.

—No.

—Abuela, por favor...

—No, Kailan. ¿En qué estabas pensando?

Los hombros del chico se aflojaron ante la terquedad de la mujer y supo entonces de quién la había heredado.

—Abuela, escúchame, por favor... llevas años sin hablar con él.

—Porque murió para mí con sus decisiones —sentenció, volviéndose hacia los fogones, muy consciente de que Miguel la estaba escuchando.

Una débil sonrisa curvó los labios de Kailan.

—Y hoy es el día perfecto para que los muertos vuelvan con nosotros —dijo. Regina apoyó ambas manos en la encimera de la cocina, exhalando con pesar—. Tan solo quiere oírte de nuevo. Lo necesitas aunque no lo creas y sabes que es un buen hombre, cuidó de mí durante dos años y ha seguido haciéndolo... concédele al menos esto, a él y a ti. Después sácalo de tu vida para siempre si es lo que de verdad deseas, estarás en tu derecho.

Hasta él sintió el nudo en la garganta de la mujer, que se volvió para mirarle con ojos brillantes de los que no se permitió derramar una sola lágrima. No supo qué planetas se alinearon para que su abuela terminara aceptando el teléfono. Cogió aire sin dejar de mirar a su nieto y se lo llevó a la oreja.

—¿Sí?

Hola, mamá.

La voz de ambos sonaba ahogada, parecían contener el mismo llanto y con la misma fuerza. Kailan se alejó hacia la puerta de la cocina para darles algo de intimidad, pero antes de cerrarla, su corazón recibió un pinchazo en forma de la última frase de su tío que alcanzó a escuchar.

Hoy he llevado flores a la tumba de Raúl y las he puesto en altar también para Valentina.

Sin poderlo controlar, sus ojos fueron a parar a la preciosa fotografía enmarcada de su madre de joven, que apoyaba el mentón en su mano y sonreía a la cámara. Raúl lo hacía igual, los dos tenían la misma sonrisa, solo que él pasaba la mano por el hombro de su hermana y la pegaba a él para que cupieran en el encuadre de la cámara. A su abuela le costó tiempo confesarle que aquella foto la había hecho Miguel.

Kailan sonrió, limpiándose nuevas lágrimas al ver la llama de la vela ante la imagen temblar. Juró por unos instantes que el tono de las flores a su vera cobró un color más vivo que nunca, en unos naranjas y amarillos propios de un precioso atardecer, unos colores con vida propia como hacía ocho años que no los veía. Cerró los ojos y sintió el aroma de las mismas inundando sus pulmones y su hogar, reconfortándolo.

«Gracias».

Fue lo único que pudo pensar.



En el balcón del séptimo piso en un edificio de Hell's Kitchen, el antiguo Diablo se colgó un cigarrillo de los labios y lo prendió con su encendedor plateado. Exhaló tras dar una calada y sintió el humo inundarle las vías respiratorias. Dada su reciente mortalidad, no solía fumar muy a menudo, pues quería cuidar el regalo que le había sido otorgado, pero era una noche especial y quiso permitirse ese momento. Observó las luces de la ciudad que nunca duerme, eran como pequeñas estrellitas en un cielo oscuro hecho de edificios sobre los que había caído aquella preciosa noche de luna nueva. Desde su lugar, apoyado en la barandilla, podía ver la marea de coches que fluía tranquilamente por la ciudad y se sorprendió de que no hubiera demasiado escándalo a pesar de toda la gente que iba y venía. Todos parecían haber hecho un pacto de calma, asegurando un ambiente tranquilo e inusual. Sonrió, guardando el encendedor en el bolsillo de su abrigo, donde refugió sus manos de la fría noche.

—Puedes salir, te estoy oyendo.

Lilith asomó la cabeza por entre los abiertos ventanales con una sonrisilla traviesa y se apartó de las cortinas que la ocultaban.

—¿Cómo es posible?

—Bueno, me he vuelto mortal, no sordo —aseguró altivo—. Siempre tuve buen oído, y las hebillas de tus botas hacen mucho ruido.

La Reina del Infierno se carcajeó y salió al balcón, aceptando el cigarro que su mejor amigo le tendió, cosa que este aprovechó para refugiar sus manos nuevamente en los bolsillos. Lilith fumó tranquila, sonriendo.

—Te puedes resfriar, lo sabes, ¿verdad?

Samael rio y frunció los labios en una mueca que le quitó importancia al asunto.

—Nunca me ha pasado. —Se encogió de hombros—. A ver qué se siente.

Un agradable silencio se instaló entre ambos, que fumaron disfrutando de la compañía del otro sin necesidad de palabras. El ambiente se llenó de los sonidos de la ciudad y, extrañamente, ambos disfrutaron de esa peculiar vida nocturna de la Gran Manzana.

—¿Alguna vez imaginaste cuanto cambiarían nuestras vidas? —preguntó la mujer antes de dar una calada con su elegancia natural, apoyando su cadera a la barandilla. La melena pelirroja ondeaba a su espalda, con sus largos rizos meciéndose a causa de la fría brisa que ella ni siquiera notaba.

—Nunca pensé que eso pudiera suceder.

Samael dio un vistazo al interior del apartamento, viendo como Kailan y la familia seguían sentados alrededor de la mesa con los platos ya vacíos, hablando entre risas y anécdotas a las que Sully y su familia se habían unido tras la cena, trayendo con ellos bandejas de postres y dulces variados. Las velas del altar seguían encendidas y consumidas a la mitad, proporcionando una luz cálida que acompañaba a los naranjas de las flores y las lámparas en el salón. Esa casa rezumaba aroma a hogar puro, acogedor. Y, por extraño que pudiera parecer, también se sentía parte de él. Kailan le miró, dedicándole una sonrisa que hizo que su nuevo y recién estrenado corazón se acelerara.

—Pero no lo cambiaría por nada del mundo —admitió, volviendo la vista a Lilith—. No después de todo cuanto me habéis enseñado, de todo lo que he conseguido.

Ella sonrió feliz.

—Ya, lo cierto es que yo tampoco.

—¿Y entonces qué es lo que temes, Lilith?

Samael arqueó una ceja, llevándose el cigarro de nuevo a los labios. La seriedad mutó el rostro de la primera mujer y, en un gesto inconsciente y protector, se llevó una mano al vientre.

—¿Cómo lo sabes?

Su mejor amigo paseó la mirada por la carretera y las aceras, empapadas por parte de la nieve que se derretía y creaba charcos en el asfalto que reflejaban las luces de viviendas y carteles, como un portal hacia un mundo difuso, que se emborronaba cada vez que un coche pasaba por encima. Rio y relamió sus labios, el frío pronto comenzaría a agrietarlos.

—Porque desde que has salido al balcón oigo tres corazones en lugar de dos.

Lilith perdió el aliento y sus cejas se cernieron sobre sus ojos en una mueca confusa. Con un suspiro, Samael sacó su mano izquierda del bolsillo y mostró el infame anillo de plata rodeando nuevamente su dedo anular. La mujer ni siquiera tuvo tiempo de preguntarle por qué demonios lo llevaba, puesto que se lo quitó. Jugueteando con él entre sus dedos, se aproximó a ella y le cedió el cigarro.

—Lo tenía guardado desde que Padre me lo dio, no me lo había vuelto a poner hasta hoy y tampoco sabía qué hacer con él —confesó—. Una parte de mí quiere bajar y hacerle una visita a Azrael, demostrarle que se equivocaba en todo... pero ahora sé que no lo necesito, hacer eso sería seguir permitiendo que su veneno entrara en mi vida y me emponzoñara, y no es algo que voy a consentir. Todo eso... todo cuanto he hecho... —Miró hacia el interior de la casa y después a la ciudad a sus pies—. No puedo negar quien fui, pero si comprender por qué lo fui. Porque así puedo seguir mejor, Lilith, puedo decidir quién soy ahora, quién soy a cada paso. Y no voy a permitir que el miedo o el desprecio ensucien todo cuanto tengo y se hagan dueños de mí para hacerme creer de nuevo algo que no soy ni quiero ser.

Dejó el anillo sobre la palma de la mano libre de Lilith, que lo escuchaba boquiabierta, con los ojos brillantes, limpios y despejados de maquillaje emborronado que la encadenara a su pasado.

—Y tú tampoco deberías permitir que tu pasado pueda contigo —aseguró—. Siempre fuiste una buena madre, Lilith. Ya no hay ningún castigo, nada malo va a pasaros. Esto será diferente.

Samael descansó su mano sobre la de ella, que seguía en su vientre con temor a apartarla como si por hacerlo, Dios fuera a aparecer de nuevo entre las nubes sentenciando su destino. A la vez, ambos miraron hacia el Príncipe, que reía y escuchaba atentamente lo que Valerie le estaba contando y mostrando del libro entre sus manos.

—¿Se lo has dicho?

Lilith negó.

—No me he atrevido todavía, en el Infierno lo ocultaba tras un hechizo, pero aquí...

—Entre tantos latidos pasaría inadvertido.

Escondió el rostro entre su pecho, avergonzada. El hombre la envolvió con sus brazos y dejó un beso sobre su esponjosa melena. Volvió a mirar la escena y sonrió.

—Está claro que será un buen padre. —Lilith rio por sus palabras y se secó las escasas lágrimas al borde de sus ojos que no quiso derramar. Ya no era necesario hacerlo—. Y yo seré el mejor tío del mundo.

—Y el más consentidor.

—Ni siquiera lo dudes.

Volvieron a reír a la par y Samael se llevó el cigarrillo casi consumido a los labios mientras se alejaba hacia el ventanal.

—¿Qué hago con esto? —preguntó ella, alzando el anillo sostenido entre su pulgar y el índice.

—Algo se te ocurrirá —respondió con una ladina sonrisa—. Igual que con Azrael.

La Reina del Infierno arqueó las cejas encantada.

—Ni siquiera lo dudes.

Exhalando el humo con una sonrisa y apagando la colilla sobre la barandilla del balcón para después lanzarla, Samael detuvo sus pasos bajo el marco de la ventana y se giró hacia ella.

—Solo... cumple un último favor por mí, Lilith.

—¿El qué? —preguntó curiosa, observándolo expectante.

Con una mano en la puerta del ventanal, sus ojos fueron de nuevo hasta el chico que había dado sentido a su existencia desde que lo vio en aquel parking en Las Vegas. Tal y como siempre sucedía, por suerte o por destino, Kailan posó sus iris verdosos en él como si hubiera estado buscándolo toda la vida. Samael giró la cabeza hacia Lilith con la mejor de sus sonrisas curvando sus labios.

—No permitas que el Infierno se congele. 

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