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Capítulo 5. Cocina irlandesa

Si en algún momento se le acababa el trabajo como forense, Jules Jones siempre podía dedicarse a la adivinación. O al menos eso pensó Kingsley cuando Anderson la hizo llamar para que se pasara por su despacho cerca del mediodía. La mujer no perdió un solo segundo en aparecer por allí.

Cuando abrió la puerta del despacho, se dio cuenta de que Anderson no era ni remotamente parecido a Brown. Y no porque la decoración se lo indicara, que también (pues el par de fotos de Anderson con su esposa e hijos, así como las persianas subidas sin nada que ocultar, daban una sensación relajada y hogareña) sino porque Brown nunca había tenido la cordialidad de llamar a nadie a su despacho para tratar algún asunto y solo podías verlo si pasabas por ahí. Kingsley comprendió entonces que se sentía genuinamente agradecida al respecto, y más que agradecida: aliviada. Con algo de suerte no le volvería a ver la cara de imbécil a ese supremacista blanco de medio pelo.

Y con más suerte aún, quizá podía empezar a dar pasos en dirección a reabrir el caso de Joshua.

Aunque, por si acaso, no se fiaría demasiado de «El Nuevo» hasta hacer sus propias comprobaciones personales.

—¿Me ha llamado, señor Anderson? —preguntó estática en el marco de la puerta, sin atreverse a poner un pie en el interior.

En el ambiente parecía haberse impregnado la colonia asfixiante de Brown y temía empezar a arder si se adentraba en el despacho. Anderson sonrió, asintiendo e indicándole que entrara con una mano. Kingsley se lo tomó como una bendición con la que estar protegida para no desintegrarse una vez dentro.

—Así es, Jules ya me ha informado —dijo, dejando de teclear en su ordenador para prestarle su entera atención, mirándole por encima de sus gafas de lectura que terminó por quitarse.

Solo entonces Kingsley se detuvo a apreciarlo más al detalle. Alden Anderson, bien entrado en los cincuenta, tenía un aspecto simple, sencillo, pulcro. Llevaba la corbata gris ligeramente aflojada debido al calor que el aire acondicionado no terminaba de solucionar, así como las mangas de su camisa blanca dobladas hasta los codos y la americana de su traje estaba mal colgada en el respaldo de su silla. No había nada ostentoso, ni escribía con una estilográfica cara, ni sus gafas eran de diseño, ni su reloj era de nueva colección. Definitivamente, Anderson no era Brown.

A Kingsley le parecía... de fiar.

Al menos por ahora.

Cierto era que en este último mes el hombre no había llamado demasiado la atención, se había mantenido en un perfil bajo y amigable, sin intentar mostrarse por encima del equipo. Al fin y al cabo, eso es lo que él decía, que todos ahí eran un equipo.

«Púdrete en tu excedencia, Brown, y no vuelvas» pensó la mujer.

—¿Ha conseguido contactar con Nueva York?

El hombre abrió las manos mostrando sus palmas.

—Y no solo eso, si no que han mandado cuatro de sus mejores hombres hacia Brooklyn que trataran de hablar con la familia Clark-Herrera. Además, les he facilitado tu número para que se pongan contacto contigo en cuanto puedan conseguir algo. Y como es tu caso, también tienes el número de los agentes al mando por si necesitas añadirles alguna información que a mí se me haya podido pasar.

Kingsley hizo una mueca de satisfacción al respecto, viendo como Anderson dejaba un papelito sobre la mesa con un par de números de teléfono anotados.

—No sé si era necesario tanto —murmuró algo compungida y en parte desconfiada, acercándose para tomar el papelito y guardarlo en el bolsillo de su americana.

Anderson suspiró, entrelazando sus manos sobre la mesa, con la mirada perdida en los papeles esparcidos.

—En los últimos tiempos la han tomado demasiado con usted, agente Kingsley, y creo que de forma injusta.

La mujer asintió, exhalando con pesadez.

—Así que me da un trato de favor porque soy la pobre poli a la que asesinaron a su hijo ¿es así?

El silencio se instaló de una forma cortante, ciertamente desagradable. Anderson la miró fijamente, pero ella se mantuvo impasible.

—En absoluto, agente Kingsley —respondió calmado—. Trato igual de bien a todos nuestros agentes, pero me gusta ayudar en lo que pueda a aquellos que han sido echados a un lado por los de su propio equipo.

«Equipo», ahí estaba esa palabra de nuevo. Con Brown nadie era parte de un equipo, sino de un «sálvese quien pueda».

—Y lamento lo ocurrido con su hijo, desde luego. Por eso estoy aquí para lo que necesite.

Kingsley frunció el ceño unos segundos, no estuvo muy segura de cómo debía sentirse ante esa muestra de gentileza y predisposición. Por lo que se dio media vuelta en dirección a la puerta por la que había llegado. Sin embargo, se detuvo en el marco una vez más.

—Lamentarlo no va a devolvérmelo, señor Anderson.

Y ella lo sabía mejor que nadie, por eso lo único que quería era que los restos de su hijo descansaran bajo una lápida con su nombre.

El hombre suspiró, asintiendo de acuerdo con ella.

—Pero consuela saber que hay gente que está contigo.

El silencio se hizo de nuevo, pero de una forma más amigable y cómoda. Al menos ahora parecía poderse respirar. La mujer miró a Anderson y esta vez, la que asintió fue ella.

—Gracias, señor.

Anderson sonrió complacido.

—Oh, espere —dijo justo cuando Kingsley se marchaba, haciendo que se detuviera de nuevo—. La policía de Arizona ha vuelto a llamar, al parecer se ha denunciado esta mañana el robo de un coche en una gasolinera de Kingman, un Chevrolet sedán del 2004 con matrícula de Arizona. Los sujetos coinciden con la descripción de Miller y...

—«Adán» —completó Kingsley con sorna, arqueando una ceja.

Alden rio, negando con la cabeza y pasándose la mano derecha por el pelo oscuro ya entrado en canas.

—Te enviaré el informe de la denuncia. Ya he dado aviso de que adviertan por si aparece abandonado o alguien lo ve en estados cercanos.

—Perfecto, estaremos atentos. Gracias, señor Anderson.

El hombre asintió encantado y Kingsley salió del despacho. Le parecía producto de un sueño haber salido de esa habitación con buen sabor de boca. Las cosas parecían estar cambiando, algo era algo.

Y ahora, gracias a un Chevrolet de Kingman y a la policía de Nueva York, tomaba su teléfono móvil y el papel en su bolsillo con más hilo del que tirar. 



Brownsville, Brooklyn, Nueva York. Julio de 2022

Con el cigarrillo colgando de sus labios, Sean O'Sullivan dio una calada profunda que le relajó al instante, en cuanto el humo intoxicó sus pulmones y la boca le supo a tabaco se sintió ligeramente más tranquilo. Apoyó un pie sobre uno de los escalones en la entrada de la piscina municipal, metió una mano en los bolsillos traseros de sus vaqueros y con la otra se sacudió el pelo que la brisa veraniega le había movido, recolocando sus rizos pelirrojos. Tomó el móvil y miró la pantalla.

Las cuatro y veinte.

Nada, ni una sola llamada del maldito Kailan. ¿Dónde coño estaba ese cabrón? Sully esperaba de corazón que lo hubiera logrado, pero no quería llamarle por si eso le ponía en peligro. No, el trato era otro. Prefería esperar, aunque la impaciencia le estuviera comiendo las entrañas por dentro. Como se le hubiera olvidado que tenía que llamar, Sully iba correr hasta Las Vegas y después le metería un tiro por el culo a ese imbécil que tenía por mejor amigo.

Se apartó el cigarro de los labios y suspiró. Apenas había dormido después de ver el combate. El muy capullo había estado genial, como él sabía que realmente peleaba. Todos en el pub Sullivans lo celebraron como un triunfo propio y La Cocina se convirtió en un hervidero de irlandeses festejando, pero saber lo que significaba esa victoria le mantuvo intranquilo toda la noche. Era el inicio de un camino, toda una operación se ponía en marcha y nada podía salirse del plan. Confiaba en que Elijah mantuviera el caos de Kailan quietecito en un coche, deteniéndose lo justo hasta llegar a Nueva York.

Era confiar demasiado.

—¿Quieres calmarte, tío? Llamará enseguida.

La voz de su primo Brian le hizo despertar y le miró de mala gana, porque le había empujado para que espabilara.

—Más le vale, me va a dar un puto infarto.

—La impaciencia es mala para los negocios, se supone que ya deberías saberlo.

Sully gruñó algo ininteligible. Sí, ya lo sabía. ¿Es que ahora su primo también hablaba como su padre y sus hermanos? ¿Ser el pequeño de los O'Sullivan era tener que soportar este tipo de frasecitas todo el tiempo? Tenía veintitrés años, por el amor de Dios, que le dejaran en paz, ya sabía de qué iba el negocio.

Sonrió y tiró el cigarro a un lado con mal disimulo cuando Valerie salió por la puerta, con el pelo negro mojado y goteante, una toalla en el hombro y su mochila morada colgando del otro. Tenía la camiseta y el pantalón empapados, muestra de que llevaba el bañador debajo y ni siquiera se había parado a cambiarse. Sully apostaba una botella de Jameson Original a que acababa de salir de la piscina hacía tan solo dos minutos para aprovechar hasta el último segundo con sus amigas. La cría, que a sus doce años era más despierta que él y todos sus familiares juntos, sonrió en cuanto los vio.

—¡Tío Sully! ¡Primo Brian! —gritó, saltando las escaleritas alegremente para abrazar al chico. Este rio y la abrazó de vuelta, justo después su primo le revolvió el pelo a la niña con una divertida sonrisa.

—Hola, enana, ¿qué tal lo has pasado? —preguntó el primero.

—¡Muy bien! He aguantado la respiración bajo el agua durante dos minutos, mis amigas lo han contado.

Sully arqueó las cejas mientras Valerie le daba la mano, Brian tomaba su mochila y los tres echaban a andar por la calle Thomas S. Boyland en dirección a la casa de los Clark.

—Mejor será que eso no se lo digas a tu abuela.

No quería que le cortaran el cuello, que Dios le librara del carácter de doña Regina Herrera. Solo Clark podría salvarle, y no las tenía todas consigo. Brian se carcajeó cuando le vio la cara de terror. Se quedó recto y tenso cuando el móvil vibró en su bolsillo, que sacó velozmente.

Era Kailan.

Miró a su primo y después a la pequeña.

—Ven, vamos a por algo para de merendar, ¿te apetece un helado?

Sully suspiró aliviado. «Brian, eres un genio» pensó. Cuando se aseguró de que Valerie y su primo se habían alejado lo suficiente hasta el puesto de helados en la esquina, cogió la llamada.

—Mierda Kailan, al fin —murmuró, frotando sus ojos.

—Yo también te echaba de menos, pelirrojo.

Bien, estaba entero y seguía siendo un imbécil, era una preocupación menos.

—¿Dónde estás? ¿Estáis bien? ¿Elijah y tú habéis salido de allí sin problemas?

El silencio al otro lado de la línea fue demoledor. Sully se detuvo cuando escuchó el suspiró apagado de su amigo.

—Elijah está muerto.

Joder, eso sí que no se lo esperaba. Mierda.

Se pasó la mano libre por el rostro, frotando sus ojos, como si con ese gesto fuera a conseguir que las palabras de Kailan se convirtieran en una mentira. Maldita sea, aquello no podía haber empezado peor.

—Y me he cargado a uno de los hombres de mi padre.

Ah, pues sí.

—Mierda, K, no digas eso por teléfono —siseó mirando a todas partes. Sully deambuló con lentitud con una mano en la cadera, observando los coches que pasaban por la calle. Dos grises y uno negro todavía al final, contarlos le ayudaba a calmarse y no querer estrangular a su amigo—. ¿Qué parte de «discreción» y «perfil bajo» no entendiste bien? ¿Te has llevado ya demasiados puñetazos en esa cabeza tuya?

—¡Se cargaron a Eli, tío! ¡Lo torturaron y se lo cargaron! Lo dejaron moribundo y murió en mis putos brazos, Sully. Qué otra cosa querías que hiciera.

—Podrías empezar por no confesar un crimen por teléfono.

El suspiro de Kailan, Sully lo sintió como si lo tuviera justo delante. En su mente pudo imaginarse perfectamente al chico poniendo los ojos en blanco al otro lado de la línea.

—Vale, ya me callo.

O'Sullivan chasqueó la lengua, dando un vistazo a Brian y a Valerie, que parecían distraídos comprobando los sabores mientras la cría decidía que helado quería tomar.

—Lo siento mucho, tío. Eli era una gran persona, esto no tenía por qué pasar.

A la risa seca de Kailan la acompañó chasquido.

—Estamos hablando de mi padre, esto era exactamente lo que tenía que pasar.

Sully alzó la vista al cielo, hacia esa tarde despejada que caía sobre Brooklyn con sus apacibles rayos de sol. Ojalá la vida de ellos también fuera igual de agradable en aquellos momentos.

—Vale, bien, esto va a hacer que tengas que extremar precauciones. ¿Se lo has contado a alguien más?

—He hablado hace unos minutos con mi abuela y Henry, pero no les he dicho nada de eso, solo que ya estaba de camino a Albuquerque. Nos quedan casi cuatro horas para llegar.

—¿Seguro que no les has dicho nada?

—No, Sean, te he mentido. Lo primero que le he dicho a mi abuela es que he matado a puñetazos al colega de mi ex, me ha parecido la mejor idea del mundo para calmarla.

—Vale, imbécil, me ha quedado claro —respondió el mencionado con sorna y entrecerrando los ojos como si le estuviera mirando directamente a él.

Una risita sonó a través del auricular del teléfono y Sully se alegró de escucharle de mejor humor. Estaba seguro de que no lo habría pasado bien con la muerte de Elijah, así que escucharle ser capaz de reír de nuevo le gustaba. Era como tener de vuelta al Kailan de siempre.

—¿Entonces estás solo?

—Ah... bueno, no exactamente.

—¿Qué quieres decir?

—Me acompaña un tipo. Es raro pero buen tío... ¿qué? No me mires así, eres raro.

Sully frunció el ceño cuando se dio cuenta de que acababa de pasar a segundo plano en su propia conversación.

—¿Es de fiar?

—Te aseguro que sí, me ha ayudado a enterrar el cad...

—¡Kailan!

—¡Mierda, perdón!

Sean estuvo a punto de cumplir su promesa de correr hacia donde sea que se encuentre y meterle un tiro por el culo a ese pedazo de imbécil bocazas. Observó cómo Valerie ya tenía su helado y Brian le indicaba que siguieran caminando mientras él atendía la llamada. Asintió tras echar otro vistazo a la carretera. Frunció el ceño de nuevo.

—Mira, no importa, si te fías de él eso deberá bastarnos —continuó—. El caso es que ahora te dirijas hacia Albuquerque. Detente solo lo justo y no habléis con nadie. En un rato llamaré a mi contacto allí para concertaros un encuentro mañana por la mañana. Deshazte de este móvil en cuanto cuelgues, Kailan. Rómpelo y tíralo lejos. Llámame esta noche desde una cabina y te informaré de la hora y el lugar, ¿entendido?

—Sí señor.

—¿Seguro? Es importante que me hagas caso en lo que te digo. Si hay asesinatos de por medio... los hombres de tu padre intentarán llegar a nosotros con más fuerza, avisaré a mis hermanos para doblar la vigilancia.

De nuevo, el silencio fue una respuesta, y no una precisamente agradable de escuchar.

—Sí, te haré caso, te lo prometo —respondió Kailan finalmente.

—Vale, esta llamada ya está durando demasiado —añadió el pelirrojo—. Será mejor colgar.

—¡Espera! —El desespero en la voz de su amigo no le pasó inadvertido—. Mi... mi hermana, ¿cómo está? Mi abuela me ha dicho que has pasado a recogerla a la piscina municipal.

Sully asintió con una sonrisa, como si Kailan pudiera verle.

—Está bien, se lo ha pasado genial con sus amigas al parecer. —Escuchó el suspiro ahogado del chico al otro lado de la línea—. No sabe nada, tal y como querías.

—Vale... perfecto, que continúe así. Muchas gracias por todo, Sully. Me faltarán vidas para agradecerte lo que has hecho por nosotros durante todos estos años.

O'Sullivan sonrió complacido, siguiendo los pasos de Brian y Valerie. Su sonrisa se ensanchó cuando observó a la cría, que parloteaba feliz con su primo mientras se comía su helado ya casi terminado. La cría tenía el mismo estómago que su hermano.

—No es necesario, Kailan. La familia está para ayudarse.

Pudo jurar que escuchó cómo este sonreía, casi le vio asentir en su cabeza.

—Cuídate, tío.

—Lo mismo digo, hermano —respondió el chico—. Gracias por todo.

Sintió un pequeño pellizco en el pecho tras las palabras de Kailan antes de que este mismo cortara la llamada. Guardó el teléfono en su bolsillo, algo más aliviado por haber hablado con él, pero no menos intranquilo. Sabía que el camino que quedaba por delante no iba a ser sencillo, pero dudaba de que, con la testarudez de su amigo, no lo consiguiera.

Con ambas manos en la cadera y para confirmar la sospecha que había nacido en él desde hacía un rato, se giró ligeramente para mirar hacia la calle por encima de su hombro. El coche negro seguía ahí, avanzando a paso lento, deteniéndose distraídamente. Sonrió y exhaló en un pequeño bufido.

Confirmado, les estaban siguiendo.



Con las manos en los bolsillos de su chaqueta vaquera, Sean aceleró el paso de manera distraída y sutil, como si tan solo pretendiera alcanzar a su primo y a Valerie en el camino. Cuando llegó junto a ellos, dio un suave toque con el codo a Brian y este le miró extrañado. Sully cabeceó a sus espaldas.

—Nos están siguiendo —dijo en voz baja para que la cría no les escuchara, pero con la tranquilidad de quien habla de la buena tarde que había quedado.

—¿Italianos?

Negó con la cabeza.

—No lo creo, sería raro, saben por qué estamos por aquí y apenas tienen ya a su gente por este territorio—masculló—. Aunque no descarto que a Moretti se le haya cruzado un cable, nunca se sabe con ese espagueti loco, pero no lo creo. Además, van en coche y eso ralentiza la fluidez del carril, haciendo que los coches piten e invadan el contrario para adelantar. Demasiado escandaloso, los sicilianos son mejores y más discretos, desde luego. Esta chapuza es made in USA.

Brian asintió con lentitud, asimilando la información. Acostumbrado y con práctica, comenzó a analizar cada esquina que les quedaba ante el camino. Tiendas, azoteas, balcones, ventanas... cualquier cosa.

—¿Actuamos? —preguntó mientras tanto.

—Agarra tus caballos, primo, es precipitado. No sabemos quiénes son y Valerie está aquí —susurró Sully.

Cogió su teléfono de nuevo y abrió la cámara frontal.

—Oye, vamos a hacernos una foto. A mi madre y a tu abuela seguro que les va a encantar —dijo alzando la voz con una amplia sonrisa.

Valerie accedió encantada. Con grandes sonrisas y muecas estúpidas, los O'Sullivan y la pequeña Clark se tomaron una fotografía donde se apreciaban perfectamente sus caras.

Y toda la calle.

Fingiendo que mandaba dichas imágenes a ambas mujeres, Sully amplió la foto en la pantalla para poder ver el coche más de cerca. Dos hombres en su interior, adultos rondando la cuarentena y, por lo que apenas podía verse, vestidos de negro y con cara de pocos amigos.

Muy sutil, desde luego.

—¿Hombres de Abraham? —sugirió Brian.

Su primo suspiró cuando estaban cerca del bajo edificio donde vivían los Clark-Herrera.

—Muy probablemente.

Estaba claro que irían a por la familia de Kailan, y más si este se había cargado a uno de los suyos, pero lo que Sully no esperó en absoluto, fue lo que se encontró frente al edificio.

Un coche de la policía de Nueva York, con un par de agentes dentro, estaba aparcado justo delante de la entrada. Detrás de este, uno más, solo que vacío.

Se tensó a la vez que Brian tragaba saliva, deteniéndose en la esquina de la otra acera en el cruce, frente a la tienda de vinos y licores Linda. Se miraron fijamente.

—Val, ven conmigo, el primo Brian tiene que entrar un momento en la tienda. Yo te acerco —dijo adelantándose.

La pequeña asintió después de tirar la tarrina del helado ya vacío en la basura a su izquierda, se limpió las manos y aceptó la que Sully le tendía. Este se giró hacia su primo, haciéndole un simple gesto de cabeza.

Brian le comprendió al instante. Fingiendo ojear el escaparate, comenzó a vigilar al coche que los seguía a través del tenue reflejo en el cristal, así como al resto de vehículos y transeúntes. Cualquiera podía ser ya una posible amenaza y había demasiados puntos ciegos, por no hablar de que tan solo eran dos contra a saber cuántos.

Sully cruzó la calle y se quedó en la otra acera, desde ahí podría cubrir la avenida contraria por si otro coche se acercaba. Vigiló cómo Valerie se despedía de él y caminaba por el paso de cebra hasta la entrada de su edificio, ignorando la presencia policial a la que la niña probablemente ya estaba más que acostumbrada en el barrio. Agudizó la vista, analizando la iglesia a la derecha y el edificio frente a él, en la misma calle. Con rápidos vistazos, aseguró ventanas y azoteas del ancho edificio de cuatro plantas y fachada de un marrón claro, así como también las ya oxidadas escaleras de emergencia.

Hasta que en ellas vio a un hombre.

Dio un paso atrás y silbó. Brian le miró al instante y Sully posó sus ojos en el tipo que fumaba distraído en el pequeño balcón de la escalera de incendios, sentado en la ventana entreabierta.

Su ventana justo estaba en la misma planta y al lado de la vivienda de los Clark.

Menuda casualidad teniendo en cuenta que, desde hacía dos semanas, ese piso estaba vacío tras morir la señora Moore a sus noventa y tres años, ¿no?

Sully se tensó, echándose una mano a la parte trasera de los pantalones con cierto disimulo, rozando la culata de su HK de 9 milímetros con la yema de sus dedos.

El ruido de un disparo que fue a parar a tan solo medio metro de la cría y proveniente del coche negro detenido en la carretera, hizo que girara su cuello y sacara su arma.

—¡Valerie, entra en casa! ¡Corre! —rugió antes de ocultarse tras la furgoneta a su derecha.

Con un grito aterrorizado, la pequeña se adentró en el edificio a la vez que los policías se bajaban raudos del coche. Uno de ellos se clavó en la puerta para impedir que alguien más entrara tras ella.

Con el corazón latiendo acelerado, Sean alzó la vista hacia el tipo de la ventana, que ya había tirado el cigarro y desenfundado su arma. Un seguido de disparos entre los hombres de Abraham, su primo y la policía, hicieron eco por las calles de Brownsville. Apretando los dientes, Sully se irguió ligeramente, asomándose por un lado del furgón, apuntó y no dudó un solo segundo en disparar.

El conductor del coche cayó de espaldas al suelo como un saco de tierra y con una bala entre sus cejas.

Uno menos.

Lo malo, es que su compañero había abierto fuego contra Brian, recibiendo el impacto en su hombro derecho.

—¡Lárgate! ¡Ahora! ¡Yo me encargo! —gritó Sully preocupado, viendo como su primo se escondía tras los coches aparcados delante de él, con una mano sobre la sangrante herida.

Vio que el policía en la puerta se echaba la mano a la radio mientras encañonaba al hombre y le gritaba que tirara su arma, a lo que a este no le quedó más remedio que obedecer. El otro par de agentes se asomó por las ventanas de la casa de Kailan y enseguida desaparecieron en el interior. Para cuando levantó la vista hacia el tipo de las escaleras, este ya estaba desapareciendo por la azotea. Brian obedeció a sus gritos a pesar de los de la policía e, ignorando también las voces de estos, Sully echó a correr por el callejón entre el edificio y la iglesia.

—¡Alto, policía de Nueva York!

Casi se le salió el corazón por la boca al escuchar como una bala impactó en la esquina del edificio que acababa de doblar al desobedecer la orden.

Con el pulso latiendo de manera agresiva en sus sienes, corrió todo cuanto sus piernas le permitieron persiguiendo al tío del balcón, que ya bajaba por las escaleras de incendios traseras del edificio. Al verle parado en la mitad del callejón, salió corriendo en dirección opuesta. Sully tensó la mandíbula y apretó el paso hacia al hombre. Tenía suerte de ser el más rápido de su familia, al fin y al cabo, su constitución delgaducha le servía para correr con más ligereza. En su adolescencia con Kailan aprendió a sortear obstáculos cuando huían por los callejones de Manhattan después de meterse en problemas.

Eso le hizo recordar cómo conoció a su mejor amigo.

Era una mañana soleada de domingo en la que Kailan, a sus diez años, paseaba con sus padres y su abuela por la Gran Manzana, cerca de La Cocina. Mientras ellos se detuvieron frente a un escaparate, Kailan se acercó a la angosta calle donde había escuchado algo de alboroto. Un puñado de matones adolescentes la tenían tomada con Sean. El chico les llamó la atención cuando vio al pequeño pelirrojo tirado en el suelo, encogido para evitar más golpes. Cuando el más alto se le acercó, Kailan lo miró levantando la cabeza para encararle, plantó los pies con firmeza y soltó el que sería el primero de todos sus puñetazos.

Lo tumbó de un golpe.

Kailan siempre fue algo más alto y fuerte de lo normal a su edad. La señora Herrera decía que se parecía a sus tíos, a los cuales nunca había conocido. Por lo que no le costó el más mínimo esfuerzo en noquearlo, el resto huyeron despavoridos. Se aproximó al pequeño Sean y le ayudó a levantarse. El pobre cojeaba con sus rodillas raspadas, su ceja sangrante y su ojo amoratado. Se presentó como Sean O'Sullivan y Kailan asintió, «voy a llamarte Sully» le advirtió encogiéndose de hombros.

Y así lo hizo, y así lo hace ahora también su propia familia.

Valentina se apresuró a entrar en una farmacia y comprar lo necesario para curar al chico, pues al trabajar como enfermera en un hospital de Brownsville supo qué hacer. Todos le acercaron al Sullivans en su coche y la madre de Sully, en agradecimiento, los invitó a almorzar. Desde ese día, tras encontrar, defender y ayudar al pequeño Sean después de que este se hubiera perdido, Kailan Miller y su familia se habían ganado la lealtad de la Irlanda Norteamericana.

Ambos amigos saben que ese fue el inicio de algo muy grande que llegaba a día de hoy. De una familia diferente, de esa que no es de sangre y se conoce en el camino.

Desde entonces nada volvió a separarlos, ni siquiera la distancia a cuarenta y cinco minutos en transporte público el uno del otro pudo con ellos. Solo un hombre había creído lograrlo al llevarse a Kailan a sus dieciséis, y ni siquiera fue así.

Recordar a su hermano de otra madre, pensar en por qué hacía esto, le dio las fuerzas suficientes a Sean para aguantar la carrera y no darle tregua a ese perro escurridizo, que ya empezaba a cansarse.

Harto de juegos, encañonó al tipo y disparó de nuevo, hiriéndole en la pierna. Lo hizo para intentar detenerle y, en parte, por vengar a su primo. El sonido del disparo provocó que la gente huyera despavorida y maldijo cuando se dio cuenta de que se estaban acercando a la estación de tren Rockaway. Tuvo que esquivar a los transeúntes que huían cuando el hombre le devolvió el disparo, obligando a Sully a esconderse tras los coches aparcados mientras él subía las escaleras como podía.

El tren acababa de llegar y Sully supo lo que eso significaba.

Para cuando echó a correr y alcanzó las escaleras, ese cabronazo ya se había adentrado en el interior del vagón, que arrancó en cuanto Sully puso un pie en el andén.

—¡Mierda! —bramó palmeando la puerta con rabia.

El hombre dentro del tren le sonrió a medida que este se alejaba. Sully pateó uno de los cubos de basura, hecho una furia, y se guardó el arma en su sitio cuando la gente le miró horrorizada. Jadeó agotado por la carrera y escupió hacia un lado, con la boca prácticamente seca, para después bajar por las escaleras.

No le jodía que ese tío se hubiera escapado, si no la información que pudiera llevar consigo.

Y a quién se la llevaría.



Callejeó cerca de una hora por los alrededores de la zona, evitando ser encontrado por la policía que todavía deambulaba en su busca mientras el forense daba la orden de retirar el cadáver del hombre de Abraham. Por supuesto, no lo encontraron, a Sully se le daba bien eso de ser escurridizo.

Telefoneó a casa para preguntar por Brian y suspiró de alivio cuando supo que estaba allí y no detenido. Para su suerte la bala tenía agujero de salida y Sully se alegró de que no tuviera que visitar el hospital.

Su madre y sus tías ya eran expertas en coser heridas de bala.

Informó de lo que había sucedido mientras su padre le escuchaba atentamente, aseguró que se quedaría un rato más hasta cerciorarse de manera concienzuda que la policía había abandonado el distrito y la casa de Kailan para poder ir. A su padre le pareció buena idea y llamó a sus dos hijos mayores para que se dirigieran cuanto antes a hacerle el relevo a su hermano una vez terminara.

Tal y cómo Sully había dicho, tendrían que doblar la vigilancia.

Y mucho más después de aquello.

No le daba buena espina en absoluto que la policía de Nueva York estuviera metiendo las narices. Principalmente porque eso obedecía a que habían recibido órdenes de algún departamento superior, si no, ¿por qué iba a meterse la policía de la ciudad en la desaparición de un chico que no pertenece a su jurisdicción?

Sully negó con la cabeza mientras se dirigía a la escalera de incendios delantera. No, esto cada vez pintaba peor.

Trepó por las escaleras hasta llegar a la ventana, todavía abierta, en la que había estado apoyado el tipo. Desenfundando de nuevo su arma, se adentró por el pequeño apartamento, inspeccionando todo cuanto había.

Con otro de los hombres de Abraham muerto, uno detenido y el otro desaparecido, en la casa había más bien poco. Encontró indicios claros de que la cerradura había sido forzada, así como algo de ropa y comida precocinada. Lo justo para pasar un par de días. Le cabreó en sobremanera dar con un equipo de escucha sobre la mesa del comedor, así como con un ordenador portátil.

Con una amplia sonrisa y arqueando una ceja, supo que, de golpe, todo parecía estar a su favor.

Tomó la mochila sobre la cama y la vació, suponiendo que ni el muerto ni el detenido iban a echar de menos su ropa. Mucho menos el desaparecido en combate, dudaba que se atreviera a volver. Se hizo con el ordenador y el resto del equipo y los metió dentro, para después colgarla sobre su hombro. Se acercó a la mirilla y comprobó el exterior y las escaleras. Todo limpio.

Con un suspiro, salió y golpeó con los nudillos la puerta de la casa de los Clark-Herrera.

Cuando Henry abrió preocupado y con el rostro descompuesto, Sully se sintió como un crío jugando a un juego que ni los propios adultos podían ganar.

—Hemos oído disparos, ¿estáis bien? —preguntó el hombre, haciéndose a un lado para que el chico pudiera pasar.

Asintió.

—Han herido a mi primo Brian, pero nada grave, está bien. Se hizo heridas más grandes con el monopatín cuando éramos críos.

Observó el salón de los Clark-Herrera con una pequeña y melancólica sonrisa. Dejó la mochila a un lado del pequeño sofá marrón frente a la tele. Había perdido la cuenta de cuántas horas pasó ahí sentado, jugando a la consola con su mejor amigo.

Seguía oliendo igual.

Al cruzar el pequeño recibidor, el olor hogareño de la casa había inundado sus pulmones. Siempre olía a la suculenta y apetecible comida que la abuela de Kailan preparaba, con especias y alimentos típicos de su tierra y cultura. La mujer era una gran cocinera capaz de traerse a México a su casa tan solo con una hora en la cocina.

Su corazón se encogió cuando vio a doña Regina sentada en una silla frente a la mesa del salón con un pañuelo de papel arrugado entre manos. Por la rojez en sus ojos, nariz y mejillas, quedaba más que claro que había estado llorando. Incluso para una mujer fuerte como ella, esta situación empezaba a írsele de las manos. No estaba seguro de lo que había pasado, y eso le daba más miedo todavía. El rostro de la mujer, que a sus sesenta y cuatro años seguía teniendo un aspecto algo joven, ahora parecía marcado por el tiempo, el dolor y la pena.

Sentimientos que solo había visto en sus ojos dos veces en la vida: con la muerte de su hija y con la marcha de Kailan.

Se recogió el pelo negro, del que ya no ocultaba sus canas, tras las orejas e hizo el amago de una sonrisa al verle.

—Pasa, mijo, no te quedes ahí. ¿Estáis todos bien?

Sully asintió de nuevo.

—Sí, no se preocupe por nosotros, Regina. Ya sabe que somos fuertes.

Escuchó la risa de Henry aliviando la pesadumbre del ambiente. Palmeo la espalda del chico y sonrió, aunque algo cabizbajo.

—Desde luego, los irlandeses siempre habéis sido duros de pelar.

El pelirrojo asintió complacido.

Henry apoyó sus manos en el respaldo de la silla contraria y, pasando una mano por su pelo rubio, observó a la mujer como si le preguntara algo.

Hasta que Sully se atrevió a hablar.

—¿Qué ha ocurrido, Regina? ¿Qué hacía la policía aquí?

La mujer suspiró y mordió sus labios, agachando la vista. Sully se dio cuenta en ese instante de que el teléfono móvil de la mujer estaba justo delante de ella, sobre la mesa, como si fuera un objeto sagrado que estaba conservando con adoración.

Su ceño se frunció y empezó a sospechar.

—La policía ha venido a casa este mediodía, llevaban aquí desde entonces —murmuró—. Nos han informado de la situación de mi nieto, y han llamado a una mujer. Hemos hablado con ella.

Sin entender nada, Sully siguió prestando atención. Sentía que el tiempo se ralentizaba a medida que iba descubriendo nuevos detalles.

Henry cogió aire.

—Era del FBI.

Una patada en los huevos le habría dolido menos que esa frase.

Ahora entendía quién había dado la orden a la policía de Nueva York, ahora entendía qué hacían aquí.

Eso podía significar una sola cosa.

—Kailan ha... matado a un hombre —murmuró Henry. No puedo evitar dar un vistazo al cuarto de su hija, como si con eso se asegurara que no pudiera escucharle—. Y lo están investigando, no es un cualquiera, y saben que esto les va a llevar a algo más grande. Y lo quieren a él.

Eso era.

No importaba lo mucho que Kailan hubiera hecho desaparecer el cadáver, lo sabían. El puñetero FBI lo sabía. Sully se llevó las manos al rostro y frotó sus ojos, después cruzó los brazos sobre el pecho, cogiendo aire profundamente.

—¿Qué saben? —preguntó. Suegra y yerno se miraron fijamente por unos segundos y Sully creyó que iba a vomitar su propio corazón—. Por Dios... ¿habéis dicho algo?

La mujer resopló con cansancio.

—¿Qué otra cosa querías que hiciéramos, Sean?

El mencionado se echó las manos a la cabeza y exhaló con fuerza y lentitud, comenzando a pasearse por el salón.

—¿Les habéis dicho hacia dónde va? —preguntó en un grito ahogado, que rebajó en cuanto se dio cuenta del volumen de su voz.

—Acordamos ayudar, estaban aquí cuando recibimos la llamada de Kailan. No teníamos otra alternativa, Sean... mi hijo está en problemas muy graves —añadió Henry.

No podía creer lo que estaba escuchando.

—¡Y en peores estará cuando lo detengan! —exclamó hacia el hombre.

Regina se puso en pie, recomponiéndose como la mujer inteligente, luchadora y fuerte que era, apoyando sus manos sobre la mesa y mirando a los ojos a ese chico al que había visto crecer junto a su nieto.

—Si hay alguien que pueda ayudar a mi nieto en estos instantes, por mucho que sea la policía, pienso hacer todo lo posible para que me lo traiga de regreso a casa sano y salvo —sentenció con firmeza—. Así tenga que pedírselo al mismísimo Diablo, y que Dios me perdone por ello.

O'Sullivan negó con la cabeza.

—No... no lo entendéis. Ahora no solo la policía sabe que va hacia Albuquerque.

El padrastro de su amigo frunció el ceño.

—¿Insinúas que los hombres de Abraham también? ¿Cómo?

Sully se dirigió hacia la mochila y mostró el contenido en su interior.

—Afirmo que lo saben, porque os han estado escuchando.

Se puso en pie con enfado y se colgó de nuevo la mochila en el hombro. Todo el trabajo de planificación y cuidado se había ido al traste con la aparición del maldito FBI.

—Si... si lo meten en la cárcel, se acabó, Regina. Se habrá acabado. Ahí casi no podremos darle protección —añadió encaminándose hacia la puerta, pensando en mil y una formas de solucionarlo.

—Confío en esa mujer, Sully. Sé que puede ayudarle.

El chico miró hacia la mujer, mordió sus labios y asintió con lentitud.

—Pues recemos porque, sea lo que sea que le haya dicho a usted... sea verdad.

Se marchó al instante en el que terminó la frase, cerrando la puerta a sus espaldas y bajando a toda prisa las escaleras.

Tenía que advertirle, tenía que avisar a Kailan de lo que estaba pasando. Que no fuera a Albuquerque o, en caso de que hubiera llegado, se largara de allí inmediatamente.

Si la policía de Nueva York ya estaba al tanto, ¿acaso no lo estaría la del resto del país?

Sacó el móvil de su bolsillo mientras salía del edificio. El claxon del coche de sus hermanos le hizo levantar la vista y asintió hacia ellos mientras se bajaban del mismo. Marcó el número de Kailan y se pegó el teléfono a la oreja. Por primera vez él también estuvo a punto de rezar. Tenía que avisarle lo antes posible.

No le saltó el contestador, sino algo mucho peor.

—El número que ha marcado no corresponde...

Kailan le había hecho caso. Se había deshecho del teléfono.

Sully contuvo las ganas de estampar el suyo.

—¡Joder!

A la mierda con la suerte del irlandés, él acababa de perderla toda.

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