Capítulo 4. Los favores del ayer, las consecuencias del mañana
La policía de Arizona se había mostrado más colaboradora de lo que Kingsley esperaba, y lo agradeció, por supuesto.
Durante las más de tres horas que habían pasado desde que puso un pie en la escena del crimen, Kingsley no había parado. Telefoneó a media población de Las Vegas. Hoteles, casinos, restaurantes... pidió acceder a todas las grabaciones de cámaras de seguridad posibles. Revisó personalmente una y otra vez las cintas de las que obtuvo permiso, principalmente las del Bellagio, en busca de alguna imagen que diera con la huida de Kailan tras el combate que había tenido lugar en el hotel.
La encontró.
El chico había sido listo, usó como escudo las cámaras de televisión cuando bajó del ring tras ser proclamado campeón. Ni el más idiota de los asesinos se atrevería a hacerle algo en ese instante, con la mitad del país mirando. Cuando los reporteros dejaron de informar, con la última imagen que los medios tuvieron de él, su pista se perdió. Hasta que Kingsley conectó mentalmente esas imágenes con las que había visto en esas horas. Kailan Miller había huido corriendo por una salida de emergencia, saltando una de las vallas del recinto, para posteriormente doblar la esquina de un edificio en la otra acera. Era ahí donde se le perdía la pista. Tan solo segundos después, la misma puerta de emergencia volvía a ser abierta con violencia para que de ella salieran varios de los hombres de Abraham, corriendo como hienas carroñeras hacia su presa herida. El que Jules confirmó como la pareja de Kailan, encabezaba la cacería. Spencer White también iba con él, como confirmaba su billetera perdida.
Estaba claro que el amor se había terminado y no querían hacerle precisamente cosquillas.
Kinsgley se pinzó el puente de la nariz, deambulando con lentitud de un lado a otro. La arena del desierto crujía bajo sus pies mientras repasaba mentalmente todo lo obtenido hasta ahora. El calor empezaba a caldear el ambiente y dobló hasta los codos las mangas de su americana.
Al pasar la matrícula del coche que el señor Jackson les había facilitado, descubrió que pertenecía a un chico joven de familia adinerada en Beverly Hills que había venido a pasar el fin de semana a Las Vegas con sus amigos de la fraternidad. A juzgar por lo nervioso que parecía al recibir una llamada de la policía y antes de que Kingsley pudiera abrir la boca, el chico decidió echarse a llorar y confesar que no pretendía hacerle nada malo la chica a la que le había echado algo en la copa dos noches atrás, alegando que sus colegas y él no eran malas personas y que ya habían aprendido con el escarmiento del hombre de negro y la mujer pelirroja que les habían enviado. Kingsley no entendió nada de aquello y el chico se quedó sin aire cuando la mujer le informó de que tan solo le llamaba por el robo de su vehículo. De todas formas, tomo sus datos y envió inmediatamente una patrulla al hotel desde el que se recibía la llamada.
Mejor prevenir.
Se apoyó en el coche de policía a su espalda mientras revisaba el papeleo y observaba como Jules hacía de nuevo su trabajo, con Williams a su lado repasando el contenido de su propia carpeta.
Después de obtener aquello, llamó de nuevo a los hoteles preguntando por los registros de vehículos en sus aparcamientos privados para clientes hasta que dio con él. La matrícula coincidía con el coche de un par de huéspedes en el Bellagio. A Kinsgley le pareció una extraña coincidencia que se alojaran en el mismo hotel en el que sucedería la huida de Kailan, pero tan solo anotó la sospecha a un lado y prosiguió. Además, nadie había mencionado nada de una mujer pelirroja, ¿seguiría ella en Las Vegas? Había visto imágenes de ellos en el hotel, pero el rastro terminaba ahí, al menos en las grabaciones. Pero si todo eso era extraño, el registro de sus nombres en los carnés entregados al Bellagio, todavía más.
—¿En serio? ¿Adán y Eva? —masculló Williams indignado—. Que la mayoría de la gente viene aquí con un nombre falso es algo que todos sabemos, pero esto ya ni siquiera es esforzarse en disimularlo.
Kingsley alzó las cejas, estaba de acuerdo.
—No hay registros, datos, huellas que correspondan a identidades... ¿En serio? ¿Y ya está? ¿Ese tío ha caído del cielo así sin más?
La mujer miró a Williams y este se encogió de hombros ante su suposición. Lo importante no eran los nombres falsos, si no que al menos uno de los dos, «Adán» en este caso, estaba involucrado en la huida de Kailan. El por qué ya no lo sabía, pero ahora, con el coche robado frente a ella, abandonado en mitad del desierto cercano a la población de Kingman... el asunto empezaba a tomar una forma más sólida y consistente.
—El laboratorio ha informado que el análisis es concluyente. La sangre del maletero que hemos enviado a analizar antes de que llegarais es la misma que la que encontramos en la casa de Miller y Elijah —explicó Jules tras colgar el teléfono—. Es de Spencer White.
Ashley suspiró, dejando la carpeta sobre el capó del coche, dando un par de pasos hacia el Mustang abierto de par en par. En absoluto iba a molestarle que ese cabrón estuviera muerto, eso por descontado, pero también significaba muchas más cosas.
—Y, a juzgar por las palas usadas y llenas de tierra... apuesto cien dólares a que lo han enterrado en algún lugar de este pequeñísimo desierto —respondió Williams con ironía a parte de sus cavilaciones mentales.
—Solo haces apuestas grandes si tienes la victoria segura, ¿no?
El chico estiro los brazos con una sonrisa triunfante y ojitos inocentes, encogiéndose de hombros en dirección a Jules.
—Yo nunca pierdo, nena.
Ella puso los ojos en blanco, negando con la cabeza.
—Sea como sea, en el coche también hay huellas de Kailan y del desconocido. Así que están metidos hasta el cuello, jefa. —Kingsley miró hacia J.J. arqueando las cejas y la muchacha hizo una mueca—. Perdón.
La mujer suspiró.
—Sí, eso parece.
Homicidio, ocultación de pruebas... A Kailan Miller le iba a caer un buen paquete. Y en el caso de que los hombres de Miller salgan airosos, que lo harán, porque para algo se gastará el dinero su jefe, Kingsley imitó a Williams y se la jugó todo a una única carta que contemplaba como opción más viable.
Le cargarán el muerto de Elijah a Kailan, nunca mejor dicho. El testigo ya lo había hecho, no sería tan diferente la decisión de un jurado.
Al encubrimiento y al homicidio se le añadirá el asesinato con alevosía y ensañamiento de Elijah Smith, y a saber de qué más lo culpabilizan. Con suerte, si colabora y por buen comportamiento, podría estar en la calle en unos... ¿veinte? ¿treinta años, quizá? Puede que más, o puede que nunca.
Kingsley suspiró. No, qué va. En una cárcel duraría a lo sumo una semana, sería mucho más fácil para Abraham Miller y sus hombres acabar con él estando ahí dentro.
—¿Cómo vamos con la búsqueda de su familia en Nueva York? —preguntó intentando rascar de cualquier parte para encontrar una cuerda a la que aferrarse.
—Tenías razón, Ash, tiene familia allí. Su abuela, su hermana pequeña y su padrastro. Investigué sus cuentas bancarias y ha estado enviando dinero a una cuenta de Nueva York prácticamente todos los meses a nombre de Henry Clark.
Kingsley asintió, satisfecha con esa información.
—¿Has podido lograr que contacten con ellos?
Williams chasqueó la lengua, negando con la cabeza.
—Eso está siendo más complicado. Nuestros compañeros neoyorquinos son un pelín tiquismiquis y me están atosigando con órdenes, permisos y papeleos para darme alguna dirección o un número de teléfono —explicó mientras se dirigía a la puerta del conductor—. Necesitan un permiso hasta para ir a mear esos cabrones... podría tardar días.
Ashley frotó sus ojos con frustración, se paseó de nuevo frente al maletero abierto con la mano izquierda en su cadera mientras que con la derecha rascaba su frente.
—Ya, pues Kailan Miller no tiene ese tiempo.
Usher suspiró encogiéndose de hombros, palmeando el techo del coche, con la puerta del piloto ya abierta.
—Bueno, estoy haciendo lo que puedo por un tío que un santo tampoco es —alegó, señalando el Mustang ante ellos—. Tampoco voy a hacer milagros, pero seguiré intentándolo.
Kingsley asintió con cierto fastidio. Eso iba a retrasar mucho las cosas y la ventaja que pudieran tener, si es que la tenían, se les iba a acabar. A más tiempo pasara, más lejos estarían del chico, literalmente. Contactar con su familia era su única oportunidad. Al menos tenían un nombre, algo era algo.
Williams se despidió de ellas y se subió al coche, marchándose de la escena cuando Kingsley le aseguró que se quedaría un rato más por allí y después volvería con J.J. y su equipo, quienes ya estaban recogiendo sus cosas. La policía de Arizona se encargaría de llamar a la grúa.
—¿No vas a solicitarlos?
El suspiro y asentimiento de Kingsley no sirvió como una respuesta adecuada, por lo que añadió:
—Pero el tiempo jugará en nuestra contra. Hay que pedirlo a un superior, que lo acepten, enviarlo a Nueva York, que alguien lo revise... —Se pasó una mano por su pelo corto y negro y miró fijamente a J.J.—. Cualquier oportunidad de dar con él pronto se nos escapará de las manos.
Los labios finos de Jules se fruncieron. Entrecerró sus ojos azul claro cuando el sol de la mañana le dio de frente al girarse.
—O no —murmuró sin más—. Podría ir yo personalmente a Anderson y pedir que haga unas llamadas.
A Kingsley se le abrieron los ojos con sorpresa.
—¿Harías eso por mí?
—¡Claro! De algo tenía que servir algún día ser la sobrina de «El Nuevo», ¿no?
La mujer hizo una mueca que pretendía ser una breve sonrisa cuando la piel pálida de la muchacha enrojeció algo avergonzada. Kingsley frotó su barbilla en un gesto que claramente indicaba lo mucho que estaba sopesando su sugerencia. Nunca había estado muy a favor del nepotismo, pero ahora que iba en su beneficio... ¿Acaso no todo el mundo parecía tomar atajos? ¿Por qué iba a ser ella la que siguiera nadando a contracorriente? No le sirvió de mucho el perfeccionismo y la moral con el asesinato de Joshua.
Y quizá esta era su última oportunidad de acabar con todo y dar carpetazo al asunto.
Miró a Jules frunciendo el ceño.
—¿De verdad puedes conseguirlo?
La muchacha sonrió y levantó el mentón de manera altiva.
—Estará al teléfono con Nueva York antes del mediodía.
Lucifer
De haber tenido corazón, habría considerado la idea de arrancármelo yo mismo del pecho y clavarle la lanza de Azrael. Al fin y al cabo, es lo que sentía que él acababa de hacer.
Su pérfida sonrisa cuando alejó su rostro del mío, terminó por destrozarme. Dio una palmada y empezó a carcajearse, riéndose de mí.
No... no puede ser. Te está mintiendo, Lucifer. Se lo tiene que estar inventando.
Pero yo empezaba a no estar tan seguro.
—¿Te lo puedes creer? —exclamó—. ¡Me dejó anonadado! Tuve una pequeñísima sospecha de que así fuera, pero... oh, tu cara, hermano. Tu cara acaba de confirmármelo.
Cerré los ojos y agaché la cabeza, devastado. Mis hombros se aflojaron como si hubiera caído sobre ellos el peso de toda la Creación.
—Ha sido bastante divertido ver cómo te hundías, pero ahora empieza a ser bastante... patético, deprimente —dijo, mirándome de arriba abajo, mostrándome como en sus ojos destellaba realmente el brillo de la ilusión entremezclada con el asco que me tenía—. ¿Es quizá esto mejor castigo que el que te otorgó Padre? ¡Ni siquiera él mismo podría haber confabulado semejante obra maestra! Tu propia avaricia y ganas de corromper a la Creación para molestarle a Él... —Dio un vistazo al cielo sobre nosotros para después mirarme de nuevo—. Ahora estallándote en la cara.
No dije nada. No podía hablar. Ni siquiera Lilith podía. Solo revisaba mentalmente las imágenes en mi cabeza una y otra vez. Rebuscando entre todos y cada uno de mis recuerdos.
Y ahí estaba.
Ciudad Juárez. 1996.
Cerré los ojos con fuerza. Lilith contuvo el aliento cuando se vio a sí misma en ellas también presente. Los abrí cuando Azrael se me acercó de nuevo, lentamente, regodeándose en su más que clara victoria.
—Siempre te culpé de todo mal existente... y me consuela saber que ahora no seré el único en cuanto tu querido humano se entere de lo que hiciste —susurró mientras su sonrisa se estiraba—. Y de quién eres.
—No —gruñí.
Ese simple monosílabo salió de mi como un supurante veneno. Entre dientes, plagado de rabia y envuelto en un odio puro y corrosivo.
Azrael hizo un puchero simulando pena.
—Es cuestión de tiempo —dijo casi sobre mi rostro, como si vaticinara mi futuro por el que nadie podía hacer nada. Su expresión cambió al segundo, volviéndose aterradora y asqueada de mí existencia—. Eres un ser horrible y despreciable. La culpa y razón de todas y cada una de las desdichas de ese humano del que ahora te vanaglorias de proteger.
Es mentira, Lucifer, no es... no es tu culpa.
Azrael suspiró aliviado, alejándose unos pasos de mí, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
—Supongo que mi trabajo ha terminado por ahora, solo tengo que dejar que tu amargura te autodestruya y vuelvas a tu nido de gusanos. Me ahorrarás tener que matar a tu mascota —comentó como si nada, desplegando sus alas ante mí—. Abandona la partida, Samael. Has perdido.
La pronunciación de ese nombre en su boca, manchándolo después de haberlo escuchado en labios de Kailan, me hizo enfurecer.
No, no iba a alejarme de Kailan solo porque él me amenazara. No le dejaría a merced de su padre, hicimos un trato. Desaparecería de su vida bajo mis términos y condiciones, no según el chantaje de un ángel desquiciado.
Clavé mis pupilas en las suyas y me erguí en mi posición, superándole en altura. Sabía cuánto odiaba que hiciera eso.
—No te acerques a él —rugí, dejando clara mi decisión. Mis ojos refulgieron en su plenitud carmesí—. Y no vuelvas a llamarme así.
Vi como la rabia recorrió su rostro en una mueca seguido de un chasquido de lengua. Sus dedos se apretaron en torno a la lanza y mordió el interior de su mejilla.
—Tú lo has querido, Samael —siseó. Gruñí en respuesta al instante en que me nombró de nuevo—. El juego solo acaba de empezar.
Desapareció de mi vista en tan solo un batir de sus alas, alzándose al cielo en cuestión de un abrir y cerrar de ojos.
Lilith brotó de mi piel al instante y yo me lleve las manos al rostro, frotando mis ojos con incredulidad para después pasar una mano por mi pelo recogido. Ella me miró, temblorosa de pies a cabeza.
—¿Cómo pude...? Me lo tengo merecido.
Mis palabras escaparon de entre mis dientes mientras me paseaba de un lado a otro. Lilith negaba con la cabeza, intentando hacerme entrar en razón.
—¡Hace como veinticuatro años, Lucifer! ¡No puedes acordarte de todo aquel al que has hecho un favor!
Debería haberlo hecho, ahora nada de esto estaría pasando. De una forma u otra, que Kailan hubiera sufrido a lo largo de su vida por culpa de ese hombre, era indirectamente culpa mía.
—No, ni hablar, he estado lo suficiente dentro de esa cabeza tuya como para saber lo que estás pensando.
—Es la verdad, Lilith —mascullé, sintiendo como un nudo estrangulaba mi garganta. Jamás imaginé que eso pudiera sucederme—. Todo cuanto le ha pasado... es mi culpa.
—¡No! ¡Eso no es...!
Pero se calló. Ella tampoco sabía qué decir. Se apartó el pelo de la cara, que la brisa le mecía, y escondió su rostro entre ambas manos por unos momentos.
Conceder favores empezó como un divertimento, como algo que nos beneficiaría el día que decidiera alzarme de nuevo en contra de mi Padre y todo el Reino de los Cielos. Llegado ese día, podría iniciar una nueva y definitiva batalla con todos esos millones de almas cobradas, a mi favor. Como mis fieles, como mis soldados. No importaba si se arrepentían, lucharían hasta agotar su existencia, pues me lo debían.
Ahora nada de eso lograba tener sentido para mí. De hecho, me pareció un plan estúpido. El deseo de una mente enfadada, vengativa. Ahora, tal y como Azrael había dicho, se había vuelto en mi contra. Justo en el punto exacto, como una de mis más dolorosas y estudiadas torturas que había ejercido durante milenios para otros.
Pero en esta ocasión, para mí.
Cerré mis ojos, devastado.
—Será mejor que volvamos... Kailan debe estar por salir —musité abriéndolos de nuevo. En absoluto silencio y tras un suspiro apenado, la figura de Lilith se descompuso en una bruma negra que penetró en mi piel hasta desaparecer.
Como una de las tantas almas en pena que rondan por mi Reino, caminé con pesadumbre de vuelta a nuestro coche en el estacionamiento. Con una sonrisa, Kailan me recibió de vuelta como si nada hubiera pasado. Porque a efectos prácticos para él, así era.
Esos minutos que habían pasado para ambos pesaban en mí como cientos de años.
Se conmocionó al ver mi rostro abatido, pero alegué que estaba cansado y, en la bondad de su corazón, aseguró que ahora conduciría él hasta la mitad del camino para que yo pudiera otorgarme un descanso. Asentí agradecido mientras me sentaba en el asiento del copiloto con Kailan a mi lado, que dejaba la bolsa con las compras en los asientos traseros.
Contemplé su silueta con el temor de que fuera a esfumarse frente a mis ojos. Su pelo rojizo desteñido por el que el negro empezaba a asomar, sus ojos relucientes, su piel morena, su mandíbula delineada.
Apreté los dientes al comprender por qué me era conocido el rostro de Valentina Herrera.
No solo porque Kailan se pareciera a ella.
Si no porque, hacía más de veinticuatro años, la pude conocer en persona.
Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Diciembre de 1996
La ciudad estaba de fiestas navideñas y, aunque religiosas, eran fiestas al fin y al cabo. Un aliciente más que válido para que Lilith y yo decidiéramos dejarnos caer por allí y mezclarnos entre las gentes. Llevábamos unas semanas visitando todo el país. Desde unos días en Quintana Roo, hasta Veracruz y Ciudad de México, seguidos de unos cuantos más por Guadalajara y Puerto Vallarta. Fue tras unas noches frente al mar cuando decidimos encaminarnos dirección al norte.
Usar el Infierno como portal tenía muchas ventajas. En un sencillo pestañeo, estaríamos en cualquier lugar que decidiéramos. Nos ahorraba un gasto innecesario en coches y billetes de avión. Aunque algunas veces preferíamos lanzarnos a conducir por la carretera, lo hacía todo más divertido.
Fue así como, desde Nuevo Laredo, cruzamos Coahuila hasta Chihuahua. Tan solo un par de días después, estábamos en Ciudad Juárez, dispuestos a despedir nuestra aventura mexicana por todo lo alto.
Y en aquel instante, mientras rellenaba mi vaso con lo que quedaba en la botella de mezcal, reí dando un divertido vistazo a Lilith, que bailaba con un apuesto jovencito que parecía embelesado con su presencia. Aunque ella estaba más centrada en disfrutar del baile que en la compañía.
—¿Te importaría traernos otra? —le dije a la camarera cuando se acercó con una sonrisa hasta nuestra mesa.
—¿Otra? —preguntó, sorprendida por nuestra capacidad para beber y quizá por mi perfecto español, probablemente impropio por mi aspecto extranjero.
Asentí devolviéndole la sonrisa.
—Y un margarita para mi amiga, bebe mucho —comenté, cabeceando en dirección a Lilith, que me asesinó con la mirada al escucharme echarle la culpa, pero sonrió amigablemente cuando la camarera le miró.
La chica asintió con diversión, pegándose la bandeja a un costado. La observé detenidamente cuando se atusó toda su larga melena negra y ondulada sobre su lado izquierdo, manteniéndola sujeta por una flor roja como la sangre, que destacaba respecto a su camiseta de tirantes y falda larga, ambas blancas. Le daban un aspecto angelical que, supongo, era intencionado dada la temática del bar.
Se llamaba El Cielo. Era obvio que debía venir, ¿no?
A Lilith y a mí nos pareció divertido decir que, después de todo, sí que podíamos entrar en El Cielo.
Aunque, a juzgar por su aspecto de tugurio de mala muerte con ciertas pretensiones, dudaba que este lugar pasara por algo divino. Era un bar no demasiado grande y, a pesar de su oscuridad, con las escasas luces de colores que atravesaban las falsas nubes pegadas al techo negro (¿No deberían estar las nubes en el suelo si esto era el Cielo?) se podía ver la pequeña pista de baile. A un lado y a su alrededor, pegadas a las paredes, las decenas de mesas ocupadas por clientes hasta la barra del local, forrada también en nubes de mentira y con burdos ángeles pintados. Pues los ángeles del local, eran las camareras. O eso decía un letrero sobre la barra.
A cualquiera de mis hermanos les daría un infarto si vieran esto. Y si tuvieran corazón.
En todos los sentidos.
Principalmente, porque por cómo olía, en lugar del Cielo este sitio parecía más el Infierno. El humo del tabaco flotaba por el ambiente, creando de verdad la sensación de tener nubes sobre nuestras cabezas, juntándose con el olor del alcohol y el sudor del gentío que bailaba en la sala. En su mayoría turistas en busca de algo de diversión tras las fiestas y, en la pequeña parte, escoria humana que cerraba aquí sus negocios.
Esa era la razón por la que estaba aquí.
Las almas inmundas no merecían poblar la Creación y mi trabajo era castigarlas, ¿no? Mejor asegurármelas antes de que les diera por arrepentirse de sus pecados antes de morir. Además, tras tanto viaje, mis alas me dolían.
El alma de cualquiera de esos imbéciles debería bastar.
La amable y joven camarera trajo lo que había pedido y le di las gracias, a lo que respondió con una de sus gratificantes sonrisas antes de marcharse.
Lilith volvió a la mesa al ver que su copa ya estaba en ella tras despedirse del chico al que no le había preguntado ni el nombre dejándole con un pasmo de narices, pues seguramente el tipo pensó que esa noche había triunfado y ahora estaba parado en mitad de la sala con cara de idiota. Ella le saludó divertida y vacilante con una mano mientras caminaba hacia mí. Medio bar se giró para verla caminar en sus tacones de aguja rojos a juego con su pelo y sus ojos, que por suerte y gracias a la oscuridad del local a penas se notaban, enfundada en un pantalón alto hasta la cintura, negro y de traje, y una camisa también negra de volantes con los hombros descubiertos.
Estaba espectacular, como siempre.
—Deja de mirarme como un demonio hambriento —comentó con picardía antes de beber de su copa, una vez se sentó frente a mí.
Sonreí ladino y arqueé las cejas con inocencia.
—Soy el demonio y estoy hambriento —objeté abriendo las manos. Me recliné en el asiento para acercarme a ella—. Si quieres luego te lo demuestro.
Lilith relamió la sal en sus labios y me miró divertida, alzando la copa.
—Amén.
Una carcajada escapó de mí.
—Prefiero no decirlo, por si acaso empiezo a arder delante de toda esta gente.
La mujer se unió a mis risas y me contempló pensativa.
—Pues por nuestras últimas noches en este país —dijo a modo de brindis, haciendo que yo también alzara mi vaso—. ¡Viva México, cabrones!
Reí con fuerza de nuevo al escucharla gritar en español antes de asentir satisfecho y beber de mi vaso a la vez que ella.
Dejó su copa y se cruzó de brazos sobre la mesa, mirando la sala con interés y después hacia mí, arqueando una ceja.
—¿Has encontrado algo interesante?
Sonreí, agachando ligeramente la cabeza para clavar la mirada en la esquina izquierda a su espalda. Un grupo de hombres se reunía alrededor de una mesa, con un par de camareras sentadas en el regazo de dos de ellos, mientras que otros parecían discutir con fervor.
—Veremos si podemos lanzar el anzuelo —mascullé, acercándome el vaso a los labios a la vez que Lilith echaba un vistazo.
Y, en cuanto miró, uno de los tipos se puso en pie arrastrando la silla escandalosamente para, acto seguido, salir hecho una furia por la puerta de atrás. Lilith me miró y mi sonrisa se ensanchó. Me puse en pie con lentitud a la vez que dejaba algunos billetes sobre la mesa en forma de pago.
Ya teníamos una posible víctima.
El eco de mis zapatos y el repicar de los tacones de Lilith sobre el pavimento del maloliente callejón eran lo único que se escuchaba en mitad de la madrugada. Un par de farolas no eran lo suficiente para iluminar al tipo del bar, que buscaba desesperado el mechero en sus pantalones y los bolsillos de su vieja y desgastada chaqueta de cuero.
—¿Quieres fuego?
El tipo dio un respingo, asustado, pues estaba tan ensimismado en su mente que apenas nos había oído aparecer a su lado. Se giró para mirarnos de arriba abajo ligeramente aterrado. Lilith sonrió con picardía, sacando mi encendedor plateado de su bolsillo y prendiéndolo.
Por supuesto que no pudo ocultar su cara de imbécil ante la belleza deslumbrante de la mujer a mi lado.
—Sí... sí, claro. Gracias —musitó en un marcado acento californiano. Lilith se acercó a él con lentitud como si disfrutara cada paso. Su caminar siempre me recordaba al serpenteo de una serpiente. Ella sabía que así era, para mí y para el resto de seres de la Creación, y por eso lo hacía. Era la imagen que tenían de ella, ¿no?
El hombre prendió su cigarrillo tembloroso. Saqué mi pitillera del interior de mi chaleco negro, colocándome un cigarro en los labios también y cuando Lilith volvió a mi lado me cedió mi encendedor.
—Parecías cabreado con el tío de ahí dentro —comenté en inglés, su idioma nativo, exhalando el humo y doblando hasta los codos las mangas de mi camisa blanca—. ¿Qué ocurre?
Me miró frunciendo el ceño, sorprendido por el cambio de idioma.
—¿Quién coño eres tú?
Sonreí.
—El que puede darte lo que quieres —siseé, captando su atención a pesar de la desconfianza—. No quiere ascenderte, ¿cierto?
El asombro recorrió su rostro al terminar de hablar. Balbuceó y dio un pequeño paso atrás.
—¿Cómo...? ¿Cómo sabes eso?
Di una calada y aparté el cigarrillo de mí.
—Tengo buen oído.
El hombre suspiró y sus hombros se aflojaron como si de ellos escapara toda la tensión. Parecía abatido, como si se rindiera ante aquello que tanto deseaba porque ya no podía más.
—¿Eres poli?
Enarqué una ceja.
—¿Tengo pinta de ser policía? —Miré a Lilith—. ¿Tiene ella pinta de ser policía?
Negó, suspirando, como si eso le fuera comprobación más que suficiente.
—Ese tío es un completo gilipollas, no tiene ni idea de llevar el negocio y me tiene atado a él —confesó. Dio una calada y, espirando el humo, pasó una mano por su pelo corto y castaño con desespero—. Yo solo... yo solo quiero volver a mi casa en Santa Mónica, con mi mujer. Está enferma, ¿sabes? Por eso estoy metido en esta mierda, es... es una forma rápida de conseguir dinero.
Lilith me miró ciertamente sorprendida. Al igual que yo, imaginé que no esperaba encontrar a un tipo medianamente decente en ese lugar, por muy moralmente reprobable que fuera.
—Pero si ese imbécil... desapareciera de una vez, los chicos y yo podríamos hacer que hubiera más beneficios en lugar de gastarlo todo en idioteces —murmuró, como si ese mismo plan se lo repitiera muy a menudo a modo de mantra personal—. Solo un año más y podría costear el tratamiento, después mandaría este mundillo a la mierda.
—¿Y cuánto estás dispuesto a dar por ese poder?
El hombre me miró, sonriendo con una mezcolanza de cansancio e ironía.
—Ya lo he dado todo de mí —sentenció con seguridad.
Y entonces sonreí.
—Todo no.
Pude sentir como un escalofrío le recorría ante mi voz. Me acerqué lentamente a él, lanzando a un lado el cigarrillo entre mis dedos, viendo como su espalda topaba contra la pared.
—¿Qué hay de tu alma? —murmuré.
Sus aires de grandeza se redujeron de golpe en cuanto hice la pregunta. Aterrado, alternó su vista entre Lilith y yo. Dio un respingo cuando la primera mujer se acercó bajo el haz de luz de la farola sobre nosotros que ahora nos alumbraba, dejando ver sus ojos escarlatas, rodeados de su emborronado maquillaje negro.
—¿Qué...? ¿Qué...?
No conseguía balbucear otra cosa que no fuera aquello.
—¿Qué me dices? Todo ese poder será tuyo si aceptas el trato, yo me encargo de los pequeños detalles. —Sonreí altanero, poniendo mi mano en la pared al lado de su cabeza—. Eso que deseas completamente tuyo, por un mísero pago. Y podrías salvar a tu mujer...
Su silencio, sumado al temblor de su cuerpo, parecían ser la única respuesta que obtendría de ese ridículo humano.
—Veo que no lo anhelas tanto como dices —susurré con fingida decepción.
Me alejé de él y me di la vuelta con las manos en los bolsillos. Tras mis pasos, Lilith me imitó, chasqueando la lengua con falsa decepción.
—¡Espera!
Y, entonces, mi sonrisa volvió a parecer. Miré al tipo por encima de mi hombro derecho con renovado interés.
—Sí... sí, acepto.
Sintiendo como la negrura de mis ojos se extendía por completo, haciendo que el tipo contuviera el aliento, clavé mis pupilas en las suyas analizando todo de su ser.
—Perfecto.
Mi susurro hizo titilar la luz de las farolas. Un viento helado sacudió el angosto callejón provocando que el hombre se encogiera ligeramente en su postura. La carcajada de Lilith hizo que se estremeciera, observándonos aterrado, como si en ese instante se diera cuenta de lo que acababa de hacer.
—Volveré a cobrar mi pago en unos días, sin importar dónde te escondas... Abraham.
Una semana fue espera más que suficiente. Entregué a ese estúpido jefe de la pequeña banda a los policías adecuados, hombres que me aseguré de que fueran incorruptibles. Después de eso, dejé que todo siguiera su curso. Por supuesto, el resto de la pirámide se pusieron nerviosos pensando que el hombre empezaría a soltar nombres, pero a juzgar por cómo había quedado mentalmente tras mi visita... dudaba que alguna vez en su vida volviera a decir algo coherente. Si bien era cierto que la ciudad también fue absorbida por ese mismo caos y nerviosismo, pues eliminar a un cabecilla siempre costaba trifulcas y tiroteos entre bandas por el territorio, que los ciudadanos pagaban, confiaba en que todo volviera a su cauce natural una vez el poder se reasignara en el hombre al que le había hecho el favor.
Fue gratificante, la sensación de un trabajo bien hecho. Y aquello se merecía una copa en nuestro bar favorito para celebrar la última noche en la ciudad.
Sobre todo, para cobrar aquello que me era debido.
Así que, apoyando la espalda en la barra, en el mismo Cielo de la última vez, degustaba una copa del mejor whisky que tenía el dueño del local con Lilith a mi lado saboreando un vaso de tequila. Era una ofensa que esta cosa fuera lo mejor, pero tendría que esperar a volver al Infierno para comer y beber en condiciones.
Un estridente jaleo, superior a la música del local, se hizo presente en cuanto Abraham y los suyos entraron. La gente de las mesas bajó la voz tras su aparición. Alcé las cejas con sorpresa ante ese halo de miedo que desprendía todo el local de forma repentina y di un fugaz vistazo a Lilith para ver si ella también lo había percibido, antes de posar mis ojos en el hombre al que le había concedido un favor.
Su vestuario había cambiado por completo, de una simple chaqueta de cuero vieja y unos vaqueros, a el traje más costoso que hubiera tenido en su vida. Bien peinado, perfumado y con anillos que costaban más que el local entero, igual que el reloj que relucía en su mano derecha. Sonreía altivo, mirando a todos los presentes como si les perdonara la vida a medida que pasaba al lado de ellos.
Hasta que se encontró con mis ojos.
Tan solo Lilith y yo pudimos percibir el ligero brillo de terror que nació en ellos, pero enseguida fingió recomponerse.
—Te veo cambiado —musité mirándole de pies a cabeza.
—El poder me sienta bien.
Asentí con lentitud, tensando la mandíbula. Parecía haber olvidado el propósito por el que había sido capaz de vender su propia alma.
—¿Y tu mujer? ¿Qué tal se encuentra?
Mi pregunta fue como atizarle un puñetazo en el abdomen. La vena de su cuello se hinchó ligeramente y estiró sus labios en una sonrisa tensa que terminó por convertirse en sincera.
—¿Sabes qué ocurre? Que... después de todo lo que he pasado para llegar hasta aquí y darme cuenta de lo que estar en la cima significa, tras años y años de esfuerzo y sacrificio... no me compensa retirarme y pasar mis días al lado de una zorra moribunda. —Su sonrisa fue escalofriante. Sus ojos se clavaron en una de las camareras del bar, la morena que nos atendió la última vez—. Y mucho menos habiendo zorras mejores que comprar.
La ira de medio Infierno se arremolinó en el centro de mi pecho. Había tenido la pequeña esperanza de que fuera alguien decente y, una vez más, no había sido así. Ese bastardo se había corrompido en cuanto había saboreado las mieles del poder.
Como todos. Ni siquiera sabía por qué me sorprendía.
Los humanos eran decepcionantes.
La mujer se quedó petrificada y tensó la mandíbula con hartazgo, como si estuviera cansada de soportarle. Aun así, Abraham se aproximó a ella y la cogió por el brazo con brusquedad, como si fuera un mero objeto que podía elegir a su antojo.
—¿Qué tal, Valentina?
Ella se zarandeó.
—Déjame en paz, pinche estúpido. Ya te dije, nunca pudiste pagarme, ¿te crees que por tener un traje culero ya puedes? —exclamó ella, empujándole lejos.
Humillado por las risitas de sus hombres y de algunos de los presentes, Abraham no dudó en propinarle una bofetada a la muchacha que silenció a todo el bar. La música hacía rato que había dejado de sonar y el dueño era incapaz de mover un músculo, escudándose tras la barra.
De reojo, vi cómo Lilith cerró los puños con rabia y se incorporó a la vez que yo. Pude incluso sentir su odio de tal forma que no sabía si era suyo o mío. Pero lo que realmente me sorprendió, fue una reacción ajena a la nuestra.
Un chico joven, casi recién salido de la adolescencia, de piel morena y pelo negro, había arrastrado la silla en la que estaba sentado para ponerse en pie hecho una furia.
—¡Suéltala, hijo de la chingada! ¡No toques a mi hermana! —rugió, pegando un puñetazo a la mesa.
El otro chico frente a él, de al menos un par de años más y bastante parecido en su apariencia física, lo intentaba contener aprisionándolo con sus brazos desde la espalda.
—¡Raúl, déjalo! —gritó este.
Me sorprendió ver cómo Valentina se zafaba del agarre violento de ese ser patético para acercarse a ambos jóvenes.
—¡Miguel, váyanse!
Sin saber muy bien cómo y con demasiada rapidez, el más joven, Raúl, cogió una copa de una de las mesas a su alcance y la vació en la cara de Abraham tras lanzársela, empapándolo de pies a cabeza.
Sus hombres contuvieron el aliento y las risas por poco tiempo. El resto de los clientes se mantuvieron en un silencio perpetuo y horrorizado por pavor a una posible respuesta.
Pude ver la rabia y la humillación bañando el rostro del hombre en segundos. Su respiración se aceleró y, en un abrir y cerrar de ojos, metió la mano en el interior de la americana. En tan solo un paso me acerqué a él, aferrando su brazo cuando desenfundó su arma, impidiendo que disparara. El terror se apoderó de sus ojos por unos segundos cuando le asesiné con los míos. Deseaba arrancarle las entrañas, aunque fuera frente a todos estos mortales.
—¡No, por favor! ¡Ya basta, ya basta! —El grito de Valentina en medio de ambas partes nos detuvo a todos. Su voz sonaba ahogada, llorosa. Me giré para contemplar cómo temblaba de arriba abajo, con los ojos anegados en lágrimas, colocada delante de los dos chicos que habían intentado defenderla, a modo de escudo protector. Se aproximó hasta nosotros sin dejar de mirar a Abraham—. Me iré contigo, pero por favor, no le hagas nada a mis hermanos pequeños.
Lilith dio un par de pasos lentos hacia nosotros, mirando a la mujer, que no despegaba sus ojos del insecto inútil al que yo retenía.
—¿Estás segura?
Valentina cogió aire y puede que con ello también entereza, pues se irguió sobre su postura y asintió hacia la primera mujer. Justo después me miró a mí.
—Por favor... es mi trabajo.
Miré fijamente a Abraham y pude sentirle temblar bajo la palma de mi mano. Me aseguré de que solo él pudiera escucharme cuando acerqué mis labios a su oído.
—Recuerda de quién eres.
Mi susurro le hizo tragar saliva. Estaba seguro de que un milagro logró que no se orinara encima. Esa frase había sentenciado su destino sin que tan siquiera él lo notara, no importaba cuanto se arrepintiera de su decisión. Ya no era dueño de sí mismo, no había vuelta atrás.
El poder del Infierno ardió en mi mano izquierda cuando con la derecha soltaba a ese pedazo de escoria, que se zafó y recompuso, fingiendo no estar aterrorizado. Sonreía sin dejar de mirar a los hermanos pequeños de la chica. Enfundó su arma de nuevo y pasó su brazo derecho sobre los hombros de ella, en un gesto triunfante.
—Voy a disfrutar mucho mientras me follo a vuestra hermana, muchachos —aseguró como provocación, dándose media vuelta con ella.
Miguel tuvo que ejercer más fuerza sobre Raúl cuando se revolvió entre sus brazos, no por ella su mirada era más tranquila. No había visto nunca un odio igual brillando en los ojos de alguien. Vi como la mandíbula de Valentina se apretaba a medida que caminaban hacia el pasillo que conducía a las escaleras. Sin que Abraham se diera cuenta, ella miró por encima de sus hombros, dio un último vistazo a sus hermanos y, para mi sorpresa, después a mí.
Con sus labios, articuló un «gracias».
Ella me daba las gracias por haber impedido que esa basura humana matara a su hermano, y yo me arrepentía de cada segundo desde que le había concedido un favor... tan solo por obtener a cambio un alma tan inmunda como esa. Me consolaría con encargarme de él personalmente una vez llegara al Infierno.
Apreté los dientes y cerré los ojos, tras un último suspiro.
En el camino que yo había elegido, otros pagaban las consecuencias.
Condado de Navajo, Arizona. Julio de 2022
Esa fue la última vez que la vi.
Resignada a hacer ese trabajo con un hombre cobarde y horrible, tras salir en defensa de sus hermanos menores.
Kailan tenía razón, Valentina Herrera fue una mujer increíble.
Abrí los ojos y parpadeé, fingiendo despertarme tras haber revivido en mi cabeza cada segundo de, entonces, tan dolorosos recuerdos. Miré a Kailan y este me sonrió mientras conducía por la solitaria carretera, con la tarde cayendo ya sobre nosotros.
—¡Buenos días, princesa!
Fruncí el ceño, ojeando por la ventana.
—Buenas tardes, más bien —corregí incorporándome en el asiento.
El chico puso los ojos en blanco casi con cierta ofensa en ellos, chasqueando la lengua.
—Nada, ni una sola referencia —murmuró para sí mismo mientras negaba, extrañándome más sí cabe.
Esbocé una pequeña sonrisa. Era agradable lo realmente sanador que podía a llegar a ser su mera compañía. Un pinchazo de dolor se clavó en el centro de mi pecho cuando contemplé su silueta, de tal forma que Lilith, que ya estaba algo callada para ser ella, enmudeció más todavía como si continuara digiriendo nuestros recuerdos.
¿Cuán caprichosos podían ser los caminos de la Creación? ¿Cómo era posible que la existencia de este chico a mi lado me causara tanto dolor y paz a partes iguales? Saber que todos y cada uno de sus desconsuelos no habrían existido de no ser por mi aparición en la vida de su padre, era como sentir uno de los cuchillos de Hades contra mi cuello, recién sacados de la candente fragua.
Suspiré, solo un monstruo como yo podía ser tan desgraciado. En el fondo, me lo tenía más que merecido. Intentar aferrarme a la paz que Kailan me proporcionaba me hacía sentir egoísta, pues para yo poder sentirla a día de hoy, él había tenido que caminar por su propio Infierno en vida.
Fruncí el ceño cuando me di cuenta de que aminoraba la velocidad y tomaba una desviación hacían una ciudad en el camino llamada Joseph City. Cuando se adentró en una gasolinera, le miré curioso y sin comprender.
—¿Ocurre algo?
—Vamos a echar gasolina —contestó con calma mientras se quitaba el cinturón y se bajaba del coche—. Y necesito que ahora conduzcas tú.
Le imité sin dudar y me dirigí hacia el surtidor mientras él se encaminaba a la puerta por la que yo había salido, todavía abierta.
—¿Qué vas a hacer?
Kailan sonrió en respuesta y sacó su teléfono móvil del bolsillo, enseñándolo.
—Prometí ponerme en contacto entre las cuatro y las cuatro y media de la tarde de hoy —dijo. Miró el aparato en su mano derecha mientras mostraba la hora en el reloj, que marcaba cerca de las cuatro y cuarto de la tarde. Suspiró y después posó su vista de nuevo en mí—. Es hora de llamar a mi familia y a Sully.
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