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Capítulo 3. Secretos de carretera

Lucifer

En milenios de existencia, y principalmente a raíz de mi caída, jamás me había privado de ni uno solo de todos los placeres. Había probado todo aquello cuanto las mentes pudieran imaginar y lo había disfrutado como el que más. De algunos, incluso, había sido el creador. Es por eso que, en esos mismos milenios de existencia, jamás pensé que algo tan simple y sencillo como conducir un coche por el desierto de Arizona en esa nueva mañana recién empezada y con Kailan parloteando a mi lado, se convertiría en uno más de esos placeres disfrutados. 

Era... fácil, agradable. Me sentía cómodo.

Nunca antes me había sentido cómodo en la compañía de un humano. Confirmé que no era uno cualquiera cuando una vez más ni se inmutó al comunicarle que debía robar otro coche si quería que dispusiéramos de un nuevo transporte, aunque empecé a sospecharlo anoche después de todo lo que habíamos vivido en menos de veinticuatro horas. Así que supuse que su comportamiento inusual era el motivo por el que yo me sentía diferente a su lado, y nada más.

Apreté la mano en torno al volante cuando escuché al fondo de mi cabeza la risita incrédula de Lilith. Lo hacía para molestarme y no iba a darle ese gusto. Di un vistazo al perfil de Kailan que, bañado en la luz dorada del sol, hacía resaltar su tez morena y el verdor de esa mirada atrapante. Parecía concentrado en intentar averiguar hacia dónde nos dirigíamos exactamente tras haber salido de Kingman hacía ya casi un par de horas, inspeccionando el mapa en sus piernas cruzadas sobre el asiento mientras que, con la mano derecha envuelta en un nuevo vendaje (y de la que se sorprendía que no le doliera tanto como pensaba), sujetaba algo que él había llamado «bagel». Un pequeño panecillo redondo que se había comprado en la gasolinera, como maniobra de distracción mientras yo me encargaba de que una pobre alma despistada viera su coche por última vez. Lo había engullido en cuestión de segundos, lo que me confirmaba que debía tener un hambre horrible y que, después de haberse comido ya dos, el chico tenía también un estómago sin fondo. Si echaba cuentas, Kailan apenas había dormido un par de horas y probablemente no tenía nada en el estómago desde hacía casi un día.

Abrí los ojos ligeramente alarmado, mirándolo de arriba abajo con cierta preocupación. Se me había pasado por alto que los humanos comían con regularidad. Oh, mierda ¿necesitaría más alimentos? ¿Podía enfermar si no comía lo suficiente? ¿Debería preguntarle?

Lucifer, respira. Es un humano adulto, creo que ha demostrado saber cuidarse solo.

—Si seguimos por la Interestatal en la que estamos deberíamos llegar a Albuquerque sin problema —comentó con la boca llena, sacudiéndose las migajas de las manos en la ropa, haciendo que cayeran sobre el asiento y el suelo. Arqueé una ceja y se encogió de hombros—. No es mi coche.

—Por suerte. —Kailan rio ante mi comentario—. ¿Es Albuquerque hacia donde tenemos que ir entonces? ¿Ya lo has decidido?

El chico asintió mientras doblaba el mapa como podía y lo dejaba en el salpicadero.

—No es una decisión mía, realmente. Es donde Sully tiene un contacto que puede ayudarme... ayudarnos —corrigió sonriente—. Me dijo que, en cuanto saliera de Las Vegas, me dirigiera hacia allí.

—De acuerdo, eso haremos entonces.

Se estiró en el asiento para desperezarse.

—Vamos a hacer una especie de Ruta 66 al revés —comentó divertido.

O una Ruta 666 en este caso.

«Muy graciosa».

—¿Quién es Sully? —pregunté antes de que Lilith me absorbiera en sus desvaríos.

Kailan me miró y sonrió algo confuso, como si no hubiera caído en que hasta ahora no había mencionado ese nombre ni la existencia de alguien que pudiera ayudarle en esta situación, aparte de mí.

—Es mi mejor amigo de la infancia —aclaró—. Nos criamos juntos, aunque vivíamos lejos el uno del otro. Yo nací en Brownsville, un barrio de Brooklyn, y él en Hell's Kitchen.

Alcé las cejas, creyendo que me estaba tomando el pelo.

—¿Dónde?

—Es un barrio de Manhattan —explicó riendo ante mi cara de asombro—. Sus abuelos emigraron de Irlanda hasta Nueva York a principio de los sesenta, en ese barrio la mayoría de la población era irlandesa. Montaron sus negocios y se quedaron allí.

—Así que es irlandés.

—Se llama Sean O'Sullivan y es el más pelirrojo de todos sus primos y hermanos, ya te digo que lo es. —Reí sin poder evitarlo y él se unió a mí—. Le cabreaba que me metiera con el color de su pelo y sus pecas en esa piel paliducha. A cambio, él me llamaba «pocho» ¡Ni siquiera sé de dónde aprendió eso el muy capullo!

—¿Qué significa? —pregunté, en parte temeroso de saber la respuesta. Conocía todos los idiomas existentes, pero eso no significaba que conociera hasta la última de sus jergas.

—Se les llama así a los mexicanos que adoptan modales estadounidenses —explicó negando con la cabeza—. Y eso que realmente nací en Estados Unidos, pero qué importa... Los mexicanos nacemos donde nos da la rechingada gana, no seré yo quien le lleve la contraria a Chavela Vargas.

Me sorprendió escucharle hablar español con semejante fluidez a pesar de toda una vida en este país, pero me sorprendió mucho más descubrir que podría pasarme horas escuchándole hablar ese idioma, con su peculiar acento algo ronco y marcado, sin que me cansara lo más mínimo. Un placer más añadido.

Lo malo, es que me lo debió ver en la cara y sonrió algo avergonzado. El rubor que cubrió sus mejillas estaba a punto de acabar con mi autocontrol.

—Perdona, estaba citando una frase que...

—Lo sé, te he entendido.

Entonces, el sorprendido fue él.

—¿Sabes hablar español?

«Mierda».

Será cuestión de minutos que sepa que ese Cielo en el que no cree existe de verdad si no aprendes a cerrar la boca.

Carraspeé, en parte para ahogar la voz de Lilith en mi mente y que se me ocurriera una mentira que no sonara precisamente como eso.

¿Al Diablo se le ha olvidado mentir?

—Algo sé —contesté, quizá de manera demasiado abrupta—. ¿Entonces ese tal Sully es de fiar? Hace tiempo que no lo ves, podría venderte a la policía.

Girar el tema y retorcerlo en su contra, el Diablo ha vuelto ¡Menudo susto!

Aparté la mirada para poder poner los ojos en blanco. Kailan se apresuró a negar con la cabeza, recostándose en el asiento cruzado de brazos y observando la carretera ante nosotros por la que, muy de vez en cuando, pasaba algún que otro coche.

—No, que va, somos como hermanos. Y no le conviene.

—¿Por qué?

Giró bruscamente la cabeza hacia mí, balbuceó, frunció el ceño y se encogió de hombros, restándole importancia.

«No soy el único que no sabe guardar secretos, al parecer».

—No me vendería —concluyó—. Confío en él.

Asentí convencido, era su decisión, al fin y al cabo. Y si salía mal, siempre podía divertirme un rato con el tal O'Sullivan.

—¿Por qué dejasteis de veros?

El chico resopló con resignación.

—Porque mi padre decidió entrar en la partida. Nos encontró a mi familia y a mí y... el resumen es que me llevó a la fuerza con él poco después de que mi madre muriera a mis dieciséis.

Ignoré la pequeña llama de rabia que nació en mi interior al escucharle. Imaginar a un tipo repulsivo arrancando a Kailan de su familia no me ayudaba, así que le miré en busca de una calma que solo su presencia parecía otorgarme.

—¿Por qué lo hizo? —pregunté cuando sentí que mi voz no sonaría como un gruñido animal.

Kailan tragó saliva y jugueteó con la cadena en su cuello de manera inconsciente mientras miraba por la ventana, apoyando su codo en la puerta.

—Necesitaba tener descendencia que se encargara de su negocio para garantizarse que su absurdo reinado del crimen y la corrupción perdure y se fortalezca. Solo le importan las apariencias y el poder, y fingir tener una familia le da una buena imagen. Odiaba mi apariencia latina y que hablara español, quiso «americanizarme» todo cuanto pudo. Quería meterme en la mejor escuela de finanzas de toda California, que me casara con alguna de las hijas de sus socios para forjar alianzas... —Se carcajeó, negando con la cabeza—. ¿Te lo imaginas?

Reí.

—Se le olvidó la parte en la que no te gustan las mujeres.

Fue su risa sincera la que se escuchó entonces llenar el interior del vehículo.

—Fue una verdadera deshonra, desde luego. Como si me importara decepcionarle.

—Pero uno de sus hombres estaba contigo ¿no?

Una ladeada sonrisa brotó de sus labios y arqueó las cejas repetidas veces con picardía.

—Eso él no tenía por qué saberlo —confesó—. Aunque eso fue mucho más tarde y se enteró de todos modos, por eso le pidió a Archie que se casara a cambio de un ascenso.

Aminoré la velocidad ligeramente cuando comprendí la escena que se había desarrollado ante nuestros ojos desde el Bellagio.

Al fin, el cotilleo completo.

—Casa a mi novio con otra para alejarlo de mí y joderme la vida, eso es lo que me quiere mi padre.

«¿A mí me vas a hablar de amor paterno?».

A juzgar por cómo ese perro que había matado al joven Elijah le trató en el parking, dudaba que pudiera catalogarse como un «novio», pero Kailan no parecía darse cuenta de ello. Y ese hecho me despertó ciertas dudas que quise aparcar por el momento.

—¿Cómo se llama tu padre? Me gustaría saber quién intenta matarnos.

Su carcajada no se hizo esperar y me alegró ver que había servido para que su humor cambiara.

—Abraham Miller.

Resoplé.

—Típico de un Abraham querer matar a su hijo.

—¿Qué? —El ceño fruncido de Kailan acompañó a su pregunta.

Negué con la cabeza, alegando que era un comentario sin más, a lo que el chico asintió con lentitud sin dejar de mirarme.

—¿Sabes qué es lo curioso? —dijo de repente con la mirada perdida, cayendo en su propia pregunta mental que parecía estar a punto de exponerme—. Que nunca he sabido cómo llegó a tener todo lo que tiene. Sé que trabajaba como un sicario de poca monta, pero mi madre y mi abuela nunca me contaron mucho más.

—Quizá querían protegerte —elucubré—. A menos supieras de una figura que no estaba en tu vida y que era peligrosa, mejor.

—Supongo que sí. —Suspiró y frotó sus ojos—. En fin, que le den a ese pinche viejo. ¿Qué me cuentas de ti, Sam? ¿Puedo llamarte «Sam»?

Fruncí el ceño.

—No.

—¿Y «Sami»?

—Menos.

—¿Por qué, Sami?

Reí a pesar de que fuera irritante. Ahora sería imposible deshacerle de esa idea.

Me gustó que sintiera la misma comodidad que yo como para dejar a un lado al Kailan moldeado por su padre y se mostrara un poco más él, relajándose lo suficiente incluso como para poder mezclar los idiomas con los que se había criado. Por la facilidad con la que lo hacía, imaginaba que era algo natural que le salía siempre y cuando su padre no estuviera presente. No me gustó tanto que, ahora, pretendiera que yo le contara cosas de mí.

«Pues soy Lucifer, el Rey y Señor del Infierno, por lo demás todo muy normal» podría ser un principio.

«Por todos los demonios, ¿en qué momento decidí que tú eras mi mejor amiga?».

La carcajada malvada de la primera mujer hizo eco por mi cabeza de tal forma que me obligó a cerrar el ojo izquierdo al ensordecerme unos segundos. Para mi suerte, Kailan no podía verlo.

—No hay nada que contar, ¿por qué quieres saber algo?

Sus cejas se alzaron con obviedad.

—Porque apenas sé algo de ti, Samael.

Mis dedos se cernieron sobre el volante ante la pronunciación de ese nombre otra vez y tuve que toser para aclararme la garganta.

—Tampoco lo necesitas para que te lleve a Nueva York.

Kailan resopló con una indignación muy infantil y puso los ojos en blanco. Apoyó sus manos en el respaldo de mi asiento, descansando su barbilla sobre ellas para mirarme de cerca con ojitos inocentes. Me alejé unos centímetros y le miré de reojo cuando su esencia única abofeteó mi nariz.

¿Es que quería matarme? ¿Era acaso consciente de todo lo que él despertaba en mí y lo estaba aprovechando en mi contra? Había torturado a miles de almas desde el nacimiento de mi reinado, pero nunca lo había hecho tan bien como él en ese instante.

—Es un camino muy largo y me voy a aburrir. Y cuando estoy aburrido hago muchas preguntas, Sami.

Me aclaré la garganta, intentando recobrar la compostura.

—¿Más? ¿Es una amenaza?

El chico asintió en un gesto firme y solemne, incorporándose en su asiento de nuevo. Solté el aire que estaba contiendo de manera inconsciente y pude respirar de nuevo.

—Estás advertido —dijo señalándome.

Durante eones, los humanos (y los no tan humanos) me han amenazado de cientos de formas diferentes, pero nunca antes lo habían hecho con la idea de acosarme a preguntas hasta el hastío.

Punto para el boxeador.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó mientras tomaba el mapa de nuevo como única distracción.

«Si te lo dijera, tu linda cabecita estallaría intentando procesarlo».

—¿Acaso importa? Yo no sé tu edad y no podría importarme menos.

Kailan se llevó una mano al pecho en un dramático gesto de ofensa.

—Tengo veinticuatro años.

Fruncí los labios cuando confirmé mi sospecha acerca de su juventud.

—Eres muy joven.

—Discúlpeme, hermano pequeño de Matusalén —ironizó mirándome con los ojos abiertos de par en par.

«De hecho, soy mayor que él».

—Testigo de Tutankamón.

«Sí lo fui».

—Conocido de Sócrates.

«Un buen tipo, demasiado charlatán para mi gusto».

Bufé, mirándole de mala gana.

—¿Has terminado ya?

—Creo que sí, se me ha acabado la imaginación —masculló ojeando el plano de carreteras, puesto que ahora parecía no saber volver a cerrarlo correctamente—. ¿Acaso tú no eres joven? ¿O eres uno de esos maduritos que se operan hasta que es imposible que cierren los ojos sin desgarrarse la piel de la nuca?

Una carcajada escapó de mi garganta inevitablemente.

Me gusta cómo te hace reír.

Ignoré el comentario de Lilith y la extraña y desconocida sensación que sus palabras provocaron en el centro de mi pecho.

Hacía milenios que no te oía reír así.

Carraspeé, evitando la imagen de una soñadora y curiosa Lilith que se estaba proyectando en mi mente.

—No, no lo soy.

Kailan me miró fijamente, mordiendo el interior de su mejilla en un gesto pensativo.

—Tienes cara de tener treinta y uno.

—¿Tengo cara de tener treinta y uno?

Él asintió más que convencido, provocando que mi comisura derecha se elevara en el inicio de una sonrisa que quería evitar. Mi giré para observarle.

—Pues entonces tengo treinta y uno —añadí.

Este rio brevemente, dedicándome una lenta pero descarada mirada de arriba abajo.

—Te conservas muy bien, treinta y uno.

El tiempo se detuvo cuando mis pupilas se clavaron en las suyas, estoy seguro de que pude percibirlo. Y de que él también.

«Las miradas, Kailan. Algún día me las voy a cobrar todas y cada una».

¡Tengo calor!

Oh, cuanto la odiaba a veces.

Chasqueé la lengua y di un vistazo a la interminable carretera que atravesaba pueblos sin cesar.

—No suelo... hablar mucho de mí —terminé por decir.

Paradójicamente, estaba usando el hablar de mí como estrategia para desviar la atención del hecho de que mi autocontrol empezaba a extinguirse. Bajé ligeramente mi ventanilla para que algo de aire limpio entrara en el coche y así su aroma dejara de marearme.

¿Cómo iba a aguantar hasta Nueva York sin probar esa tentación que tenía por labios?

—¿Tienes familia?

«¿Qué parte de que no suelo hablar mucho de mí no ha entendido?».

Aunque quizá si le besaba servía como excusa para que dejara de hacer preguntas. Empecé a sopesarlo como una idea razonable, pero no quería incomodarle y nos quedaban cientos de kilómetros juntos, era mejor dejar las cosas como estaban. Además, si probaba el sabor de sus labios, estaba seguro de que ya no querría separarme de ellos.

—No me llevo bien con ninguno de mis hermanos —murmuré, incapaz de mirarle, intentando que mi voz no sonara como un gruñido al recordar a esos ridículos cobardes. Tragué saliva y suspiré—. Ni con mi padre.

—¿Por qué? Puedes contármelo, no se lo diré a nadie. Será algo así como nuestro secreto de carretera.

Sonreí ligeramente ante su curiosa mirada, que intentaba descifrarme como si yo fuera un misterioso enigma que le atraía resolver.

—¿Nuestro secreto de carretera?

Él asintió divertido. Exhalé cansado por la nariz, dudando de lo que debía decir, si es que debía decir algo.

—Me... echaron de casa y de la familia hace muchos años. No consideran que soy bueno para ellos.

Pude ver como Lilith arqueaba las cejas ante semejante eufemismo, pero se mantuvo silenciosa, cosa que realmente agradecí. Kailan frunció el ceño y me miró. Me dejó estupefacto lo que vi brillando en la pureza de sus iris. No era pena, si no dolor, empatía. Mis manos temblaron y volví la vista al frente.

—Para mí lo eres —sentenció con firmeza, como si tratara de convencerme—. No me conoces de nada y aquí estás, jugándote el cuello por mí. Y me has salvado la vida.

Tragué saliva.

¿Acababa de...? ¿Un humano acababa de empatizar con un monstruo como yo? Hasta Lilith se quedó en un silencio estremecedor. ¿Yo había hecho eso? ¿Le había salvado?

Decidí no ahondar en ese atisbo de bondad que él creyó ver en mí para que no me cegara, al fin y al cabo, era tan solo eso: una creencia suya, un espejismo. Se esfumaría en cuanto supiera quien soy.

Y es ahí cuando supe que, si Kailan se enteraba, quizá le perdía para siempre.

Ayer no me preocupaba lo más mínimo que lo supiera, tan solo me decepcionaría saber que podría opinar igual que el resto de la humanidad. Ahora no me decepcionaba, me aterraba lo que eso pudiera significar. No sé qué es lo que vio Kailan en mi mirada, puede que el pavor de sentir que toda pequeña felicidad cuanto tenía en ese instante podía desvanecerse, pero hizo algo que me heló por completo.

Puso su mano izquierda sobre mi derecha en el volante.

—¿Estás bien?

Me dejó estático, totalmente noqueado. Entendía ahora por qué era esa su profesión, se le daba de miedo.

Desde el inicio de mi existencia, desde que Padre me creó junto al resto de mis hermanos... nadie, salvo Lilith, me había preguntado alguna vez si estaba bien. Nunca.

¿Lo estaba?

—Sí —mentí, pero lo hice tan bajito que Kailan frunció el ceño con preocupación. Me preguntó si necesitaba que parasemos unos momentos y se disculpó por haberse inmiscuido demasiado—. No, estoy bien.

Él asintió, y una pícara sonrisa se dibujó en sus labios de nuevo, sus pupilas brillaban divertidas.

—¿Y la pelirroja quién es?

Reí.

Hacía tan solo un segundo se disculpaba por preguntar y ahora volvía a hacerlo de nuevo. Me encantaba eso de él.

—Es una buena amiga —respondí. Torcí el gesto—. Un poco idiota a veces, ¿sabes?

¡Eh, imbécil!

—¿Ah sí?

—Desde luego, un completo incordio.

Si tuvieras páncreas me lo comería.

Me tragué una carcajada y Kailan me miró raro.

—¿Qué pasa?

—Oh, nada. Es la estúpida voz en mi cabeza.

Mi aclaración no pareció mejorar las cosas para ninguno de los dos seres que me miraban mal ahora mismo.

—Ah... qué bien —musitó el chico sin una pizca de alegría, asintiendo como si estuviera tratando con un demente—. ¿Y esa voz te dice que quemes cosas o...?

A veces.

Puse los ojos en blanco.

«Estupendo, me ha tocado soportar al dúo cómico del siglo».

—No —gruñí.

Kailan suspiró con fingido alivio y se secó el inexistente e imaginario sudor de su frente.

También te saca de quicio, cada vez me cae mejor.

—Menos mal, qué susto. Entonces esa voz se llama «conciencia».

—No, qué va, se llama Lilith —mascullé.

Para mi desgracia no lo hice tan bajito como pensaba, porque se giró bruscamente hacia mí en busca de una respuesta que me negué a dar. Acto seguido emitió un suave «vale» al que le alargó irritantemente la «a». Y, para mi suerte, dejó el tema y volvió sus ojos de nuevo al mapa que seguía sobre su regazo.

De un momento a otro, su mano izquierda se aferró a mi antebrazo derecho y sentí la quemazón de su piel contra la mía. Más concretamente, sobre la serpiente en mi brazo. Sentí el susto interno de Lilith y cómo se quedó congelada.

Porque Kailan no solo me estaba tocando a mí, sino que a ella también.

—Estamos cerca —murmuró. Levantó la vista ojeando las calles del pueblo de Williams, el cual estábamos atravesando en aquellos instantes. Me miró con ojitos ilusionados... Y conozco cuando los humanos van a pedirme algo—. ¿Podemos desviarnos al Gran Cañón? ¿Por favor, por favor?

Fruncí el entrecejo, parpadeando repetidas veces.

—¿Eso no nos desviará bastante del camino? Nos retrasará y te pondrá en riesgo.

—¡Tan solo serán un par de horas! —aseguró como un crío aferrado a un juguete que no pretendía soltar. El juguete era mi antebrazo, por cierto, que por suerte sí dejó para mostrarme la carretera en el mapa—. Quizá es la única oportunidad que tengo de ir antes de que mi padre me atrape...

—El chantaje emocional es completamente innecesario.

Kailan sonrió ampliamente.

—¿Pero funciona?

Una vez más, no me resistí a poner los ojos en blanco.

—Es tu viaje y prácticamente soy tu chófer, así que tú decides. Pero tan solo un rato.

El chico hizo un gesto de victoria y aplaudió con una alegría que tardó poco en contagiarme. Me aguanté la sonrisa lo mejor que pude.

—Por cierto, bonito tatuaje —señaló dando un vistazo a la serpiente, mientras trasteaba la radio como el trasero inquieto que era hasta encontrar una emisora que le gustara. Sentí el impulso de Lilith de hacer que la serpiente le guiñara uno de sus ojos a Kailan y controlé mis ganas de estrangularla.

Oh, desde luego, cada vez me cae mucho mejor.

«Vanidosa».

Asentí agradecido en su dirección y este rio feliz.

—¡Acelera, Samael! ¡Hemos zarpado en nuestro viaje de carretera como unos auténticos Thelma y Louise!

De nuevo no entendí los nombres que acababa de mencionar, pero me carcajeé cuando reconocí las cuerdas de una guitarra eléctrica que empezaron a raspar a través de los altavoces del vehículo.

—Me gusta esta canción.

Lilith rio con fuerza y Kailan abrió los ojos con sorpresa.

—¡Hasta que al fin reconoces algo!

Sonreí y me encogí de hombros.

—Tengo buen gusto —sentencié.

Y lo hice, mientras subía el volumen de la radio por la que sonaba Highway to Hell.

Con una carcajada interna y mostrando la mejor de mis sonrisas, aceleré rumbo al Gran Cañón. 



Kailan

No voy a fingir que no me había apuntado mentalmente el dato de que Samael apenas había hablado de sí mismo. Al ver cómo el dolor consumía su cara al pensar en su familia me recordó a mí en cierta forma y sentí la necesidad de hacerle saber que me tenía ahí por si, en algún momento, necesitaba desahogarse. Dudaba que tuviera en cuenta mi consejo, aunque yo no era el más indicado para darlo, desde luego.

Samael aparcó el coche en el parking de tierra junto al mirador a un lado del camino, esta vez un modelo más discreto, un Chevy tipo sedán ahora cubierto por el polvo de la carretera. No era un coche digno de entrar en la familia de Toretto como el Mustang de ayer, pero pasaba desapercibido y esa era la intención.

El punto a favor es que no llevaba a un tío muerto en el maletero. Aunque tampoco lo había mirado y ahora sentía curiosidad. Excesiva mala suerte sería que también lo hubiera, señal de que quizá había demasiados asesinos sueltos por Estados Unidos.

«Nota mental: mirar el maletero del coche por si el dueño era Jeffrey Dahmer» pensé mientras me bajaba del asiento del copiloto, desperezándome. Tenías los músculos entumecidos de tantas horas sentado, aunque debía ser peor para Samael, que era quien conducía. Me giré para comprobar si así era.

No, qué va, menuda sorpresa. El cabronazo seguía igual de perfecto. Ahí estaba, de pie, impecable, ni un solo pelo fuera del sitio. Siendo la atracción de todas las miradas femeninas y masculinas. Me tragué un gruñido celoso y chasqueé la lengua. Aunque no podía culparles de nada, a mí también se me olvidaba que no podía estar mirándolo constantemente o terminaría pareciendo un enfermo.

Era increíble ver cómo ni siquiera parecía afectarle el horrible calor con el que el sol del mediodía nos estaba azotando, el aire casi ni se podía respirar, era como darle una bocanada al ardor que brota de un horno encendido cuando lo abres para ver si la pizza ya está lista. Tampoco había sido la idea del siglo visitar el Gran Cañón a mediados de julio, pero acabábamos de salir del coche y yo ya había roto a sudar mientras que Samael, con su ropa trajeada y negra, aguardaba pacientemente con las manos en los bolsillos mientras observaba el lugar.

Resoplé y echamos a andar hacia el camino de tierra que se adentraba en la pequeña elevación antes del mirador. Me froté la mano vendada, de la que seguía sin comprender cómo había mejorado tanto mientras dormía. Quizá no me había hecho tanto daño como yo pensaba, o quizá la jeta de Spencer estaba hecha de gomaespuma. Cualquiera de las dos opciones me parecía razonable, pero me alivió saber que una lesión no me acompañaría eternamente, por mucho que no pretendiera volver al ring de forma profesional.

Me levanté la camiseta para secarme el sudor de la frente después de un rato caminando y sonreí ladinamente cuando atrapé a Samael mirándome con descaro. No se molestó ni en ocultarlo, es más, sonrió.

¿Sería la mejor de mis ideas dar media vuelta y rogarle que aparcáramos en el primer motel que encontrara?

Sacudí la cabeza, cerrando los ojos con fuerza.

«Tu padre podría matarte en cualquier momento y tu pensando en eso, céntrate joder».

Aceleramos el paso ligeramente, envueltos en un agradable silencio interrumpido únicamente por las conversaciones de otros visitantes que nos rodeaban. Anduvimos largo rato por el interminable camino, pero cuando llegamos, supe al segundo que mereció la pena.

Mi corazón se saltó un par de latidos ante tal espectacular imagen. Me escabullí entre otros excursionistas para acercarme por uno de los laterales del abismo a mis pies, un lugar algo más apartado del centro donde se congregaba el resto de la gente. Supe exactamente qué impulso me había llevado hasta ese lado: la necesidad de estar a solas que empezó a retorcerme el estómago. Tan solo con Samael tras de mí, preocupado por ese arrebato repentino por mi parte. O por si decidía precipitarme cañón abajo.

Ganas no me faltaron.

Era cierto eso de que el abismo miraba dentro de ti si tú le mirabas largo tiempo a él, no sé si eso se refería a algo literal, pero yo sí lo sentí así. La Curva de la Herradura era un espectáculo a los ojos de cualquiera. El sol en el punto más alto del cielo, volvía la tierra rojiza a nuestro alrededor. Era como un inmenso mar de arena roja rodeándonos, roto solo por el serpenteante río de colores verdes y azules que se entremezclaban a medida que el agua fluía en su camino, como una grieta de esperanza en mitad de esa sequía. De repente, sentí que podía respirar de nuevo, como si hubiera estado conteniendo el aliento desde hacía unos minutos. En un acto reflejo, me llevé la mano a la cruz en mi cuello y di un vistazo al cielo azul y despejado.

No sé por qué lo hice, solo sé que necesitaba hacer ese gesto.

Quizá quería hacerla consciente a ella de que, en cierta forma, lo habíamos logrado. Estábamos visitando el Gran Cañón, al menos una parte de nosotros, de lo que fuimos. Me tragué el nudo en mi garganta y di un vistazo a la pantalla de mi teléfono móvil. El fondo me devolvió la mirada igual que el abismo ante mí.

Pues la imagen en la que mi madre y yo sonreíamos a mi abuela, que era la que nos hizo la foto, ahora era como un directo de izquierda justo en el centro de mi pecho. Me robó la respiración de la misma forma.

—¿Esa es tu madre?

La voz de Samael me hizo salir de mi ensimismamiento. Parpadeé y le miré algo sorprendido de verle a mi lado, observando la pantalla. No había notado que estaba justo ahí. Asentí después de carraspear.

—Este era su sueño —murmuré mientras guardaba el teléfono en mi bolsillo—. Dijo que haríamos un viaje todos juntos al Gran Cañón cuando se recuperara. Que sería nuestra forma de celebrarlo.

El silencio y el rostro de Samael cuando se irguió sobre sí mismo, sorprendido de mi confesión, fue su respuesta. Se le veía aturdido porque esa fuera la verdadera razón por la que me había arriesgado a desviarme.

Reí en un sarcasmo triste cuando negué con la cabeza.

—Elijah y yo prometimos lo mismo, que haríamos este viaje en su honor, que los dos estaríamos aquí, justo ahora.

Apreté los puños y agaché la cabeza.

Había fallado en todo. Mi madre estaba muerta. Elijah estaba muerto. Ambos por mi culpa. No hice lo suficiente por ninguno de los dos.

Era un puto fraude. Archie y mi padre siempre tuvieron razón, jodía todo aquello que tocaba.

Me limpié las lágrimas con rabia y me giré para que Samael no me viera llorar.

—Vámonos —gruñí en un sollozo ahogado, echando a andar.

—Eh, Kailan, espera —murmuró acercándose a mí, deteniéndome por el brazo—. Creo que necesitas estar aquí unos momentos.

—¡No! —exclamé sin levantar la vista del suelo, sacudiéndome de su agarre, limpiándome más y más lágrimas—. Quiero irme, eso es lo que necesito.

Cuando tuve la fuerza suficiente para mirarle, Sam me contemplaba impactado, en sus ojos podía ver como no comprendía mi empeño por intentar que no me viera llorar, que no me viera desmoronarme.

—Kailan es... normal que necesites desahogarte. Has vivido demasiado en muy pocas horas, has perdido a tu mejor amigo, tienes que asimilarlo.

Cerré los ojos, apreté los dientes y negué con la cabeza.

—No sabes lo que necesito, no me conoces. He dicho que estoy bien —siseé. Las palabras escaparon de mí dejándome un gusto amargo en la lengua—. ¿Nos vamos ya?

Samael suspiró con fuerza, en parte cabreado y en parte indiferente. Se aproximó al borde del desfiladero y se sentó justo allí sin miedo alguno, con las piernas colgando sobre una caída de al menos unos mil metros de altura.

—Yo no quiero irme, me gustan las vistas. Voy a quedarme un rato —aseguró sin mirarme.

Gruñí enfadado ante su comportamiento, necesitaba que nos largáramos de aquí antes de que el agujero que se había abierto en mi pecho me consumiera. O mi padre nos encontrara y nos matara. Cualquier opción debería ser suficiente para que nos diéramos prisa en mover el culo.

—Nos están persiguiendo ¿lo recuerdas?

—Te persiguen a ti, no a mí.

Y se encogió de hombros. Abrí la boca indignado.

—¡Pues me largo sin ti! ¡Así me ahorraré pagarte! ¡Muchas gracias por nada, «Don Favores»! —exclamé, ignorando a la gente que empezaba a mirarnos como si fuéramos dos tarados que habían escapado juntos del psiquiátrico. Me di media vuelta y empecé a alejarme a paso rápido, enfadado—. Vete a la verga, pendejo estúpido, idiota ¡No te necesito para nada! ¡Puedo solo, siempre he podido solo!

La realidad me dio un puñetazo en la cara cuando me di cuenta de que las llaves del coche las tenía él. Cerré los ojos con fuerza y frené en seco mis pasos. Humillado, volví por el mismo camino por el que había huido de él hasta plantarme a su altura, recogiendo pedacitos de mi dignidad en el proceso como Hansel y Gretel con sus migajas. Seguía observando el horizonte, solo que con una sonrisilla triunfante en los labios. Estuve tentado de asestarle una patada que le despeñara cañón abajo, pero había demasiados testigos.

—Las llaves —mascullé, extendiendo mi mano derecha.

Se encogió de hombros una vez más y negó con la cabeza.

—No sé de qué llaves me hablas.

—¡Samael!

A mi grito infantil le acompañó un pisotón que levantó una ridícula nubecita de arena. Quería meterme detrás de un arbusto y llorar avergonzado.

Me miró de arriba abajo, sin disimular su risa en absoluto.

—Está bien, te las daré. A cambio de una cosa.

Bufé con cansancio sin comprender a qué venía está humillante tortura.

—¿Qué?

Frunció los labios, fingiendo pensar algo que era evidente que tenía más que claro en su cabeza.

—Cuéntame algo de tu madre. Y de Elijah.

Por mi cara en ese momento supongo que debió pensar que me estaba dando una embolia.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué quieres saber algo de ellos? Apenas me has contado nada de ti.

Rio con sarcasmo.

—Te he dicho más de lo que le he dicho a nadie nunca —murmuró para sí mismo, taladrándome la cabeza con esos ojos negros fulminantes.

Mordí mis labios, desesperado, sopesando las posibilidades de largarme. Entonces me di cuenta de que contemplaba la posibilidad de huir a solas, sabiendo que eso sería una muerte segura, tan solo por no hablar de mi madre y mi mejor amigo en Las Vegas. Por no darles ese espacio en mi mente y mi corazón.

Porque si se lo daba, sabía que me derrumbaría. Estaría débil, vulnerable ante sus ojos.

—Puedes contármelo, no se lo diré a nadie. Será algo así como nuestro secreto de carretera —añadió con una sonrisa divertida que me gustaba ver en él. Reprimí la mía intentando defender un orgullo que ya se había deshecho ante tanto patetismo por mi parte en los últimos cinco minutos.

—¿Cómo te atreves a usar mis propios hechizos contra mí, Potter? —repliqué indignado. Sam me miró de arriba abajo dudando de mi estabilidad mental y puse los ojos en blanco, sentándome en el suelo justo a su lado, refunfuñando—. ¡Está bien!

Samael se tensó mirando el vacío y después a mí como si se arrepintiera de que estar al borde de la muerte fuera una buena idea. Sinceramente, empezaba a parecerme mejor idea caerme por un barranco mientras hablaba de mi familia con un desconocido que desollado por los hombres de mi padre.

Exhalé con fuerza el aire en mis pulmones y observé el paisaje frente a mí, supongo que buscando en él la fuerza que yo ya no tenía para seguir fingiendo que no me afectaba nada de lo que había pasado. Jugueteé con mi cadena, inquieto. Me entristecía reconocer que había cosas que ya no recordaba. Sentía que, a cada cosa que olvidaba, perdía más a mi madre. Supongo que por eso tenía nuestra foto de fondo de pantalla. Pero su voz, el olor de su perfume...

Cerré los ojos con fuerza cuando las lágrimas me acosaron de nuevo, clavando mis uñas en la piedra del cañón sin temor a hacerme daño.

El temblor de mi mano cedió cuando sentí algo que no esperaba: la mano de Samael sobre la mía.

Le miré con cierta sorpresa y él me devolvió la mirada, en parte vi en ella mi mismo asombro. Ni él se esperaba hacer algo así. Tardé unos segundos en comprender que no solo quería intentar consolarme, si no también que dejara de hacerme daño en la mano.

No estoy muy seguro de cuánto tiempo estuvimos así, en silencio, con su mano grande y suave sobre la mía, mirándonos a los ojos. Tampoco estoy muy seguro de si fue eso lo que me dio las fuerzas necesarias para empezar a hablar.

Una sonrisa curvó mis labios cuando lo hice, al recordar con más claridad. Porque hasta ahora no me había permitido hacerlo.

—Cuando... mi madre estaba embarazada de Valerie, mi hermana pequeña —aclaré ante la interrogación en sus ojos negros—. Recuerdo que quizá estaba de unos... ¿seis meses? ¿Siete, tal vez? No lo sé, pero tenía una barriga enorme. El caso es que yo tenía doce años, era un sábado por la noche, creo que eran casi la una de la madrugada del domingo, mejor dicho. Estábamos viendo una película todos juntos porque era algo que solíamos hacer y, de repente, mi madre se incorporó en el sofá.

Samael me escuchaba con atención, con esa perfecta comisura izquierda que ese levantaba cada vez un poco más mientras hablaba.

—Mi abuela se asustó, claro, pensó que la niña iba a adelantarse demasiado y eso hizo que Henry, mi padrastro, se aterrara —continué—. ¿Sabes lo que dijo mi madre? «Quiero, no, necesito comer fresas». Lo dijo así, tal cual, como si nos confesara el secreto más grande del mundo. Mi padrastro rompió a reír, pero las risas se acabaron en cuanto le miró fijamente y le aseguró que realmente necesitaba comer fresas con peligro de muerte inminente. No la suya, si no la nuestra. Henry y yo nos miramos asustados y mi abuela nos obligó a salir en busca de ellas. ¡Era la una de la madrugada de un domingo! ¿De dónde mierda íbamos a sacarlas?

—¿Y lo hicisteis? ¿Fuisteis a por ellas? —preguntó el hombre a mi lado con una gran sonrisa.

Arqueé las cejas.

—¿Que si lo hicimos? De no haberlo hecho hubiéramos dormido en el pasillo. —Samael se carcajeó y le di un manotazo en su fuerte hombro derecho con la mano buena—. ¡No te rías! ¡Estuvimos una hora dando vueltas con el coche! ¡Y era invierno! —Negué con la cabeza, sonriendo—. Al final recurrimos a la única opción que se nos ocurrió, ¿sabes quién nos ayudó?

—¿Quién?

—Sully —dije con obviedad, como si revelara el final de la historia que todo el mundo estaba esperando escuchar—. ¡Sully y su madre nos salvaron la vida aquella noche! Su vecina tenía una frutería al lado del pub de los padres de Sean, el negocio de su familia. Hicimos que la pobre mujer abriera unos momentos la frutería a aquella hora para las malditas fresas. Mi padrastro le pagó el doble en agradecimiento por las molestias y tardamos casi otra hora en volver a casa, el tráfico en Nueva York es espantoso incluso de madrugada. Y, ¿a qué no adivinas que pasó cuando llegamos?

Samael me miró suspicaz.

—No me digas que...

—Se estaba comiendo unas cerezas mientras nos miraba como si fuéramos idiotas —sentencié. Los dos rompimos a reír, Sam negaba con incredulidad—. ¡Te lo juro! Dijo que habíamos tardado demasiado y que se las apañó con las cerezas que quedaban en la nevera, ¿y sabes lo mejor? Ahora, Valerie odia las fresas.

El hombre a mi lado volvió a reír.

—Eso sí que no me lo creo.

Alcé las manos en señal de que así era.

—¡Lo digo de verdad! Y yo no miento, Samael Heller.

Me miró asintiendo con lentitud, como si estuviera genuinamente encantado de escucharme hablar. Suspiré, observando el recorrido del río Colorado.

—Valentina Herrera... esa mujer era increíble, te lo puedo asegurar —mascullé, jugando de nuevo con la cruz en mi cuello—. Cuando... se fue... las cosas fueron difíciles. Escuchar a Valerie llorar por las noches y ver cómo mi abuela se reprimía y mostraba entereza por todos... no era agradable. Henry lo llevó lo mejor que pudo, al fin y al cabo, había visto al amor de su vida apagarse durante un año. Nuestra casa no volvió a ser la misma, es como si el color se hubiera apagado y todo se viera en tonos diferentes, menos vivos. No sé si tiene sentido.

—Lo tiene, Kailan.

Asentí agradecido porque no me tratara como a un loco, viendo como nuestras manos se unían de nuevo, solo que ahora entrelazando los dedos. Un gesto demasiado íntimo quizá, pero mucho más reconfortante. A veces sentía que conocía a Samael de toda la vida.

—La única vez que todo volvió a recobrar el color de nuevo fue durante el Día de Muertos —señalé, haciendo que este me observara curioso y sediento de conocer más de mi cultura, al menos a eso me animaba el brillo en sus ojos—. Cuando mi madre estaba viva hacía el altar junto a mi abuela y lo llenaban de las fotos de nuestra familia, de bebidas, de velas y comida... Valerie y yo nos encargábamos de colocar el papel picado que habíamos hecho a mano. Nuestra abuela nos decía que saldría más bonito así, porque era hecho con nuestro cariño, desde el corazón. Y Henry iba a la floristería de siempre a por el cempasúchil que había encargado con anterioridad. No éramos los únicos mexicanos del barrio, así que tampoco era muy difícil encontrarlo en esa época. Una semana después de que muriera, cuando vivimos ese momento sin mi madre por primera vez... ese día... te juro que ese día la casa se sentía diferente, Samael. Se veía y se olía diferente. Como si ella realmente estuviera allí con nosotros... Días después, mi padre apareció para cumplir la amenaza que le hizo a mi abuela, antes de morir mi madre. Por suerte, ella se fue de este mundo sin saber nada de eso.

Aparté la mirada para limpiar mis lágrimas y él respetó que así fuera. Parpadeé y me aclaré la garganta, tomando aire en profundidad.

—¿En Las Vegas también lo hacías? Continuar la tradición, me refiero.

Negué con la cabeza, apenado.

—Llevo años sin celebrar ese día, desde los dieciséis.

Me miró algo consternado, como si quisiera ayudarme de alguna forma sin saber cuál era la correcta. Lo cierto es que no la había. Aunque en el fondo ya lo estaba haciendo, y creo que de eso sí era consciente. Mordí el interior de mi mejilla y me erguí en mi postura.

—Pero cuando vuelva a Nueva York lo retomaré. No solo por mi madre, sino también por Eli. Mi abuela dice que los muertos solo mueren de verdad cuando son olvidados... y yo no quiero que nadie se olvide de él.

Intenté que mi voz no se rompiera al final de la frase, pero a duras penas lo logré.

—Es una gran idea.

Asentí.

—Eli era un muy buen chico, de esas personas que se encuentran pocas en la vida —dije con la mirada perdida en el horizonte, pero como si le viera a él—. Me ayudó más que nadie desde que llegué a Las Vegas a mis veintidós.

Samael me miró confuso.

—¿Dónde estuviste hasta entonces si tu padre te separó de tu familia cuando tenías dieciséis?

Solté su mano repentinamente como si me hubiera dado calambre, en un acto reflejo, sorprendiéndole. Sabía que esa reacción no ayudaba a quitarle hierro al asunto, pero no podía hablarle de eso. No podía hablarle de Tucson ni de Ciudad Juárez. Y mucho menos de Phoenix.

Tartamudeé algo ininteligible y negué con la cabeza.

—Por ahí, no lo sé, apenas lo recuerdo bien —murmuré mirando al frente. Si no se lo creyó, que era lo más probable, no dijo nada—. El caso es que Elijah me ayudó mucho. Brendan y él fueron mis únicas amistades allí. Eli aguantó demasiado mientras me estaba desintoxicando...

«Mierda».

¿Cuándo narices aprendería a cerrar la puta boca?

La mirada de Samael se oscureció más si cabía, prestándome completa atención tras soltar ese dato que en absoluto esperaba. Suspiré echando la vista al cielo, ya qué más daba. ¿Qué imagen pretendía conservar?

—No podía... no podía ir a una clínica porque daría mala imagen a los medios, aunque tampoco es que fueran gilipollas, pero... en fin, pasé como tres meses encerrado en casa. Insuficientes en un proceso tan duro, pero no me dejaron estar sin combatir más tiempo. Mi equipo dio una rueda de prensa, dijeron que me recuperaba de una lesión y me preparaba para el próximo combate. —Reí con amargura—. Dudo que alguien realmente lo creyera.

Samael no habló, ni se movió. Parecía hecho de piedra.

—Eli estuvo ahí en todo momento —murmuré con una breve y pequeña sonrisa—. Hacíamos maratones de series, documentales y películas que duraban noches enteras, nos pasábamos horas y horas delante de la pantalla... no se separó de mí ni un solo segundo.

«Y ahora está muerto por mi culpa».

Cerré los ojos para evitar que salieran más malditas lágrimas. Me pasé el dorso de la mano vendada con rabia por la mejilla de tal forma que me raspé la piel.

—¿Suficiente? ¿Podemos irnos ya, por favor? Tendríamos que llegar a Albuquerque antes de que anochezca para poder buscar algún lugar en el que dormir.

Sin dejar de mirarme un solo segundo, Samael asintió con lentitud. Me puse de pie, sacudiendo la tierra de mis pantalones y él me imitó mientras yo echaba a andar de vuelta al camino que nos llevaría al coche.

—Kailan.

Detuve mis pies cuando apenas había dado un par de pasos y, aunque no quería girarme hacia él, lo hice. Samael mordió sus labios sin estar muy seguro de si hablar era lo mejor.

—Gracias —dijo finalmente. Tuve la impresión de que era la primera vez que decía algo así—. Por contármelo.

Reí amargamente. El dolor opacaba la pequeña sensación de alivio que había empezado a sentir inundando mi mente.

—No importa, tu solo perdóname por haberte molestado con mis problemas.

Su cara fue un poema, pero no le di tiempo a replicar. Porque esa vez sí que me giré y retomé el camino sin intención de detenerme, con la angustiosa sensación de haberme expuesto demasiado, estrangulándome la garganta.



Lucifer

Cuando nos acercamos a los grandes almacenes que Kailan llamó «Walmart», en el pueblo de Page cercano al cañón y al que nos habíamos adentrado con la intención de parar, el chico sugirió que era un buen lugar para entrar a por algunos suministros para el camino. Después de todo, nos esperaban al menos unas seis horas de carretera, por lo que tenía sentido. Al menos no tendría que preocuparme por olvidarme de sus hábitos alimenticios, Lilith tenía razón, el chico sabía cuidarse solo.

Siempre tengo razón.

La ignoré una vez más, empezaba a acostumbrarse a que lo hiciera. Nos apeamos del coche a la vez mientras me sacaba un cigarro de mi pitillera y me lo colocaba entre los labios.

—¿Vas a querer algo en concreto? —preguntó, apoyando los antebrazos sobre el techo del vehículo.

Iba a responder que no era necesario hasta que la voz de Lilith irrumpió en mi mente de nuevo.

No has comido nada delante de él desde que lo conoces. Se supone que eres humano.

Parpadeé confuso. La comida humana no me atraía demasiado, una vez probabas manjares divinos tanto en el Cielo como en el Infierno, difícilmente podías sustituirlos por cualquiera basura mundana. Para mi infortunio, tuve que asentir.

—Lo dejo a tu elección —respondí. No se me ocurría ninguna marca de comida.

Kailan me recorrió de pies a cabeza, asintiendo de nuevo con esa lentitud que mostraba cuando me tachaba de extraño.

—Está bien, te sorprenderé —afirmó finalmente con una sonrisa, palmeando el techo del vehículo antes de darse la vuelta en dirección a la entrada.

El Kailan que conocía estaba de vuelta, enmascarando al chico frágil que me había permitido ver, aunque tan solo fuera por escasos segundos y envuelto de un auténtico pavor porque alguien lo presenciara en ese estado. Era absurdamente hermético, inexpugnable. Ni siquiera estaba seguro de cómo había sido capaz de conseguir que se abriera un mínimo, pero eso no había bastado para satisfacer mi curiosidad.

Al contrario.

A más me dejaba ver de él, más quería saber. Conocerle era como beber de un agua que nunca saciaba mi sed.

Y se le daba fatal mentir, por otra parte. No sé cómo pudo guardar el secreto de su fuga a su padre y sus hombres, honestamente.

Suspiré y froté mis ojos. El dolor, entremezclado con la congoja y la pena, se habían asentado en el centro de mi pecho. Sentía que, de haber tenido un alma, esta se habría roto en pedazos al escuchar a Kailan confesarse como un antiguo adicto y al verle disculparse por hablar de sí mismo. ¿Cuánto dolor había soportado ese chico?

Me encendí el cigarro mientras deambulaba por el parking, alejándome ligeramente de allí en dirección a la zona desértica que nos rodeaba para poder tomar aire. Aunque no lo necesitara para vivir sí que lo hacía para despejarme y sentir que mi mente tomaba otros rumbos. El tabaco no me afectaba, pero ya era más bien mi propio ritual. Sobrellevar mis pensamientos y emociones mezcladas a las de Lilith era sumamente agotador.

Por eso, y porque verle de esa forma tan frágil me había abrumado. Su dolor había germinado en mi mente de una manera corrosiva, por lo que me hizo tomar una decisión que le provocó un escalofrío a Lilith.

¿Estás seguro?

Pero no respondí. Por supuesto que lo estaba, necesitaba cerciorarme y eliminar la angustia que había trepado desde mi pecho hasta anclarse en el centro de mi garganta.

Lancé el cigarro a un lado, apenas recién encendido, y no dudé. Sentí la negrura de mis ojos expandirse hasta consumir la última mota de blanco en ellos.

«Baal».

El anillo quemó en mi dedo cuando el demonio mencionado se sobresaltó el escucharme en su mente.

¿Señor? ¡Al fin da señales! ¿Se encuentran bien?

¡Hola Baal!

¡Hola Lil!

Oh, por todos los demonios del Infierno.

«Escúchame».

La agresividad de mi voz gutural no pasó inadvertida, provocando que los dos callaran al instante. Pocas veces me comportaba como un Rey con ellos, pero ahora no tenía tiempo para explicaciones.

Discúlpeme, señor.

«Necesito de tus dones, debes hacer algo por mí».

¿Qué desea?

«Utiliza tu invisibilidad y sube al Cielo, observa desde la lejanía, no te adentres».

¿Qué...? ¿Pero...? Se-señor, lo que me pide es muy peligroso.

«Te lo compensaré».

¡Yo no...! ¡Seguro que otro en mi lugar lo haría mejor! Cualquiera aquí podría intentarlo, incluido usted, le concederé la invisibilidad y...

En mi mente, vi como Lilith se llevó repentinamente las manos a la boca y contuvo la respiración. Mi cuerpo entero tembló. Sentí al segundo como Baal se arrepentía de lo que había dicho. La oscuridad en mis ojos se intensificó y apreté mi puño izquierdo. La garganta del demonio se estranguló y perdió el aliento.

—¿De verdad crees que, si pudiera subir por mí mismo, necesitaría la ayuda de un demonio cobarde como tú? —rugí entre dientes.

Señor... lo... lo siento... por favor...

El negro de mi vista se transformó poco a poco en un rojo candente a medida que apretaba más y más el puño izquierdo, que ardía fruto del poder que fluía por él. Un reguero de sangre cayó por la comisura de los labios de Baal cuando tosió al quedarse sus ojos en blanco.

¡LUCIFER PARA!

«¿Por qué debería?» siseé, absorto y preso de mi propia furia al recordar todo aquello cuanto era mi castigo. «Soy la encarnación de todo mal, ¿no? Esto es lo que lo que hago».

Lilith enfureció. La silueta de su serpiente en mi piel se deslizo hasta mi garganta como una amenaza, y acercó su cabeza a mi oído. En mi mente, era ella misma la que se proyectaba con los labios cerca de mi oreja, en una diabólica sonrisa, acariciando mi pelo con sus dedos y apoyando su antebrazo izquierdo sobre mi hombro.

Es verdad, tienes razón. Seguro que si Kailan viera la clase de monstruo que eres se alejaría de ti, aterrado.

Fue así como su imagen apareció ante mí.

Kailan me observaba de pies a cabeza, temblando de pavor.

—¿Qué...? ¿Qué eres?

—¡Kailan!

Mi voz sonaba infernal, demoníaca. Kailan caía de espaldas al suelo, aterrorizado, mirándome con sus ojos plagados de lágrimas. Cuando di un paso hacia él, su imagen se desvaneció como un fantasma.

Baal cayó sobre el suelo del Infierno en cuanto mi mano se aflojó de golpe. Di un paso atrás, abrumado. Por unos segundos salí de la posesión y observé todo a mi alrededor para asegurarme de que nadie me había visto. Para asegurarme de que nada de eso había sido real por mucho que lo hubiera parecido. Cuando mis ojos volvieron al negro, Baal tosía mientras se frotaba el cuello con una mano. Mi cuerpo entero temblaba.

Apesadumbrada, en mi mente vi como Lilith agachaba la cabeza. Se había visto obligada a hacer algo así.

¡Discúlpeme, Majestad! Haré lo que me pide, disculpe mi insolencia, se lo ruego.

Me asqueé a mí mismo cuando Baal se arrodilló rogando clemencia. Si hubiera sido fisiológicamente posible, habría vomitado ante mi propia repulsión.

Pero no vas a pedir perdón, ¿me equivoco?

Cerré los ojos ante la acusación de Lilith y agaché la cabeza.

«Ve al Cielo, Baal... por favor» musité casi sin voz.

Vaya, algo es algo.

¡Si, Majestad! ¡Por supuesto, Majestad! Pero... espere... creo que antes debería de informarle de que...

«Ve. Al maldito. Cielo. Baal» sentencié todavía algo frenético por todo lo sucedido.

¡Si, Majestad! ¡Por supuesto, Majestad!

Suspiré en cuanto el demonio salió volando por la gruta. Lilith frunció el ceño, insistiendo en que Baal parecía preocupado por informarme de algo, pero no tenía tiempo para estupideces. Sea lo que fuere, podría resolverlo más tarde. Y si no ya era hora de que esos ineptos resolvieran sus estúpidas peleas por sí solos, tenían milenios, eran mayorcitos. La primera mujer se disculpó por haberme provocado semejante visión y negué con la cabeza. Un baño de realidad me había venido bien.

Era un monstruo. En cierta forma mis hermanos tenían razón. Por ello, Kailan no debía saber de mi verdadera naturaleza o cualquier atisbo de pureza en él se desvanecería. Y lo que es peor, no podría tenerle junto a mí. Así que me prometí disfrutar de su compañía el tiempo que estuviéramos juntos, atesorando cada sensación y segundo, y una vez estuviera a salvo en su hogar, desaparecería de su vida para siempre.

Era lo mejor.

¿Lo mejor para quién?

No respondí.

Lilith suspiró, mirándome con pesar, y yo me centré en el demonio al que había estado a punto de matar con mis propias manos... solo por recordarme que yo no podía subir al Cielo.

Contuve la aversión hacia mí mismo para centrarme en comprobar lo que me había propuesto. Gozando del privilegio del don para la invisibilidad, Baal observó en la lejanía todo cuanto abarcaba el Reino de los Cielos tras su llegada. Tanto a Lilith como a mí nos recorrió el mismo escalofrío de repelús ante tanta perfección divina y angelical.

¿Y bien? preguntó el demonio.

Agudicé mi vista.

«Prioriza los Jardines». Al fin y al cabo, era donde las almas pasaban la mayor parte del tiempo, paseando por esos miles de hectáreas.

Los ojos de Baal se movieron con astucia entre las almas. Revisar millones de almas no sería tarea sencilla para un mortal, pero a nosotros nos llevó cuestión de unos segundos. Mis ojos se abrieron ligeramente, no pude evitar que escapara de mí un suspiro de alivio.

¿Esa es...?

—La madre de Kailan —respondí a la asombrada e inacabada pregunta de Lilith.

La primera mujer estaba conmocionada por lo que acababa de hacer. Sinceramente, ni yo mismo me lo creía. Estaba poniendo demasiado en juego. Sabía que quizá nada grave le sucedería a Baal, porque de ser descubierto, el escarmiento mayor recaería enteramente sobre mí.

Entrecerré los ojos cuando la observé. La mujer parecía dichosa, paseaba tomada del brazo de una mujer mayor que, a juzgar por su edad y su parecido con ella, supuse que era su propia abuela. Charlaban animadamente, observando el eterno y plácido día que en el Cielo siempre reinaba. Valentina se mostraba alegre, en paz. Reía junto a la mujer a carcajadas y de vez en cuando, se agachaba para acariciar a algunos de los animales que por allí deambulaban. Era la misma mujer que la de la foto que Kailan tenía en su teléfono, estaba seguro. Tenía la misma larga melena negra y ondulada, la misma mandíbula delineada y piel morena que el chico. Comprendí entonces que por ello tenía la sensación de conocerla, porque Kailan se parecía bastante a ella.

Se la ve feliz.

Asentí. De eso se trataba, no hubiera podido cargar con el peso de subir al Cielo y comprobar que la mujer no estaba ahí, si no que era una de las almas que estaba torturada en el Infierno.

Por los demonios... o por mí.

Sacudí la cabeza, intentando deshacerme de ese espeluznante pensamiento. Miré más allá y sonreí para mis adentros al ver a Elijah sentado junto a sus familiares sobre una manta, extendida bajo uno de los árboles frutales.

Me sentí en completa paz por unos segundos. Estaban donde merecían estar. Ojalá poderle transmitir ese mismo sosiego a Kailan.

Pero lo malo de la paz, es que suele durar poco.

¡Señor!

Los ojos de Baal, y por consecuencia también los míos, se dirigieron hacia el borde del Cielo.

Miguel frunció el ceño y tensó la mandíbula, aniquilando con su mirada al demonio al percibir su presencia en las lindes del Reino. Contuve el aire cuando, con gesto despreocupado, Azrael apareció a su lado, puso una mano sobre su hombro y se lanzó hacia abajo.

—¡BAAL SAL DE AHÍ! —rugí histérico.

No dudaba en absoluto de las capacidades de lucha de mi hermano. Miguel era el mejor en su trabajo, defendiendo el Cielo de las fuerzas del Infierno. Por eso supe en seguida que Baal debía de huir si no quería estar muerto de un momento a otro.

El demonio se abalanzó hacia mi Reino y en cuestión de milésimas atravesó la gruta haciéndonos exhalar de alivio a Lilith y a mí al saberle a salvo.

Y tan solo un segundo después, lo sentí.

La brisa gélida, el escalofrío.

Para cuando mis ojos volvieron a la normalidad. Azrael me saludaba con sorna, a unos metros de distancia, apoyado en su lanza.

—Hola, mi querido hermano.

Lilith quiso salir, pero la detuve. Esto era entre él y yo.

—¿Creías que no descubriríamos tu patético intento de espionaje?

Gruñí furibundo. Más que Padre, él sí parecía estar en todas partes, solo que estorbando.

—No volverá a repetirse, Azrael. Lárgate antes de que te arrepientas —escupí entre dientes.

Su mirada psicópata se abrió sorprendida y fingió ofensa, llevándose una mano al pecho.

—¿De verdad no quieres que me quede? —preguntó dolido. Lilith chasqueó la lengua con enfado, deseosa de partirle la mandíbula. No era la única. Ni siquiera contuve mi ira y dejé que mis iris ardieran escarlatas. Se carcajeó sabedor de que, en ese instante, tenía el poder absoluto—. Has decidido no seguir mis consejos y continuar con tu juego, tirándole el palo a tu mascota para que vaya a buscarlo y te lo traiga, sin volver al inmundo agujero del que nunca debiste salir... ¿Y encima no quieres que me quede a charlar?

Apreté los puños, temblando.

—¿Qué quieres, Azrael?

Nuevamente, fingió estar ofendido.

—Y yo que venía dispuesto a tener una charla entre hermanos —masculló negando con la cabeza, empezando a pasearse a mi alrededor en círculos mientras hacía desaparecer su lanza y dejara las manos tras su espalda—. Tan solo lo comentaba. He visto que pareces muy cercano a ese... humano. —El asco con el que lo dijo hizo que el poder del Infierno se retorciera en el centro de mi abdomen, quemando la piel bajo mi anillo—. Así que quería conocerle...

Todo mi ser se quedó petrificado. Mis manos se abrieron, laxas. Le miré fijamente, aterrorizado.

—Qué has hecho, Azrael —susurré.

Sus labios se curvaron en una lunática sonrisa cuando se detuvo frente a mí.

—Tú has comprobado desde lejos que la madre del chico estuviera en el Cielo... y yo he tenido el increíble placer de charlar un rato con ella mucho antes de que a ti, mi querido y desterrado hermano, se te ocurriera. Me gusta ir unos cuantos pasos por delante, ya lo sabes.

No me moví, ni siquiera pestañeé. No fui capaz. Lilith intentó despertarme de todas las formas posibles, que respondiera, que reaccionara, pero no lo consiguió.

—Oh, qué maravilla de mujer. Es una persona encantadora, podrías pasarte horas escuchándola —prosiguió, complacido mientras disfrutaba de mi tortura personalizada—. Nunca adivinarías la de cosas que me ha contado de tu humano. Ese chico es todo un caso, entiendo ahora por qué lo mantienes a tu lado, tenéis muchas cosas en común.

Azrael se acercó lentamente hasta mí.

Nunca, desde que me despeñó por el abismo de los Cielos de una burda patada, se había atrevido a acercarse tanto.

—Ni te imaginas cuantas —susurró a escasos centímetros de mi cara. Sonrió y apoyó sus manos en mis hombros. Contuve el respingo helado que me sacudió cuando la frialdad de su piel traspasó mi ropa—. Su padre también es poderoso, ¿lo sabías?

Me sentí patético, preso de su voluntad. Me era imposible escapar de sus garras y él lo sabía. Y se estaba aprovechando, disfrutándolo como nunca.

—Pero lo curioso —dijo continuando con su teatro, rascándose la barbilla mientras fingía pensar—. ¡Es que la mujer no se explicaba cómo el padre de su hijo pudo llegar a tener tanto poder en cuestión de días! ¿Te lo puedes creer? Ese hombre no era nada ni nadie en su patético club del crimen y de repente... —Azrael chasqueó los dedos de su mano derecha frente a mí—. Le llegó el poder.

El frenesí de Lilith desapareció de un momento a otro.

Mi vida, si alguna vez había tenido sentido alguno, careció de él en ese instante y para siempre.

La sonrisa de Azrael se ensanchó cuando mis ojos se abrieron ligeramente y mi cuerpo tembló bajo sus manos. Con extrema lentitud, paladeando el significado de las palabras que iban a destrozar toda razón de mi existencia, se acercó hasta pegar su mejilla contra la mía y su boca en mi oído.

—De repente... como si alguien le hubiera hecho un favor. 

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