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Capítulo 17. Perdonad y seréis perdonados

Lucifer

La última vez que lo vi, asesinó a Baal con sus pupilas desde las lindes del Reino de los Cielos. La última vez que estuve ante él físicamente, estaba vertiendo un cuenco de plata ardiente sobre mi mano retenida bajo el yugo de Azrael.

Desde luego, verle no era sinónimo de mi gratitud y cariño.

Tensé la mandíbula, mirándole de arriba abajo tras tenerle ante mi después de tantísimos milenios. No había cambiado en absoluto. El pelo negro, pero algo menos largo que el mío, enmarcaba su rostro preocupado y molesto por tener a Asmodeo custodiando su lado derecho y a Paymon el izquierdo, los dos con mirada encolerizada por aparecer en nuestro hogar. Tras la aparición de la rata antes que él, los instintos de todos habían aumentado su alerta y no dudaron en mostrar su asco respecto al... visitante. Entrecerré los ojos cuando alzó el mentón y suspiró. Su tez morena relucía suave y perfecta sin una sola cicatriz, en contraste al blanco impecable de la túnica que siempre vestía, sujeta por un grueso cinturón de plata bruñida con angelicales y finas decoraciones, las mismas que adornaban las abrazaderas de plata desde sus muñecas hasta casi los codos. Un atuendo digno de un guerrero como Miguel.

—Soltadlo.

Mi orden provocó un suave murmullo de extrañeza e inseguridad en los presentes. Todos sabían de lo que Miguel era capaz, al fin y al cabo, su tarea siempre fue mantenernos a raya, pero al parecer había venido por su propio pie y sin blandir una espada, así que era un punto a su favor. Era incluso divertida la contradicción de su presencia en nuestro Reino.

Asmodeo arqueó una ceja en mi dirección en una muda pregunta a la que asentí sin dudar. Paymon y él, tras una furibunda mirada de desprecio, se acercaron hasta nosotros. El primero se quedó de pie y con los brazos cruzados de manera imponente tras al amplio y largo diván de cuero en el que Lilith estaba estirada, admirando a mi hermano como una presa que estaba deseando cazar. Cuando me senté en el butacón, Asmodeo se cuadró en su postura detrás de mí en cierto ademán defensor y Belial lo imitó. Después de Eligos, ellos eran de los mejores estrategas y guerreros del Infierno, así que supe enseguida de sus intenciones protectoras. Y era entendible, el resto de demonios también parecían dispuestos a saltar sobre su cuello con un simple asentir por mi parte. Miguel no pudo ocultar el orgullo que le provocaba saberse tan poderoso por sí mismo.

Cuando Kailan se sentó tranquilamente a mi lado en el reposabrazos, demostrando que la presencia angelical no le importaba en absoluto y provocando en mí una soberbia sonrisa, la mirada de Miguel se tornó curiosa y pensativa. Segundos después, observó todo lo que le rodeaba como si ya pudiera admirar el cuadro al completo.

—Has construido de este sitio un lugar... acogedor.

Dijo aquello como si se le hubieran acabado las palabras correctas y «acogedor» fuese lo más amable cuanto se le ocurría para describir el Infierno.

—Para tu desgracia.

Me sostuvo la mirada tal y como siempre hacía antes de todo, con ese brillo de hermano mayor, e incluso paternal. Ser el primer hijo le había hecho otorgarse a sí mismo ese papel de regio instructor para todos los que le precedimos.

Bueno, había fallado estrepitosamente en su misión, a la vista estaba.

—¿Es que nadie hace su trabajo aquí? —preguntó con sarcasmo, dirigiendo una mirada escéptica a casi todos mis hermanos, que no se movieron ni un milímetro ante su intento porque se fueran de allí.

—Ya los echaste de tu Reino, ¿pretendes echarlos también del mío? —Sonreí, viendo como relamía sus labios, aguardando por lo siguiente que tuviera que decir mientras yo cruzaba una pierna sobre la otra—. De hacer alguien su trabajo en el Cielo, tú no estarías aquí en este instante, ¿me equivoco?

Altivas sonrisas curvaron los labios de mis demonios y Miguel asintió complacido ante el golpe verbal que estaba esperando.

—Siempre me gustó escuchar tan viperinas réplicas, hermano. Tienes un don.

Me llevé la mano al pecho, falsamente halagado.

—Muchísimas gracias.

Un afilado silencio planeó sobre nosotros como un fantasma, haciéndonos paladear a todos la amarga tensión fruto del paso de los años. Y de lo que él, y el resto de los ángeles, habían permitido. Le indiqué que tomara asiento en los mullidos sofás ante nosotros, con una de las pequeñas hogueras ya en sus ascuas como intermediaria a modo de punto neutral. Asintió agradecido, pero desconfiado y extrañado a partes iguales ante mi muestra de hospitalidad, y obedeció.

—¿Una copa? —le ofrecí, arqueando una ceja.

—No, gracias.

Mi sonrisa se ensanchó ante su visible incomodidad.

—Tu ayudaste en la rotura de mis alas y yo te ofrezco una copa. Sin rencores. —Me encogí de hombros inocentemente—. Al menos tú has tenido la decencia de llamar antes de entrar.

Vi de soslayo la sonrisa de Lilith y la tensión en la mandíbula de Kailan. Una mirada asesina se había instalado en sus ojos, robando de ellos su belleza inigualable y angustiando mi ser. No me gustaba verlo así, se me hacía antinatural.

Miguel exhaló con pesar y bajó la mirada unos segundos, abstrayéndose mentalmente unos instantes, su cabeza pareció encajar «piezas en el puzle mental», citando a Kailan.

—¿Estuvo aquí?

—Y no fue una visita agradable —siseó Lilith en respuesta.

Al arcángel ante nosotros se le aflojaron los hombros. Cuando sus ojos alcanzaron los míos, un destello preocupado rezumó de ellos.

—Azrael va a declararos la guerra. He venido a advertirte.

Un seguido de susurros asombrados se hizo presente en tan solo un instante. Los demonios se miraban entre ellos, sopesando los posibles escenarios que se avecinaban ante semejante noticia, que cayó sobre nosotros como una tromba de agua ardiendo. Incluso Lilith se incorporó ligeramente en su asiento para ver si había oído bien. Durante todo ese proceso de asimilación, si es que lograban creerlo, mi hermano y yo no dejamos de mirarnos un solo segundo, por lo que pudo ser testigo de mi gesto estupefacto. Solo fui capaz de apartar mi mirada para buscar apresuradamente la de Kailan.

La obtuve enseguida.

Estaba confuso y hastiado, y podía comprenderle. Nada de lo que hiciéramos parecía servir para que esa basura con alas dejara de arremeter golpe tras golpe. Incliné mi cuerpo ligeramente hacia delante, apoyando los codos en mis rodillas, adoptando de forma inconsciente una postura más cercana.

—¿Sabe él que has venido?

Miguel me mantuvo la mirada.

—No.

Si lo de antes me atrapó desprevenido, aquello me desencajó por completo. A juzgar por todo cuanto estaba sucediendo en el Plano Terrenal, sabía que las cosas estaban yendo mal, pero nunca imaginé que llegarían a ese punto. Las palabras de la profecía retumbaron en mi cabeza y, como si Miguel leyera mi mente, asintió.

—Te pido que nos ayudes, Samael —dijo con firmeza, ganándose el pasmo de todos los presentes. Ese nombre en sus labios no me provocó tanto rechazo como antaño—. Eres parte de la profecía, puedes ayudarnos a detener esto.

Ante la mención de la profecía, Kailan resopló asqueado y miró en otra dirección. Entrecerré los ojos unos instantes, queriendo descifrar de dónde provenía esa animadversión que se había adueñado de él desde que supo de ella en Atlanta, pero las palabras de Miguel estaban aturullando mi mente de manera asfixiante. Miré a Kailan y después a él.

—No pienso...

Mi gruñido inacabado hizo levantar sus manos con calma.

—Yo jamás te pediría algo así —sentenció, recalcando el «jamás»—. Nunca podría hacer...

—¿Todo lo que ha hecho Azrael? —Miguel guardó silencio tras mi pregunta—. Debes estar muy desesperado para pedirme ayuda.

Una sonrisa a medias tironeó de sus labios y señaló nuestro alrededor.

—He bajado hasta aquí.

—Donde Azrael buscó aliados entre sus enemigos... ¿ahora los buscas tú también?

—Él los buscó entre sus enemigos, yo lo buscó en mi hermano.

Con extrema lentitud a causa de la oleada de furia que me envenenó lenta y temblorosamente desde mi abdomen, mis ojos fueron cambiando del negro al rojo y Miguel contuvo el aliento.

—No te atrevas a apelar ahora a un vínculo familiar que tú mismo calcinaste con plata hirviendo.

Esas palabras susurrantes que escaparon de entre mis dientes hicieron eco hasta en el último rincón de nuestro Reino. Agachó la cabeza, no sé si en señal de disculpa, humildad o ninguna de ambas. Nunca me creería ni una sola palabra amistosa proveniente de ellos.

—Tienes razón, no he debido decir algo así.

Me puse en pie antes de que siguiera hablando.

—Yo no voy a detener esta guerra. —Sostuve su mirada desde mi posición altiva—. Solo defenderé a mi Reino y a los míos de ella, sin importar a quien me lleve por delante. Porque hay una cosa en la que te equivocas, hermano.

Agachó ligeramente la cabeza ante el asco con el que pronuncié esa última palabra, que se debió clavar en su vientre como una de las dagas forjadas en la fragua de Hefesto.

—El qué.

—No solo yo soy parte de esa profecía. El Cielo temblará... y nadie de él habrá hecho nada por impedirlo.

Apretó los dientes y me miró con enfado.

—Yo lo estoy haciendo ahora.

Entrecerré los ojos.

—Sí... ahora —dije, enfatizando su acción tardía—. Encárgate de hacer entrar en razón a Azrael si tanto ansías detener esta guerra.

—Ha manipulado a todos nuestros hermanos y la mayoría secundan y apoyan su iniciativa. Es imposible hablar con él. Ha perdido el juicio, Samael.

Mis cejas se arquearon y no me molesté en reprimir una risa incrédula.

—¿Y te das cuenta ahora?

El silencio aplastante que siguió la verdad de mis palabras fue determinante para Miguel, pues asintió para sí mismo y se puso en pie, como si por primera vez en su vida me contemplara de igual a igual.

Ni ángeles ni demonios, tan solo él y yo.

—Está bien, tan solo... piénsatelo —me concedió, ganándose un gruñido por mi parte—. Y no lo hagas solo por ti, si no por esos «tuyos» a quienes quieres defender.

Dio un furtivo vistazo a Kailan, que entrecerró los ojos, inquisitivo, y yo alcé el mentón intentando fingir que sus palabras no habían cobrado mayor peso ante aquella realidad. Tensé la mandíbula sin dejar de mirarle.

—Que sea lo que Padre quiera —gruñí entre dientes con cinismo. Sonreí ladino—. Nos vemos en el campo de batalla, hermano.

Mi ironía le hizo suspirar pesaroso y asintió de nuevo, no sin antes mirarme a los ojos una última vez.

—Espero que no tenga que ser así.



Kailan

En mi mente se instaló la palabra «guerra» con total comodidad, como si una parte de mí la hubiera estado esperando todo este tiempo e incluso habilitado un hueco en mi cerebro exclusivamente para ella. Cuando ese estúpido ángel la mencionó, un calor placentero retorció mis tripas y, desde entonces, me alentaba a seguir. En cuanto Miguel se marchó, fui el primero en sentenciar lo siguiente:

«Voy a luchar en esa guerra junto a vosotros».

Lucifer entró en cólera, por supuesto, pero ni siquiera me moví del sitio. A diferencia del resto de demonios que huyeron despavoridos, yo observé como el Diablo se paseaba de un lado para otro, con los ojos ardiendo, e intentando hacerme entrar en razón de lo que él consideraba como una «completa y absoluta locura». Alegué que sabía luchar, que, con el anillo, no era tan difícil acabar conmigo. Que podía entrenar junto al resto de demonios, prepararme. Que, si Azrael me quería muerto, no se lo iba a poner tan fácil porque estaba más que harto de esconderme y que se saliera con la suya. Todo aquello, sumado a un replicante y sarcástico «no puedes hacerlo todo tu solo», hicieron que el Rey del Infierno apretara los dientes y se quedara sin respuestas.

A Lilith tampoco le agradó la idea, pero, de nuevo, era mi decisión. Si estaban en el campo de batalla y tenían que prescindir de algunos demonios para que hicieran de niñera conmigo en el Infierno, serían menos, y Lucifer no estaría en sus plenas facultades. No le quería distraído, le quería liderando la batalla y acabando con esa panda de imbéciles que tenía por hermanos.

Para mi suerte, Belcebú me apoyó en mi decisión, dijo que muchos de ellos podían encargarse de enseñarme e instruirme, y como el Infierno no existía el tiempo, podía servirnos como ventaja. Belial secundó sus palabras, Asmodeo asintió convencido y Lucifer aceptó a regañadientes, si es que a aquel gruñido enfadado se le podía llamar aceptación. Desde entonces, los campos de entrenamiento se convirtieron en parte de mi día a día en el Infierno. Aprender a luchar con cuchillos, lanzas y espadas no era tarea sencilla, estaba claro que ni en broma se parecía al boxeo, pero sí había cosas que, gracias a ello, me sirvieron. Aguantaba los golpes de Belcebú con una ladina sonrisa y sin que una sola gota de sangre saliera de mí. No existían los hematomas, ni las heridas o fracturas, era diferente.

Era poderoso. Invencible.

Sonreí cuando, por primera vez, el que se cayó de culo contra el suelo fue él y no yo. La carcajada de Lilith hizo que Belcebú imitará su risita en un tono aniñado y burlesco para hacerla enfadar. Ella, que estaba terminando de anudar su pelo en una trenza, le sacó la lengua. Igual que yo, Lilith llevaba parte de su armadura puesta. Belial insistió en que debía acostumbrarme al peso de la armadura de cuero grueso y a como esta pudiera limitar mis movimientos, porque así me adaptaría a luchar con ella.

—Ya casi le tenía, le he dejado ganar para no minar su autoestima —replicó Belcebú con chulería, poniéndose en pie y sacudiéndose el barro y el césped negro que se le había pegado a la mejilla. El mismo que manchaba mi blanca camiseta de una tela demasiado cara como para ser simplemente ropa de entrenamiento, y el chaleco de la armadura que yo ya me estaba quitando por las ataduras laterales.

Una carcajada salió de lo más hondo de mi garganta y Bel me pasó un brazo por los hombros, revolviéndome el pelo, a lo que se ganó un codazo por mi parte que le hizo reír.

—Eres el demonio más capullo que conozco.

Se llevó la mano al pecho con orgullo.

—Al fin tantos años de esfuerzo han dado sus frutos.

Volví a reír con fuerza. Ese tío me caía genial, junto con Lilith, era el alma de la fiesta. Otros, sencillamente, se tomaban todo mucho más en serio que nosotros. Exhalé con fuerza cuando dejé el chaleco al lado de uno de los troncos tirados en el suelo, que servían como limitadores de cada área de entrenamiento dentro de los campos y donde acumulaban armamento y vestiduras. Caminé colina abajo hacia la laguna cercana a nosotros en la que desembocaba el río. Hinqué una rodilla y hundí ambas manos en la frescura del agua para remojar mi rostro. No lo necesitaba, ni siquiera había roto a sudar, pero lo hice como una mera cuestión de desconexión mental. De sentir el lugar en el que estaba y que me rodeaba.

Había perdido la noción del tiempo aquí abajo, no sabía cuánto había pasado en el Plano Terrenal y no me sorprendió lo poco que me importaba. A cada momento que pasaba, sentía mis pies más y más unidos a esta tierra. A su firmeza, a su energía, a la naturaleza única que me rodeaba.

El Infierno era un organismo vivo. Podía sentirlo. Podía sentir su esencia recorriéndonos, serpenteando entre nosotros, dándonos su poder para encarar la guerra que se avecinaba. Podía sentir el calor de su hogar en los grandes salones, entre sus mullidos sofás y alfombras y a la vera de las brasas en las hogueras, la sabiduría rezumando de cada estante de la Biblioteca, la fuerza y el valor de los campos a mis espaldas, y la pena y la miseria tirando de mí como un imán desde El Bosque. Mi cuerpo parecía nutrirse de la naturaleza que rozaba mi piel con la brisa, con el agua, con el césped. Inundaba mis oídos con sonidos de curiosos animales salvajes sacados de cualquier película de terror, de las que ya ni siquiera lograba acordarme. Incluso había podido acariciar los animales de los establos, empapándome de su belleza inigualable, de ese lado salvaje a pesar de su esencia doméstica.

El caballo de Eligos había quedado sin dueño, quizá podría encargarme de él una vez pasara todo y pudiéramos vivir tranquilos aquí.

Parpadeé volviendo al momento presente y miré las aguas frente a mí donde había hundido las manos. A penas lo hice, las perdí de vista. La oscuridad era tanta, que no se veía aquello que traspasara sus barreras, convirtiéndola en un perfecto espejo ondeante. Sonreí ante mi reflejo en él, advirtiendo en mí lo que ya había empezado a ver tiempo atrás. Negué con la cabeza, sonriente, y me puse en pie pasando una mano por mi pelo para refrescarme. Contuve el aliento cuando Lucifer me sorprendió, estático en su habitual posición con las manos en los bolsillos de su pantalón de traje, porque él era el único que no llevaba armadura.

Porque no entrenaba con nosotros. Ni con nadie.

—¿Qué?

Mi pregunta de malas maneras le hizo arquear una ceja. En los últimos tiempos y con mi radical decisión, nuestra relación se había... enfriado ligeramente. Él no estaba de acuerdo en que batallara junto a ellos y yo no pensaba dar mi brazo a torcer, lo que me mantenía en un enfado constante por el que Lucifer no sabía ni por dónde comenzar a hablarme.

—Estás... entrenando bastante.

—A diferencia de otros —enfaticé con una cínica y fugaz sonrisa, echando a caminar con él tras mis pasos.

—No me quejo —aclaró mientras llegábamos de nuevo al campo—. Tan solo creo que deberías descansar, y comer algo.

Una carcajada irónica salió de mí. Pude sentir la mirada ceñuda de Lilith clavándose en mi nuca.

—Ya no necesito comer, ni dormir. No necesito ninguna de esas mierdas, Lucifer.

Se quedó estático, como si le hubiera apuñalado en el abdomen y después retorcido el cuchillo con una divertida sonrisa. Ni siquiera fue capaz de replicar.

—¿Lucifer?

Lilith verbalizó la pregunta en su lugar, acercándose hacia nosotros. Fui consciente de como el silencio invadió poco a poco los campos, ganándose la atención de los demonios presentes.

—¿Algún problema? —gruñí, girándome hacia ella para encararla.

La mirada afilada de Paymon no se apartó de mí en ningún momento y repasé en un barrido a todos aquellos que observaban.

—¿Qué coño os pasa? Estoy haciendo esto por vosotros. Estoy aquí, entrenando a cada momento para luchar a vuestro lado porque esto ha pasado por mi jodida culpa. Y, sobre todo, lo estoy haciendo por ti —dije, señalando a Lucifer.

—Esto no es culpa tuya. Y nadie te ha pedido que lo hagas —replicó con cierta autoridad en su voz.

Volví a reír, pero esta vez incrédulo, tapando mi cara con mis manos por unos momentos.

—No me lo puedo creer. —Me volví hacia él con hartazgo y un sentimiento agrio invadiendo mi paladar, tirando con rigidez de mis músculos—. A ti no te importa, ¿verdad? Porque tú ya eres el Diablo, ya eres mejor que nosotros, por eso no necesitas prepararte para ninguna batalla. ¡Pero yo no soy nadie! ¡Tan solo nací para que tu tuvieras alguien de quién enamorarte! ¡Soy una maldita pieza en tu puta profecía! Pues al menos permíteme tomar mis propias decisiones ya que no pude elegir ni de quién me enamoraba.

Fui testigo de cómo el Diablo tembló ante los ojos de todos sus fieles, perplejo por lo que estaba escuchando, igual que la primera mujer me observó anonadada. Lucifer apartó la vista, intentando con ello asimilar mis crueles palabras.

—¿Era eso? —susurró dando un par de pasos hacia mí, parecía que su cabeza acabara de comprender cientos de cosas de las que yo era ajeno—. Por eso tu rostro cambia cada vez que se menciona la profecía, porque eso es lo que crees.

—¿Eso es lo que creo? ¡Eso es lo que es! —bramé, desgañitando mi garganta. Las palabras hicieron eco por nuestro Reino y sentí el Infierno enmudecer, asfixiándonos—. Y sin embargo estoy aquí, preparándome para la guerra a la que os enfrentaréis por mí. Luchando por y para ti, porque Eligos tenía razón.

Un silencio mortífero aplastó a todos los presentes, que se miraron entre ellos completamente alucinados.

—Oh, vamos, no seáis hipócritas —dije, abriendo los brazos, para después mirarle a él de nuevo—. Eligos creía que debes recuperar lo que es tuyo ¡Y tenía razón! A pesar de que mi existencia no tenga sentido más allá de ti, estoy aquí preparándome para que recuperes lo que te mereces, ¿y encima lo cuestionas? ¡El Reino de los Cielos ha de ser tuyo! ¡Tú mismo lo dijiste! Todavía crees que puedes gobernarlo mejor que tu Padre ¡Pues hagámoslo! —Me volví hacia el resto de demonios con el corazón latiendo desbocado y la sangre hirviendo en mis venas. El suelo bajo mis pies temblaba a cada frase que salía de mí como un rugido animal—. ¡Basta de vivir aislados del resto como si fuerais los malos de la historia! ¡Basta de aguantar los desvaríos de un ángel psicópata! ¡Basta de ser los títeres en manos de un Dios caprichoso y egoísta al que no le importó desterrar a su hijo y sacrificar a otro! ¡Un Dios que permite que exista el hambre, la guerra, el dolor y la muerte! ¡Un Dios que me arrebató a mi madre y que permitió que unos hijos de perra me maltrataran!

—Kailan...

El tartamudeó de Lilith me hizo girarme hacia ella. Había miedo en su ser, en su esencia. Estaba completamente paralizada, analizándome con los ojos entrecerrados como dos medias lunas de sangre.

—Oh, por favor. —Aflojé mis hombros y, poniendo los ojos en blanco, eché la cabeza hacia atrás—. ¡Asesinó a tus hijos, Lilith! ¡Por qué coño no estás de mi lado!

En el asfixiante silencio, roto únicamente por mi iracundo respirar, Lucifer dio un pequeño paso atrás, mirándome.

Mirándome, como si yo fuera un auténtico desconocido.

—¿Qué te...? ¿Qué te está ocurriendo? Estás...

Las comisuras de mis labios se curvaron, interrumpiendo su frase.

—Estoy mejor que nunca.

Su ceño se frunció y sus ojos se deslizaron de un instante a otro hacia mi mano izquierda. La mandíbula se le quedó recta, rígida. Se aproximó a mí con cautela y tomó mi temblorosa mano.

—Tu piel... está ardiendo, Kailan.

Observó el anillo, hablándome como quien se dirige a alguien que le encañona con un arma. Y, para mi desgracia, sus ojos se clavaron en los míos, haciéndole contener el aliento de la impresión. Cerró los suyos unos segundos cuando se le aguaron y posó ambas manos en mis mejillas, contemplando con detenimiento las hebras rojizas que días atrás habían empezado a nacer en mis iris, abriéndose paso entre el verde de los mismos como las raíces de un árbol que se arraiga con fuerza a la tierra que lo mantiene vivo. Viendo lo que el reflejo del agua me demostró que no podía ocultar mucho más.

—Lucifer... el anillo —susurró Lilith, que se había acercado lo suficiente y no quitaba la vista de la joya en mi mano.

Mi cuerpo temblaba de pies a cabeza.

—Lo sé. Debí darme cuenta antes —murmuró, estupefacto. El irregular y acelerado latido de mi corazón retumbaba en mi pecho semejante al reloj de una bomba a punto de estallar. Y entonces me miró aterrado—. Vamos a hacer algo, ¿de acuerdo?

La confusión y el pavor me helaron la sangre al comprender sus intenciones y me sacudí de su agarre, dando varios pasos hacia atrás. A Lucifer se le cerraron las manos de golpe como si acabara de perderme y comencé a mirar a todas partes, dándome cuenta de que Belcebú se había aproximado ligeramente a mi espalda, así como Belial hizo lo mismo por mi flanco derecho. Lucifer levantó las manos, ordenándoles que se detuvieran mientras mi respiración se volvía errática, alentada por la rabia que empezaba a tensar cada fibra de mi ser.

—Kailan, escúchame —dijo con la voz calmada y tranquila—. ¿Recuerdas lo que te dije sobre el anillo? Absorbe el poder del Infierno y, si no lo manejas bien, puede volverte loco. Se hace con tus mayores miedos y los retuerce, incrementa tus inseguridades, tus temores, te vuelve irascible... —Cerró los ojos y negó con la cabeza. La culpabilidad amargó su esencia—. Sé que... debí caer en la cuenta antes, pero estaba tan centrado en protegerte de Azrael que ni siquiera pensé en lo que esto podía provocarte. En que solo nosotros podemos manejar bien esa energía.

Una estirada sonrisa que mostraba todos mis dientes y una mirada asesina, me hicieron agachar ligeramente la cabeza y fueron parte de mi respuesta, que congeló sus sentidos.

—Porque soy débil, ¿verdad? Soy a quien necesitas proteger. Tú patético, verdadero y único amor —cité con asco la profecía de los cojones, sintiendo mis entrañas retorcerse y el calor de la ira arder en el centro de mi pecho. El pulso latía contra mis sienes, taladrándome el cráneo. Lucifer negó con la cabeza, pero no le di lugar a respuesta—. Pues buenas noticias, Majestad. Ya no te necesito para ello, ya no soy frágil ni de cristal.

—Tú nunca has sido frágil, Kailan. —Se acercó otro paso a mí—. Eres el humano más fuerte que conozco. Eres valiente y honorable. Para mí eres la cúspide del esfuerzo y sacrificio, de todo cuanto has tenido que luchar para que...

Alcé el mentón y, con tan solo una mirada envenenada, el Diablo enmudeció.

—¿Y he sufrido por culpa de quién?

Cerró los ojos mientras una lágrima rodaba lentamente por su mejilla. Fui testigo de la más amarga de sus sonrisas.

—Tú no crees eso de verdad. Yo sí, pero tú no. Es lo que te hace especial. La forma en que ves el mundo, en que nos ves a todos. Eres único.

—Y creado para ti.

Negó con la cabeza.

—No... No, Kailan... eso no funciona...

—¡CÁLLATE!

El rugido gutural que rompió mi garganta le hizo detenerse. Fue entonces cuando su semblante cambió, de la paz y la calma, a la seriedad más absoluta.

—¿Qué hay de tu familia? De tu padrastro, de tu abuela... de tu hermana. ¿Vas a hacerle esto a ellos?

—¿Acaso importa? —grité enfurecido—. ¡Allí arriba no soy más que un fracasado! ¡Un alcohólico y drogadicto que no vale para nada! Tan solo para ser tu juguete con el que distraerte, parte de una profecía que destrozará todo a su paso. ¡Pues que así sea! —me había acercado tanto a él que lo tenía a escasos centímetros—. Me encargaré de que el Cielo tiemble de verdad.

Di un paso al lado justo en el instante en el que Asmodeo pretendió atraparme, giré y le estampé un puñetazo en el abdomen que lo lanzó de espaldas, arrastrando la tierra a su paso. Escuché como Lucifer gritaba que nadie se acercara cuando Baal y Aim se lanzaron a por mí. No dudé un solo segundo en luchar contra ellos con un salvajismo propio de un animal, golpeando a todo aquel que osara ponerse en mi camino. La espalda de Belcebú impactó contra uno de los troncos tras propinarle una patada en el pecho y Belial intentó retenerme contra el suelo, pero me revolví de entre su agarre y, a pesar de su corpulencia y altura, estrangulé su cuello y le asesté un rodillazo en el abdomen, apartándolo de mi de un seco empujón. Perdí el norte y todos mis sentidos cuando mi alrededor se volvió completamente negro y unos fuertes brazos que conocía de sobra me aprisionaron por la espalda, arrastrándome lejos de los campos.

No sé ni cómo lo hice, no recuerdo haber dado orden alguna a mis extremidades y al resto de mi cuerpo para zafarme de él de tan inhumana manera, provocando que cayéramos rodando por la colina hasta las orillas de la laguna.

Arrodillado en el suelo y gritando, me llevé ambas manos a las orejas y las tapé para intentar acallar los agónicos chillidos que estaba ensordeciéndome y que me marearon hasta el punto de sentir mi estómago contraerse y querer vomitar. Parecía que alguien estaba arañando una pizarra en mis putos tímpanos. La rabia me hizo convulsionar y me arrastré entre gritos desgarradores hasta Lucifer con la sangre en mis venas convertida en lava. Sacudí la cabeza cuando me coloqué sobre él, apartando de mi las espeluznantes y grotescas figuras que veía saliendo del agua, como monstruos deformes y negruzcos, que caminaban en cuatro patas hacia mi dirección.

—¡Lilith, basta!

El rugido de Lucifer hizo que las alucinaciones desaparecieran y los gritos que perforaban mis oídos callaran para siempre. Asesiné a la primera mujer con la mirada y esta me la devolvió con sus ojos todavía negros. Lucifer, debajo de mí, levantó su mano derecha hacia ella para que no diera un paso más mientras que con la otra se aferraba a mi antebrazo izquierdo.

Porque, con una malvada sonrisa estirando mis labios, envolví su cuello con mis dedos, estrangulándole.

—Vas... vas a tener que matarme —dijo casi sin voz—. Porque no pienso... devolverte ni un solo golpe.

Un grito de ira salió de mí y levanté el puño para darle por fin ese merecido puñetazo que tanto ansiaba asestarle.

Fue un sonido concreto lo que me detuvo. Una especie de gorgoteo lejano y suave, incluso delicado. Hizo que levantara la mirada hacia la otra orilla de la laguna.

Y me petrifiqué.

Pocas veces en mi vida había sentido mi corazón detenerse con un viento gélido. Esa fue una de ellas.

Una figura delgada, de piel grisácea y blanquecina, estaba agachada en la orilla. Hundía sus huesudas manos en forma de cuenco en el agua y se las aproximaba a la boca con temblorosa lentitud. El sonido que había escuchado, era la tétrica y maltratada criatura calmando su sed. La pena me invadió de un segundo a otro. Se le marcaban las costillas en cada centímetro de piel, las muñecas y rodillas delgadas parecían a punto de romperse en cualquier momento. Cuando se agachó para beber agua fresca directamente de la laguna, pude contemplar cómo cada vértebra marcaba un bulto en la piel herida de su espalda. Era piel blanca, gris y llagada, sobre huesos. Y nada más.

Ahogué un grito cuando levantó la cabeza, mostrándome sus ojos hundidos en las cuencas a través de escasos mechones de pelo sucio. Y si lo hice, no fue por su aspecto.

Fue porque lo reconocí.

Y él me reconoció a mí.

¿Cómo no iba a hacerlo si yo estaba a punto de matar al Diablo tal y cómo le maté a él en aquel polvoriento ring de Phoenix?

El chico gritó aterrado al verme siendo el mismo monstruo que lo asesinó dos años atrás. Un chillido agudo, propio de un niño horrorizado, porque eso era cuando lo asesiné: un niño. Se encogió sobre sí mismo y se arrastró con sus largas y delgadas piernas, alejándose de mí. Comprobé que Lilith no tenía nada que ver en aquello, cuando esta se acercó a nosotros, pasmada y con sus iris como siempre. Las lágrimas tardaron pocos momentos en aparecer al borde de mis ojos y todo mi ser se desconectó. La rabia, la amargura, el rencor... todo se esfumó de mí en un aura oscura, una niebla que se evaporaba de mi piel como si la brisa se la llevara lejos. Mi cuerpo temblaba con severos espasmos, haciéndome sentir en mitad de una helada ventisca.

Miré a Samael con el rostro desencajado.

—¿Qué estoy haciendo? —susurré en un sollozo apagado, apartándome de él y alejándome a rastras por el suelo con ayuda de mis piernas, pero sin dejar de mirar al chico—. ¿Qué he hecho?

Sam me miró con un brillo despierto que duró poco. Se evaporó al incorporarse y mirar en dirección hacia la otra orilla.

—Kailan, escúchame...

El chico de Phoenix gritó y lloriqueó al escuchar mi nombre, mirándome con auténtico pavor.

—¡Mami! —exclamó desgarrado, como un niño que quiere despertar de una pesadilla y buscar el consuelo en los brazos de su madre.

Mi alma, si es que no la había perdido del todo, se fragmentó en ese preciso instante.

Salió corriendo de forma inhumana, ayudándose de sus largos brazos y piernas, en dirección a El Bosque de las Almas, entre gritos y llantos de pena y la más profunda tristeza.

—¡No! —grité con la voz rota, mientras más y más lágrimas bañaron mis mejillas en un lloro desconsolado. Samael me abrazó intentando calmarme, no dejaba de mirar lo que estaba sucediendo a pesar de que no lo entendía—. ¡Espera!

No dudé un segundo en zafarme de su agarre una vez más y zambullirme en el agua para llegar nadando a la otra orilla. Y así poder correr tras él.

Sin escuchar los gritos aterrados de Samael a mi espalda.



En cuanto puse un solo pie en El Bosque de las Almas, un escalofrío me erizó cada centímetro de piel de manera dolorosa. El aire era espeso, pesado y casi tangible. Un olor a podredumbre y humedad se había apoderado de él, volviéndolo irrespirable. Mi corazón latía desbocado por la pena y el terror que me devoraron las entrañas, envenenándome. Caminé a paso lento entre los gigantescos árboles negros, escuchando únicamente el crujir de las raíces bajo mis botas, que se hundían en la tierra húmeda y negra, llenándolas de barro.

Silencio, silencio y más silencio.

No me daba miedo estar en silencio, me daba miedo saber que no debería ser lo que invadiera el ambiente cuando sentía centenares de ojos sobre mi cabeza, observándome desde las ramas descomunales de cada secuoya. Sentí arcadas cuando el horror me hizo un nudo en la garganta. Agudicé la vista entre la oscuridad, intentando encontrar al chico.

No había ni rastro de él.

—Ven...

Me giré de golpe.

—¿Qué...? ¿Qué cojones ha sido eso? —susurré, mirando en todas direcciones.

Solo había árboles y más árboles, cuando miré por dónde había venido, el camino parecía uno completamente diferente. Me había metido en un maldito laberinto.

—¿Quién es?

Un sudor frío descendió por mi columna ante los susurros y risitas que escuchaba a centímetros de mi nuca. Podía sentir un gélido aliento ponerme la puta piel de gallina.

—El alma nueva...

Di pasos atrás, temblando. La energía de este sitio era horrible. Era triste, depresiva, malvada y angustiante. Era un constante dolor de cabeza y ganas de vomitar hasta el último de mis órganos. El frío helador calaba en los huesos, haciéndome sentir agujas perforando mis músculos rígidos. ¿Cómo era posible que a mi alrededor no hubiera nadie y no dejara de escuchar voces? ¿De sentir cientos y cientos de pupilas apuñalarme? El silencio se hizo de golpe de tal manera que creí haberme quedado sordo.

Y mi espalda topó contra algo.

—¡Joder! —bramé aterrado, empujando a Samael lejos de mí—. ¿Tienes idea del susto que me has dado?

Se llevó el índice a los labios, indicándome que guardara silencio.

—Podría decirte lo mismo —susurró, analizándome de pies a cabeza, queriendo comprobar si había vuelto en mis cabales después de semejante espectáculo.

—No sé qué me ha... Me he comportado como un...

—¿Demonio?

Agaché la cabeza, sintiéndome un completo gilipollas. Que Samael se acercara a mí, me envolviera con el brazo izquierdo y dejara un beso en mi frente, me desmoronó por completo. No me merecía ese trato después de todo lo que había dicho y hecho.

—No te muestres vulnerable ante ellos o acabarán contigo —suplicó en un bajo murmullo.

—¿Quiénes? —pregunté en el mismo tono de voz, aterrado.

Se le tensó la mandíbula y miró hacia la nada que parecía rodearnos. Dio un paso atrás y me di cuenta de que en la mano derecha llevaba una gruesa raíz muerta. Fruncí el ceño al verle sacar su encendedor plateado del interior de su chaleco, con el que prendió el extremo a modo de antorcha.

La «nada» se reveló ante nuestros ojos en cuanto la iluminó.

Tenía el rostro de una de esas malditas criaturas a centímetros de mi cara, observándome con curiosidad con esos ojos blancos, consumidos y vacíos. Samael tiró de mí para alejarme y yo contuve un grito aterrado, provocando que se alejara al saberse descubierta, reuniéndose con las demás a pocos metros ante nosotros.

Había cientos de ellas. Miles. Estaban por todas partes y eran de todos los tamaños. Algunas enormes, de hasta dos y tres metros de altura, encaramadas en los troncos y copas de los árboles, que no dejaban de mirarnos con sus ojos saltones enmarcados en cuencas hundidas y ojerosas. Otras pequeñas, en apariencia de niños de dos y tres años con piernas y brazos huesudos, que huían de nosotros correteando como arañas. Tuve que cerrar los ojos porque tenía la agradable tentación de arrancármelos para dejar de ver semejante imagen. Samael no dudó un solo segundo en obligarme a esconder la cara en su pecho, abrazándome de nuevo. Era imposible ver aquello sin volverte loco.

—Qué coño es esto —sollocé entre dientes, rogando por una puñetera explicación.

—El Infierno no es un lugar agradable para las almas humanas, Kailan. Es un castigo.

Levanté la cabeza, parpadeando y asintiendo.

—Pero por qué... ese chico...

—Sé quién es.

Consternado, le miré con las lágrimas acumuladas en mis ojos. Sam agachó ligeramente la cabeza.

—Cuando Lilith se adentró en tu mente... vio prácticamente todo de ti —confesó, como si me pidiera disculpas. Él, disculpas a mí. Después de todo—. Vio su rostro en tus recuerdos...

—Antes de que yo lo reventara a puñetazos.

Exhaló con pesar, negando con la cabeza.

—Fue lo que hice —sentencié con amargura, limpiándome las lágrimas—. Por eso tengo que encontrarle, tengo que hablar con él. Ayúdame a hacerlo, por favor.

¿Era aquella, quizá la primera vez que pedía ayuda a alguien y no intentaba hacerlo todo yo solo?

Mordió sus labios y dirigió una mirada hacia aquellos que nos acechaban.

—No puedo dejar que veas cosas que te perseguirán en sueños.

Una triste sonrisa enmarcada por dos lágrimas a cada lado de mi mejilla, curvó mis labios con dolor.

—Ya las veo desde hace dos años, Sam. Mi Infierno empezó mucho antes de conocerte.

Me pegó a él, en un intento por reconfortarme y que dejara de temblar. Asintió lentamente.

—Sé dónde lo podemos encontrar.



Era extraño poder decir que había caminado entre los muertos y las almas en pena por el Infierno, y de la mano del Diablo. Me pasé la mitad del camino evitando ojos grandes y analíticos de cada Gollum sacado de una mente retorcida y perversa. Samael insistió en apagar la antorcha, pues él podía verlos sin necesidad de luz que los iluminara cuando se ocultaban a voluntad y me guiaría a través de ellos, pero me negué. Si sabían que podía verlos, no se acercaban a mí ni jugaban conmigo. No podía mostrarme débil, él mismo lo había dicho.

Había escuchado los gritos agónicos que a veces provenían de este lugar cuando los demonios venían «a hacer su trabajo» en palabras de Belcebú, así que empecé a comprender los aspectos hambrientos, los chillidos de terror que estallaban de vez en cuando ante la presencia del Diablo a mi lado, las brutales heridas en sus cuerpos esqueléticos donde parecían arrancados dedos, manos y pies, incluso, sus propios genitales. Apenas despegué las pupilas de mis botas, no fui capaz de mucho más. Pensé en la sed insaciable que había hecho que el chico escapara hasta la laguna para poder beber mientras antes de cruzar un seco riachuelo. Miré a Sam y este se mantuvo firme.

—No vienen a divertirse, Kailan —me recordó—. Que no te engañen sus apariencias o la tristeza y el arrepentimiento que hay en este lugar, algunos de estos malnacidos han sido la mayor escoria que puedas imaginar. Es poco para lo que se merecen.

—Pero ese chico... tenía diecisiete años, Sam. ¿Qué había hecho? Ni siquiera tuvo tiempo de tomar malas decisiones.

—Sí está aquí, es por alguna razón.

Detuve mis pies en seco en cuanto lo vi, escondido bajo las enormes raíces de una secuoya que hacía de madriguera junto al río. Me rompió el corazón saber que estaba muerto de sed, encogido en ese agujero y temblando por verme a unos metros de él. Ni siquiera evité llorar en silencio, tan solo dejé que las lágrimas fluyeran. ¿Qué se le decía al alma en pena del chico al que asesinaste a puñetazos en un ring? Agaché la cabeza mientras Sam dejaba la antorcha a un lado, iluminando lo suficiente como para que pudiera verle. Con una mirada, hizo que el resto de criaturas se escabulleran de allí para que el chico estuviera menos asustado.

Miré el río.

—¿Puedes... hacer algo?

Sam suspiró y apretó los dientes. Cerró los ojos unos instantes y el murmullo en un lenguaje extraño que brotó de sus labios llegó hasta mis oídos.

Fue suave al principio, pero pasados unos instantes, lo que había sido un goteo constante se convirtió en el fluir de agua manando de la tierra seca. El pequeño río se hizo plenamente y llenó el ambiente con sus tranquilos sonidos.

—Gracias —dije hacia Samael, con una pequeña sonrisa, mientras me contemplaba con ojos brillantes como si no viera en mí el horror de todo lo que había hecho. Retrocedí unos pasos y miré al chico—. No voy a... no voy a hacerte nada... puedes salir si quieres. El agua es para ti.

Veía sus ojitos aterrados observarme entre las raíces, como si cavilara en su mente la posibilidad de una trampa. Me alejé unos pasos más para darle seguridad y Sam me imitó, sabía lo que su presencia provocaba en el chico y la idea de saber que el resto de demonios y él lo habían torturado... Agaché la cabeza, cerrando los ojos por unos instantes. Yo lo había matado, así que no tenía derecho a abrir la bocaza.

No voy a mentir, fue doloroso verle salir de ese agujero como un animal herido y hambriento. ¿Por qué adoptaban ese horrible aspecto? ¿Era parte de la tortura? Se agachó ante el río para beber de la misma forma que había hecho en la laguna y la pena más profunda que hubiera sentido en mi vida se asentó en mi estómago, anudándolo y hundiéndome. Me agaché hasta quedar sentado a unos metros de él, para que no me viera desde una posición más elevada a la suya. Aun así, no me miraba a los ojos.

—No vengo a hacerte daño.

Fue lo único que me veía capaz de susurrar. Cuando sació su sed, se limpió la gota de agua que se escurría por su barbilla con el dorso de su mano esquelética. Me tragué un sollozo al ver que le faltaban un par de dedos y aparté la mirada, mordiendo mis labios, apoyando los codos sobre mis rodillas y pasando ambas manos por mi pelo hasta dejarlas tras la nuca.

—Lo siento tantísimo... —Lloré esa frase en silencio, negando con la cabeza y cerrando los ojos con fuerza—. La rabia no me dejó pensar... no pensé lo que hacía... y sé que no tengo ningún derecho a que me perdones, ni siquiera tienes que hacerlo, solo... no sé cómo...

Escuché como tragaba saliva y eso hizo que levantara la cabeza. Su mirada vacía se encontraba perdida en el fluir del riachuelo.

—¿Cómo se perdona a quien te quitó la vida? —susurró mientras una lágrima caía deslizándose por la curvatura de su mejilla hundida.

Me tapé el rostro con ambas manos, llorando desconsolado y avergonzado.

—No tienes que hacerlo... no me lo merezco...

Ni siquiera podía formular una frase entera. Las lágrimas se unían en mi mentón y bajaban por mi cuello, mojándome la camiseta. No recordaba haber llorado tanto desde la muerte de mi madre. Limpié mis lágrimas, aunque no sirvió de mucho, porque no dejaron de salir.

—Parece que has vivido tu propio Infierno.

Reí con amargura por sus palabras y asentí, inspirando.

—Espero que al menos eso te consuele.

—¿Por qué iba a hacerlo? —Sus ojos volvieron al río y hundió un dedo largo y delgado en él, parecía no creerse todavía que el agua estuviera ante sus ojos—. No quiero el mal de nadie... tan solo quería ganar algo de dinero aquel día.

Cerré los ojos, pellizcándome el puente de la nariz.

«Por favor, que alguien me meta un tiro en la nuca».

Era mi único deseo. Entonces comprendí que aquello era mi tortura. De nuevo, no tenía derecho a, encima, querer huir de ella. Miré a Sam cuando sentí sus ojos clavados en mi cuello y comprobé que estaba en lo cierto, era como si con solo su expresión me rogara que dejara de vivir aquello, que no era necesario que sufriera de semejante forma.

Para mí sí lo era, por una única razón.

—¿Cómo te llamas?

Mi murmullo hizo eco por El Bosque. Escuché susurros de asombro y un escalofrío me sacudió el espinazo, haciendo que me irguiera en mi postura. El chico se sorprendió ligeramente y dio un furtivo vistazo a Sam. Comprendí entonces que nunca, nadie, le había preguntado su nombre.

—Lucas.

Asentí con un nudo en la garganta.

—¿De dónde eres? —Cerré los ojos unos segundos—. Eras.

Parpadeó con lentitud un par de veces y se miró las piernas flacas, dejando las manos húmedas sobre ellas.

—De He... Hermosillo...

Sonreí con nostalgia.

—Sonora —completé yo, viéndole afirmar con la cabeza—. Mi abuela es de allí.

Sus labios, secos y heridos, se curvaron ligeramente también.

—Mi abuelo también. Asesinaron a mi madre cuando yo tenía diez años y me crio él hasta que... murió de mayor. Nunca supe quién era mi padre, así que crucé la frontera y... busqué cómo ganarme la vida.

«Hasta que yo se la quité».

Tragué saliva cuando se me secó la garganta. Esa mueca que pretendía parecer una pequeña sonrisa triste, apareció de nuevo mientras miraba El Bosque a su alrededor.

—Supongo que no habrá cempasúchil para mí... y tampoco ya para los míos.

Agaché la cabeza. Si me hubieran arrancado y destripado el corazón delante de mis ojos, hubiera dolido menos. Cogí aire y exhalé con un asfixiante pesar aplastándome los hombros.

—Sé que ya no sirve de nada, y que es egoísta por mi parte hacer esto como si buscara algún tipo de redención que me deje dormir por las noches —aseguré—. Tan solo... quería que supieras que me arrepiento de lo que hice, que desde entonces recuerdo tu cara cada noche como un castigo. Quería... asumir mi propia tortura, mirarte a los ojos sabiendo a quién le hice todo ese daño inmerecido, y decirte lo muchísimo que siento haberte asesinado, Lucas. No quiero que me des tu perdón, no me lo merezco. Es algo con lo que tendré que vivir.

Se le aguaron los ojos y jugueteó con la tierra húmeda bajo sus rodillas heridas.

—Recuerdo que rezaba todas las noches con mi abuelo, íbamos a la iglesia para ayudar en el comedor y...—Me miró fijamente—. Cuando... pasó, en parte sentí paz, sabía que había hecho las cosas bien, que volvería a ver a mi abuelo y a mi madre, y lo creí así cuando vi a ese perfecto ser de luz que, sonriendo, me dijo que descansara.

Transmitió a cada célula de mi cuerpo la paz mental que sintió en ese momento tan solo con la esperanza en sus palabras. Hasta que las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas.

—Pero entonces aparecí aquí.

Fruncí el ceño y, totalmente confuso, miré a Sam. Si yo me encontraba alucinado por ese sinsentido, la cara de Samael era aún peor.

—¿Cómo acaba en el Infierno alguien que ayuda en el comedor de una iglesia, Sam?

Su mirada se perdió en el río que él mismo había creado, y se le tensó la mandíbula.

—No... no puede ser... tiene que haber algo más —murmuró, hablando por primera vez.

Miré a Lucas de nuevo en busca de aquello que el Diablo esperaba encontrar, pero era imposible. Ese chico no parecía alguien digno de este horrible lugar, no encajaba, aquel no podía ser su sitio.

Samael se puso en pie y el chico se asustó, retrocediendo para alejarse de nosotros, por lo que levanté las manos en su dirección queriendo calmarle.

—Tranquilo —susurré viendo como Sam nos rodeaba, sin importarle empaparse los zapatos al cruzar el río—. No va a hacerte nada.

Se aproximó al árbol donde Lucas parecía vivir y lo contempló estupefacto. Me dejó boquiabierto ver como descansaba su mano sobre la corteza y esta se llenaba de ramificaciones rojizas y anaranjadas en torno a la misma.

—¿Qué...?

«Cada árbol pertenece a una de ellas».

Las palabras que Sam me dijo en cuanto aparecimos en el Infierno, rebotaron por mi ya saturado cerebro. Abrí los ojos de par en par viendo como los suyos se volvían negros.

—Almacena sus recuerdos —dijo, absorto en lo que fuera que estuviera viendo—. Cada cosa que hizo, lo primero y lo último que vio... cada dato de quien fue en vida, está aquí.

La boca de Lucas se abrió en una pequeña «o» que me provocó cierta ternura, no podía juzgarle, yo estaba igual de impresionado. Las ramificaciones se extendieron a lo largo y ancho del inmenso árbol, iluminando su figura, navegando por él con vida propia como delgados ríos de lava que penetraban hasta las raíces.

—Es... es como una red neuronal.

La comisura izquierda de Sami se elevó con orgullo.

—Chico listo.

Mordí mis labios ligeramente avergonzado y Lucas ladeó la cabeza, observándonos con curiosidad. Cualquier atisbo de sonrisa que Samael pudiera tener, se esfumó en cuanto sus ojos volvieron a la normalidad y se clavaron en los míos.

—Tienes razón —sentenció en un murmullo—. Este chico no debería estar aquí. 



Lucifer

—Por el momento hay al menos otras cien almas que no deberían estar aquí, Majestad. Lo hemos comprobado.

Las palabras de Aim no me hicieron sentir mucho más orgulloso. A la vez que deambulaba frenético de un lado para otro, observando como mis hermanos y fieles se habían desperdigado y dividido por todo El Bosque de las Almas, provocando que estas se escondieran, no dejaba de pensar en cómo podía haber ocurrido semejante disparate. Era una idea imposible de concebir.

Kailan se había sentado sobre las raíces de la secuoya bajo la que el joven Lucas se había escondido de nuevo ante la presencia de mis hermanos, sus torturadores, en un ademán inconsciente por protegerlo. Nunca asimilaría la bondad de su alma, más aún después de lo acontecido en los campos, cosa que Kailan no parecía advertir respecto a sí mismo. No le culpaba, estaba sucediendo demasiado en poco tiempo.

—Gracias, Aim —respondí en un murmullo con la mirada perdida—. Seguid buscando, no quiero que quede un solo árbol sin explorar.

Tras una leve reverencia afirmativa, el demonio se unió al resto y yo me volví hacia Lilith, que, sentada bajo otro árbol e ignorando las miradas desde la copa del mismo, se masajeaba las sienes intentando comprender la situación.

—¿Cómo es posible? —murmuró la mujer.

Mi gruñido enfadado hizo que la mayoría de El Bosque se estremeciera y Kailan me lanzó una mirada de advertencia.

—No, Sam, cómo es posible que a nadie se le ocurriera comprobarlo.

Me avergonzaba reconocer que tenía razón, que me importaba tan poco lo que les sucediera a estas almas que creí corruptas, que podía existir un error sin que nadie se percatara.

—Porque este es mi castigo, Kailan. Y siempre lo he odiado con todas mis fuerzas, así que me importaba más bien poco hacer lo correcto, tan solo hacer lo que me pedían. Les di al monstruo que esperaban de mí y el Reino de los Cielos nunca se quejó.

El silencio que siguió a mis palabras fue demoledor, nadie se atrevió a replicarme, más era la única verdad. Tampoco era honesto del todo avergonzarme por algo que nunca me preocupó cumplir a la perfección. Los ojos de Kailan me miraron con enfado, pero no hacia mí, si no a los supuestos seres bondadosos, el que para la humanidad era el lado bueno de la historia.

—¿Quién se encarga de traerlas?

Su pregunta flotó por el ambiente y detuvo mis pasos en seco. Pude olfatear tras de mí el enfado naciendo de las entrañas de Lilith, igual que retorcía el poder del Infierno en mi abdomen al empezar a unir lo que el chico pretendía entender.

De qué otra parte venía el error.

—Azrael —siseamos a la vez.

Aquello provocó que Kailan se pusiera en pie prácticamente de un salto.

—Él acude a los humanos a los que les ha llegado la hora y conecta las almas al flujo de energía correcto según sus actos cometidos en vida, enviándolas al Cielo o al Infierno —completé yo.

Me volví hacia él, con el cuerpo rígido y los puños apretados, temblando. No me había dado cuenta de que mis ojos habían enrojecido por su propia voluntad. Kailan caminó a paso cauteloso en mi dirección. Titubeó el inicio de una frase que, en un principio, no se atrevió a continuar hasta segundos después, cuando encontró las palabras correctas en su mente. Observó mi rostro como si le doliera horrores lo que estaba a punto de decirme.

—¿Es posible que tu hermano haya estado enviando a las almas al lugar incorrecto... solo para torturarte?

Clavé mis ojos en los suyos intentando procesar lo que me estaba diciendo, lo que pareció suficiente para que siguiera hablando.

—Azrael se empeña en que creas que eres un monstruo, y la mejor forma de alimentar eso...

—Es trayendo más almas que torturar a mi eterno castigo —completé yo en un siseo vibrante desde lo más hondo de mi pecho, temblando.

Pude sentir como el resto de demonios se estremecían por el tono de mi voz. Kailan le dedicó un vistazo a Lucas, sobre quien ya había dado una orden extrema de que no volvieran a tocarle, así como que le llevaran agua y comida abundante. A él, y al resto de almas que habían obtenido un castigo inmerecido, por culpa del sadismo de un ángel.

No pude evitar estallar en un rugido iracundo que sacudió El Bosque como una ventisca. Intenté controlarme para no aterrorizar a las almas y a Kailan, pero en su eterna empatía, parecía comprenderme mejor que nadie. Se acercó a mí, intentando calmarme de la misma forma que yo había hecho con él en los campos de entrenamiento.

—Me ha estado... manipulando desde el principio de los tiempos...

—Ahora ya sabemos que lleva utilizando a terceros desde tiempos inmemoriales —puntualizó Lilith con agridulce ironía, cruzada de brazos. Estaba tan enfadada que hasta Paymon a su lado mantenía cierta distancia prudencial, aunque la molestia del príncipe no era menos.

—¿Estáis seguros de que es él? —El chico alternaba sus ojos en ellos y en los míos, con sus manos puestas sobre mis hombros.

Paymon miró a Kailan y exhaló con pesadumbre.

—Es su tarea. Nadie más puede haber hecho esto, salvo el Ángel de la Muerte.

Aun escuchándoles a mi alrededor y sintiendo sus esencias vivas y cercanas a la mía, apenas podía percibirles. La furia había invadido y opacado todos mis sentidos, pero un sentimiento mucho más demoledor y que ya me era conocido, se ancló como un gigantesco peso a mi espalda que dejaba en una burla al peso del mundo que Atlas soportaba.

La culpa.

—El odio y el autodesprecio me cegaban... estaba tan empeñado en demostrarles cuan monstruo podía ser... que ni me cuestionaba a quienes impartía el trabajo que me impusieron como castigo.

Mis balbuceos me sonaban a excusa y me devoraban con vergüenza. Había sido un completo estúpido.

—Tú no tienes únicamente la culpa, Luci. Esto es cosa de dos —afirmó la primera mujer poniéndose en pie.

—Y desde luego, incentivado por uno en primer lugar —secundó Kailan con las manos entonces en mis mejillas, intentando hacerme entrar en razón—. Tu no habrías cumplido tu parte si él no lo hubiera hecho mal desde el principio.

Ese lado de mí que se había pasado milenios ciego y que había empezado a despertar desde que Kailan apareció en el camino de mi existencia, detuvo mis frenéticos e hirientes pensamientos. Que yo tuviera parte de la culpa, me daba posibilidad a enmendarlo.

—Azrael ha cruzado demasiadas líneas —gruñí entre dientes—. Ha llegado el momento de frenarle los pies de una vez por todas. Esto se acaba aquí y ahora.

Lilith sonrió de manera escalofriante, dando un par de palmaditas de ilusión que provocaron en Paymon la mejor de sus sonrisas. Belcebú se frotó las manos mientras Asmodeo y Belial sonreían a unos metros de mí, recién llegados de su búsqueda entre los árboles, ya podía sentir sus mentes retomando de nuevo las miles y miles de estrategias en las que habían estado rumiando durante los entrenamientos. Todos mis fieles comenzaron a mirarse entre ellos con esperanza y ganas de detener esta espiral de locura en la que se habían visto sumidos por culpa de El Reino de los Cielos. Contemplé a Kailan con orgullo y más que harto de soportar las estupideces de un ángel malvado.

—¿Quiere guerra? ¡La tendrá! Y no iremos a ella tan solo por nosotros...

Al chico se le iluminó la mirada cuando lo tomé de la mano y al fin me atreví a añadirle en la batalla que se nos avecinaba. Di un paso al frente, observando a todos mis hermanos y después, mirando a Lucas como una firme promesa de que su tormento se había terminado.

—¡Lucharemos por la justicia que estas almas merecen!



Kailan

Sonó a una promesa que me devolvió la esperanza. Y no solo a mí, si no a quienes habían sufrido como cabrones por culpa de ese desgraciado con alas. ¿Y de verdad tenían el cuajo de llamar «el Diablo» a Samael? Hasta entonces el único ser malvado y maligno que yo había conocido, era Azrael.

Con el rítmico sonido de la tensa piel de un tambor siendo golpeada, al que se acompasaba el latido de mi corazón, caminé por las hogueras entre los prados, que habían abandonado el descomunal salón para hacernos «la noche antes de la guerra» algo más llevadera. Aquí abajo el tiempo no se medía, pero los demonios sí necesitaron de momentos previos a la guerra. Momentos que sabían a duda y despedida.

Por lo que pudiera pasar.

Se me instaló un nudo en el estómago ante esa idea, viendo cómo se congregaban alrededor de las fogatas, disfrutando de la música, bebiendo, comiendo y riendo. Con el poder del Infierno ejerciendo se influencia sobre mí, no había sido capaz de asimilar lo que aquello podía significar. Muchos de a quienes veía, con quienes habían entablado conversaciones, que me habían enseñado a luchar, que me habían hecho reír o reflexionar con su sabiduría infinita... podían morir mañana. Yo podía hacerlo, sin volver a ver a nadie de mi familia.

Tragué saliva y me senté sobre el fresco y cómodo césped, junto a Belcebú, que no dudó en pasarme un brazo por los hombros y sonreírme. Me había disculpado con él y con todos los demonios a los que había atacado en mi momento de locura, completamente avergonzado. Siendo la primera de ellas Lilith, con quien había sido hiriente al recordarle a sus hijos. Ninguno de ellos dudó en perdonarme. No por la influencia de Samael, si no porque, a diferencia de mí, parecían comprender con más rapidez lo que me había sucedido.

Me deleité asombrado con la melódica y aguda voz de Lilith, que acompasaba los ritmos del tambor en su regazo, rodeado con sus piernas y pies descalzos con los que parecía unirse a la naturaleza bajo su piel. Su larga y pelirroja melena estaba decorada con pequeñas trenzas y flores negras y, en cara y cuello, símbolos de guerra maquillados a pulcras pinceladas adornaban la palidez de su piel. Sonrió en mi dirección cuando me vio sentado junto a su familia alrededor de la hoguera y alzó la voz, pronunciando ese cántico de guerra que erizaba cada milímetro de mi piel, empoderándome en cuerpo y alma. No podía dejar de escuchar ese canto más propio de una vikinga que de una cristiana, pero en mi tiempo con ellos había aprendido que no todo lo que creíamos era la realidad. La realidad a veces es la que ves con tus propios ojos, y no la que se ha deformado con el paso del tiempo.

Sonreí al ver a Paymon contemplarla embelesado, pero lo hice mucho más cuando Lilith le correspondió a esa mirada enamorada. Mis ojos se deslizaron por el resto de demonios y me sorprendí al ver algunas mujeres danzando y riendo a nuestro alrededor y por otras hogueras. Hasta entonces no había visto mujeres más allá de Lilith. Estaban sentadas junto al resto de demonios como ellas, vestidas también con armaduras a medias para más comodidad o con vestidos como el de Lilith pero de estilos diferentes. Ayudaban a sus hermanos con las pinturas de guerra, y comían y bebían junto a ellos. Algunos y algunas se unieron a los cánticos de Lilith, que comenzaron a replicarse en el resto de hogueras, con tambores e instrumentos de viento. Me sobresalté cuando una de ellas se arrodilló a mi lado, sonriente y sosteniendo un cuenco de madera oscura lleno de pintura negra.

—Hola, Kailan.

Parpadeé confuso.

—¿Sabes mi nombre?

Me miró arqueando sus blancas cejas con esos ojos negros que me decían «soy un demonio, yo lo sé todo» y aleteó sus pestañas albinas con una sonrisa angelical. Su pelo era lacio y blanco como una nube, largo hasta la cintura, decorado con una corona de flores negras como las de Lilith, a juego con su vestido también negro de hombros caídos. Era como tener ante mí a un hada preciosa, una ninfa de los bosques, pero versión gótica.

—Eres el novio del Diablo, eso te convierte en nuestro Rey también, todos te conocemos.

Casi me atraganto. La preocupación devoró su hermoso y aniñado rostro.

—¿Estás bien?

Asentí, palmeándome el pecho entre toses. ¿En qué momento había ascendido de boxeador fracasado a Rey del Infierno y no lo sabía? Su sonrisa me infundió calma y tranquilidad. Hizo una leve reverencia.

—Mi nombre es Valak.

—Hala, eres el demonio de la peli de La Monja.

Ladeó la cabeza, confundida por mi gilipollez ajena a su conocimiento, y se miró su vestido.

—¿Parezco una monja? —preguntó divertida y con fingida ofensa.

Negué intentando que no hiciera caso a lo que había dicho, quedando como un completo imbécil.

—Estupideces mías, olvídalo.

Sonrío, removiendo la pintura negra con el pincel delgado que había en el cuenco y del que no me había percatado.

—Los humanos sois tan divertidos —dijo riendo, acercando el pincel a mi cara—. ¿Puedo?

Asentí algo dubitativo, pero me podía la magia y unión del momento. Ver como todos festejaban, cantaban, bebían, comían, incluso bailaban y reían pintando sus rostros, me hizo sentir una hermandad que nunca antes me había embargado. Valak deslizó con dulzura y cuidado el pincel por mi frente, dibujando, sonriente y concentrada. Algo me hizo dar un furtivo vistazo a Lilith, que me guiñó un ojo.

Supe inmediatamente de quién había sido idea.

—Ninguna preocupación debe ensombrecer tu alma, Kailan.

Fruncí el ceño, ligeramente pasmado.

—¿Qué?

Su sonrisa no se borró en ningún momento mientras dibujaba, entonces bajo mis ojos, pequeñas líneas y símbolos.

—No sabemos cómo venimos, pero nuestro destino lo decidimos nosotros. Es una fuerza superior a cualquier Dios.

Me miraba como si supiera de todos mis miedos, como si pudiera leerlos porque yo los tenía plenamente expuestos y ordenados en un escaparate que todo el mundo podía ver. Humedeció el pincel en más pintura y lo deslizó por mi mentón y la longitud de mi cuello. Sonrió al mirarme a los ojos fijamente.

—El día que comprendas el potencial de tu corazón, no será necesario que el mundo o el Cielo tiemblen —susurró, acercándose unos centímetros a mi rostro—. Porque los tendrás a tus pies.

Estaba estupefacto, con la boca ligeramente abierta, observando a semejante ser tan especial, que ni siquiera me salían las palabras. Admiró su obra y asintió satisfecha, me hizo una leve reverencia y me dio las gracias. Ella. A mí. Se levantó y se marchó, caminando como si danzara, saltando sobre Belcebú, que se había ido sin que nos diéramos cuenta y estaba bailando, riendo y bebiendo con algunos de sus hermanos. La abrazó entre pícaras risas y se sentó en el suelo a un lado, dejando que Valak, sentada en su regazo, le pintara el rostro.

Yo había enmudecido. Me estiré sobre la hierba con las manos tras mi nuca, sin dejar de darle vueltas a todo cuanto me había dicho. Cada palabra había sido un bálsamo reparador aplicado cuidadosamente en cada herida que sentía abierta en mi pecho desde que el poder del Infierno me había sacudido el cerebro de un lado a otro. Era tal el remolino de pensamientos en mi cabeza, que ni siquiera había reparado en el espectáculo sobre nuestras cabezas.

El techo del Reino había adoptado un aspecto diferente a la primera vez que lo vi. La oscuridad con la gruta y su luz blanquecina ya no eran su única bandera en una eterna noche sin pena ni gloria. La negrura se entremezclaba con la oscuridad de un azul marino plagado de brillantes estrellas que me hicieron abrir los ojos de par en par. Los haces de luz verdosos y celestes de una aurora boreal, que cruzaban con lentitud por él, se asemejaban a un poderoso dragón surcando el falso cielo. Una agradable y conmovedora sensación me invadió, recorriéndome de pies a cabeza. Esa visión, las palabras en mi mente, acompañadas por la música que flotaba entre todos nosotros a lo largo y ancho de los vastos prados, estaban haciendo de aquella una noche catártica para mí.

La visión mejoró cuando la silueta de Samael apareció en ella, sonriéndome. Iba con una armadura enteramente negra. Así como las de los demás tenían decoraciones rojizas e incluso doradas, la suya no. Era cuero grueso y negro como sus ojos y su pelo, entonces semirecogido, ciñéndose a la figura de su cuerpo y haciéndome babear ante tan imponente belleza. Se quitó la pieza del torso, quedando en una camiseta negra sin mangas y las abrazaderas hasta sus codos, dejando a la vista la piel de sus brazos, llena de dibujos y símbolos negros. Tragué saliva despacio al ver su rostro maquillado, con el contorno de sus ojos ennegrecido como el antifaz de un poderoso guerrero, y un símbolo en el centro de su frente. Todo él era y vigoroso y perfecto.

Se agachó a mi lado, hincando una rodilla en el césped, y dio un vistazo al techo.

—¿Te gusta?

Sonreí.

—Me encanta —respondí, irguiéndome sobre mis manos apoyadas en el césped—. ¿Por qué ha cambiado?

Apartó la mirada, ligeramente avergonzado. Y recordé inmediatamente aquello que me dijo de que el Infierno adopta la esencia de quien lo gobierna.

—Me fui siendo otro Diablo diferente al que ha vuelto —confesó, volviendo a mirar el extraño cielo sobre nuestras cabezas—. Y creo que sé de dónde ha salido ese color verde único.

Miré las luces de la aurora y después a él. El que se avergonzó en segundos entonces, fui yo. Observó, con la misma mirada con la que Paymon había mirado a Lilith, los símbolos en mi piel.

—¿Qué significan? —pregunté curioso, señalando mi rostro—. Me las ha pintado un demonio que hasta entonces creía masculino. No sabía que había mujeres aquí.

Río altivo.

—Eso es un poco machista por tu parte.

Me carcajeé con fuerza, echando la cabeza hacia atrás. Le di un manotazo en el hombro.

—¡Es que no las había visto hasta hoy!

—Eso es porque ellas sí que hacen su trabajo ¡A diferencia de esta panda de holgazanes! —dijo levantando la voz y mirando en dirección a sus hermanos.

Las réplicas y el griterío ofendido no se hicieron esperar, provocando nuestras risas.

—Adoran la medicina, la naturaleza y la magia. Son grandes guerreras, pero en su mayoría son brujas y hechiceras, aunque también los hay masculinos —explicó, jugueteando con el anillo en mi dedo, rodándolo sobre mi piel—. Por eso están hoy aquí.

—Lilith nunca me había hablado de ellas.

Torció el gesto, mirando a la primera mujer.

—Lilith siempre se ha sentido un poco sola, entre dos mundos, aunque todos la hayamos tratado como nuestra hermana que es. No puedo juzgarla. Por eso nos encargamos de enseñarle todo conocimiento cuanto sabe, para que se sintiera menos desplazada. Es una pieza fundamental en nuestra...

—Familia —completé yo.

La sonrisa que aquello le provocó fue de las más bonitas que había visto nunca. Asentí despacio, comprendiendo poco a poco y uniendo cada retazo de información a los datos que ya retenía en mi mente.

—Valak parece muy sabia. Ha sido quien me ha pintado esto —dije, señalándome la cara de nuevo.

—Son runas. —respondió, adorando cada línea mientras levantaba mi mentón—. De protección, fuerza y valor. Y que no te engañe la inocencia de ese demonio, la última vez que la vi estaba en forma lobuna, devorándole las tripas al cura que te retuvo en la iglesia, todavía estando vivo.

Estuvieron a punto de salírseme los ojos del sitio.

—Joder —dije sin aliento, asimilando que esa hada frágil en apariencia hubiera hecho algo así.

Señalé los símbolos en sus brazos en una muda pregunta. A estas alturas, Samael ya se había acostumbrado a que las hiciera.

—Es lilim. Son las iniciales de cada alma traída aquí en contra de su voluntad —afirmó con orgullo, enamorándome más si eso era posible—. Es mi forma de llevarlas conmigo a la batalla en busca de la justicia que merecen.

Inspiré con lentitud, llenándome de su esencia maravillosa que me hinchaba el corazón.

—Creo que nunca he querido tanto a alguien como te quiero a ti.

No sé en qué momento dije eso, pero estaba seguro de que no había dado una orden previa para confesar aquello. Aunque era un secreto a voces. Mereció la vergüenza que tiñó mis mejillas por la flamante sonrisa que curvó los labios del Diablo e iluminó su mirada.

—Eres especial por ti mismo, Kailan —sentenció, posando una mano en mi pecho, sobre mi corazón acelerado—. El poder del Infierno parecía que podía contigo, pero nos has demostrado que has sido tú quien ha podido con él.

Asombrado por sus inesperadas palabras, me erguí por completo hasta quedar sentado.

—¿Qué quieres decir?

Su sonrisa me llenó de vida.

—Eres la primera alma humana que no pierde el juicio por completo. Estuviste a punto, pero creo que... ver a Lucas... hizo que comprendieras la persona que eres.

—¿Un monstruo? —dije casi sin voz.

Mi garganta se secó y Sam negó con la cabeza.

—Te lo dije una vez: los monstruos no se arrepienten de lo que hacen. —Puso una mano sobre mi mejilla y cerré los ojos unos segundos ante el contacto—. Debes empezar a creerte que eres mejor de lo que piensas.

—Mira quien fue a hablar.

Río asintiendo despacio.

—Si yo lo estoy logrando, tú no puedes ser menos. Has sido capaz de salir del embrujo al que te somete el poder del Infierno. El verde de tus ojos ha vuelto y por lo que veo, no tienes ganas de asesinarme.

Agaché cabeza y reí avergonzado. Le miré con tristeza, pegando mis rodillas al pecho y abrazándome a mí mismo.

—Siento mucho todo lo que te dije.

A Samael le costó disimular que su rostro había cambiado ligeramente de expresión y terminó negando.

—No, Kailan. Lo que dijiste respecto a la profecía, lo pensabas de verdad.

—Pero...

—Antes de ponerte el anillo, ya te quedaste pensativo al saber de ella. Y supe que algo iba mal en cuanto no me hiciste miles de preguntas al respecto en Atlanta.

Se me escapó una risita. Empezaba a ser demasiado previsible para él. El peso sobre mis hombros apareció de nuevo, aplastándome sin piedad, infravalorándome.

—¿Qué dice la profecía, Kailan? —preguntó, como si no lo supiera de memoria.

Suspiré, dando un vistazo a los demonios, que seguían sumidos en su fiesta. No negaré que me agradó la sensación de tener nuestra propia burbuja dentro de la de ellos. Me aclaré la garganta y le miré de nuevo, sintiéndome cómodo ante la oscuridad de sus ojos, que brillaba como nunca esa noche.

—Algo de que el Cielo temblará cuando encuentres a tu único y verdadero amor, ¿no?

Asintió despacio, sin dejar de observarme.

—¿Y qué dice de ti?

—¿Qué no tengo elección?

Negó, levantando el mentón con esa pizca de soberbia suya que me encantaba.

—Eso lo dijo Eligos para herirte, alimentando tu miedo, que seguramente había previsto en sus visiones —dijo. Entonces acercó su rostro al mío—. La profecía no dice nada respecto a que ese verdadero y único amor tenga que corresponderme, Kailan. Tan solo habla de mis sentimientos, no de los tuyos.

Esas palabras atizaron de lleno en mi mente como un golpe seco que puso mi mundo patas arriba.

—¿Qué...?

—Estoy diseñado para atraer todas las miradas, eso puede que sea cierto, pero no para que todas esas miradas me quieran —añadió—. De las profecías, hay que entender todas sus perspectivas y posibles significados. No se pueden tomar al pie de la letra.

—Pero... pero tú eres el Diablo y yo solo soy...

—Lo mejor que me ha pasado desde mi creación —afirmó, tomando mis manos entre las suyas, mirándome con una seguridad que pocas veces había visto teñir sus ojos—. No necesito que seas nadie, yo no quiero a nadie más salvo a ti, de eso habla la profecía. Eres el humano irreverente, maravilloso e inigualable que, cuando me miró a los ojos y todavía no logro averiguar por qué, decidió enamorarse de mí libremente. Fue la elección de tu corazón y no algo impuesto por el destino ni por ninguna profecía.

Abrí la boca, temblando, fascinado.

—¿Y si yo no te hubiera correspondido?

Se encogió de hombros, algo pesaroso.

—Me habría conformado con cuidarte y protegerte en la distancia, lo que fuera necesario con tal de saber que serías feliz.

Parpadeé cuando mis ojos se aguaron.

—¿Eso significa que...?

Unió su frente a la mía y yo acaricié sus manos en mis mejillas, dejándome acoger por el calor de su amor y bondad verdaderas. Me dedicó la más feliz de sus sonrisas en mitad de aquella fiesta, entre sus hermanos, las risas, la música y los bailes. Bajo aquel cielo estrellado de auroras boreales fruto de la verdadera esencia de esa alma que yo sabía que tenía.

—Significa que quererme fue tu elección, Kailan Herrera.

Sonreí.

Y le besé como nunca antes lo había besado.

Libre, fuerte y valiente. Como era él. Como era yo. Como éramos cuando estábamos juntos.

Porque todo miedo se esfumó, porque supe que era verdad en cuanto sus palabras quitaron la venda de la inseguridad de mis ojos.

Porque quererle siempre fue y sería mi verdadera y única elección. 

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