Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 16. El octavo mandamiento

Las Vegas, Nevada. Julio de 2022

La cafetería de siempre, su cafetería, había amanecido tranquila. Un calmado ambiente de clientes sin prisa inundaba el local en sus mesas y sillas mientras que algunos esperaban en la barra para ser atendidos. Desde una de las mesas al lado de la ventana y sentada sobre el mullido banco, Kingsley se calentó las manos poniéndolas alrededor de la taza de café. Olisqueó el aroma amargo que este desprendía cuando se lo llevó a los labios y lo saboreó tras dar un sorbo. Por primera vez, Kingsley parecía existir con los cinco sentidos. Ya no sentía el perfume de la sangre y la putrefacción pegado a su nariz, era como si se hubiera disipado en el aire para no volver. Se sentía despierta, como después de pasar por un resfriado y haber eliminado los rastros del virus en su cuerpo.

Cuando Williams entró en su cafetería de siempre, donde solían desayunar juntos, a Kingsley ni siquiera se le revolvió el estómago. No puso mueca alguna, no le llamó. Él mismo buscaba su presencia entre los clientes y, al encontrarla, caminó hacia ella con una sonrisa altanera. Tomó asiento en el banco de enfrente para poder mirarla a los ojos cuando esta se hundiera ante él. Tras recibir la llamada, Williams estaba esperanzado de ver el desconsuelo en sus ojos, ese que había advertido en su rendido tono de voz cuando le decía que iba a apartarse del caso.

—¿Y bien? ¿Ya has pensado que le vas a decir a Anderson? Es mejor que busques una excusa creíble, una que no necesite de una visita a tu hermana, por si decides cometer la locura de tirar de la manta.

Kingsley frunció los labios, ojeando por la ventana la nieve que helaba la acera ya a las nueve de la mañana. Los temporales no habían amainado, de hecho, parecían ir a peor. En parte le preocupaba que esos... seres no se estuvieran encargando. Ella podía trabajar en su terreno, el Plano Terrenal, como lo había llamado Lucifer, pero no estaba segura de si podría hacerse cargo de fenómenos sobrenaturales. Volvió la vista a Williams y chasqueó la lengua.

—¿Sabes qué? No merece la pena.

Este asintió satisfecho.

—Esa es exactamente la actitud que...

—No merece la pena que te haga creer que te has salido con la tuya ahora que han detenido a Abraham Miller.

Usher Williams levantó la mirada. Una sonrisa escéptica curvó sus comisuras mientras negaba con la cabeza. Miró hacia un lado y empezó a reír, creyendo que le estaba tomando el pelo.

—Ash, Ash... No cuela. Créeme, soy de los primeros que tendría esa información.

Kingsley arqueó una ceja, en un gesto dubitativo.

—No si John Brown te dice lo que queremos que te diga.

La mujer conocía a ese hombre desde que entró al cuerpo del FBI hacía ya entonces dos años. Conocía sus gestos, sus muecas, sus manías... pero hasta ese instante, nunca le había visto palidecer tanto.

—Brown no está metido en esto.

—Está metido hasta el cuello, de hecho. Cantó hace ya tiempo, como un ruiseñor al amanecer.

Williams se carcajeó de nuevo, pero la gota de sudor que cayó por su sien, a la vez que se aflojaba la corbata, no tenía una pizca de humor.

—No te creo, Kingsley. Estás desesperada, me sé todos los trucos que existen en un interrogatorio para debilitar al detenido y sé lo que pretendes. Así que no me voy a creer nada de lo que me digas.

Kingsley sacó su móvil.

—Pues entonces créete a ti mismo.

Y lo puso sobre la mesa.

—«Hago lo que puedo, ¿vale? Tampoco es tarea fácil para mí, esa hija de puta es demasiado buena en su trabajo. Llevo dos años alejándola de todo lo que tenga que ver con vosotros, me costó horrores en su día con su puñetero hijo muerto y ahora ese cabrón de Miller decide destrozarlo todo...».

A Williams se le desencajó el rostro.

—«No estaríamos como estamos por sus malditas gilipolleces. Ya he puesto todas las jodidas trabas que he podido y siempre consigue algo. ¿Qué hago? ¿La mato?».

Sus manos sobre la mesa, comenzaron a temblar.

—«Deja las cosas como están, Ashley. No tienes ni idea de lo mucho que el cabronazo de Kailan nos ha jodido vivos haciendo lo que ha hecho, ni de la presión a la que estoy sometido, así que no me toques los cojones si no quieres que tu hermanita acabe en el mismo agujero que tu hijo. Ya lo hicimos una vez, Ash, qué te hace pensar que nos temblará la mano con la segunda».

La grabación dejó de sonar y el silenció cayó a plomo sobre la mesa. Los hombros de Williams se habían tensado a cada frase, a cada palabra. Parecía ridículamente pequeñito en su sitio, como un joven idiota que no se había dado cuenta hasta entonces de a quién se la había intentado jugar.

—No puedes hacerme... No tienes...

—¿Nada contra ti? —Kingsley se guardó el teléfono móvil en el bolsillo—. De hecho, acabas de que escuchar que tengo bastante.

Algunos clientes contuvieron sus sorpresas al ver entrar a un grupo de agentes de la DEA junto al FBI por la puerta principal y lateral de la cafetería, todos menos Kingsley, que le dedicó una agradecida mirada a Anderson con un leve asentimiento de cabeza a la vez que el hombre tomaba bruscamente a Williams por el brazo y lo sacaba de su asiento.

—Usher Williams, quedas detenido por cohecho, blanqueamiento de capitales y una larga lista que estaré encantado de leerte en comisaría —dijo el hombre con tono asqueado y sarcástico, comenzando a recitarle sus derechos.

Kingsley se llevó la taza a los labios de nuevo y se terminó el café mirando a Williams a los ojos, quien estaba siendo esposado por su propio jefe y con el pecho aplastado sobre la mesa en la que la mujer terminó por dejar la taza vacía frente a sus narices. Esta se puso en pie y se anudó el abrigo.

—¡Me la has jugado! ¡Me las vas a pagar! ¡Te arrepentirás de esto, zorra!

Se dio media vuelta hacia la salida, escuchando a Williams gritar todo tipo de maldiciones, y le sacó el dedo corazón a sus espaldas.

—Vete al Infierno, Williams.

Por primera vez en dos años y tras salir de la cafetería, Ashley Kingsley relajó sus hombros tras un suspiro.

Y sonrió.

En cuanto solucionara lo último que tenía por hacer, se daría unas buenas y merecidas vacaciones.



Hacía eones que Miguel no presenciaba cosa igual, que no lo sentía en cada vibra de su ser. La exaltación, el nerviosismo, la inquietud de todos los hermanos. Se acercó a la multitud congregada frente al trono de su padre, vacío en aquel instante, con la amargura impregnando la punta de su lengua. Abrió los ojos de par en par. No, aquello no estaba bien.

Azrael se paseaba de un lado a otro del pequeño altar que ensalzaba el trono, con sendas sillas vacías a su lado. Su rostro exudaba furia, rabia, parecía que podía romper en llamas de un segundo a otro. Se detuvo ante ellos y los contempló con desolación.

—El mal está ganando, queridos hermanos. He podido ser testigo con mis propios ojos —aseguró con aire solemne. Si no fuera porque lo conocía, Miguel se habría tragado esa fingida decepción—. Ese maldito desterrado... ¡El Diablo! Oh, si hubierais visto lo que yo... Ha corrompido a un joven inocente ¡Un joven creyente que huía del maltratador de su padre! Lo ha engatusado para entregárselo de vuelta ¡Para disfrutar viendo como lo torturaban!

Un ligero revuelo se levantó entre los asistentes. Hermanos y hermanas se miraban entre sí, cuchicheando sobre las horribles andanzas del malvado Lucifer desde el principio de los tiempos, sobre cómo podía llegar tan lejos. Miguel frunció el ceño cuando su mente se llenó de macabros recuerdos, de las alas impecables del Ángel de la Muerte empapadas en sangre inocente y ahora escondidas con cobardía tras su espalda, de su hermano Samael derrotado en el suelo, hundido en el dolor que el amor por ese humano le infringía. Su mirada se perdió entre el gentío y, puede que por azares del destino, fue a parar en Remiel.

Ella tampoco se creía una palabra. O al menos eso demostraba su mandíbula tensa y su mirada fija en el hermano de ambos sobre el altar. Lo sentía en sus propias carnes y sabía que su hermana podía sentir lo mismo: Azrael había perdido el juicio por completo.

—Con promesas de falsos amores y mentiras manipuló a ese joven a su voluntad. ¡A un joven que él mismo creó años atrás con sus deleznables favores! Creo su propio juguete... ¡y ahora que se ha cansado de él, lo destroza ante nuestros ojos! ¿Y qué hacemos nosotros?

El silencio reinó sobre sus hombros y cabezas, pesando lentamente en la mayoría de ellos.

—¡Nada! ¡Nunca hacemos nada! —vociferó con hartazgo. Miguel creyó que se le iban a salir los ojos del enfado—. Ha llegado el momento de actuar.

La mayoría de los presentes se sorprendió ante tales palabras. Fue testigo de cómo Gabriel sopesaba las mentiras de su hermano como una flamante verdad, frotándose el mentón. Cómo Rafael asimilaba el impacto de la noticia, mirando al resto de los suyos.

—¿Qué ha cambiado ahora, hermano?

Todas las cabezas giraron en su dirección. El retintín en el tono de voz de Miguel, haciendo eco por el lugar, no pasó inadvertido para nadie. Mucho menos para Azrael.

—Actuar iría en contra de los designios de Padre. Él nos proporcionó el libre albedrío a todos por una razón. Por ello te repito la pregunta, hermano... ¿Qué ha cambiado ahora?

Creyó firmemente que la mandíbula de Azrael estallaría en miles de fragmentos. Lo vio temblar de pies a cabeza.

—¡Todo ha cambiado, hermano! Ya sabéis de la profecía, ya sabéis lo que ocurrirá ¡Mirad lo que está sucediendo en el Plano Terrenal! Ese infame está corrompiendo la naturaleza con sus actos. Todo ha cambiado, mi querido Miguel. Y si queremos impedir que aquello cuanto Padre ha construido se destruya, nosotros hemos de hacerlo también. —Para sorpresa de todos, se subió al Trono Celestial para alzarse ante todas las cabezas, que contuvieron el aliento con brutalidad ante semejante gesto—. ¡Hemos de derrotar el mal que nos acecha! ¡Basta de quedarse de brazos cruzados! ¡Basta de mirar hacia otro lado! ¡Padre quiere esto! ¡Quiere que venguemos a todos aquellos pobres caídos en las desgraciadas manos de Lucifer! ¡Él mismo así me lo ha confesado!

Se contuvieron algunos gritos de sorpresa, otros no lo lograron. Cientos de murmullos incrédulos y de miradas entre sí se hicieron presentes. «Nunca había hecho algo así» decían con desasosiego, como si aquello les confirmara la crítica situación en la que se encontraban. Que Dios pidiera ayuda a sus ángeles significaba algo grave. Pronto se empezaron a escuchar los primeros gritos a favor de sus palabras, erizando la piel de Miguel en el proceso, que no dejó de contemplar a su hermano soltando crueles falsedades. Aquello ya no estaba únicamente mal, aquello se había vuelto vil y miserable.

—Por ello, aquí y ahora, os aliento a que os unáis a mí en esta lucha. A que me ayudéis a erradicar el mal que durante tanto tiempo ha campado a sus anchas. ¡Os pido vuestra ayuda, hermanos y hermanas! —Azrael alzó el puño, gritando enardecido cada palabra y mentira que salía de su boca—. ¡Yo os invoco a todos los presentes para que me sigáis! ¡Para declararle la guerra al Reino del Infierno!

Fue entonces Remiel quien, con la mirada aterrada, buscó a su hermano Miguel entre la muchedumbre contagiada por el enfado que Azrael desprendía desde el trono. No tardó mucho en encontrarla, su hermano agachó la cabeza, incrédulo de que la historia se volviera a repetir.

Puede que Azrael si tuviera razón, todo parecía haber cambiado. Durante mucho tiempo, Miguel no vio necesario vigilar el Plano Terrenal. Iba más allá de sus tareas, era el Guardián del Cielo. El Protector contra las fuerzas del Mal. Su trabajo consistía en mirar justo en la otra dirección, hacia el hogar de su desterrado hermano. Con la salida de Azrael y tras verle cometer semejantes actos, las cosas también habían comenzado a cambiar para él. El Mal campaba a sus anchas por el Plano Terrenal y debía seguirlo con ojos despiertos. Ahí comprendió que las palabras que Azrael acababa de mencionar, cobraban sentido en muchas direcciones, pero como un arma de doble filo.

¿Todo había cambiado o había sido así desde el principio?

En sus vigilancias a ambos Planos, había descubierto que en el interior de Samael todavía relucía algo. Envuelto en duras y frías capas de ego y soberbia como siempre, por supuesto, pero ese frágil humano había despertado una pequeña llama que creyó inexistente. Vio que había una chispa de bondad por los suyos, que había sacrificado su integridad y sentido dolor para salvar a la primera mujer, la pecadora original. Que había luchado con uñas y dientes por ese humano que, a sus ojos, no tenía nada de peculiar. No parecía un capricho, había visto a su hermano encapricharse de cientos de cosas y el efecto siempre era pasajero. No, lo que el Diablo estaba viviendo iba más allá.

El verdadero y único amor, cómo recitaba la profecía.

Por ello se le hacía tan extraño todo lo que se estaba inventando Azrael. Extraño e inverosímil a más no poder. Sobre todo, después de verle hacer todo lo que había hecho.

Pero Azrael era otro cantar.

Todavía recordaba cómo se aferró a su túnica, histérico por la idea de que Lucifer pudiera vengarse, de que pudiera erguirse de nuevo. El temor, la cobardía y el pánico brillaron en sus ojos más que nunca cuando vio temblar ante él todo lo que había construido tras su destierro.

Miguel sonrió decepcionado hacia su hermano, que lo observaba triunfante y henchido de poder, y negó con la cabeza.

—No, no todo ha cambiado —murmuró, asegurándose de que él lo había oído.

Se dio media vuelta, y se perdió entre el gentío.



Kailan

Atlanta, Georgia. Julio de 2022

Al ser Sam más terco que un mulo, me vi obligado a ceder ante sus peticiones de, al menos, quedarnos una noche más en ese lujoso hotel al que había pagado una fortuna por una semana que no íbamos a aprovechar, pero cuando el Diablo se ponía soberbio y testarudo, no había quien le ganara. Acepté únicamente con la condición de que nos marcháramos pronto al día siguiente, todavía me quedaba un par de cosas por hacer antes de retomar el viaje.

En parte, agradecí descansar en una enorme y mullida cama, estaba hasta los cojones de los colchones de gomaespuma que había en los moteles que hospedamos hasta entonces, y tampoco me iba a quejar. O no demasiado. Descansar me sentaba bien, pero no reparaba únicamente mis heridas. El ojo se me había desinflamado bastante sí, hasta el punto en el que ya podía abrirlo con normalidad, aunque lo tenía completamente rojo. No quería decir nada que alertara a Sam y quisiera arrastrarme hasta un hospital. No hasta asegurarme al cien por cien de que ese cabronazo que tenía por padre, estaba entre rejas. Por suerte, el resto de heridas curaban con normalidad, a pesar de que el intenso y puntiagudo dolor que me apuñalaba las costillas no parecía tener ganas de menguar para hacerme la vida algo más sencilla. O eso me hubiera gustado después de que otro pinchazo me sacudiera al bajarme del coche cuando aparcamos junto al surtidor de la gasolinera.

—Maldita sea, Kailan, ¿no puedes quedarte quieto?

—Es la segunda vez que me dices eso, pero en un contexto muy diferente.

La mirada mosqueada de Sam, que había convertido sus ojos oscuros en dos ranuras negras y profundas, me taladró el cerebro desde la puerta del conductor. En estos dos días y a cada mínimo movimiento que hiciera, me había puesto cientos de veces esos mismos ojos. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que habíamos repetido «estoy bien», «no es lo que parece desde fuera» y «¿me estás llamando feo?», en una misma fórmula que siempre tenía por respuesta esa miradita. Resoplé poniendo los ojos en blanco.

—Eres un amargado, ni una mísera broma puedes aceptar —mascullé mientras caminaba hacia la entrada de la tienda, dejándole a solas con Lilith, que ya miraba el surtidor con ojitos de querer incendiar la ciudad entera solo por ver que ocurría.

La puerta, de un cristal algo empañado, se abrió con un pequeño chirrido seguido del sonar de una campanita que avisaba de mi presencia al chico del mostrador. A pesar de eso, tan solo levantó su afilada mirada ligeramente del libro en su regazo y me dedicó un saludo alzando el mentón, asesinándome con los ojos por haber interrumpido la paz en la cochambrosa e inhabitada gasolinera que regentaba. De no ser porque le ganaba en altura y corpulencia, el chaval me habría acojonado con una sola mirada con esos dos círculos negros que tenía por iris como si le hubiera robado la mirada a Samael. Acto seguido, con las piernas estiradas y los pies apoyados en el mostrador, pasó una página con desgana y volvió a sus asuntos. Era joven, apostaba mi puño izquierdo a que apenas llegaba a los veinte años si no los tenía ya. Llevaba una camisa de un color a medias entre el verde y el turquesa, con el nombre de la gasolinera bordado en rojo a la izquierda, el suyo a la derecha en una pequeña plaquita y los dos primeros botones sueltos. Las mangas cortas habían sido dobladas al menos un par de veces, por lo que sus tatuajes quedaban aún más a la vista. No estaba muy seguro de si trabajaba en la gasolinera o había venido a atracarla y se había quedado por razones de la vida que no logro entender. Sospeché que lo habían sacado de la peor pandilla de la ciudad y lo habían soltado aquí como algún tipo de experimento social de un reality show. Se pasaba una mano por el pelo corto y negro de vez en cuando, como si eso le ayudara a lidiar con la frustración que se acumulaba en su ceño fruncido y en su cara de pocos amigos. Parecía que estuviera leyendo algo que ni siquiera él mismo entendía y eso le cabreaba.

Tampoco me atreví a preguntar.

—Eh, chaval. —Un sonido parecido a «Mhmm» salió de entre sus labios casi sellados—. ¿Puedo usar el teléfono?

Me señaló el destartalado aparato pegado a la pared al final de la tienducha. «Al fondo a la izquierda» murmuró sin mirarme «diez centavos el minuto y el reloj empezará a contar en cuanto descuelgues» añadió.

—Te entusiasma tu trabajo —farfullé encaminándome hacia donde me había indicado.

—Y que lo digas.

Saqué la tarjetita del bolsillo, desdoblándola de la bola arrugada en la que se había convertido y marqué el número que la poli me había dado. Pasé por alto el hecho de que los dedos casi se me quedan pegados en cada tecla del teléfono que presioné. Después de que mi padre reventara el teléfono que me dio T.J. de parte de Sully, antes de darme una paliza, no me quedaba otra opción que jugármela a pillar la malaria con el que tenía ante mí. ¿Cuánto hacía que no limpiaba ese chico? ¿Lo había hecho alguna vez si quiera? Suspiré. Tan solo hicieron falta un par de tonos para que una amable policía de la división del FBI en Las Vegas, que sin duda no era Amanda Waller, me respondiera.

—Busco a la agente Ashley Kingsley. Me ha dicho que la llame a este número —dije bajando la voz, lo suficiente como para al parecer, llamar la atención del chico con renovado interés—. Soy K.

—Sí, nos ha informado de la posibilidad de su llamada. Kinglsey ha salido, pero le daré el aviso. ¿Le importa esperar unos minutos?

Miré al chico fijamente y este mordió sus labios para ocultar una sonrisa al saberse descubierto fisgoneando, desviando de nuevo los ojos al libro.

—Verá, parece que el tiempo cuesta dinero así que, ¿le importaría volver a llamarme cuando obtenga una respuesta? A este mismo número.

—Sin problema, señor.

Le di las gracias por su amabilidad y colgué el teléfono.

Me giré con las manos metidas en los bolsillos y deambulé entre los estantes distraídamente, echando un vistazo a los productos que había. Bebidas energéticas y alcohol en la nevera a mi derecha, de la que su motor emitía un consistente gruñido más propio de un tractor que de una nevera. Intenté abrirla solo por ver si lo conseguía y lo logré tras un par de pequeños tirones, sintiéndome como el Rey Arturo tras sacar a Excalibur de la piedra. Se despegó como si acabara de abrir las puertas del Apolo 11 y al cerrarla, se selló de nuevo de tal forma que cualquier cabina de avión envidiaría su capacidad de despresurización. Me volví hacia los estantes y seguí analizando las diferentes gominolas, dulces y paquetes de galletitas saladas con la intención de encontrar algo digno de ser comprado, pero tan solo me sirvió para comprobar que muchas de las cosas habían caducado incluso después de que yo naciera. Me alejé del final de la tienda cuando me acerqué peligrosamente al ventilador que giraba sus oxidadas aspas al compás de un chirrido similar a la banda sonora de Psicosis.

Por eso, y porque no dejaba de sentir los ojos del chico clavados en mi nuca.

—¿Te importa si fumo mientras espero mi llamada? —dije, sacando mi cajetilla de cigarros, colgándome uno de los labios.

El chico se encogió de hombros, despreocupado.

—No me parece la decisión más inteligente dado que estamos en una gasolinera, pero adelante. El que tenga miedo a morir que no nazca. —Sonreí divertido mientras prendía el cigarro con mi mechero—. Y es de mala educación fumar sin invitar.

—¿Fumas?

—Lo estoy dejando.

—Pues se te da fatal —respondí, ofreciéndole un cigarrillo cuando me aproximé a él y que aceptó sin dudar mientras sonreía de vuelta, puede que por primera vez desde que había entrado.

Acerqué el encendedor a la punta del cigarro entre sus labios y dio un par de caladas para terminar de prenderlo. La nicotina le devolvió a la vida como un muñeco viejo al que le cambian las pilas. Segundos después abrió la ventanilla a su izquierda para que el humo saliera, con algo de dificultad porque se quedaba clavada y rogando por pasar a mejor vida, como el resto del mobiliario de la tienda incluido el asiento en el que estaba recostado. Dio un vistazo a la cámara sobre él, que apuntaba hacia el resto del lugar.

—Mi jefe es un buen tipo, pero tampoco quiero tensar demasiado la cuerda —se excusó, exhalando el humo hacia la ventana. Cerró el libro en su regazo y lo dejó sobre el mostrador junto a un par de cuadernos. «Atlas de Anatomía Humana» rezaba el título en la portada, en la que aparecía la imagen de un corazón.

Me ahorré quedar como un imbécil al no preguntarle si estudiaba medicina. Era obvio que así era, lo que me hizo sentir un pelín mierda por haberle prejuzgado por su aspecto. A fin de cuentas, yo acababa de entrar aquí con la cara partida, dejando a Samael y Lilith peleándose con el surtidor de gasolina y él no había hecho ni una sola pregunta al respecto.

—Tú eres Kailan Miller, ¿no?

Entrecerré los ojos y di un vistazo a sus nudillos, plagados de cicatrices. Sonreí mientras sostenía el cigarro.

Por supuesto que iba a reconocerme.

—Por poco tiempo.

—El boxeador de Las Vegas —añadió con cierto orgullo, escrutándome detenidamente—. Te he visto en algunos combates por la tele con mis hermanos mayores. Dicen en las noticias que estás desaparecido.

Esbocé media sonrisa.

—¿Y lo parezco? —contraataqué con el cigarro entre mis labios.

Se encogió de hombros una vez más.

—Pareces perdido, más bien.

Alcé las cejas con sincera sorpresa.

—¿Ah sí?

—A juzgar por eso —añadió, señalando el cuadro de hostias que tenía por cara—. Y porque estás muy lejos de Las Vegas... yo diría que sí.

Sonreí con franqueza y sostuve el cigarrillo entre los dedos tras dar una calada, mi mirada se perdió en algún punto entre el mostrador y la ventana.

—Lo estaba, desde luego —admití, pero entonces mis ojos se toparon con Samael, que observaba divertido como nuestra amiga intentaba descifrar el funcionamiento del surtidor mientras el sostenía la manguera para evitar desgracias—. Pero creo que ya he encontrado mi camino.

—Pensaba que tu camino era el boxeo —dijo, analizándome entre el humo que desprendía su cigarro—. Eres bueno, o al menos eso he visto. Mi hermano mayor, el primero, siempre apostaba por ti. —Me carcajeé sin poder evitarlo, lo que le hizo sonreír—. Eres de la vieja escuela, de los que hace de su deporte algo noble, no como Thornton y compañía.

—¿Y por qué crees eso? —murmuré con el ceño fruncido.

Dio una calada y apoyó la parte baja de su espalda en el estante tras él.

—Porque lo del último combate fue raro —admitió. Le miré con los ojos entrecerrados—. Estaba viéndolo en casa de mi novio y yo quise apostar a tu favor, cosa que no hice porque... bueno, su padre es poli y yo quiero conservar mis huevos, ¿sabes? —Lancé una carcajada que me hizo echar la cabeza hacia atrás—. El caso es que fui el único que creía que ganarías, todos los demás iban con Noah porque, al fin y al cabo, era la futura promesa. Venía de ganar casi toda la temporada y no podía perder, ¿no? Pero, de repente, llegas y lo noqueas en el cuarto asalto. El tipo estaba hecho mierda, como si boxeara de verdad por primera vez en su vida. Y ni siquiera le presionaste demasiado.

Le miré de manera suspicaz y asentí con lentitud ante su análisis, que había hecho con suma tranquilidad como si no le hubiera costado más de dos minutos averiguar que todo era una farsa. Si él se había dado cuenta como espectador, ¿lo habría hecho alguien más?

—Y a eso se le sumó la reacción de los medios y tu desaparición. Parecía que habías pulsado un botón que no debías pulsar y que eso podía haber cabreado a unos cuantos —añadió—. Y muchos otros boxeadores empezaron a extender rumores.

Alcé las cejas con incredulidad, me pareció imposible que realmente acabara de escuchar algo así. El chico apagó el cigarrillo en la suela de sus Converse viejas y tiró la colilla por la ventana, cogió una de las revistas deportivas del mostrador, inclinándose sobre este, a lo que tuve que dar un paso hacia atrás para dejarle espacio, y me mostró la portada de la semana pasada, de tan solo un par de días después que yo desapareciera.

Ni siquiera eso era actual.

«Noah Thornton: ¿Promesa o fraude?» decía el título, «varios contrincantes y compañeros del desaparecido Kailan Miller alzan la voz en contra del púgil tras su inesperada derrota. Los rumores de pactos y corrupción se extienden cada vez más y más deprisa. Su equipo todavía no se ha pronunciado. ¿Plantará cara Thornton a las acusaciones o el que calla otorga?» continuaba un párrafo explicativo, junto a una foto de Noah desplomado en la lona del ring cuando le puse a dormir de un solo puñetazo mientras que mi yo de aquel instante estaba celebrando mi victoria subido a una esquina del cuadrilátero con los brazos levantados. Oh, necesitaba un póster en mi cuarto de semejante imagen.

Silbé teatralmente, pero impactado por completo.

—No lo sabía.

—¿Es por eso por lo que estás aquí? ¿Estás huyendo?

Fruncí el ceño y dejé la revista en el mostrador con algo de malas maneras.

—Haces demasiadas preguntas de las que no debes saber la verdad.

Él sonrió.

—Así que sí.

Y me contagió su sonrisa.

—Eres un listillo —mascullé, apagando el cigarro en el cenicero que él no parecía utilizar dado su afán por seguir contaminando—. Me caes bien.

Se encogió de hombros otra vez, como si reconociera que ese era su encanto natural.

—No dejes que te alejen de hacer lo que te gusta, aunque no sea de la misma forma que lo hacías antes —dijo, dándome un consejo que nadie le había pedido pero que no sabía cuánto necesitaba hasta escucharlo—. No todo el mundo vale para lo que hace, pero... —Dio un vistazo a su libro de medicina—. En el fondo solo nosotros sabemos cuándo sí es así.

Lo cierto es que sus palabras me pillaron desprevenido. Dada mi mala relación con el boxeo en los últimos dos años y cómo pretendía alejarme de ese mundo, no esperaba un comentario como ese. Había perdido más combates de los que había ganado y, aun así, había gente que parecía creer en mí. Sobre todo, con mi última victoria.

Asentí ligeramente.

—Te lo agradezco.

Las palabras salieron de mí con más sinceridad de la que yo mismo esperaba. Saber que mi alzamiento había servido para que otros compañeros dejaran de agachar la cabeza también, me hacía sentir menos solo, más respaldado.

Volvió a encogerse de hombros por última vez.

—Tan solo digo la verdad.

—¿Y en eso entra contarle a alguien que me has visto aquí?

—¿Qué he visto a quién?

Los dos nos sonreímos en mitad de ese silencio agradable. Asentí agradecido y puse sobre el mostrador unas bolsitas de gominolas para Lilith (confiaba en que su organismo sobrehumano no fuera débil ante los alimentos caducados) y un paquete de tabaco para Sami, ambas cosas sacadas del estante giratorio junto a la caja registradora.

—Cóbrame eso y treinta dólares en gasolina —dije, sacando mi billetera—. Y las llamadas.

—Tranquilo, a eso último invito yo.

Me carcajeé e incliné la cabeza.

—Muy agradecido por tu gesto.

—Es un honor —comentó altanero, tomando los billetes que le entregaba para meterlos en la caja. Cuando escuchamos el alboroto proveniente del coche, levantamos la cabeza a la vez en esa dirección. El chico saco medio cuerpo por la ventana hasta casi caerse por el lado contrario—. ¡Eh! ¡El larguirucho y la pelirroja! ¡El surtidor cuatro no funciona! ¡Moved el culo y probad otro, joder!

—¿Y no lo podías haber dicho antes? ¡Llevamos media hora con esto! —vociferó Samael. Me mordí los labios para no largarme a reír al ver su cara de frustración, supe por ella los esfuerzos que debía de estar haciendo para que sus ojos no estallasen en llamas—. Maldito crío.

El chaval entrecerró los ojos hasta convertirlos en finas ranuras, tensando la mandíbula. Entonces me miró señalando a Samael.

—Como me vuelva a llamar así, le ahorco con la manguera del surtidor.

Me tragué una carcajada porque no sabía si me daba más miedo Samael cabreado o ese chico enfadado. Asentí alzando las manos en una señal de paz y rendición justo en el momento en el que el teléfono sonó al fin, como el inicio de una tregua entre el chico que, si supiera a quién estaba gritando realmente, quizá no lo volvía a hacer.

Aunque no las tenía todas conmigo.



Nunca pensé que escuchar la voz de Kingsley al otro lado de la línea, me parecería un alivio.

—¿Estás bien?

Y nunca pensé que esa sería su primera pregunta. Suspiré algo desganado y, al hacerlo, las costillas me provocaron un pellizco con el que casi me atraganto. Aferré con más fuerza de la necesaria el auricular del teléfono.

—Todo lo bien que se pueda estar.

Kingsley chasqueó la lengua.

—Entiendo. Y siento por todo lo que has pasado, debimos estar más pendientes de... que no aparecieran invitados no deseados en nuestro parking.

Fruncí el ceño ante esa mención respecto a Azrael. ¿Kingsley sabía que había estado ahí? Desde que esa mujer se había plantado ante nosotros en aquel restaurante, tenía la sospecha de que sabía sobre Samael más de lo que aparentaba. Miré hacia el chico del mostrador, que parecía enfrascado en su libro de nuevo, y bajé el tono de voz.

—Bueno... los caminos del Señor son inescrutables —ironicé arqueando las cejas, aunque ella no pudiera verlo.

Parpadeé cuando pensé haberme vuelto loco al escucharla reír ligeramente. No era una carcajada ni una risa demasiado clara, pero sí que parecía diferente.

—Algo así —comentó—. Voy a empezar a preparar todo tu papeleo.

—¿Todo lo que prometió? ¿No solo a mí?

—Todo lo que prometí y no solo a ti.

Exhalé con alivio, mis hombros se relajaron al instante. Saber que no tendría que cargar con un expediente horrible, así como Sully y Brian tampoco, fue mucho más liberador de lo que imaginaba. Podría empezar de cero de una vez por todas.

—Por favor, hazle saber a Sully y a mi familia que todo está bien y que pronto llegaré a casa. Me he quedado... incomunicado, y solo podré avisarles cuando consiga un teléfono nuevo.

—Lo haré, extraoficialmente.

Una sonrisa tiró de mi comisura izquierda.

—Pues te doy las gracias extraoficialmente.

Juraría que pude escuchar esa risa corta y similar a una exhalación otra vez, seguida de unos momentos de silencio.

—Espero que aproveches bien esta nueva oportunidad, Kailan Miller.

Vi reflejada mi imagen, de forma borrosa, en la sucia placa de metal que informaba del precio de las llamadas sobre el teléfono. Las heridas de mi cara, de mi ojo, los tonos morados y rojizos que bajan por mi piel como manchas de algo horrible que un padre nunca debería haber provocado en su hijo.

Ni permitido que otros provocaran en él.

—Herrera.

—¿Qué?

—Kailan Herrera —sentencié con firmeza—. Añade eso a tu papeleo.

Kingsley mantuvo el silencio unos segundos más.

—De acuerdo, Kailan Herrera. —El corazón en mi pecho se aceleró alegremente ante esa mención. Sonaba diferente, esperanzador. Sonaba a mis raíces y a mí, a lo que siempre debió ser—. Un gusto haberte conocido, y trabajado contigo.

—No sé si puedo decir lo mismo.

De nuevo, esa peculiar risa.

—Cuida de tu novio. Parece... caído del Cielo para ti.

Mis ojos se abrieron ligeramente de más y el silencio reinó otra vez.

—Sí, es exactamente así. —Sonreí. Lo sabía—. Cuídate, Kingsley.

—Cuídate... Herrera.

Colgué el teléfono con un extraño y agradable calor que calentaba mi pecho. No estaba acostumbrado a sentirlo, porque tampoco estaba acostumbrado a que las cosas me salieran bien. Me encaminé hacia la puerta de la tienda y me detuve sosteniendo el pomo, para después mirar al chico y asentir en su dirección antes de retomar mi camino.

—Eh.

Giré la cabeza hacia él mientras sostenía la puerta entreabierta, con un pie fuera de la tienda. Abrió el congelador tras su espalda y sacó una pequeña bolsita de hielo que no dudó en lanzarme. La atrapé con la izquierda y me la llevé al pómulo amoratado.

—Invita la casa.

Sonreí.

—Gracias... —Entrecerré los ojos para ver mejor el nombre en su placa—. Áyax.

Se encogió de hombros.

—Un placer ayudar, extraño desconocido al que nunca he visto —respondió sonriente, guiñándome un ojo mientras tomaba asiento de nuevo.

Reí agradecido y, asintiendo, salí de la tienda dejando atrás esa parte de mí de la que siempre me había querido deshacer.



Lucifer

Desde la colina alejada de la ciudad en la que nos encontrábamos, podía contemplar como el sol caía sobre la estampa nevada ante nuestros ojos. Sus rayos anaranjados parecían débiles, no calentaban lo suficiente como para derretir la nieve, las temperaturas cambiantes tampoco ayudaban. La única diferencia era que el cielo estaba ligeramente más despejado. El temporal nos había dado una tregua, lo que nos permitía circular con algo más de normalidad. El problema residía en que no estaba demasiado seguro si aquella opción, continuar con el viaje, era lo ideal.

Porque el ambiente se sentía inquieto, escalofriante. Sabía que Kailan no podía sentirlo, y puede que Lilith estuviera demasiado distraída charlando sentada junto a él en el capó del coche, compartiendo un cigarrillo, pero yo sí era consciente. La brisa se percibía diferente, no transportaba aroma alguno en ella. Por norma general lo había, olía a plantas y vegetación, a la contaminación de los vehículos, a los perfumes de las personas y a sus pecados y miedos más ocultos... en aquel instante no había nada, el viento no traía esencia alguna. Los animales habían huido de las ciudades o se habían escondido en sus hogares, aquellos que los tenían. No se veían pájaros volar, ni se escuchaba a perros aullar, todo era de un espeluznante silencio que erizaba incluso mi piel.

El Plano Terrenal estaba llegando a su punto más extremo, y eso solo podía significar que algo peor se avecinaba.

Relamí mis labios y miré a ambos por encima de mi hombro.

—No podemos seguir.

Kailan ladeó la cabeza hacia la bolsa de hielo que sostenía en su pómulo con el ceño fruncido, sin entenderme demasiado.

—¿Por qué? Es temprano y ha amainado, quedan casi catorce horas para llegar a Nueva York, pero tendremos que parar en Virginia, o antes si el temporal vuelve.

Con las manos en los bolsillos y caminando hacia ellos, negué con la cabeza.

—Eso no es únicamente lo que me preocupa —confesé, ganándome la atención de ambos—. El plan de Azrael era que tu padre acabara contigo, y eso no ha pasado.

—Se habrá vuelto loco —matizó Lilith ofreciéndome el cigarrillo, arqueando las cejas mientras rebuscaba en su bolsita de extrañas gomas dulces y masticables.

Asentí aceptándolo.

—Ese es el problema. Un ángel loco e inestable que no ha conseguido lo que quiere por décimo quinta vez... es peligroso.

—Ya lo era antes, lleva siéndolo desde el principio, ¿pretendes esconderte ahora? —preguntó Kailan sorprendido, viéndome fumar sin obtener respuesta alguna por mi parte. Sus ojos se abrieron de par en par y tuve que apartar la mirada una vez más ante las heridas de su rostro—. Pretendes esconderte ahora.

Lilith me contempló asombrada.

—Es peligroso para ti, Kailan.

—¡No existe un lugar en este mundo que no lo sea! —replicó abriendo los brazos como si señalara la ciudad que se dibujaba en el horizonte.

—En eso tiene razón, y seguramente ese lunático no vaya a parar hasta dar con él.

Observé a ambos, alzando ligeramente el mentón.

—Por eso hay que irnos de este mundo a uno en el que Azrael no se atreva a entrar.

Si Lilith ya estaba impactada, después de aquello se le desencajó la mandíbula.

—¿Pretendes que bajemos los tres al Infierno? —dijo, haciendo énfasis en «los tres» y señalando a Kailan como si se me hubiera olvidado que es humano.

Tiré el cigarrillo ya consumido al suelo y lo aplasté. A una parte de mí le gustó pensar que se trataba del cuello de Azrael y me deleité unos segundos de más.

—No puedo bajar yo solo y encargarme de Eligos, dejándoos aquí desprotegidos. Sería más sencillo serviros en bandeja de plata.

—Espera, espera, un momento. —Kailan se bajó del capó del vehículo de un salto e intenté sostenerlo cuando apretó los dientes por el dolor. ¿De verdad nunca se estaba quieto? Volví a mirarle mal—. ¿Cómo voy a bajar ahí? ¿Es que me vais a matar o alguna mierda así?

—No es necesario.

—¿Me darás una especie de pase VIP temporal o qué?

Mi comisura izquierda se elevó cuando negué con la cabeza. Miré mi reluciente anillo plateado y después a él.

—Hay alguna forma.

Fue Lilith entonces la que saltó del coche y me observó como si hubiera perdido la razón.

—¿Te has vuelto loco? ¿Eres consciente de lo que arrancarte el anillo puede llegar a dolerte?

Torcí el gesto y me encogí de hombros.

—No mucho más del daño que ya me infringió en su día.

Kailan levantó las manos como si aquello le ayudara a intentar procesar lo que estaba escuchando.

—No, ni hablar, ya vi lo que te provocó extender las alas. No quiero ni pensar lo que esto... yo no voy a...

Puse mis manos sobre sus hombros para intentar que detuviera su asustada verborrea, queriendo tranquilizarle. Con el más cauto de los cuidados, posé las palmas de mis manos en sus mejillas. Tocar su piel amoratada me hacía temblar ante la idea de que pudiera hacerle daño el más mínimo roce.

—Prefiero este dolor, al que sentiré si Azrael te encuentra y no puedo protegerte.

—Eso no pasará.

Sonreí con tristeza.

—Ya ha pasado.

De reojo, vi a Lilith negando con la cabeza, deambulando de un lado para otro con la brisa agitando su melena.

—Nada garantiza que Azrael no baje al Infierno. Vi con mis propios ojos cómo se atrevió a hacerlo.

Le miré altivo.

—Pero nunca conmigo en él.

Abrió la boca para replicar, pero la cerró de golpe. Sabía que yo tenía razón. Azrael era un cobarde, lo había demostrado hasta ahora siempre valiéndose de otras personas y sin hacer algo por él mismo. Nunca había jugado limpio, aquello no iba a ser diferente.

—Solo como medida temporal, me será más sencillo pensar en un plan si no tengo que estar pendiente de que ese bastardo nos esté dando caza. Tan solo serán unos días hasta que encuentre una solución, después te llevaré a Nueva York tal y como te prometí —aseguré mirando a Kailan, quien rehusaba mi mirada perdido en su propia mente y en lo que mis palabras significaban—. Será mejor que entres, Lilith. Vuelve a casa y advierte a los nuestros de que vamos a volver, de que pronto tendrán la justicia que merecen.

Parpadeó aturdida, su mirada se paseaba nerviosa entre Kailan y yo.

—Pero...

—No me hagas tener que ordenártelo —murmuré, deseando no tener que hacerlo—. Por favor.

Su boca volvió a abrirse y, de pronto, sus hombros se relajaron, rendidos. Asintió antes de envolvernos con su bruma negra y desaparecer tras mi piel ante los ojos de Kailan. Me miró aterrado y sus labios exhalaron temblorosos.

Acerqué mis dedos al anillo y al posarlos en él, un ligero escalofrío me sacudió la espalda, en recuerdo de lo que tan pequeña joya me hizo sentir milenios atrás. Kailan se aferró con delicadeza a mi antebrazo y yo busqué en su gesto el consuelo que iba a necesitar. Sentir su amado aroma junto a mí al tenerle a pocos centímetros de mi rostro, me tranquilizó en parte. Cerré los ojos y rodé el metal en mi piel.

Los abrí de golpe, impactado. Tiré con sumo cuidado para ver si era una alucinación.

No me dolía, apenas sentí una ligera molestia. Apareció una cicatriz que no había visto en eones al tener la plata sobre ella, pero bastó girarlo para sentir cómo desencajaba de mi piel y rozaba la misma a lo largo del dedo cuando me lo quité del todo.

—¿Qué...?

El murmullo de Kailan me hizo mirarle.

—No... no lo entiendo. Debería dolerme, debería... —tartamudeé confuso. Negué con la cabeza—. Da igual, eso no es lo importante ahora.

Observé el anillo, sintiéndome en parte liberado. Me pareció fruto de un delirio tenerlo entre mis dedos.

—Pero ahora estarás desprotegido, ¿no? Tu poder...

Sonreí complacido por su genuina preocupación.

—Mi poder no viene de este anillo, Kailan. Mi poder viene de quien soy.

Tras unos instantes de silencio, mis pupilas fueron cautivas por la mirada más bella que jamás hubiera presenciado, que me contemplaba con un orgullo inesperado. Incluso herida, rezumaba pureza. Kailan dio un vistazo al anillo y me sonrió, sonrojado y divertido.

—Sí quiero.

Sus palabras nos hicieron reír a ambos con ligera vergüenza. Uní mi frente a la suya y deslicé el anillo de plata por su dedo anular de la mano izquierda.

—Algún día esto tendrá el significado que merece.

—A mí me gusta el que tiene ahora —dijo en un tímido susurro, observándolo con una pizca de adoración.

Besé sus labios con cuidado y cautela, de forma casta y suave. Emitió un quejido fastidiado y su rostro dibujó un adorable puchero cuando hice de nuestro beso algo corto, y no pude evitar sonreír. Acaricié su mano y el anillo, que relucía en él sin maldad alguna.

—Te hará sanar mejor y más deprisa. Serás más fuerte y prácticamente inmortal, por lo que puedo suspirar con algo de alivio —aseguré, sintiendo mis hombros destensarse ligeramente ante la idea de saber que, si cualquier cosa sucedía, Kailan no terminaría igual que en aquella iglesia. Me observó sorprendido, mirándose el anillo con curiosidad—. Será mejor que vayamos... tengo un Infierno que enseñarte.

—Oh, pienso hacer tantísimas preguntas.

—Y yo pienso incluir eso como tortura.

Fingió contener el aliento con asombro, llevándose una mano al pecho.

—Es lo más bonito que ha hecho nadie por mí.

Su estupidez provocó mis risas, pero me preocupó ver en él por unos instantes una mueca de seriedad.

—Antes debo hacer algo, no puedo desaparecer de la Tierra así como así —dijo, mirándome a los ojos—. Tengo que llevarte a un sitio y... cuando lo sepas, lo entenderás todo mejor. Te debo una explicación.

—No me debes nada.

—Sí, Sam, tienes que saberlo.

—¿Qué es lo que debo saber?

Contemplé su rostro y sus ojos, cómo me analizaban con cautela, examinando mis reacciones. Tomó aire y relamió sus labios con cuidado, sujetando mis manos entre las suyas.

—Con quién estaba hablando por teléfono en aquella gasolinera de Alabama. 



No pregunté una sola vez hacia dónde nos dirigíamos. Ni cuando me hizo dar tumbos por las mismas calles de Atlanta para asegurarse de que no nos estaban siguiendo, ni cuando cambiamos de vehículo dos veces en diferentes aparcamientos lejanos, ni cuando me indicó que condujera a las afueras de la ciudad hasta la mitad de un camino de tierra perdido entre las montañas.

—Será mejor que sigamos andando —dijo, rompiendo el silencio que se había hecho en el interior del vehículo al detenernos.

—¿Podrás?

Me miró de mala gana ante mi preocupación.

—Me encuentro mejor —reconoció, palpando su costado—. De hecho, apenas siento pinchazos.

La mueca en su rostro denotaba franqueza y me permití suspirar tranquilo. Echó un vistazo por los retrovisores y asintió mirándome. Caminamos bajo la calma de la tarde, donde las primeras luces del débil atardecer iluminaban nuestros pasos sobre la tierra húmeda. No se escuchaba ni una triste alma una vez más, tan solo el suave viento meciendo las ramas de un olivo a las puertas de la vieja finca que se comenzó a dibujar al final de la colina ante nosotros. Fruncí el ceño cuando vi a un par de tipos deambulando por sus exteriores y otros dos apostados en dos vehículos todoterreno. Al más alto se le desencajó la cara cuando presenció nuestras figuras apareciendo a los pies de la subida y no dudó en encañonarnos. Detuve a Kailan por el antebrazo, apretando los dientes. No podía confiar toda mi suerte en el anillo que ahora le protegía.

Pero Kailan se zafó de mi dando una zancada y levantando los brazos, anteponiéndose a mí.

¡Tiago, cálmese idiota, soy yo!

El mencionado bajó el arma, completamente confuso, y se deslizó las gafas de sol por el puente de la nariz. En cuanto nos volvimos más visibles ante él a medida que avanzábamos por el camino, lanzó la colilla que sostenía entre sus labios y empezó a carcajearse.

¿Qué carajo...? ¡Bajen sus armas, muchachos! ¡Miren quien apareció!

No me había percatado de los francotiradores apostados en los balcones de la finca hasta que estuvimos tras sus muros, mis sentidos solo parecían existir por y para Kailan en aquel extraño momento. ¿Quién demonios era esa gente y por qué Kailan los conocía?

El tal Tiago se guardó el arma en la baja espalda, debajo de la holgada y extravagante camisa de estampado estrambótico, se aproximó a él y lo abrazó como si fuera un viejo amigo que no veía desde hacía siglos. Me preocupó que le hiciera daño semejante abrazo animal, pero Kailan ni siquiera pareció inmutarse, de hecho, lo recibió con el mismo entusiasmo.

Jamás pensé que estaría agradecido de la existencia de ese anillo infame.

¿Cómo viniste? Ándate con cuidado y no traigas a la pinche DEA o nos quedamos sin feria, wey —dijo riendo y revolviéndole el pelo con cierta camaradería fraternal, a lo que Kailan apartó su brazo de un manotazo a modo de broma, reafirmando su adultez.

Se giró hacia los suyos y ladró órdenes a un par de hombres para que descendieran el camino y así vigilar que nadie siguiera nuestros pasos.

Ya pues... todo terminó, Tiago. Por eso estoy aquí —reconoció el chico con alivio.

Tiago suspiró agradecido, colocándose sus gafas de sol sobre el pelo castaño y ondulado, palmeando su espalda. Parecía decidido a ignorarme hasta que me miró con expresión de perdonarme la existencia, enmarcada en sus duras facciones, y después posó sus ojos en Kailan.

¿Qué pedo con el gringo?

No lo soy —gruñí para dejar en claro que le estaba entendiendo.

Sus cejas se arquearon y una socarrona sonrisa le cruzó la barba espesa.

Bájale de huevos, pendejo, por mí como si...

—¡Vale! Bien, estupendo primer encuentro —exclamó Kailan levantando las manos.

Tiago chasqueó la lengua y escupió a un lado, sacando del bolsillo de su pantalón de traje una cajetilla de cigarros y colocándose uno entre los labios. Cabeceó en dirección a la casa, haciendo que le siguiéramos.

Está en el salón, no te espera así que... le agradará verte. Un minuto más volviéndome loco y le desaparezco a ese cabrón.

La carcajada de Kailan hizo eco por la finca. Tiago indicó a los dos hombres apostados en la entrada que nos dejaran pasar y observé la estancia principal. Un salón enorme, con suelo de baldosas terracota y paredes de colores crema, decoradas con valiosas obras de arte, nos dio la bienvenida. La pared frente a nosotros se componía de enormes ventanales entonces cerrados, que mantenían la casa a una temperatura agradable a diferencia del exterior, y que dejaban ver la enorme piscina rectangular y algo sucia en el inmenso jardín descuidado. Desde luego, no se hospedaban aquí a menudo. Levanté la vista para admirar el alto techo compuesto de vigas de madera oscura, del que colgaban un par de pequeñas lámparas de araña. Justo donde el salón se dividía con la cocina abierta, un hombre alto y de traje negro se paseaba frente a la chimenea con el teléfono móvil pegado a la oreja.

¡Ándate a por él! ¡Búsquelo y tráigalo! A huevo me lo encuentran o iré y... Cómo algo le ocurra...

Su verborrea se detuvo a la vez que sus pies en mitad de la estancia en cuanto nos vio aparecer. Abrí los ojos ligeramente al reconocerle.

Estaba mucho más mayor, por supuesto, pero el tiempo parecía haberle tratado bien. Seguía manteniendo el pelo oscuro y largo, peinado hacia atrás, aunque algún mechón se escapaba por su frente con rebeldía. Incluso a pesar del tiempo, a pesar de su barba pulcramente recortada, a pesar de las suaves arrugas en sus ojos al entrecerrarlos para mirar a Kailan a mi lado, sus ojos seguían manteniendo la misma fiereza que años atrás en aquel bar, la misma que sus dos hermanos.

El hombre colgó, suspiró aliviado y se dirigió hacia Kailan a paso rápido, que sonreía complacido. Lo abrazó como si no se creyera que lo tenía entre sus brazos, dejó una mano tras su nuca para apreciar cada herida en su rostro con la misma cautela que había tenido yo. Su mandíbula se volvió rígida, tensa.

¿Qué te hicieron? —susurró con dolor sin dejar de examinarlo con sus pupilas—. Ese hijo de...

Ya, no se preocupe, estoy bien —respondió Kailan, que lo abrazó de nuevo para que se calmara. Fue cuando se separaron que, dejando una mano sobre su brazo, me miró a mí y una sonrisa curvó sus labios—. Samael, este es Tito Herrera, mi...

—Tu tío Miguel —terminé yo sin despegar la vista del mencionado.

Al decir su nombre, este me miró a los ojos. No pasó inadvertido el leve y fugaz fruncir de cejas que marcó la expresión de su rostro, como si hurgara entre sus recuerdos para saber de qué me conocía.

No sería yo quien le diera ese dato.

—¿Me conoce?

—¿Debería?

Kailan arqueó las cejas, alternando sus pupilas entre ambos no demasiado feliz ante la extrañeza momentánea y sin comprender nada en absoluto. Miguel esbozó una ladeada sonrisa y miró a su sobrino.

¿Qué onda con este pendejo? Me cae bien.

El chico rio en una exhalación de alivio, como si hubiera temido que Tiago, que permanecía callado tras nosotros, fuera a dispararme en una sien de un segundo a otro tan solo con un guiño del que entonces comprendí que era su jefe.

—No tienes por qué preocuparte por él, Miguel —aclaró para más tranquilidad.

Levantó las cejas y frunció los labios, asintiendo con lentitud en un gesto satisfecho y sin dejar de mirarme detenidamente. Casi como un descuido, sus ojos fueron a parar a la mano que Kailan acababa de apartar de su brazo y vio el anillo. Sonrió altivo hacia su sobrino, que al darse cuenta enrojeció como una rosa en primavera.

Ya entiendo.

—No es... no es lo que parece...

Mi comisura izquierda se alzó por voluntad propia.

—Todavía.

Durante un instante, y por cómo Kailan me despedazó con la mirada, sopesé la idea de que él mismo se hiciera con la pistola de Tiago y vaciara el cargador en mi cabeza. Aunque no conseguiría nada con ello. El hombre posó su mano en la espalda de Kailan para guiarle despreocupadamente hacia los sofás del salón.

—Lo único que me importa es que estás bien, que estás vivo. ¿Y qué es eso de «Miguel»? Hace años que nadie me llama así, solo la jefa cuando me gritaba por no recoger el cuarto.

Kailan rio ante la mención a su abuela mientras su tío nos señalaba el sofá frente al suyo, con una pequeña mesita entre ambos, para que tomáramos asiento.

Santi, dígale al servicio que traiga...

¿Whisky?

¡Algo de comida! Ni una gota en esta casa si está él, ¿oíste? —replicó con autoridad mientras Tiago se perdía por el largo pasillo entre risitas, con Kailan gritándole que no hacía falta que trajeran nada. Tito negó con la cabeza y una sonrisa a medias—. Pinche cabrón, solo piensa en pistear... No te lo tomes a mal.

Kailan le quitó hierro al asunto con total tranquilidad y comprendí que lo había dicho por la seriedad que invadió mi rostro ante la mención del alcohol.

—Estoy recuperado y bien, aquello ya pasó.

Su tío alzó las cejas, apoyando la espalda en el sofá.

—Ya veía por las noticias lo bien que te lo pasabas, sí.

Kailan puso los ojos en blanco y se hundió en el sofá. El silencio se hizo en el amplio salón y Tito miró a su sobrino, todavía dudoso de que fuera una imagen real. Tomó aire y parpadeó un par de veces, negando con la cabeza mientras cruzaba una pierna sobre la otra.

—Te dije que me estaba encargando, te lo dije por teléfono, pero eres igual de terco que lo era tu madre —dijo, como si se hubiera estado aguantando aquello desde hacía tiempo—. Ella también creía que podía hacerlo todo sola: pagar los gastos de la casa, la escuela... pero no es así, nunca es así. Siempre se paga un precio más elevado que el dinero.

Miré a Kailan enfatizando con mis ojos las palabras de su tío. Adoré que, por primera vez, alguien estuviera de mi lado y reprochándole debidamente cómo eran las cosas al pequeño demonio inquieto. Este se mordió el interior de la mejilla como si fuera un crío regañado por su padre, que era, al fin y al cabo, la clase de mirada que veía en su tío. La esencia de Miguel en gran parte exudaba culpa, remordimiento, pero un aroma que pocas veces atisbaba parecía tirar de él y mantenerle vivo, como si le reafirmara que todo cuanto hacía o había hecho, era por una razón que desconocía.

—Ya te he dicho que estoy bien —resopló Kailan con cierto pesar de culpa ensombreciendo su mirada.

—No es eso lo que parece. —Señaló las heridas de su rostro y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en sus rodillas—. Cuando retomamos el contacto, después de que se hijo de... te llevara a Las Vegas. —Carraspeó y tragó saliva—. Te dije que yo me encargaría, y te lo volví a repetir la última vez. Y mírate ahora. Ya perdí a mis dos hermanos, Kailan. Eres la poca familia que me queda... y que puedo ver. No te perderé a ti también.

El chico a mi lado agachó la cabeza y suspiró afligido, asintió una sola vez.

—No podía dejar que te atraparan —admitió, dándome un fugaz vistazo—. La policía nos tendió una trampa a nosotros, iba a tenderle una a mi padre también. No podías caer en ella.

Reclinado de nuevo en su lado del asiento, Tito sonrió mientras rascaba su barba. Exhaló una pequeña risa.

—Es increíble que me recuerdes tanto a ella —murmuró. Una melancólica sonrisa tiró de los labios de tío y sobrino—. Siempre me decía: «soy la mayor, Miguelito, no puedo dejar que tú te hagas cargo. Si controlas a Raúl ya me ayudas».

Rio brevemente ante el recuerdo de sus hermanos y su rostro se volvió sombrío.

—El día que apareció muerto frente a nuestra puerta. —Su mandíbula se tensó—. Ese día me juré que me encargaría personalmente de Abraham. Se lo debía a tu madre y, sobre todo, se lo debía a Raúl. No podía... irme de Juárez, tenía que hacérselo pagar, no me importaba el tiempo o cuanto fuera a costarme. Por eso te dije que yo me encargaba.

Observé su rostro al comprender que ese aroma que le envolvía, era la venganza. Su motor que le mantenía vivo, aquello que tiraba de él, era vengar a su hermano Raúl, y de paso también a Valentina e incluso a Kailan. Sus decisiones, ideas y principios se volvieron tan férreos como para no acompañar a su madre y a su hermana embarazada en busca de una segunda vida, porque se quedó a defender la primera.

Aunque aquello le costara perder cosas en el camino.

Kailan rio escéptico.

—Si la policía te detenía en suelo norteamericano, no sé muy bien cómo ibas a encargarte. Ya te estás arriesgando bastante al estar aquí ahora.

Hizo un gesto despreocupado con la mano, quitándole importancia.

—Tengo algunos contactos en la frontera, no me importan unas pocas mordidas. Sigo aquí y nada me ha pasado, ¿a qué crees que he venido?

Su sobrino alzó las cejas.

—Eso me gustaría a mí saber.

Y Tito sonrió.

—Tu padre iba a reunirse con sus socios... que también lo son míos. Ahora ya no hay plazas como antaño, cada una se volvió su propio cártel hace tiempo. Si fuéramos una federación, lo que hiciste nos habría chingado a todos y habría sido más difícil, pero les hice una buena oferta. —Se atusó la americana y descanso el brazo en el respaldo del sofá, orgulloso de su hazaña—. Iba a hacerlo de todas formas, pero tu jugarreta en el ring me hizo obligó a adelantar las cosas. Doblé el dinero que perdieron en el proceso a cambio de que le dieran la espalda a Abraham y lo vendieran, yo les buscaría otra forma de lavar la plata a través de mis propios negocios y cobrándoles un porcentaje más pequeño que el de ese idiota. Te dejarán en paz. Les juré que no sabías nada del tema y que nunca ibas a hablar, pues tan solo eras un peón más en su juego y estás fuera de todo lo relacionado con sus asuntos.

La manera en la que arqueó las cejas y miró a Kailan, me trajo el recuerdo de esa misma frase articulada de forma mecánica por su sobrino en respuesta a la agente Kingsley. Contemplé al chico de soslayo se mordió los labios para contener una evidente sonrisa.

Entonces comprendí todo con una nueva perspectiva.

La de que Kailan siempre lo había sabido.

No iba a juzgar que me lo ocultara, entendía que quería proteger a cada miembro de su familia a toda costa. Ese era el humano del que me había enamorado, al fin y al cabo.

—Controlo mi frontera y me va bien, el dinero es dinero, puedo recuperarlo en cuestión de momentos, pero si alguien de mi familia muere... esa pérdida ya no se recupera. Por eso es mejor... mantener la distancia.

Lo decía, pero veía en él cuanto dolor le costaba aquello. Su alma anhelaba abrazar a su madre tan solo una vez más.

Kailan agachó la cabeza de nuevo, asimilando quizá todo lo que acababa de oír.

—Así que... te estabas encargando de verdad.

Tito esbozó una sonrisa a medias.

—Llevo años encargándome, me ha costado trabajo estar donde estoy, pero nunca podría jugársela a ese cabrón si yo no jugaba a un juego más grande.

—Eres consciente de que la policía tiene datos, ¿no? Una lista con nombres, empresas... es posible que vayan a por ti, a por todos.

Miguel suspiró y su actitud se tornó seria.

—Es posible, no. Seguro que vendrán. Y no debes preocuparte por eso.

—Pero...

—Kailan, esta es la vida que yo elegí. Y la elegí con todas sus consecuencias —aseguró—. ¿Qué Abraham quiere hablar? Adelante, que hable, se va a pasar el resto de su vida entre rejas, algo tendrá que hacer para entretenerse. Y si vienen a por mí... bueno, estoy preparado. No solo los gringos saben hacer listas.

A Kailan casi se le salieron los ojos del sitio. El silencio cayó sobre el salón de forma lenta, incluso bajando un par de grados la temperatura. Era como si necesitara procesar el poder que había ido adquiriendo su tío hasta tal punto de tan siquiera preocuparse por las consecuencias que le traería todo cuanto había hecho. Se puso en pie mientras exhalaba con pesadez.

—Será mejor que nos marchemos ya, no quiero que estar más tiempo aquí te traiga problemas.

Tito y yo le imitamos, a pesar de que este negaba con la cabeza mientras caminábamos hacia la entrada, alegando que no le importaba, incluso que disponíamos de estancia allí si lo necesitábamos. Kailan le abrazó y la pena devoró su aroma como una sombra negruzca que arrasaba todo a su paso, parecía consciente de que quizá, no le volvería a ver.

—Llámame si vuelves a necesitarme, pero esta vez deja que yo me encargue de verdad. Os protegeré a todos —le advirtió, todavía con una mano sobre su hombro.

—Sí, te prometo que lo haré. —Los ojos verdes del chico le observaron con réplica—. Y ya sé que por su orgullo nunca lo dirá, pero... estoy seguro de que la abuela te echa de menos, quizá tú también deberías hablar con ella. Valerie tiene derecho a saber qué existes.

El hombre ante ambos agachó la cabeza ligeramente por primera vez en señal de humildad, suspirando con pesar. Se le aflojaron los hombros cuando miró de nuevo a Kailan.

—Me gustaría, créeme, nada me gustaría más que verlas y... pero no creo que sea buena idea. Puede que algún día. —Kailan asintió apenado ante las palabras de su tío y este le sonrió intentando reconfortarle—. Vamos, ve a despedirte de Tiago o le tendré lloriqueando una semana como la última vez que te fuiste, no paraba de repetir que había perdido a su compañero de fiesta.

El chico se carcajeó provocándome una sonrisa, se perdió por el pasillo y, cuando estuvimos a solas, Miguel me tendió la mano amablemente.

—Ha sido un placer conocerte —dije estrechándola—. Te agradezco todo lo que hayas hecho por él.

Sonrió asintiendo con un brillo especial en su mirada.

—Es mi sobrino y lo quiero como a un hijo, haría lo que fuera por él y por mi familia —aseguró sin soltarme la mano—. Por ello también quiero agradecerte lo que has hecho por él... y lo que hiciste por mi hermana.

Me quedé de piedra y giré la cabeza bruscamente para mirarle a los ojos justo cuando Kailan y Tiago venían entre risas por el pasillo. Miguel palmeó mi espalda y apretó el agarre con firmeza y seguridad. Sus ojos destilaban agradecimiento y orgullo y, mientras esos dos se despedían charlando como si nada, Tito Herrera aproximó su rostro a mi oído.

—Yo nunca olvido una cara.



Kailan

De todas las formas en las que me había imaginado el Infierno, el que terminó siendo realmente no fue ninguna de ellas. No había demonios con cuernos, ni paredes rojas, ni ríos de lava y llamas para mi decepción, sino todo lo contrario.

Pensé que estaba preparado, al salir de casa de mi tío con el corazón en puño y la duda taladrándome mi apaleado cerebro respecto a lo que a él pudiera pasarle, contemplé la idea de que ir al Infierno junto a Sam podría incluso servirme para despojarme de la mochila de «problemas terrenales» como mi señor Diablo los llamaba. Me preparé mentalmente para lo que pudiera ver, oír o sentir en mis carnes. Fue confuso en un principio, Sam unió su frente a la mía y me hizo inspirar profundo un par de veces con los ojos cerrados como si fuera el inicio de una meditación. Dijo que sentiría una energía atada a mi como un hilo que me tiraba hacia abajo. Segundos después, me di cuenta de que tenía razón. Él podía entrar y salir de su hogar siempre que quisiera y sin necesidad del anillo, si lo usaba como portal, me explicó que era por comodidad tanto para él como para Lilith, pues le era mucho más fácil seguir ese cordel de energía llameante que tiraba de su ser con todas sus fuerzas. Ardía de forma especial e incluso placentera, no molestaba, era como la caricia de un rayo de sol una tarde de verano, imaginé que no sería la misma sensación entrar en contra de tu voluntad una vez la hubieras palmado.

Para cuando abrí los ojos en busca del aire que me estaba faltando, el paisaje oscuro y sombrío que me recibió me hizo confirmar mi teoría: nunca esperé que fuera así.

Todo se sentía multiplicado por diez. Cada sensación, la extraña y fresca brisa que mecía la hierba del prado negro sobre el que habíamos aparecido. Levanté la vista y di un par de pasos al contemplar la naturaleza oscura que me rodeaba. Samael tenía razón, el Infierno era una noche oscura, sin luna ni estrellas. Una enorme gruta cruzaba lo que yo creía que era el cielo, sin embargo, se trataba de piedra desquebrajada y rota, por la que entraba una tenue luz blanca. Tenían su propia luna, solo que delgada, larga y horizontal de un extremo infinito al otro.

—Vaya...

Mi susurro escapó de mis labios en contra de mi voluntad. Escuché la risa de Samael y me calentó el alma lo que vi al girarme. Su rostro se veía feliz, diferente. Estaba en su casa y eso le agradaba más de lo que él mismo esperaba. Un seguido de olores me hicieron parpadear. El viento no solo traía consigo el aroma de la hierba que nos rodeaba, era un olor dulce y agradable que mi cuerpo necesitaba más a menudo, lo conocía. Abrí los ojos ligeramente al darme cuenta de que ese olor, era el de Sam. Arqueó las cejas como si supiera lo que me ocurría y tomó la mano en la que estaba mi anillo, acariciándolo.

—Ahora ves y sientes lo mismo que yo, todo aquí se intensifica.

—Es como si... como si ahora estuviera viendo las cosas de verdad —murmuré con asombro.

La sonrisa que me tenía conquistado fue mi respuesta.

Un escalofrío me sacudió el espinazo y di un respingo, quedándome sin respiración ante semejantes chillidos inhumanos que estallaron tras mi espalda. Me giré en la dirección que me atraía y la amargura y el horror me sacudieron un puñetazo en el estómago. A metros y metros de nosotros, muy a lo lejos, podía apreciar un descomunal bosque de secuoyas negras de raíces retorcidas. Mi cuerpo tembló al sentirme observado. Juzgado. Envidiado. Deseado. Cientos de ojos invisibles me miraban, juraba que así era, me estaban mirando a mí. Se me contrajeron las tripas cuando unas siluetas delgaduchas, grisáceas y blanquecinas, se escabulleron entre los árboles y sus ramas correteando de formas antinaturales. Samael gruñó cabreado, pasando un brazo por mis hombros y dándome la vuelta para evitar que mirara, abrazándome a él.

—¿Qué...? ¿Qué ha sido eso? —pregunté mientras echábamos a andar a toda prisa.

Los dientes de Samael iban a estallar por cómo apretaba la mandíbula.

—Es El Bosque de las Almas... allí residen todas las almas humanas que acaban en el Infierno, cada árbol pertenece a una de ellas —explicó, como si no le gustara una mierda tener que hacerlo—. Nunca se habían atrevido a acercarse tanto, pero que tu estés aquí... las habrá alterado lo suficiente como para hacerlo.

Sam me obligó a mirar hacia adelante cuando me di cuenta de que me era imposible dejar de contemplar el colosal bosque que tiraba de mí en su dirección como si ese fuera mi lugar. Cuando centré la vista hacia delante, un intenso olor a flores frescas me perforó la nariz.

Lilith saltó a mis brazos y yo reí encantado.

—¡No me lo puedo creer! ¡Estás aquí de verdad!

—¿Acaso dudabas de que lo consiguiéramos?

—Un poquito sí.

Su desconfianza resultaba un pelín insultante pero no podía reprochárselo, yo ya me había reído lo suficiente de sus extraños comportamientos en mi mundo, ahora era su turno de devolvérmelo. Ladeé la cabeza curioso al ver a los tres tipos que la habían acompañado, cercanos al gran puente de madera oscura que cruzaba el río de agua negra. Fruncí el ceño desconcertado al darme cuenta de que el agua se veía literalmente negra por culpa del fondo.

El del pelo rizado y castaño parecía simpático y no me miraba como si yo fuera una nueva atracción del Six Flags, a diferencia del pelinegro paliducho con aspecto de chaval de mi edad. Podría pasar perfectamente por un Cullen. Sin embargo, el de pelo largo hasta las clavículas y negro, que vestía como Snape pero con toques rojizos y una capa con capucha digna de un Vulturi, parecía estar ahí por obligación. Era de rostro joven, guapísimo y sin el palo de una Nimbus 2000 metida por el culo. Miré a Lilith y después a ellos.

—¡Oh, sí! Este de aquí es Paymon —dijo mientras iba a por el del pelo rizado y tironeaba de su brazo como si lo acercara para enseñármelo, a lo que el pobre le miró indignado, y después señaló al del pelo negro que se acercó por sí solo—. Él es Belcebú.

—Y mi nombre es Aim —dijo Snape presentándose por sí mismo, al menos parecía majo, incluso inclinó ligeramente la cabeza a modo de saludo educado.

Intenté no arquear las cejas ante esos nombres tan... demoníacos.

—Y ninguno podía esperar quieto, ¿verdad? —siseó Sam entre dientes. Aim suspiró como si estar allí no fuera en absoluto idea suya, sospeché que eso Samael ya lo sabía por cómo miraba a los otros dos demonios.

—¿Estás de coña? ¡Huele a carne fresca a kilómetros! —exclamó Belcebú señalando a sus espaldas con una mano apoyada en el chaleco de esa especie de armadura de cuero negro endurecido y con sombras rojizas—. Lo raro es que no estén todos...

Se calló de golpe en cuanto Lilith le atizó un codazo en el costado sin pestañear, mirando fijamente a Samael. Contemplé de reojo como sus iris habían estallado en rojo, manteniendo la mandíbula tensa y los hombros cuadrados. Belcebú tragó saliva audiblemente y se mordió los labios, ocultando esa sonrisa traviesa que le bailaba en la cara.

—Ah... perdóneme, Majestad.

No me había dado cuenta que desde el pecho de Samael vibraba un ronroneo amenazante y no parpadeaba, parecía una estatua de piedra.

—Ve a El Bosque a poner orden, parece que nadie ha hecho su trabajo en mi ausencia —gruñó entre dientes.

El pobre agachó la cabeza y asintió como un adolescente regañado.

—Sí, Señor.

Se escabulló de allí entre risitas divertidas y Aim puso los ojos en blanco, negando con la cabeza.

—Le acompañaré para comprobar que no se mete en más líos.

Hizo una reverencia hacia ambos antes de marcharse y no pude evitar el amago de una pequeña sonrisa, mientras que Samael asentía con normalidad, demostrando que era costumbre para él.

—Al menos hay un demonio adulto y funcional.

—¡Eh!

El replicar de Paymon y Lilith a la vez me resultó adorable.

—¿Así que este es Paymon? Paymon... ¿Paymon? —dije, arqueando las cejas repetidas veces.

A la primera mujer se le puso la cara a juego con el pelo y sus ojos, sus manos se convirtieron en puños sobre la tela de su vestido, mordiéndose los labios y mirándome como si acabara de decirle a la policía que llevaba diez kilos de coca en el maletero. Samael se atragantó con la risita que se le escapó y a Paymon se le iluminaron sus ojos castaños.

—¿Te ha hablado de mí?

«Oh, por Dios santo, es adorable. Es como un golden retriever... como un golden retriever demoníaco».

Inmediatamente me hice un apunte mental de no mencionar al Altísimo bajo ningún concepto para que no me picaran en pedacitos y me sirvieran en un caldito para Cerbero.

Espera... ¿eso era de esta religión?

Lilith tosió con un disimulo horrible y cabeceó hacia los prados tras el puente.

—Es mejor que vayamos ya —dijo, echando a caminar—. Hay que decir que lo traigan.

Paymon asintió y, a una velocidad inhumana, desapareció corriendo ante nuestros ojos.

—¿A quién?

La seriedad, firmeza y rectitud tensaron el rostro de Sam, quien exhaló con pesar.

—A Eligos. 



Lucifer

En el Infierno no existía un patíbulo, puede que porque nunca consideré la idea de tener que utilizarlo.

El suelo de piedra vibraba bajo la suela de mis zapatos. Lo hacía por la emoción contenida, la ira, la sed de venganza que anhelaba cada uno de mis hermanos. Podía verlo en sus rostros, percibirlo en sus esencias y efluvios que invadían el gran y abierto salón frente a la Biblioteca. No todos los demonios cabían en él, algunos habían decidido mostrar su desprecio hacia el traidor dándole la espalda y volver a sus vidas, confiando en mí la justicia que esperaban, y podía comprenderlo.

Nunca antes un hermano nos había traicionado.

La rebelión y su consecuente caída nos había unido en una hermandad en la que todos dependimos de todos para poder levantarnos de nuevo. Sí, yo era su Rey, pero esa figura no sirve si no hay nada ni nadie a quien reinar, guiar, cuidar y proteger. Fue la promesa que les hice en mi caída, y el trabajo diario de aquello, lo que nos unió en la eternidad.

Giré la cabeza hacia Kailan, que se encontraba apoyado en una de las mesas de la Biblioteca con Lilith sentada a su lado, ambos rodeados de mis fieles más acérrimos. Odiaba la sensación de tener que desconfiar del resto de mis hermanos por culpa de uno solo. No era justo, pero en aquel instante me hacía sentir más cómodo. Kailan me observó dando un leve asentimiento con el que pretendía animarme. Detestaba que tuviera que ser testigo de un momento así, quería que se hubiera quedado en mis aposentos, pero, con todo lo que había sucedido, tan solo estaría tranquilo si se mantenía en mi campo de visión. Suspiré. Aquello, era un impacto doloroso para todos. Sentía la angustia, el sentimiento amargo de la mentira bañando sus aromas, sus miradas, pero todo se opacaba por el terror que emanaba de Eligos.

El terror... y la soberbia.

Dejé el vaso de un golpe sobre una de las mesas, del que no había bebido ni una gota de licor.

—Me he pasado eones llamándote «hermano».

El silencio invadió el Infierno de una forma estremecedora que nunca antes había sucedido. Me volví hacia todos los demonios presentes, pero con la vista clavada en Eligos. Arrodillado en el suelo, era incapaz de devolverme la mirada, quizá cohibido por las dos imponentes figuras de Asmodeo y Belial que le flanqueaban para que no decidiera cometer ninguna estupidez. El aspecto de Eligos era horrible, sus mejillas estaban hundidas y sus ojos enmarcados por ojeras profundas que robaban de él la juventud que tenía antaño. Un mechón de pelo sucio le caía por el rostro. Miraba en todas direcciones, salvo a mí.

—Mírame cuando te hablo.

Alzó la cabeza y el cuello se le tensó con orgullo. Levanté el mentón.

—Yo solo quería...

—No sabía que tuvieras derecho a hablar.

Mis ojos centellearon escarlatas y fue suficiente para que, al menos, agachara ligeramente la cabeza en señal de falsa humildad.

—Me manipulaste, me mentiste —siseé—. Hiciste lo mismo con nuestros hermanos, hablaste en mi nombre, permitiste el paso de un ángel miserable a nuestro hogar y le ayudaste a secuestrar a un humano. Y todo porque ansiabas una guerra.

—Yo no...

—¡Una guerra que solo nos traerá muerte y desgracia! —bramé, acercándome a él. Eligos agachó la mirada—. Una guerra que Azrael desea y que yo no quiero darle, no pienso sacrificar la vida de mis seres queridos tan solo por tu avaricia... ni por su soberbia.

Pude sentir el asombro planear sobre las cabezas de mis hermanos como una nube invisible. Eligos apretó los dientes y se tragó su propio veneno. Me miró con desprecio, como si bien poco le importara ya mi posición para con él.

Compartía ese mismo sentimiento asqueado hacia su persona.

—De no haberlo hecho, usted jamás hubiera conocido a ese... humano.

El tono de repulsión me hizo apretar los dientes. Varios demonios se miraron entre ellos, perplejos ante semejante osadía, mientras que otros contuvieron el aliento. Podía escuchar el rechinar de dientes de Lilith desde mi posición en el centro. Sonreí.

—¿Pretendes que te de las gracias, Eligos?

Levantó sus manos, encadenadas y unidas.

—La profecía estaba sentenciada, yo tan solo aporté mi grano de arena —dijo. Sus iris ambarinos me miraron altivos, pero después se deslizaron hacia Kailan. Se los habría arrancado allí mismo por cómo se atrevió a mirarlo—. El humano estaba destinado a ti... tampoco tenía escapatoria.

Tuve que presenciar como Kailan fruncía el ceño, confuso ante sus manipuladoras y dañinas palabras. Sabía lo que estaba pretendiendo. Apreté los dientes y lo asesiné con la mirada, percibiendo el repentino temblor aterrado de Eligos.

—¿Y por ello decidiste traicionarnos a todos? ¿A tu familia?

—¡Vi la oportunidad de recuperar lo que era suyo, Majestad! ¡El Reino de los Cielos le pertenece!

—¿Manipulándome? ¿Mintiéndome? ¡Me lo juraste! —gruñí dando pasos hacia él—. Te salvé la vida, te saqué de tu encierro y te convertí en Duque del Infierno. Me debías lealtad, no tomar decisiones que no te pertenecen.

Parpadeó con el orgullo herido.

—¡Soy el líder del ejército y...!

—¡Y yo soy tu Rey!

Mi rugido gutural estalló de mi garganta, haciendo eco por cada rincón del Reino, estremeciendo al resto de Planos. Escuché un suave crujido que no dudé en ignorar. Mis ojos refulgieron como dos rubíes incendiados y el Infierno guardó silencio. Contuve mis ganas de estrangular su cuello con tan solo una de mis manos y una ladina sonrisa curvó mis labios.

—Soy tu Rey... pero no un monstruo —murmuré, alzando la barbilla. Sentí la orgullosa mirada de Kailan clavándose en mi cuello con fascinación. Los presentes se miraron entre ellos, confusos, pero no mucho más de lo que estaba Eligos—. Así que te daré la oportunidad de que cumplas con tu palabra.

Tambaleándose y con asombro, Eligos se puso en pie. El murmullo cabreado de los demonios no se hizo esperar, Lilith me miraba con sus ojos escarlatas entrecerrados sin comprender qué estaba haciendo. Esperaban justicia, no una segunda oportunidad.

—Se lo juro, Majestad. Nada de esto volverá a ocurrir... yo.... Se lo prometo, mi Señor... No volveré a mentirle, no...

Mi sonrisa se ensanchó ante sus más que descaradas y viles mentiras.

—Por supuesto que no, porque vas a cumplir con tu palabra —aseguré. La sonrisa y breve felicidad en el rostro de Eligos comenzó a evaporarse con extrema lentitud—. «Y que me arranquen la lengua si miento» dijiste.

Su cuerpo tembló de pies a cabeza y tenues risitas entre dientes comenzaron a aflorar entre la multitud congregada. Eligos miró hacia todas partes, hacia mis fieles.

—No, hermanos... no podéis...

—¿Ahora somos tus hermanos? —le interrumpió Paymon arqueando las cejas, apoyado en la mesa junto a Lilith—. Intentaste matarme... de hecho, en parte lo hiciste.

Observé al Príncipe con cierta sorpresa y después a Eligos con renovada decepción. Negué con la cabeza. El murmullo se hizo más audible, convirtiéndose en gritos afirmativos e insultos hacia el traidor.

—Yo... yo...

—Tu —gruñí, acercándome lentamente hacia él, obligándole a retroceder a cada paso—. Has dado falso testimonio a quienes te salvamos de tu encierro, te has unido a ese ángel bastardo en mi contra, pretendías usurpar mi trono, has manipulado a tus hermanos, les has infringido daño y has cometido el peor error de todos. —Levantó la cabeza para mirarme petrificado cuando escasos centímetros nos separaban—. Hacérselo también al amor de mi existencia.

—Yo no... no pretendía...

Giré la cabeza hacia Belial.

—Llevaos a este traidor mentiroso de aquí —sentencié con firmeza—. Ayudadle a cumplir su palabra... Y después haced con él lo que creáis conveniente.

El estallido de vítores no se hizo esperar, mezclado con los aplausos y gritos de pavor que Eligos profirió al ser arrastrado de su harapienta armadura por el suelo de piedra, el cual arañó con las manos entre gritos de auxilio cuando Asmodeo tiró de él hacia los prados. Lilith saltó de la mesa encantada, riendo y dando saltitos en dirección a la muchedumbre que se alejaba, con Paymon, Belcebú y el resto de hermanos tras sus pasos, festejándolo como un grandísimo espectáculo.

Tomé a Kailan por el brazo para sacarlo de allí, no quería que escuchara lo que estaba por avecinarse, pero parecía que le importaba más bien poco. Solo mantenía sus ojos brillantes puestos en mí mientras hacía polvo un pedacito de madera en su mano derecha. Fruncí el ceño y dirigí la vista a la mesa en la que había estado apoyado.

Había partido un pedazo del borde.

—¿Qué...?

—He descubierto... que tengo algo más de fuerza que de costumbre.

Arqueé las cejas.

—Has partido madera maciza, ¿por qué...?

Comprendí al instante la causa del crujido que había escuchado anteriormente, cuando había recordado mi posición en un bramido de superioridad. No tuve opción a formular ninguna frase más en cuanto Kailan me tomó por la nuca y estampó sus labios contra los míos, devorándolos con hambruna. Cada uno de mis sentidos perdieron el juicio ante su aroma intensificado.

—¿Dónde están sus aposentos, Majestad? —susurró en un gruñido sobre mi boca, mordiendo mi labio Inferior.

Creí desfallecer ante semejante delirio. Debería estar aterrado por lo que acababa de ver, incluso huir en cualquier otra dirección contraria a mí. Sin embargo, fue todo lo contrario.

—Las escaleras a la izquierda —me escuché a mí mismo sisear con la voz roca sin tan siquiera darme cuenta.

Kailan sonrió ladino, delineando el perfil de mi mandíbula mientras me observaba con esa mirada brillante de lujuria que me hacía perder la razón. Pegó sus labios a mi oído y le escuche ampliar su sonrisa.

—Allí le espero... mi Rey.

Mi cuerpo tembló ante el irradiante calor que se acumuló en mi vientre. Me dejó allí, estático, perplejo y completamente loco. Contemplé el pequeño trozo desquebrajado de la mesa con el ceño fruncido.

Y la más grande de mis sonrisas curvó mis labios con fiereza.



Kailan

Un largo jadeo rompió mi garganta a la vez que me aferraba al pelo de Samael por su nuca, dejando de moverme sobre él lentamente. Su gruñido satisfecho inundo la inmensa estancia y apoyo su frente en mi hombro. Sentí su cálido aliento sobre mi pecho mientras con la mano izquierda me aferraba al respaldo de su trono.

Su sonrisa en ese instante fue jodidamente maravillosa.

—Adoro esa mentalidad retorcida, mi pequeño demonio —susurró devorando mi cuerpo con su mirada mientras apoyaba la espalda y sus dedos se enterraban en mi cadera, haciéndome sonreír.

—Ya me he acostado con el Diablo —murmuré acariciando su nariz con la mía—. Hacerlo en el Infierno y sobre su trono es algo que necesitaba tachar de mi lista.

Esa risita entre dientes me la había puesto dura de nuevo. Dio un vistazo a la habitación.

—¿Y destrozar la mitad de los muebles también?

Señaló con la barbilla el inmenso escritorio desquebrajado, así como los estantes rotos al embestirme con fuerza contra ellos horas atrás. Asentí con orgullo y miré la cama intacta a sus espaldas.

—Ya solo me falta un sitio.

Su carcajada calentó mi corazón y lo hizo latir desbocado. Gemí cuando me pegó a él, envolviéndome entre sus posesivos brazos. Me llené los pulmones de su olor y mordí mis labios.

—Ahora lo entiendo —confesé pegando mi frente a la suya, en un murmullo que lo dejó confuso—. Los aromas, las sensaciones, la fuerza... una vitalidad y energía inagotables... ahora lo entiendo. —Descansé mis labios cerca de su oído—. Ahora yo tampoco me canso.

Acarició mi mejilla, mirándome sonriente y embelesado, y dejó sobre ella la palma de su mano, adorando cada parte de mi cara ya sin herida alguna. Tenía razón, el anillo y el poder del Infierno me habían sanado por completo. No me dolían las costillas, ni la ceja, el ojo, la nariz o los labios. No me dolía nada, ni siquiera dolores que a veces me perseguían debido al esfuerzo físico de los combates.

Me sentía perfecto, invencible.

«Perfecto para él».

Me tragué ese pensamiento y observé el Infierno, acurrucado sobre pecho y abrazado a él, sentado en su regazo.

—Nunca me lo había imaginado así —reconocí, ganándome su atención. Su mano acariciaba mi espalda con lentitud, provocándome agradables escalofríos—. Es precioso, pero... en parte parece frío y triste.

Samael tragó saliva y agachó la mirada.

—El Infierno adopta la esencia de quien lo gobierna.

Le miré a los ojos, sorprendido.

—No me parece que tú seas así.

Suspiró con pesar, dejando un beso sobre mi pómulo.

—Puede que hubiera un tiempo en que sí lo fuera.

Tomé su cara entre mis manos y la besé con dulzura. Sus mejillas, sus ojos cerrados, su frente y su nariz larga y recta. Esos pómulos perfectos y el perfil de su mandíbula hasta llegar a su mentón. Samael se dejó querer y me encantó que así fuera, quería transmitirle con cada célula de mi piel lo muchísimo que lo quería, lo perfecto y maravilloso que era. Besé sus labios con adoración mientras acariciaba su pelo, aferrándome con cuidado a puñados de él para profundizar en su boca y saborear su lengua. Me abrasó la piel deslizando las manos por todo mi cuerpo, ayudándome a colocarme de nuevo sobre él. Necesitaba sentirle, que emborrachara todos y cada uno de mis sentidos solo como él sabía hacer. Su aroma en mi sistema era tan necesario como el aire en mis pulmones.

Hasta que alguien decidió que era buen momento para aporrear sus nudillos contra las enormes puertas.

—¡Lárgate! —ladré en su dirección.

Samael me miró frunciendo el ceño, con un ligero brillo divertido en su mirada y me aclaré la garganta, sintiendo como mi pecho subía y bajaba.

—No es un buen momento —añadió él en la misma dirección.

—Soy Dantalion, mi Señor.

Exhaló con fuerza y pegó su cabeza al respaldo.

—Seguro que, sea lo que sea que está sucediendo, puede esperar.

Se escuchó el carraspeó del demonio tras la puerta, seguido de unos breves segundos de silencio.

—Me temo que esto no, Majestad.

Puse los ojos en blanco y me levanté, yendo hacia mis pantalones para ponérmelos. Se me hizo la boca agua viendo como Sam se colocaba una túnica negra que se ceñía a su cuerpo a la perfección y casi mando a la mierda al maldito Dantalion.

—¿Qué ocurre? —dijo Samael, indicándole que podía pasar.

El demonio, que vestía una túnica similar a la de Aim, observó el desastre y reprimió una sonrisita. Caí en ese instante en que, probablemente, no hubiera demonio en todo el Infierno que no supiera lo que estuviera pasando. Y dado que este cuarto estaba en un abismo sin techo y casi sin paredes, quizá hasta nos hubieran visto.

Me sorprendió que me importara más bien poco.

El rostro de Dantalion se volvió serio, incluso preocupado.

—Tiene visita, Señor.

Cruzado de brazos, las cejas de Sam casi se unieron sobre sus ojos.

—¿Era eso lo que no podía esperar? ¿Tan impaciente es esa visita? —preguntó irónico.

Dantalion torció el gesto con sarcasmo y asomo de duda.

—Siendo honestos, Majestad... no me gustaría probar la paciencia de su hermano Miguel. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro