Capítulo 1. Sin City.
Las Vegas, Nevada. Julio de 2022
Lucifer
Desde la esquina izquierda de la azotea del Bellagio podía contemplarse gran parte de la Ciudad del Pecado.
O al menos todo aquello cuanto mis ojos abarcaran.
Con un cigarrillo colgando de mis labios, las manos en los bolsillos y de pie al borde del abismo, me perdí entre los cientos y cientos de luces que teñían las calles. Desde aquí arriba me sentía como en el desfiladero del Infierno, con mi Reino a mis pies.
Rojos, azules y dorados iluminaban Las Vegas como miles de luciérnagas furiosas en mitad de esa recién empezada noche. Pantallas y carteles de espectáculos inundaban la avenida principal: números circenses, teatros, veladas de boxeo, bailarines y cantantes en números musicales... todo el entretenimiento que quisieras encontrar si te habías hartado de consumir drogas y ver a las strippers locales.
¿Acaso alguien podía hartarse de eso?
A mi izquierda, el luminoso y rojizo letrero del Caesar's Palace relucía en lo más alto del imponente edificio de burda imitación a la arquitectura romana, que escondía tras él incluso un falso Coliseo. A lo largo de Las Vegas Boulevard un seguido de hoteles temáticos presidían la calle principal por la que, al menos de una forma ficticia, podías recorrer medio mundo. Desde Venecia hasta París y sin necesidad de cambiar de acera.
Reí.
Estos patéticos humanos a veces podían ser increíbles.
Saqué mi encendedor plateado, prendí el cigarro y lo volví a guardar en el bolsillo derecho de mis pantalones de traje.
Al menos habían sabido crear un buen parque de diversiones. Sobre todo, para nosotros.
Di una calada y, con el humo serpenteando ante mis ojos, me deleité con el espectáculo de las fuentes del hotel en el que Lilith y yo llevábamos un par de días hospedados. Sentí el sabor del tabaco en la punta de la lengua mientras el agua danzaba en la distancia al ritmo hipnótico de la música, ante mis ojos y los de decenas de turistas. En su mayoría grupos de hombres y mujeres que iban de un lado para otro en busca de todos aquellos pecados y placeres que en sus vidas normales temían permitirse. La cara oculta de los falsos escaparates que tenían por vidas. Ese lado oscuro que no les mostrarían a sus madres, padres, jefes, parejas o redes sociales.
Aquí se desenmascaraban y mostraban su verdadero yo para después regresar a sus vidas con el rabo entre las piernas, fingiendo ser las personas de buena fe que nunca fueron.
Porque lo que pasaba en Las Vegas, se quedaba en Las Vegas.
Sonreí.
Panda de hipócritas.
Las Vegas era el Infierno de los humanos, pero en el único y mejor de los sentidos. Porque el resto de ellos, la oscura verdad, no soportaban admitirla.
Drogas, prostitución, mafias, juego, cadáveres cimentando el desierto sobre el que se yergue... los vicios despreciables y la ambición humana no tenían mucha diferencia con lo que allí abajo residía. Al fin y al cabo, pudiera ser que mi santo Padre tuviera razón y estuvieran hechos a nuestra imagen y semejanza.
Pero significaba aceptar que no solo en todo lo virtuoso, sino también en lo aberrante y detestable. Y ese era un trago amargo y difícil de pasar.
Sentí una ligera y pequeña quemazón en mi brazo derecho y observé la negra serpiente tatuada que envolvía mi antebrazo. Se removió con vida propia como si acabara de despertar y uno de sus ojos me miró.
Reí y la observé de vuelta.
—Puedes salir, estás a salvo. Dudo que alguien pueda vernos aquí arriba —dije con el cigarrillo entre mis labios.
Una espesa bruma negra emanó de mi piel llevándose la vida de la serpiente y dejándola estática, hasta que una figura empezó a dibujarse en el interior de esa neblina. En su forma corpórea, Lilith se materializó a mi lado.
Esta bostezó y estiró los brazos, desperezándose.
—Buenos días, princesa —mascullé en broma.
—Buenas noches, más bien —me corrigió la primera mujer antes de arrebatarme el cigarrillo con sus finos y delicados dedos. Metí las manos en los bolsillos de nuevo.
Lilith fumó tranquila. La brisa nocturna ondeaba su larga, pelirroja y rizada melena a la espalda, meciendo también la falda larga de tul de su negro vestido de tirantes, por el que asomaba una de sus kilométricas piernas a través de la obertura. Fruncí el ceño cuando me di cuenta de que llevaba sus botas negras de estilo militar en su mano izquierda.
Se encogió de hombros, haciéndome reír. Era bastante habitual verla descalza en el Infierno. Se sentó al borde de la azotea, con el cigarrillo entre sus labios, y empezó a calzarse las botas.
—¿Te has divertido mucho sin mí?
Sonreí.
—Eso nunca.
Ella se llevó una mano al pecho, fingiendo estar conmovida a la vez que hacía un puchero.
—Tan solo he subido aquí para echar un vistazo, las cosas se ven mucho mejor con perspectiva.
Lilith arqueó las cejas mientras se ataba los cordones de una bota.
—En todos los sentidos.
—Desde luego.
Ambos reímos. Observé de nuevo la ciudad y después a ella.
—¿Has podido descansar?
Asintió en respuesta, agradecida por el interés, devolviéndome el cigarro con una mano antes de disponerse a atar los cordones de la otra bota. Me llevé el cigarrillo de vuelta a los labios, di una calada y, exhalando el humo, analicé el anillo en mi mano izquierda.
Todo castigo tiene una parte buena. La mía, era que la plata del Cielo tenía algunas posibilidades que podían funcionarme. Sí, conjurada podía ser la mayor de las armas y condenas, y por eso la llevaba conmigo. Era mi impedimento eterno, la respuesta a la inexistente pregunta de si volvería a subir al Cielo.
Porque para volver a subir, primero tendría que querer hacerlo. Y si quería, no sería precisamente con una cesta de bienvenida a rebosar de pastelitos.
Si no haciéndole tragar un caldero de plata fundida a Azrael para ver cómo se solidificaba en su maldita garganta.
Cerré los ojos momentáneamente cuando los sentí arder. Supe que mi iris había vuelto al negro en cuanto los abrí, sin necesidad de comprobarlo.
El anillo era mi castigo, desde luego. Pero ya hice una vez de mi castigo mi Reino, ¿por qué no volverlo a intentar?
Observé el anillo nuevamente, agradeciendo los dones de magos y hechiceros de algunos de mis fieles. Si bien anular la maldición que recaía sobre la plata era prácticamente imposible, conjurarla de nuevo y que sirviera para todavía más... tampoco había sido demasiado difícil. Supongo que en el Cielo debieron de haberlo pensado dos veces antes de hacerme dueño de semejante poder.
Lo malo, era que habían destrozado mis alas para siempre, impidiéndome subir ahí arriba y asegurándose ellos una calma por esa misma razón.
Lo bueno, era que la plata del Cielo nuevamente conjurada podía ser a la vez portal y conductora, y en este caso, lo era del poder del Infierno. Gracias a ella, Lilith podía adentrarse en mi cuerpo (y no siempre en el mejor de los sentidos) y absorber esa energía para recuperarse de la debilidad que le provocaban demasiadas horas expuesta en el Plano Terrenal. Tenía más fuerza, más vitalidad. Yo mismo podía hacerme con ese poder, aunque normalmente no lo necesitaba.
Y lo mejor, no teníamos si quiera que volver allí para hacerlo. Facilitaba mucho las cosas saber que podíamos volver al Infierno en cualquier momento a través del portal si era necesario, pero el conjuro se encargaba de que por la plata fluyera de allí cuanto poder quisiéramos, sin tener que regresar.
Eso me hacía especialmente feliz por Lilith, pues sabía cuánto había anhelado durante eones el poder salir. Y también era mucho más divertido.
Las diabluras siempre eran mejores si las hacías acompañado.
Y yo no podía imaginar una amiga mejor.
Un fuerte portazo me sacó de mis pensamientos, haciéndome fruncir el ceño. Lilith, que balanceaba sus pies alegremente, colgando en el vacío, me observó con mi mismo gesto. Bajé de un salto al suelo de la azotea y me dirigí al extremo paralelo con curiosidad. La mujer siguió mis pasos, pero por el borde del muro y sin temor alguno a precipitarse hotel abajo. Con el casi consumido cigarro entre mis labios, apoyé mis brazos en dicho muro y me asomé para observar lo que sucedía mientras Lilith se agachaba a mi lado sobre él, con las rodillas pegadas a su pecho.
La puerta metálica, probablemente dueña del ruido de antes, se azotó de nuevo violentamente contra la pared blanca a su lado, por las que estaba compuesta un bajito edificio de aspecto algo descuidado y anexo al Bellagio.
—¡Kailan! ¡Vuelve aquí maldita sea! —vociferó un hombre alto y rubio desde el marco de la puerta.
Dirigí la vista hacia a quién o a lo que le estaba gritando.
Un chico joven con el pelo teñido de un rojo oscuro, ya con raíces negras, de tez morena y vestido con unos pantalones grises deportivos y una camiseta negra sin mangas que dejaba ver todos los tatuajes de su brazo izquierdo, caminaba a toda prisa por el abandonado parking vallado con una mochila de deporte echada al hombro.
—¡Qué te jodan, Archie! —gritó en respuesta, girándose hacia él, sacándole el dedo corazón.
Negué con la cabeza y suspiré decepcionado.
—Humanos... les das el libre albedrío y después lo desperdician con escoria que lleva un nombre como «Archie»—murmuré en voz baja, aunque sabía que no podían escucharme debido a su propio escándalo y griterío. Y a la altura a la que nos encontrábamos.
Lilith rio y me robó el cigarrillo para darle una última calada, sentándose de nuevo con las piernas colgando.
—Parece que alguien está enfadado —añadió interesada, apagando la colilla sobre el borde del muro y lanzándola hacia abajo.
La reprendí por ello, pero por suerte esos dos ni se inmutaron.
—¡Eres un cabronazo! ¿Lo sabías? —escupió con rabia el del pelo rojo—. Cepíllate a todas las que quieras, pero déjame en paz de una maldita vez.
—Vaya... huele a engaño y a que además le importa poco.
Lilith cruzó una pierna sobre la otra, asintiendo para sí misma.
—¿Desde cuando eres tan cotilla?
—Calla, no les escucho si hablas —me dijo, haciendo un gesto con la mano para que bajara la voz.
Reí y negué con la cabeza una vez más, volviendo a posar la mirada en la escena que se desarrollaba unos cuantos metros más abajo.
—¡Esa zorra se me lanzó al cuello! ¿Qué querías que hiciera?
—¡No tirártela era una opción!
—¡Tú padre quiere que me case con ella por negocios! ¡Madura de una puta vez!
—¡Se la chuparías a mi padre con tal de seguir siendo su perrito faldero!
Lilith y yo giramos la cabeza bruscamente para mirarnos a la vez. Desde luego, ese puñal lanzado al aire nadie lo había visto venir. De hecho, ni el propio rubio pareció esperar que el chico fuera capaz de decir algo así.
Y entonces lo supe.
Hubo algo en la sombra de su rostro cuando cambió al escuchar esa frase, que hizo que mis instintos se alertaran. Ya había conocido a escoria de su calaña antes, como almas míseras y torturadas por mis hermanos en el Infierno, y reconocí todos los mismos puntos peligrosos en ese patán ridículo con ínfulas de grandeza.
Se aproximó a zancadas rápidas hacia é, que se había quedado paralizado, y lo cogió por el cuello, estampando su espalda contra el lateral de un coche.
—Yo no soy un puto enfermo y maricón como tú —siseó entre dientes con asco—. Así que mucho cuidado con lo que dices, Kailan. Porque puede salirte muy caro lo que insinúas.
El chico, aun preso de la asfixia y con ambas manos intentando zafarse del agarre, algo imposible dado que el hombrecillo le sacaba una cabeza, sonrió sarcástico.
—¿Y todas las veces que nos hemos acostado en este último año en qué te convierten entonces?
El silencio se hizo en ese mugriento y deshabitado parking, pero se rompió en cuestión de segundos cuando ese tío le propinó una bofetada que le giró la cara.
No supe muy bien en qué momento mi mano derecha se había aferrado al borde del muro, pero me di cuenta cuando mis dedos empezaron a clavarse en la piedra, desquebrajándola. Sentí mis ojos brillar como las llamas, como dos rubíes en mitad de la oscuridad. La mano de Lilith se posó sobre mi hombro, pero incluso así, no pude ni quería calmarme. Mi cuerpo estaba tenso, preparado para actuar, aunque eso implicara mostrarme a mí mismo ante los ojos humanos.
Observé a la mujer a mi lado, que tampoco parecía estar mucho mejor. Contenía el aire como si por expulsarlo fuera a morir. Sus iris siempre escarlatas ahora se habían intercambiado por un color negro que bañaba sus ojos en su plenitud, sin dejar un atisbo de esclerótica blanca. Junto con su eterno y emborronado maquillaje negro alrededor de los ojos, el conjunto se asemejaba a un antifaz terrorífico.
Yo no era el único que odiaba las injusticias y a los criminales, y mucho menos a desgraciados como ese.
—Escúchame, niñato engreído —gruñó la basura infecta, tomando al chico por el rostro con una sola mano—. Me casaré con esa zorra si tu padre así me lo pide...
—Pues entonces déjame a mí en paz —masculló este en respuesta y como pudo, interrumpiéndole.
El muy repugnante le mostró una sonrisa ganadora, negando con la cabeza.
—De eso nada, eres mi maldito trofeo —replicó con soberbia—. Si no eres mío, no lo serás de nadie, ¿lo entiendes? Y algún día nos agradecerás a tu padre y a mí todo lo que hemos hecho por ti.
Y, para mi sorpresa. El chico sonrió.
Y le escupió en la cara.
—Antes vendo mi alma al Diablo —rugió entre dientes.
Arqueé una ceja, sintiendo como el fulgor de mis ojos se calmaba. Lilith me observó curiosa y después posó su mirada de nuevo en la escena. El ser tembló patéticamente de rabia, se limpió la cara con la mano libre y, con la otra, apretó su cuello.
—De esta ni eso podría salvarte —susurró alzando el puño con rabia—. Así que corre, Kailan, ve a llamarlo.
Una desquiciada y tensa sonrisa tiró de mis labios. Ni siquiera parpadeé.
—No hará falta, ya estoy aquí —siseé en un gruñido ronco que deformó mi voz.
Estuve a punto de saltar al vacío, consumido por el odio y la ira que arrasaban y retorcían mis entrañas, pero la mano de Lilith volvió a posarse en mi hombro justo cuando alguien apareció por la puerta.
—¡Eh! ¡Qué coño hacéis! ¡Queda media hora para el combate y Kailan tiene que prepararse! —ladró un tipo vestido enteramente de negro y con un pinganillo en la oreja.
Lo que más me encolerizó en ese momento fue ver cómo el recién llegado se percató de lo que estaba por suceder, y aun así no hizo nada por impedirlo.
Ni hizo nada. No movió un músculo. No intentó detenerlo.
Le hubiera arrancado los ojos allí mismo.
Para su propia suerte y mi desgracia, el deshecho humano bajó el puño en cuanto el tipo de la puerta volvió dentro, dejándome con las ganas de aplastarle el cráneo. Aunque sabía que con un alma como esa no tendría ni para empezar. Si es que acaso la tenía.
—Tendremos que volver más tarde a por él —comentó Lilith, viendo como el desgraciado se adentraba en el edificio.
—Lo sé, pero no me importa retrasar su agonía un par de horas.
Ella sonrió complacida. Vi cómo el chico, todavía al lado del coche, suspiraba de alivio. Cogió su pesada mochila y volvió a echársela al hombro, caminando con pesadumbre hacia el edificio como si fuera lo que menos le apetecía en el mundo. Por unos momentos se paró en mitad del parking y miró a su alrededor, pareciera que se hubiera dado cuenta de que alguien le había estado observando.
Sus ojos de un verde intenso como los jardines del Cielo se pasearon por los alrededores. La pureza que había en ellos me sobrecogió sin tan siquiera darme cuenta.
No habría recordado el color de esos jardines celestiales ni en milenios de no ser por esa mirada.
Gracias al Infierno que esos profundos orbes esmeralda no dieron con nosotros, aunque dudé que fuera posible dada la altura en la que nos encontrábamos. Pues cualquier humano no habría podido ver ni oír con detalle lo que nosotros habíamos presenciado.
Suspiró de nuevo, pero con más pesadez que antes. Por primera vez en mucho tiempo, tuve que carraspear. Parpadeé perdido, pues parecía que acabase de salir de un trance. Lilith me observó curiosa, pero fingí no darme cuenta. Y ella fingió no darse cuenta de mi fingimiento.
—Solo hoy, solo por última vez —farfulló en voz baja y para sí mismo.
Entonces se adentró en el edificio, dejando que el parking recuperase su soledad.
Fruncí el entrecejo ante esas últimas palabras del chico. ¿A qué habría querido referirse? Alcé la vista de forma distraída y dándome la vuelta para apoyar mi baja espalda en el muro, escuchando a Lilith chasquear con la lengua algo frustrada por no haber podido actuar, y en mi recorrido mis ojos dieron con algo con lo que nunca me esperé topar.
A lo lejos, en una de las pantallas de la calle principal, el mismo chico que acabábamos de ver aparecía acompañado de un desconocido. En guardia, sin camiseta, con las manos vendadas y un pantalón de boxeador rojo como la grana, su imagen se emitía en la pantalla junto a la de un chico que probablemente tendría su edad e imitaba su posición.
«Kailan Miller vs. Noah Thornton ¡No se pierdan la velada de boxeo más importante hasta la fecha! ¡El actual campeón contra la futura promesa! ¡Hagan sus apuestas!».
«Kailan Miller».
Paladeé cada sílaba de ese nombre como si del licor más dulce y sabroso del Infierno se tratase.
Alcé una ceja a medida que una sonrisa ladeada se empezó a formar en mi rostro. Miré a Lilith, quien observó sorprendida la pantalla y entonces me miró con una divertida y traviesa sonrisa que no dudé en imitar.
—Ya tenemos plan para esta noche.
Kailan
Mi pierna derecha se movía arriba y abajo con nerviosismo. No estaba muy seguro de haberle dado previamente esa orden, pero ella lo hacía igual. De la misma forma que mis dientes tironeaban del extremo de una pequeña piel muerta que había en mi labio inferior. Cerré los ojos y suspiré con pesadez. Apoyé mi frente en mis manos vendadas, entrelazadas y aferradas al colgante que sostenía.
«No soy creyente, y si Dios existe, lo sabe. Joder que si lo sabe. Pero por una vez... me gustaría serlo» pensé. Porque por una vez, tendría alguien o algo a lo que narices rezarle.
Al que pedirle que lo de esa noche saliera bien.
Porque si estaba nervioso no era por el combate. No, los combates no me daban miedo. Cada pelea me llenaba el cuerpo de ese chute de adrenalina que casi te deja ciego. Ese chute por el que siempre volvía a la lona, como un yonqui en busca de su dosis antes de que le dé el mono y le deje en el suelo, sudando y temblando.
Porque sudando y temblando quedaban la mayoría de los gilipollas que se enfrentaron contra mí.
Al menos hasta hacía dos años.
Cuando empecé en esto a los dieciséis eran peleas ilegales, callejeras, sucias. No había normas más allá de solo usar los puños, ganaba el que quedaba en pie, no importaba cómo fuera. Muchas de aquellas veces sí caí y mordí el polvo, pero me volví a levantar. Eso dicen que es la vida, ¿no? Te caes y te levantas.
Ya, y una mierda. Ahora, a mis veinticuatro años y desde el más profundo subsuelo en el que llevo dos años, le digo al imbécil que inventó esa frase que puede besarme el maldito trasero.
Oh, sí, los combates podían generarme muchas cosas: adrenalina por la lucha, rabia por mi padre... pero nunca miedo. Ni los golpes, ni los contrincantes, ni el jodido dolor de cara al día siguiente... Nada de eso daba miedo ya, era mucho tiempo entre las cuerdas.
Lo que me daba terror de verdad era que lo de esta noche se fuera a la mierda, porque entonces todo acabaría. Mi vida lo haría.
Y no solo la mía.
Recordaba la voz de mi abuela a través del auricular del viejo teléfono, en esa cochambrosa cabina de Goldhill Avenue, hacía tan solo un par de horas. «Los Herrera somos fuertes, mi amor. Confiamos en ti, tú puedes» decía, con su marcado acento mexicano que a pesar de los años en Estados Unidos nunca desaparecía. Mierda, cómo lo había echado de menos. Tuve que morderme los labios hasta dejarme la marca de los dientes para no romperme y echarme a llorar. Ella era fuerte, incluso mi madre lo fue, antes de que el puto cáncer la apartara de mi lado. Valentina Herrera fue fuerte hasta el final, y sé que mi abuela Regina también lo es. Un legado de mujeres fuertes y valientes que salieron adelante sin los imbéciles de sus maridos, eso era lo que me precedía. Y siendo el primer hombre desde hacía al menos tres generaciones, debía estar a la altura de todas ellas.
Por suerte, el buenazo de mi padrastro no le dejó estar mucho al teléfono en busca de que no se alterara. Con Henry siempre podías hablar, siempre podías confiar en él. Y él siempre me agradeció que les hubiera estado mandando parte de mis ganancias para vivir. Cuidaba de mi abuela y de mi hermana, así que no podía pedirle más.
Pero ahora tocaba ponerles a salvo hasta la próxima llamada, una vez estuviera fuera de peligro.
Abrí los ojos sin saber si esos recuerdos en mi cabeza bastaban como oración, y dudaba mucho que el cabrón ahí arriba realmente escuchara peticiones. De todas formas, nada podría tranquilizarme en ese momento, incluso sabiendo que contaba con la ayuda de Elijah aquí y la de Sully y los suyos en Nueva York, difícilmente algo más iba a poder reconfortarme.
Guardé de nuevo el colgante en un bolsillo de mi mochila deportiva, junto al resto de mis pertenencias, y me puse en pie. Miré a mi alrededor, asqueado y más que harto de ese vestuario viejo y enano. A mi espalda un banquito largo, estrecho y ridículo de madera antigua, en el que había estado sentado y del que estaba seguro que no aguantaría a más de dos personas. El eufemismo de una ducha, pues era un simple grifo goteante clavado en la pared del que salía agua congelada, estaba a mi derecha. A la izquierda, un lavabo, un espejo fragmentado y, tras la puerta, un cuarto de baño del que provenía un olor putrefacto de las cañerías, que prefería mejor no averiguar a qué se debía.
—Joder, qué asco de sitio —gruñí entre dientes. El Bellagio tendría mucha pasta, pero para el interior del edificio de al lado, no tanta.
La puerta de la entrada se abrió a mi lado bruscamente. Ni siquiera me molesté en mirar a Archie y a dos de los gilipollas de sus perros secuaces, porque lo último que quería era ver su cara de imbécil.
—Te toca salir —farfulló, mascando chicle de manera impertinente, con ambas manos en sus caderas.
Desde luego, escuchar su voz de todavía más imbécil era mucho peor.
«Una lástima que no se atragante con el chicle» pensé conteniendo un gruñido de rabia interna. Abrí la bolsa de malas maneras y saqué los guantes negros, empezando a colocármelos.
—Recuerdas lo que tienes que hacer, ¿no? —inquirió, ladeando la cabeza. Pero de nuevo, no respondí.
Ni quería ni tenía pensado hacerlo.
Pero eso pareció molestarle, como todo. Porque todo era una excusa para ello. Me cogió por el pelo, tirando de un buen puñado para obligarme a mirarle. Apreté los dientes y aparté la vista, porque tampoco podía hacer mucho más. Todo mi cuerpo se estremeció hasta ponerme la carne de gallina. La rabia abrió un agujero en mi pecho, frustrándome y llenándome de impotencia.
No, a los combates no les tenía miedo, pero a ese hijo de puta sí.
—Recuerdas lo que tienes que hacer, ¿sí o no? —siseo entre dientes, pegándome la nariz a la mejilla. Cerré los ojos en un burdo intento por controlarme. Quería matarle, quería pegarle hasta que dejara de respirar—. ¿O es que quieres que le hagamos una visita a tu abuela y a tu hermanita?
El silencio se hizo, roto únicamente por mi respiración furiosa y agitada.
—Tío, ten cuidado, no puede subir al ring delante de cientos de personas con la cara rota —le recordó entre risas Spencer, el perro número uno, una de esas mierdas con patas que le acompañaba. Porque la mierda solo se junta con más mierda.
—No hará falta que le haga nada —dijo Archie con gesto divertido, alejando su fea cara de mí—. Porque recuerdas perfectamente lo que tienes que hacer, ¿verdad que sí, Kailan?
Tensé la mandíbula todavía con más fuerza. En ese instante sentía rígidos todos y cada uno de los puñeteros músculos que me mantenían en pie. Porque nunca podría contra ese cabronazo, porque siempre se las apañaba para ir rodeado de otros cabronazos.
Y es que, si algo tenían la gentuza cómo él, es que eran cobardes. Porque sabían que podía acabar con ellos. ¿Después de todas las victorias a mis espaldas? ¿Después de a todos a los que he enviado al hospital? ¿Aun sabiendo lo que pasó en aquel almacén abandonado donde me encontraron en Phoenix? Pero estando ellos siempre acompañados y yo encadenado como un rehén por mi propio padre...
Cogí aire y abrí los ojos de nuevo.
—Caer en el sexto asalto —gruñí.
Archie sonrió victorioso y palmeó mi mejilla como a un chucho que acababa de cumplir una orden.
—Buen chico.
Sentí la bilis subir por mi garganta y tuve que hacer un gran esfuerzo por no escupirle de nuevo.
—Y ahora andando —añadió, dejando que terminara de colocarme los guantes—. Tienes que salir ahí para hacernos de oro, chico. Es tu último combate de la temporada.
Les vi salir del vestuario entre carcajadas triunfantes, probablemente imaginando en cuántas mesas de póker podrían jugar, cuánta droga podrían comprar y a cuántas prostitutas iban a contratar con todo el dinero que iban a sacar a costa de mi fracaso esta noche.
Sonreí a sus espaldas.
Qué felicidad da siempre ser un puto ignorante de lo que la vida te tiene preparado por venir.
Porque iba a dar el mejor espectáculo sobre esa lona y entre esas cuerdas. Al fin y al cabo, era mi último combate de la temporada, ¿no?
Y quien dice de la temporada, dice de mi vida.
Por siempre y para siempre.
Knockout, cabronazos.
El pulso latía contra mis sienes. La capucha de la bata negra de satén me cubría y, con la cabeza agachada, apenas se me veía la cara. La oscuridad inundaba el lugar junto con el tenso silencio. Y entonces sonaron.
Las primeras notas de Lose Yourself.
Sonreí.
Eminem siempre me había gustado, y esa canción era una de las que me reventaba los tímpanos sin compasión siempre que entrenaba. Mi corazón acompasaba sus latidos a los beats frenéticos y me hacía sentir vivo mientras corría de madrugada por las calles de Las Vegas.
El griterío del público en las gradas se hizo presente. Estos cabrones que me retenían no tenían ni un mínimo aprecio por mí porque yo tan solo era la gallina de los huevos de oro, pero el público sí.
El público me quería, me adoraba.
Caminé por el largo pasillo de suelo negro hasta el ring bajo la luz de un imponente foco, con el presentador gritando mi nombre en mitad de la lona. La gente le siguió, coreándolo.
Por esto lo hacía, esto me ayudó a seguir. O al menos lo hizo durante un tiempo.
El lugar era inmenso. El eco de los gritos rebotaba por el pabellón. El público sostenía carteles con el nombre de Noah y el mío desde las gradas y las tres zonas valladas de la pista para el público. La cuarta, en el lateral izquierdo del ring, era para los vips, pues tenía la mejor vista. El estadio olía a sangre y sudor del combate previo, al PVC desgastado de la lona y a terror. Esto último lo detecté en el otro púgil que, en apariencia fuerte, evitaba mirarme desde su esquina. Me aguanté la sonrisa y mantuve el rostro serio, acompañado de una mirada fiera.
Mal empezábamos sí no ibas a ser capaz de mirar al tío con el que te ibas a partir la cara en unos minutos.
Brendan, mi entrenador, me abrió las cuerdas y pasé entre ellas una vez subí las escaleras de mi esquina, me ayudó a quitarme la bata y me dio un par de instrucciones, recordándome todo lo que habíamos trabajado en el último mes. Era un grandullón noble, de esos a los que cuando los ves los catalogas como «un buen tipo». Alto, fortachón, con la nariz aplastada, poca barba y la cabeza rapada. El único en este lugar que si mostraba algo de compasión y amistad por mí. El que me había ayudado en cada entrenamiento y combate durante estos dos últimos años en Las Vegas.
Asentí a sus indicaciones en mi oído con firmeza. Lo sabía, repasaba el plan trazado y las técnicas en mi cabeza. Boxear no era solo subirse a la lona y dar golpes sin ton ni son hasta que el otro caiga. Era entrenar, estudiar al rival. Era practicar técnicas, combinaciones, juegos de piernas. Era preparar tu mente para la pelea, porque la cabeza podía jugarte una mala pasada. Era caer y levantarse. Toda mi puta vida había consistido siempre en eso desde los dieciséis.
Palmeó mi espalda con cariño, pues parecía ser el único que confiaba en mí, aunque se tragaba sin remedio la mierda amarga que mi padre hacía de un deporte tan noble como este.
Porque por supuesto que el combate estaba amañado.
Noah Thornton era un mierdecilla, pero tenía tirón. Las marcas y patrocinadores se mataban por él, por que llevara sus logos y eslóganes en las sudaderas, en la bata, en los pantalones, en los guantes. En cualquier sitio que se pudiera ver. El tío era como una valla publicitaria con patas y se vendía al mejor postor. Eso le hizo de esto un ganador. Y los perdedores no hacen buena publicidad, por eso era «la joven promesa».
La joven promesa de un fraude enmascarado.
Fraude que todos sabían, y que todos aplaudían porque les proporcionaba pasta.
Apreté los dientes.
Putos hipócritas.
Le había visto pelear, y por mucho que entrenara, era mediocre. Ni bueno ni malo, simplemente estaba en el medio. Nunca destacaba y nunca lo haría. Y sus agentes lo sabían. Así que cuando empezó a perder contra los grandes al dejar a atrás a los niños y jugar en ligas mayores, tirar de talonario fue una buena idea y la única opción.
Me hervía la sangre ver cómo decenas de luchadores habían aceptado la derrota a cambio de bañarse en billetes, empujados por amenazas. Y ahora querían que yo fuera otro más.
De nuevo, me concentré en no sonreír.
Ya, no, eso nunca.
Y hoy lo iba a demostrar.
Después de que Brendan me pusiera el bucal y me alentara con algunas palabras de ánimo, miré a mi padre de soslayo, de manera inevitable. Era la fuente de mi rabia y mi odio, gracias a su cara de amargado podía salir ahí y hacerle puré el cerebro a cualquiera. Se acercó a mí con una fingida sonrisa de orgullo paternal, saludando con una mano al público que gritaba enardecido mientras que apoyaba la otra en mi nuca. Tuvo que levantar el brazo porque yo le sacaba una cabeza de altura, dejándole en una pose bastante ridícula.
—Ya sabes lo que tienes que hacer, hay muchísimo dinero en juego —siseó con una tensa sonrisa—. Y si en algún momento sientes esa pequeña vocecita llamada orgullo, dentro de tu pequeño cerebro, aplástala sin piedad y haz que se calle. Es lo único que vas a pelear de verdad esta noche. Porque todos aquellos a quienes quieres deben seguir con vida, ¿no?
Le asesiné con la mirada sin mediar palabra. Su rostro de hombre americano y blanco, pero tostado por el sol de Nevada, era el más respetado entre las mafias, cárteles y hombres de poder del estado e incluso en algunos rincones del país y fuera de este. Esa repulsiva sonrisa de dientes blancos y perfectos hacía que sus ojos quedaran enmarcados por arrugas de expresión. Se pasó una mano enjoyada con anillos de oro por el pelo canoso y engominado hacia atrás. Ajustó su corbata negra, embutido como iba en ese traje gris, y guiñó un ojo a un par de chicas jóvenes de la zona vip.
Gruñí asqueado. Daba repelús.
Ya era un viejo de cuarenta cuando conoció a mi madre, teniendo ella veinte. ¿Cuántos tenía ahora? ¿Cien? Resoplé con hartazgo y, deshaciéndome de su agarre en un gesto seco, me dirigí al centro del ring después de que el árbitro me reclamara.
Ahora sí, frente a frente y con su máscara invisible puesta, la joven promesa me miraba a los ojos.
Nadie se dio cuenta del temblor en esa mirada. Del brillo inexistente, que desaparece cuando algo te acojona. El falso proyecto de Adonis Creed estaba cagado a pesar de saber que el combate era un fraude como él. Y de tener la victoria comprada.
Pero saber que te van a partir la jeta no siempre es agradable y es una sensación que no todos logran controlar.
Quise sonreír cuando alzó la barbilla con orgullo, probablemente recordándose a sí mismo que ya había ganado, mientras el árbitro a mi izquierda nos dictaba las normas. La campana sonó anunciando el inicio del primer asalto, y ni si quiera vio venir el primer derechazo contra su mandíbula porque estuvo demasiado atento al jab izquierdo.
Puto ingenuo. ¿Me había estudiado? ¿No esperaba que yo intuyera que lo había hecho? «Huye de este deporte antes de que alguien te mate, imbécil» pensé poniéndome en guardia, dejando que se recuperara siquiera de lo que acababa de pasar.
Durante los siguientes minutos, y aun con descansos, Noah apenas tuvo una tregua para recuperarse y respirar. Sabía que cuando se te descompasaba la respiración, el corazón y la cabeza, todo se iba a la mierda para ti. Y tengo que reconocerle que al menos parecía aguantar, supongo que creerte ganador ayuda. Para ser honestos, dudaba si quiera que aguantara hasta el sexto asalto.
Al final del tercero, cuando me senté en mi esquina y Brendan me alentaba y premiaba mi lucha, mientras uno de los médicos curaba mi ceja sangrante y mi labio roto (porque esto era un combate después de todo y, por muy inútil que fuera el chico, algún que otro puñetazo debía llevarme) mi padre vino a mí y, aferrado a las cuerdas, se agachó a mi altura con su fingida sonrisa.
—¿Qué coño estás haciendo, Kailan?
Me giré hacia él y le miré cómo si no comprendiera una mierda de lo que me decía.
—Esta gente ha pagado por un combate, y si voy a perder, al menos quiero ofrecer un buen espectáculo —exclamé entre el bullicio para que pudiera escucharme.
Frunció el ceño no del todo convencido, pero asintió de todos modos, porque en el fondo sabía que tenía razón.
¿Tenía que dar espectáculo? Iba a darles el mejor.
El imbécil de mi padre se levantó y volvió a su asiento, pues el descanso estaba a punto de terminar. Durante unos segundos observé a los ricos y sus apariencias de la zona vip, ninguno parecía prestar atención a lo que sucedía. Tan solo engullían champán como si fuera agua, hablaban de gilipolleces, reían falsa y ruidosamente, y alguno que otro agachaba la cabeza para esnifar cocaína sobre la pantalla de sus teléfonos con sus narices operadas, de una forma muy mal disimulada. Aparté la mirada con superioridad, resoplando y negando, y entrecerré los ojos cuando estos dieron con un par en concreto.
Un hombre sentado con una pierna cruzada sobre la otra y vestido enteramente de negro, acompañado de una pelirroja descomunal también enfundada en un elegante y atrevido vestido del mismo color. Y por muy preciosa que ella fuera, a quien atraparon los ojos negros de él fue a mí. Su pelo oscuro y ondulado atado tras él, con algunos mechones libres, su rostro pálido de mandíbula firme, angulosa y libre de barba, sus labios gruesos, su nariz larga y perfectamente recta. Estaba seguro que, bajo esa camisa, chaleco y pantalón de traje se escondía un cuerpo cincelado en mármol por algún artista italiano, de esos de los que nunca me supe el nombre y que bien poco me importaban.
Una sonrisilla de suficiencia se dibujó en esa cara que me mantenía absorto cuando supo que le miraba. Tragué saliva y tuve que obligarme a despegar los ojos de él para no parecer un enfermo.
Joder, había estado con tíos guapos. Muy guapos. Pero nunca había visto algo así.
Sin duda, ese tipo debía de ser la prueba de que Dios existía, y no solo eso, sino que además el muy capullo tenía sus favoritos.
Y si no que se lo digan a mi nariz ligeramente chafada y torcida por culpa de este oficio.
Carraspeé cuando Brendan me llamó la atención y asentí en respuesta sobre no sé qué mierda que me había preguntado. Me puse en pie de nuevo y me ayudó una vez más a colocarme el bucal. El cuarto asalto estaba por comenzar y, sabiendo que tenía a semejante espectador, no podía defraudarle.
Observé a Noah, la campana sonó y decidí que era hora de hacerle un favor al chico.
Salió con ganas. Lanzó un par de golpes que, aunque me robaron la respiración, supe encajar bien. Pero se le notaba exhausto. Tenía un ojo hinchado, la sangre le caía de una ceja y de la nariz. La cara, el torso y los brazos le brillaban por el sudor. Sabía que, a este ritmo, difícilmente aguantaría mucho más. No sé quién fue el genio de pactarle hasta un sexto a salto cuando en el cuarto ya estaba por vomitar hasta su primera tarta de cumpleaños.
Le moví por el ring, cansándole. Constantemente Noah tenía que hacer gestos con los que destensar la rigidez de sus brazos al mantenerlos en guardia. Porque cuando le dejaba la oportunidad apenas atacaba. Me centré en mover los puños y me balanceé sobre mí mismo, sin detenerme por el ring. Si nuestros juegos de piernas fueran una partida de póker, yo tenía la mejor mano.
Me lanzó un directo de derecha, me cubrí con la izquierda y flexioné las rodillas para conseguir impulso. Pude verlo en sus ojos, el conocimiento del error garrafal que acababa de cometer. Eso sí que lo vio, pero el gancho derecho que le estampé en la cara y el mentón, no tanto.
Thornton cayó de frente y a plomo contra la lona completamente noqueado. Y, joder, el estadio rugió en ese momento.
El árbitro me apartó y se arrodilló junto al chico, informando al jurado del K.O. y de mi evidente victoria que hizo que todos los presentes se levantaran. Menos Noah, claro. Al pobre lo estaban rodeando los de su equipo. Vi de reojo como a mi padre se le estampó contra el suelo la copa de champán que sostenía en la mano derecha, manchándole sus caros zapatos. Su boca se abrió incrédula y sus ojos estuvieron a punto de estallarle en las cuencas.
Me arranqué los guantes bruscamente e hice lo mismo con el bucal. Corrí hasta mi esquina y me subí en ella apoyando ambos pies en las cuerdas.
—¡Quién va ahora! —rugí victorioso, golpeándome el pecho.
A mi padre iban a estallarle los dientes en pedacitos si los seguía apretando de esa manera. Y a Brendan se le desencajó la mandíbula, pero vi como mordía sus labios, agachaba la cabeza y, para sí mismo, hacía un gesto de victoria.
El estadio entero me vitoreó, silbando, gritando y aplaudiendo. Las pancartas con mi nombre se agitaron con fuerza y alegría. El suelo parecía vibrar.
—Ese es mi chico, estoy orgulloso —articuló mi entrenador con sus labios y sin voz, levantando el pulgar hacia arriba disimuladamente para que mi padre y sus hombres no pudieran verle.
Sonreí con sinceridad. Era la primera vez en años, desde que murió mi madre, que alguien me decía algo así. Me acerqué al árbitro, pasándome una mano vendada por mi pelo empapado en sudor, que me recubría de pies a cabeza. La otra, fue tomada por el hombre.
Para alzarla proclamándome ganador.
El estadio y yo gritamos triunfantes a la vez. Levante ambos brazos y clavé mi vista en el techo del lugar.
«Esta va por ti, mamá».
Parpadeé cuando mis ojos se llenaron de lágrimas. Bajé los brazos y resoplé agotado, miré hacia los asientos del hombre más perfecto que nunca había visto, pero ya no estaba.
Ni él, ni la pelirroja.
Lucifer
Me ha gustado eso del boxeo. Y el chico era bastante atractivo.
«Ya» respondí sin más.
Lilith estaba impertinentemente insistente con el tema en los últimos veinte minutos desde que habíamos salido de ese pabellón subterráneo del hotel. De nuevo como la serpiente en mi brazo, con su entidad en mi cuerpo y su voz en mi cabeza, sus pensamientos no paraban de repetirse en bucle. Había disfrutado del combate como una niña pequeña en una tienda de golosinas. Ver a humanos pegándose entre ellos le había divertido más de lo que esperaba, pues era la primera vez que presenciaba algo así.
Ambos habíamos vivido peleas en el Infierno. Demonios batallaban constantemente por cualquier burda e indigna tontería, pero esto no era lo mismo. Aquí peleaban por el placer de hacerlo, por diversión o por disfrute y, como no, algunos también lo hacían por dinero. Sobre todo, por eso último.
Menuda sorpresa.
Lo malo de que ella reviviera esas escenas, es que yo también las veía.
El rostro fiero del chico en cada golpe. Sus músculos tensándose en cada movimiento. Ese lado animal. El poder que desprendía.
Parpadeé para concentrarme en la carretera cuando los faros de un coche contrario aparecieron repentinos en mi camino y di un volantazo.
«Procura no cegarme con tu entusiasmo» gruñí mentalmente, apretando el volante entre mis dedos de la mano izquierda con cuidado de no partirlo.
Perdón ¡Es que ha sido tan divertido! ¿Has visto toda esa sangre? Ese chico era un verdadero animal.
Tan solo resoplé.
«¿Voy a tener que arrepentirme de haberte llevado?».
A pesar de la cuantiosa iluminación de esa ciudad, paradójicamente en la solitaria zona residencial de Twain Avenue por la que transitábamos la luz era bastante escasa a estas horas de la madrugada. Unas pocas y mal repartidas farolas se esparcían a lo largo de las calles, alumbrando poco y menos el camino. Por suerte, los focos del Ford Mustang hacían gran parte del trabajo.
Estás inusualmente gruñón y callado.
«Y tú estás inusualmente observadora».
En mi mente vi a Lilith sacándome la lengua y puse los ojos en blanco. Escuché su risa.
Pero de repente se cortó.
¡Lucifer! ¡Cuidado!
Frené el coche en seco de tal forma que las dos ruedas delanteras se clavaron, haciendo que las de atrás derraparan ligeramente hacia la derecha. El ruido de la goma contra el asfalto hizo eco por el vecindario de casas, pero nadie se asomó a mirar qué había ocurrido.
«¡Por el Infierno, Lilith! ¿Qué coño te ocurre?» grité mentalmente «¿Es que quieres que matemos a alguien?».
¿Es que quieres tú matarle a él?
Su voz exaltada me hizo alzar la vista bruscamente. Fruncí el ceño de forma fugaz hasta que nuestros ojos se encontraron en mitad de ese camino. La luz de los faros no le hacía demasiada justicia, quizá porque tenía un aspecto espantoso.
De pie, en mitad de la carretera vecinal y estático como un cervatillo a punto de ser arrollado, Kailan Miller me observaba como si yo fuera la salvación por la que había estado rogando. Y esa idea me hizo tensar la mandíbula. Vestido con una sudadera gris con la cremallera medio abierta y empapada en sudor, los mismos pantalones rojizos que llevaba en el combate, los vendajes sangrientos de sus manos que sostenían la bolsa de antes, el pelo de un rojo oscuro, su piel morena y sus ojos verdes. Era él, no tenía duda alguna.
Nunca habría dudado en reconocerlo.
¿Luci?
«Mierda».
Todo había sucedido en cuestión de pocos segundos. Me serené justo en el momento en el que el chico echaba la cabeza hacia el callejón por el que había salido hasta cruzarse en mitad de mi camino.
—¡Vuelve aquí, hijo de puta! —rugió una voz, como una mala bestia surgida de las entrañas de mi Infierno, proveniente de ese oscuro y estrecho callejón. El rubio que le había agredido en el parking apareció de forma repentina.
Y Kailan no dudó. Me miró, corrió hacia el coche, abrió la puerta derecha trasera violentamente y se adentró en el interior de los asientos traseros.
Y yo tampoco vacilé, sin saber muy bien por qué. Actué por instinto. Pisé a fondo el acelerador provocando el chirrido de las ruedas traseras contra el asfalto una vez más, dejando la marca de estas en el mismo. La parte trasera del vehículo culeó, pero con tan solo una mano en el volante lo enderecé mientras torcía hacia Arville Street.
—Joder, joder... —jadeaba el chico con una mano en el pecho y dando vistazos por la luna trasera hacia el camino que dejábamos atrás, desparramado en los asientos de cuero. Y para mi desgracia no de la forma en la que a mí me gustaría—. ¡Hostia puta! Esos cabronazos iban a matarme, ¿te lo puedes creer? Joder tío, no he corrido tanto en mi vida. Me tiemblan las puñeteras piernas ¡Mierda!
¿Era normal que dijera tantas malas palabras en una sola frase o es que iba a perecer de alguna enfermedad mortal repentina de la que yo no era conocedor?
—Gracias, de verdad —masculló agotado. Empezó a quitarse la sudadera por encima de la cabeza, dejando su torso desnudo. Sacó una toalla azul de su bolsa de deporte y empezó a secarse, frotando sus brazos—. Tío... esos capullos. Joder, el cabrón de mi ex me habría arrancado la piel a tiras.
Aun con la vista clavada en la carretera y conduciendo sin rumbo por Spring Mountain Road, aproveché para dar algunas miradas furtivas a través del retrovisor central.
Pervertido.
«Mira quien fue a hablar».
—¿Te importaría dejar de mirarme mientras me cambio? —inquirió sonriente y divertido, clavándome esa verdosa mirada a través del espejo, mientras se deshacía de sus pantalones quedando simplemente en un bóxer negro.
Tensé la mandíbula y reí secamente.
—¿Te importaría a ti dejar de desnudarte?
Jamás pensé que te escucharía decir eso.
El chico sonrió burlón y yo ignoré a Lilith.
—¿Qué pasa? ¿Te pongo nervioso? —añadió con soberbia mientras de su bolsa sacaba unos pantalones largos y deportivos de color negro.
Sonreí ladino, con la mirada puesta en el semáforo en el que nos habíamos detenido. La luz roja de este bañaba el interior del coche.
—No le vengas con tentaciones al Diablo.
Pasando por alto el comentario, o al menos la verdad que había en el mismo, Kailan rio. Se colocó los pantalones, como podía en ese espacio tan reducido todo cuan largo él era. Probablemente mediría cerca del metro ochenta y, aun así, estaba seguro de ser más alto que él.
—¿Tengo que preocuparme? ¿Eres un pervertido? ¿Acaso era mejor la compañía que me esperaba en el callejón? —añadió en una ráfaga de preguntas a la vez que sacaba una camiseta negra sin mangas y se la ponía.
O no estaba demasiado aterrado por lo que acababa de vivir o estaba muy acostumbrado a ese tipo de situaciones. ¿Qué clase de humano que acababa de salvarse de una muerte segura se cambiaba de ropa en el coche de un desconocido y sonreía como si nada?
—No, sí y no —respondí a sus preguntas, despreocupado.
Su carcajada inundó el interior del coche. La comisura izquierda de mi labio se elevó ligeramente.
—¿A quién has cabreado tanto para que quieran matarte? —pregunté con una pizca de genuina curiosidad.
Este rio de nuevo mientras se calzaba una de sus zapatillas negras y desgastadas.
—Al imbécil de mi padre.
Alcé la mirada bruscamente hacia el retrovisor.
—Estaba harto de que controlara mi vida. Y me he rebelado contra él y contra todo su estúpido imperio del crimen —añadió, peleándose con los cordones.
Un calor satisfactorio inundó mi cuerpo de pies a cabeza y arqueé una ceja. Sonreí ladino.
—Pequeño demonio —siseé negando con la cabeza—. Me caes bien.
Me dedicó una traviesa y divertida sonrisa. Se calzó la otra zapatilla y de la bolsa sacó un colgante que no dudó en colocarse.
Me tensé en mi sitio y, para mi suerte, no lo notó.
Ups.
«Ya».
Miré con desprecio la brillante cruz plateada que colgaba de su cuello y chasqueé la lengua. El siempre omnipotente y omnipresente debía de estar en todas partes, molestando con su existencia y arruinando los mejores momentos. Resoplé y Kailan me miró extrañado mientras, pasando entre ambos asientos delanteros como podía, se cambiaba al asiento del copiloto.
El colgante en su cuello era mi golpe de realidad. Mi recordatorio de por quién me había convertido en lo que me había convertido, de por qué hacía lo que hacía. La rabia me invadió de tan solo pensar en el paso de los milenios que cargaba a mi espalda como un tortuoso recuerdo, como una culpa anclada en mi pecho. Todo el dolor que me habían ocasionado. Todo aquel mal cuanto había vivido. Un castigo cruel impuesto por aquellos a los que chicos como este veneraban.
Me erguí en mi sitio dedicando una mirada cargada de veneno al anillo en mi dedo.
Había venido a este plano con un propósito y no me iría de él sin cumplirlo. De lo contrario, le estaría dando la razón a las habladurías que Eligos escuchó de ese bastardo de Azrael. Tuve que concentrar parte de mis fuerzas en que mis iris no ardieran, como reflejo de ese odio visceral que empezaba a controlarme por culpa de mi maldito hermano.
—Voy a tener que cobrarte este favor —le informé en un tono más borde de lo que debería.
Sentí a Lilith sonreír de forma estremecedora.
La seriedad en mi voz cambió el rostro de Kailan, pero entonces hizo algo que no esperaba.
Empezó a reír.
—De eso nada, estás haciendo esto porque me lo debes, yo no te lo he pedido.
Giré el rostro bruscamente hacia él con asombro y, para mi sorpresa, no apartó la vista. La gran mayoría de humanos desviaban la mirada, aterrados por la oscuridad que encontraban en ella y que todo mi ser desprendía.
Pero él no lo hizo. Y no supe explicarme el por qué.
—¿Cómo has dicho? —pregunté sarcástico, sin dejarme amedrentar por su aparente fortaleza, extraña en los humanos comunes. Más aún en los criminales.
—Yo no te he pedido que me lleves —comenzó a decir mientras desenrollaba el maltrecho vendaje de su mano izquierda—. Me he subido en tu coche, sin más.
Alcé las cejas, sorprendido.
—¿Y sueles subirte en los coches de desconocidos?
—Si me ofrecen caramelos sí —escupió mordaz, guiñándome un ojo con descaro, haciéndome sonreír inevitablemente a pesar de mi enfado. Arrugó el vendaje entre sus manos, una de ellas ya liberada, y lo lanzó a la parte de atrás—. No te he pedido ningún favor. Has estado a punto de atropellarme y me lo debías. Tú a mí, no yo a ti. Así que de nada por no denunciarte.
La euforia de Lilith se apagó en mi interior como una pequeña llama a la que le vierten agua helada.
Creo que tiene razón.
Tensé la mandíbula.
«Maldito humano engreído».
—Muy bien, pequeño demonio —mascullé volviendo la vista a la carretera, donde simplemente conducía a lo largo de la ciudad y ancho de la ciudad, asegurándome de que nadie nos siguiera—. Pero a partir de ahora, si me pides algo, lo consideraré como un favor.
Se encogió de hombros con el ceño fruncido, deshaciéndose del otro vendaje.
—¿Es que eres una especie de prestamista o algo así?
Una ladeada sonrisa curvó mis labios.
—Si quieres llamarlo así.
—¿Y qué es lo que me vas a cobrar si te pido algo? —preguntó curioso, lanzando el vendaje restante junto al otro. Apoyó su espalda en la puerta del copiloto, cruzándose de brazos. Acababa de subirse al coche y ya lo había dejado hecho un desastre.
Una pena tener que quedarte su alma, ¿no?
Chasqueé la lengua ante esa idea. Generalmente los humanos no me provocaban misericordia y mucho menos una ínfima emoción, tan solo pequeños disfrutes al nutrirme de sus almas, castigarles por sus pecados o al darles el placer que me rogaban, pero este parecía diferente. Había una irreverencia en él que me recordaba a mí mismo.
«Antes podríamos entretenernos un tiempo».
—Lo sabrás llegado el momento —respondí sin mirarle, sintiendo sus pupilas clavadas en mi cuello.
—Pero no puedo aceptar un trato que no sé si podré pagar, ¿y si no puedo hacerlo?
Sonreí con franqueza, y esa vez sí que le miré.
—Créeme, todos pueden pagar. Siempre —sentencié, intentando infundirle algo de miedo. Pero Kailan solo me miró fijamente y parpadeó como si le importara bien poco lo que le estaba diciendo. No lograba captar bien que era lo que él sentía o anhelaba y eso me confundía, era demasiado fuerte y hermético como para que alguien penetrara en su mente y su esencia. Fruncí el ceño—. ¿Acaso tienes muchas más opciones?
Agachó ligeramente la cabeza, algo afligido.
Lo disfruté como una victoria.
—Lo cierto es que no.
Por supuesto que no. Y en ello residía la gracia.
Adoraba ver el desespero en sus miradas. Cómo sus vidas estaban en un callejón sin salida. Cómo no tenían otra alternativa.
Otra alternativa, que no fuera suplicarme un favor.
Algunos demonios en el Infierno no comprendían por qué permitía que los humanos me pidieran favores y yo se los concediera. Malditos estúpidos que no sabían valorar la belleza en el terror. En la desesperación. En la agonía.
Lo mejor de esto, era verles suplicar.
—Pero todavía no te he pedido nada —matizó señalándome con el dedo índice, con una sonrisilla triunfante. Tuve que tragarme un gruñido ante la idea de reconocer que tenía razón.
—Lo harás, todos lo hacen.
Me encogí de hombros, centrándome en el tráfico de la ciudad a pesar de la muy entrada madrugada. Arqueó las cejas y silbó.
—Vaya, que creído te lo tienes —farfulló, dando un nuevo vistazo a la luna trasera. Paseó esos ojos verdes por todo el interior del coche—. Siento decirte que vas a tener que deshacerte del coche en algún momento. Archie lo ha visto y ya se lo habrá dicho a mi padre y a todo su puto ejército de perritos fieles. Perdóname por haberte arrastrado conmigo al fango, pero ahora tú también estás de mierda hasta las cejas.
Torcí hacia Las Vegas Boulevard y reí bajo su extrañada mirada. Esa estupidez no podía preocuparme menos.
—Qué vengan si así lo desean —sugerí calmado—. Además, el coche es robado.
El rostro de Kailan se giró bruscamente hacia mí y sus bonitos ojos casi se salen de sus cuencas.
—¿Perdón? —preguntó en un grito histérico.
—Has sido tú el que te has subido, ¿no? —respondí sarcástico, alzando una ceja—. Sé más atento para la próxima de esas veces que te subes a coches de desconocidos.
El chico entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos ranuras. Su mandíbula se tensó y juré escucharle gruñir, enfadado por el golpe de vuelta.
Para ser boxeador no se le daba muy bien encajarlos.
—Disculpa por no haberme estudiado tu ficha policial, estaba demasiado ocupado intentando que unos imbéciles no me mataran —replicó. Se dejó caer dramáticamente en el asiento—. ¡Genial! Huyo de una de las mafias más peligrosas del estado en un coche robado, conducido por un puñetero prestamista.
Sonreí dedicándole una conciliadora mirada.
—Tu noche ya solo puede ir a mejor —señalé divertido, aunque tan solo resopló. Le dediqué un aburrido vistazo al colgante en su cuello—. No parece un estilo de vida muy adecuado para un creyente.
Sonrió con cinismo. Me miró de pies a cabeza, soberbio.
—Soy ateo y gay, tío. Lo que no consiguió un instituto religioso de Brooklyn, no lo va a conseguir un simple colgante —respondió con picardía.
Su contestación me hizo reír. Pero principalmente, me relajó. Mis hombros se destensaron cuando la presión desapareció de ellos y exhalé inexplicablemente tranquilo. No me importaba que Kailan supiera a quién tenía a su lado o que todo en lo que no creía era verdaderamente real. Tan solo me molestaba la posibilidad de que pensara de mí lo mismo que el resto de la humanidad.
Sería simplemente decepcionante para una mente que parece destacar por encima de la mediocridad habitual en la Tierra.
Este humano peculiar me cae bien, ¿nos lo podemos quedar?
Puse los ojos en blanco aprovechando que Kailan no me veía al haber desviado la vista a su ventana, por donde se dedicaba a contemplar las luces de la ciudad.
—No soy creyente, no, qué va —murmuró, negando con la cabeza sin más, como si intentara reafirmarse a sí mismo esa idea—. ¿Boxeador y religioso? ¿Quién te crees que soy? ¿Matt Murdock? Solo me faltaría ser ciego.
Fruncí el ceño ante ese nombre raro, pero lo ignoré.
—¿Seguro que no eres ciego? A juzgar por ese ex novio de mierda tuyo, yo diría lo contrario.
Kailan se carcajeó con fuerza.
—Si no eres creyente... ¿Por qué llevas eso? —pregunté, señalando el símbolo con la barbilla. Solo el pensar en mencionarlo en voz alta me daba escalofríos.
Fue la primera vez desde que se había subido al coche, que su rostro se ensombreció ligeramente.
—Mi madre lo era —respondió, fingiendo que no le afectaba hablar de la mujer—. Lo llevo por ella, es lo único que me queda aquí de su recuerdo. Ella me lo dio, dijo que así estaría protegido... pero yo no puedo creer en un Dios capaz de arrebatarle la madre a un chico de dieciséis años, sin que tan siquiera pueda decirle un puñetero adiós.
Torcí el gesto y resoplé sarcástico, apretando mi agarre en el volante de forma inconsciente.
—Poco me parece para todo lo que le he visto hacer —susurré casi para mí mismo.
Me miró con el entrecejo fruncido, sin comprender.
—¿Qué?
—Olvídalo.
Puso los ojos en blanco. Suspiró resignado y me miró.
—Soy Kailan Miller, por cierto —dijo, alargando el brazo y ofreciéndome su mano derecha. Miré la sangre seca en ella, principalmente en sus nudillos, y luego a él—. Oh, ya. Están manchadas de sangre, perdona.
Le observé y levanté la mano que descansaba en la palanca de cambios para estrechar la suya con fuerza. Sus pupilas no se despegaron de las mías en ningún momento.
—No importa, las mías también —sentencié, alzando la barbilla ligeramente.
Tragó saliva y, de nuevo y para mi sorpresa, sus labios se curvaron en una sonrisa altiva.
—De acuerdo, Thomas Shelby —murmuró, aceptando mi mano y aumentando su fuerza en el agarre antes de soltarla.
¿Por qué no deja de decir nombres raros?
«Quizá se ha llevado demasiados golpes esta noche».
—Sé quién eres, sales en los carteles de la ciudad que anuncian los combates —añadí sin hacer demasiado caso a sus rarezas.
Me miró perplejo, como si no hubiera caído en esa obviedad. Entonces su cara se iluminó por completo. Fue como ver las piezas de un puzle encajando en su cabeza.
—¡Sabía que te conocía! ¡Estabas sentado en la zona vip! —exclamó, señalándome sorprendido. Arqueé una ceja hacia él.
—¿Seguro que era yo?
Sonrió, mirándome descaradamente de arriba abajo.
—Joder, créeme que me acordaría siempre de alguien así —añadió asintiendo con la cabeza.
Eso me hizo reír y erguirme algo orgulloso. No hice mucho caso de cómo Lilith se removió en mi interior, sorprendida por las reacciones de mi cuerpo y mi mente para con el chico.
No era natural en mí, pero sabía que no debía preocuparme. Tan solo era un humano más que estaba en apuros, solo que atractivo y fuera de lo común. Apenas había conocido alguno así, era normal que me produjera curiosidad su mera presencia.
Fue extraño, pues en ese instante, nuestras miradas se mantuvieron unidas durante breves y escasos segundos que a mí se me asemejaron eternos.
Los suficientes como para que las luces de Las Vegas iluminaran la silueta de su rostro que ahora podía apreciar mucho mejor que en la distancia. El verdor de su mirada adquirió un brillo especial bajo la noche de la Ciudad del Pecado. Las heridas de su rostro no parecían demasiado profundas como para que debiera preocuparme su integridad. Aprecié cada detalle de su cara. La cicatriz que partía el final de su ceja sana, sus pómulos marcados, la mandíbula recta y sin barba, la nariz algo aplastada y ligeramente torcida, sus labios carnosos, aunque algo inflamados. Mis dedos todavía hormigueaban después de haber sentido la callosidad de su piel herida y curtida en cientos de combates y miles de entrenamientos.
Desde que había llegado, el interior del Mustang se había impregnado de su aroma. Una curiosa mezcla afrutada, tropical y exótica. Y, a pesar de estar mezclado con su sudor, no lo hacía desagradable. Al contrario, hubiera pagado millones por acercarme e inhalarlo directamente desde su cuello.
¿Soy yo o hace calor aquí dentro?
«Eres idiota».
Las carcajadas de Lilith hicieron eco en mi cabeza.
—¿Sabes? Usualmente, cuando alguien se presenta, la gente normal suele decir su nombre también —murmuró el chico devolviéndome a la realidad.
Mi cuerpo se tensó ligeramente en respuesta y devolví la vista a la avenida principal. Negué con la cabeza.
—Nunca me ha definido entrar en la normalidad.
Se carcajeó.
—Ya, empiezo a darme cuenta.
Carraspeé ante su intensa mirada cerniéndose sobre mi como un poder superior a cualquier fuerza humana. Esperaba una respuesta y yo no estaba muy seguro de si debía dársela. Mordí mis labios y miré por la ventana, observando el semáforo que nos detenía. Mis dedos tamborilearon sobre el cuero del volante.
—Samael.
¿Perdón?
Escuché el chillido agudo de Lilith en mi mente de tal forma que tuve que cerrar momentáneamente los ojos, pero no le respondí.
Kailan abrió los ojos de par en par.
—Suena a nombre falso.
—Ya, ojalá lo fuera —gruñí, apoyando el codo en la ventana.
Me observó de pies a cabeza, meditabundo y deleitándose con mi imagen con algo de descaro que me hacía sonreír.
—Me gusta —concluyó finalmente. Metió medio torso entre ambos asientos, rebuscando algo de su bolsa. Sacó una cajetilla de cigarros y se colocó uno entre los labios. Le tendí mi encendedor cuando no encontró el suyo—. Gracias, ¿quieres? —Negué con la cabeza mientras él bajaba la ventanilla y apoyaba la mano con el cigarro en la puerta—. No me molesto en preguntarte si puedo fumar dentro del coche porque, dado que es robado, he intuido que te importaba una mierda.
Contuve la risa y dio una calada mientras giraba por Wynn Road. Los diversos ruidos de la ciudad se colaron en el coche por su ventanilla abierta, embargándonos con su ambiente nocturno como si nos hiciera parte de él. Lo malo, era que yo perdía parte de la fragancia del chico ahora que se disipaba en el aire.
—¿Qué más? Tendrás apellido, ¿no? —preguntó, sacándome de mi ensimismamiento.
—¿Sueles hacer tantas preguntas?
—¿Y tú sueles evitarlas todas?
Sí.
«Tú cállate».
Por todos los demonios, iban a volverme loco. Cogí aire y lo exhalé con pesadez, aferrando el volante entre mis manos.
—Heller... Samael Heller.
Muy agudo, Luci.
«Vete al Infierno».
¿Estás de broma? Esto es mucho más entretenido.
«No era una sugerencia ni una orden».
Sentí su fingida ofensa, pero la ignoré con todas mis fuerzas. Bastante tenía con no arrancar el volante de su sitio. Ya me confundía lo suficiente todas las extrañas emociones que estaba sintiendo, mezcladas con las de Lilith.
Kailan asintió ante mi respuesta y le observé fumar con calma, como si el simple hecho de hacerlo aliviara la pesadez con la que parecía cargar.
—Pues verás, Samael Heller...
Escuchar eso erizó cada centímetro de mi piel.
Sonreí. Oh, ese nombre saliendo de entre sus labios había sido como escuchar la mejor de las melodías angelicales. Ningún estúpido instrumento celestial podía sonar mejor que su voz pronunciando ese nombre que llevaba eones sin escuchar.
«No me importaría escucharle gemirlo».
Luci, céntrate.
Carraspeé. ¿Se me había secado alguna vez la garganta de esta manera? ¿Podía acaso eso sucederme a mí?
—Resulta que el combate de esta noche estaba amañado —empezó a explicar, espirando el humo—. Y mi padre y muchos de sus socios iban a hacerse de oro con las apuestas en mi contra, o eso les había prometido él. Y como el muy cabrón lleva dos años reteniéndome aquí con amenazas para que pelee para él, me he hartado.
Sonreí orgulloso.
—¿Has ganado el combate solo para fastidiarle?
Kailan se carcajeó.
—Algo así —respondió dándole una calada más al cigarrillo—. Era la única forma de arruinar parte de su imperio.
—¿Era lo que pretendías?
El chico sonrió con malicia y asintió.
—No imaginas la cantidad de pasta que le he hecho perder a sus socios —dijo con aire divertido y travieso—. Y eso se traduce en que ese dinero tendrá que ponerlo él de su bolsillo. Sumado a los miles y cientos de miles de dólares que ya ha perdido... ¿cuántos de sus hombres dejarán de estar de su lado ahora que no puede pagarles? ¿Cuánto de su poder perderá a partir de hoy?
Le observé francamente sorprendido. ¿Cómo un simple muchacho había podido orquestar ese plan y alterar a toda una mafia él solo?
—No te ofendas, pero no me extraña que te quieran muerto —admití haciéndole reír.
—Antes tendrá que atraparme —matizó con el cigarrillo colgando de sus labios y una sonrisa altiva. Aprovechando el alto en el semáforo se deshizo de él lanzándolo contra el asfalto. Se giró hacia mí, apoyando el codo en mi respaldo, provocando que nuestros rostros quedaran a pocos centímetros—. ¿Y sabes lo mejor, Samael Heller?
Me giré hacia él e inspiré su aroma en profundidad, inundando todo mi ser con su presencia. Sentí, de manera muy difuminada y dispersa, algo de la adrenalina de la victoria y la provocación nadando por sus venas a cada latido errático de su acelerado corazón. Intenté con todas mis fuerzas sobrehumanas no devorar sus labios. Ellos sí que eran una tentación de verdad y no aquella estúpida manzana.
Le miré fijamente y sonreí de nuevo.
—¿Qué, Kailan Miller? —susurré casi sobre ellos.
Este me devolvió la sonrisa, pero de forma triunfante.
—Que mi mejor amigo Elijah y yo, apostamos todos nuestros ahorros a mi favor —sentenció, victorioso, alejándose ligeramente de mí.
Abrí los ojos de par en par y asentí con orgullo, sonriendo de forma ladeada.
—Eres listo, pequeño demonio.
—Y ahora también soy rico.
Ambos reímos a la vez. Negué con la cabeza ante el recuerdo del combate mientras ponía en marcha de nuevo el coche.
—Sabía que estaba amañado, por eso yo también aposté por ti —confesé mirándole a los ojos. Del bolsillo interior de mi chaleco saqué un fajo de billetes sostenidos por una pinza plateada.
Él frunció el ceño, sorprendido ante la cantidad de dinero.
—¿Cómo podías saberlo?
—Dejémoslo en que simplemente lo sabía.
Porque explicarle que había visto la corrupción, la avaricia y la sensación de éxito merodeando entre ambos equipos, incluido en el del púgil contra el que combatió, habría sido demasiado difícil de hacérselo entender sin pasar por el detalle de que tenía ante él al mismo Diablo.
Kailan me observó de manera suspicaz.
—¿Apostaste a mi favor porque lo sabías o porque realmente creías que podía ganar?
Alcé una ceja sin apartar la vista de la carretera.
—¿Realmente quieres que hiera tus sentimientos? —bromeé.
El chico rio a modo de burla y me sacó el dedo corazón, haciéndome sonreír.
—Podría patearte el culo si quisiera, ¿sabes? —dijo, firme y seguro de sus palabras.
Me carcajeé.
—Seguro que sí —le apremié dándole un vistazo—. Pero si tan gran boxeador eres, ¿por qué no te deshaces del imbécil de tu padre y del capullo de tu exnovio en lugar de huir?
Y, por segunda vez en cuestión de menos de una hora, el rostro de Kailan volvió a ensombrecerse. Agachó la cabeza y apartó su mirada de mí como si le repeliera.
—No es tan sencillo —susurró. De repente, su voz sonaba fría y apagada.
Tensé la mandíbula. En ese momento y por primera vez en mucho tiempo, supe que acababa de fastidiarla en demasía. Porque el terror había teñido sus ojos, acabando con el brillo natural que rezumaba de ellos.
—Yo...
—Ya nos hemos asegurado de que nadie me sigue —me interrumpió con la mirada clavada en el espejo retrovisor derecho—. Déjame en Holly Avenue, está en West Las Vegas. Una vez allí podrás olvidarte de todo esto, y de mí.
No era eso lo que yo quería.
Lo que deseaba, era que el ambiente del vehículo volviera a ser el mismo de hacía tan solo unos segundos. Quería verle sonreír una vez más antes de dejar que siguiera su camino.
Tan solo eso.
Pero aun así no lo dije.
Sentí el pesar recaer en Lilith y por ende también en mí. Pero incluso así ella se mantuvo en silencio, temerosa también de cometer algún error si abría la boca, aunque tan solo yo pudiera escucharla.
Asentí hacia Kailan.
—Está bien —acepté. Sonreí ligeramente—. Y en una muestra de buena voluntad, eso no me lo tomaré como un favor.
Al menos pude escucharle resoplar a modo de pequeña risa, negando con la cabeza.
Me fue más que suficiente.
En mitad de esa extraña y silenciosa madrugada me adentré en la avenida con los faros apagados para evitar llamar la atención. Apagué el motor y el silencio reinó. Según las indicaciones de Kailan, su casa estaba a tan solo unos cuantos metros de nosotros en la otra acera. Agaché la cabeza ligeramente. Por primera vez desde los inicios de la Creación no tenía una sola palabra que decir que pudiera arrojar algo de calma que acabara con la tensión. Nunca me había disculpado, quizá debía empezar por eso.
Kailan me miró de soslayo y asintió.
—Gracias por todo, Samael —murmuró sin mirarme.
Cogí aire y le observé. Él posó su mano en la manilla de la puerta, dispuesto a abrirla.
—Kailan yo...
Pero en mi boca murieron las palabras.
Porque lo sentí.
Alcé la cabeza bruscamente hacia la casa. De un solo segundo a otro, alargué el brazo estirándome sobre él y cerré su puerta violentamente cuando ya la estaba abriendo.
—¡Tío! ¿Qué haces...?
—Silencio —siseé con la mirada perdida.
Kailan me observó incrédulo y con la boca abierta. Mis pupilas se clavaron repentinamente en el exterior silencioso de la casa. Podía notarlo, casi olerlo.
—Hay alguien en tu hogar.
El chico frunció el ceño. Su mirada se alternó entre la casa y yo.
—Sí, mi amigo —respondió con obviedad, mirándome como si fuera alguien con serios problemas mentales.
Negué con la cabeza, rígido.
—No, hay tres personas más aparte —gruñí sin apartar los ojos del edificio—. Y no son buenas.
Le escuché tragar saliva, analizándome, asombrado y en silencio.
«¿Lo notas?».
Sí, su efluvio asfixiante llega hasta el coche. Puedo sentirlo y olerlo.
Y yo también podía.
Era lo de siempre. Era maldad, era dolor, era rabia y era odio. No se diferenciaba demasiado de lo que usualmente nos encontrábamos. En ocasiones de maneras más o menos intensas, pero esta vez había algo que lo convertía en estremecedor. Lo había llegado a advertir otras veces, y ahora estaba siendo uno de ellas.
Disfrute. Diversión.
Un grito ensordecedor rompió el silencio nocturno de la calle.
Tortura.
Kailan levantó la cabeza violentamente hacia su casa, porque había reconocido al dueño de la voz que lo había proferido. Su rostro cambió de repente. El chico divertido y descarado de hacía diez minutos había desaparecido y, en su lugar, había sido sustituido por la fiereza del boxeador que había noqueado a su contrincante en el ring en tan solo dos movimientos.
Tuve que retenerle cuando intentó abrir de nuevo la puerta del coche.
—¡Suéltame! ¡Tengo que ir! —bramó, zafándose de mi agarre.
—Si vas ahora, tú también serás hombre muerto —gruñí mirándole.
Giró el rostro para encararme cuando dije eso, pero entonces unas carcajadas llamaron nuestra atención. Tres hombres salieron por la puerta principal de su casa entre risotadas. La mandíbula de Kailan se tensó cuando vio a la basura infecta de su expareja liderando al otro par que le seguía.
No miento al reconocer que Lilith tuvo que usar parte de su fuerza y serenidad para ayudarme a mantener la humanidad en mis ojos, y que así el chico a mi lado no lo presenciara. Cuando esos bastardos doblaron la esquina, Kailan se soltó de mi agarre y salió a toda prisa del coche. No dudé un solo segundo en seguir sus pasos. El chico corrió hasta su casa y se adentró en ella.
«Esto no me gusta, Lil».
Ya somos dos.
La imagen no fue menos impactante a pesar de haber visto y vivido todo a lo largo de los milenios. El olor de la sangre, el sudor y el terror era nauseabundo. Tragué saliva cuando detecté un cuarto aroma.
Kailan cayó de rodillas junto a su amigo, tirado en el suelo. La alfombra de la entrada estaba empapada en sangre todavía caliente, rodeando el cuerpo de Elijah. Su tez oscura como la noche estaba perlada en sudor, todo él temblaba como si el frío le sacudiera. Tres de los dedos de su mano derecha estaban cercenados y perfectamente colocados a su lado en posición vertical, formando un triángulo sobre la alfombra al lado de unos alicates. El chico se sostenía el abdomen, tapando la sangrante herida de su estómago donde un puñal le perforaba, con Kailan posando sus manos sobre ella intentando detener la hemorragia. Cerré los ojos tras observar que el muchacho se había orinado encima al no aguantar semejante tortura.
Nadie le culpaba, porque nadie podría haberlo logrado.
Las manos de Kailan temblaban, su mirada se movía frenéticamente por el lugar, intentando buscar algo que pudiera salvarle la vida a su mejor amigo.
Pero era imposible.
—No les he dicho... No los he dicho nada, te lo juro —balbuceaba el chico consumido por el llanto y un dolor agonizante que erizaba mi piel. Una mueca tensa que emulaba una sonrisa curvó fugazmente sus labios—. Lo he hecho... te he ingresado la pasta, tío... a la cuenta de tu padrastro... mi parte también.
Kailan negaba con la cabeza, apretando los dientes y con los ojos anegados en lágrimas que no quería derramar.
—No hables, no hables... voy a... llamaré a una...
—Kailan —susurré.
—No —gruñó con rabia, mirándome cómo si no me creyera capaz de vaticinar que Elijah no sobreviviría, negándoselo a sí mismo—. Llama a una ambulancia, pide ayuda, sálvale la vida por favor.
Me tensé en mi sitio.
Mis manos se convirtieron en puños y agaché la mirada. Y por primera vez desde que hacía lo que hacía, me negué.
—¡Se supone que cumples favores! —bramó encolerizado—. ¡Pues hazlo!
Tragué saliva y me agaché a su lado, poniendo una mano sobre su brazo.
—Solo si puedo cumplirlos de verdad.
Entre mis dones no estaba el de salvar vidas, eso era algo que perdí en mi caída. Era algo que solo un ángel podía hacer. Miré la herida de su amigo y después a él, Kailan cerró los ojos con fuerza y agachó la cabeza, tragándose un sollozo a pesar de que eso le estaba asfixiando.
—Trescientos mil dólares, tío. Podrás volver con tu abuela y tu hermana... Lo has... lo has conseguido —añadió su mejor amigo como pudo.
Extendió su mano sana y la cerró en un puño. Kailan se rompió en ese momento y limpió sus lágrimas, como si odiara que cualquiera pudiera verlas. Alzó su puño cerrado y ambos los chocaron. Me vi en la obligación de cerrar los ojos unos instantes porque la rabia y la impotencia de Lilith me estaban consumiendo, sumida en un silencio impropio de ella.
—No —masculló Kailan. Cogió aire cuando el llanto amenazaba con romperle de nuevo—. Lo hemos conseguido, los dos.
Su amigo asintió y le miró con una sonrisa.
Y fue exactamente así cómo se apagó ante ambos.
Kailan lloró en silencio y con los dientes apretados, escondiendo su cara entre sus brazos sobre el torso inerte del chico. Sus hombros se agitaban ante ese llanto enmudecido y yo solo quería liberarle de la pena y el dolor, sin saber cómo podía hacerlo. Con lentitud, extendí mi mano derecha y le cerré los ojos a Elijah con sumo cuidado y delicadeza.
Alcé la vista al cielo negro de esa noche cerrada, que se dejaba entrever por la puerta abierta.
«Ni se os ocurra mandar a este chico allí abajo, o juro por todos y cada uno de vosotros que subiré ahí arriba así el anillo me haga pasto de las llamas» pensé en un rugido interno.
Un rugido que sabía que había hecho estremecer hasta el último rincón del Reino de los Cielos.
Amén a eso.
Puse una mano en la espalda de Kailan. Se irguió con lentitud, limpiando todas las lágrimas de sus mejillas, temeroso sin razón de que yo pudiera verlas. Clavó la vista en los dedos cercenados del chico, con la mandíbula tensa y los puños apretados. Su respiración se aceleró, volviéndose furiosa.
—Tres —gruñó con rabia. Le miré sin comprenderle—. Tres son las personas que me quedan, y ahora a por las que van.
No estoy muy seguro, y nunca llegaré a saberlo, si alguna fuerza celestial que desconozco me ayudó en ese instante para que no saliera tras esos bastardos, más que dispuesto a enviarlos con vida al Infierno personalmente. Para disfrutar sentado en mi trono, con una ancha y satisfactoria sonrisa, de cómo todos y cada uno de mis hermanos les arrancan cada extremidad separándolas del torso, devorando hasta el último centímetro de sus entrañas mientras me encargo de mantenerles con vida.
Para que lo vean.
Para que lloren.
Para que sufran.
Podría alimentarme de su agonía durante al menos un siglo, estoy seguro.
Lilith se removió frenética en mi interior, sedienta de esa idea. Mis ojos se cegaron con su radiante sonrisa y sus ojos centelleantes como las llamas.
Pero durante unos instantes todo se detuvo.
Kailan levantó la cabeza hacia la puerta, parpadeó incrédulo, sin estar muy seguro de lo que estaba viendo. Y ahora yo también.
Uno de los hombres de su exnovio había vuelto, era el mismo que les interrumpió en el parking y desde la puerta. El que no hizo nada.
No me importó averiguar el porqué de su regreso. Tampoco tuve demasiado tiempo para ello. Porque Kailan se puso en pie lentamente, bajo la petrificada mirada de la escoria inmunda que le observaba como si fuera una alucinación.
—Hola, Spencer —siseó el chico acercándose un par de pasos hacia él, con el caminar de un depredador. Tenía el mentón ligeramente agachado y le dedicó una furibunda mirada que pareció helar la sangre del mencionado. Me puse en pie con extrema lentitud y sin mediar palabra.
El tal Spencer le miró a él, después al cadáver del chico y por último a mí. Su ceño se frunció de forma fugaz, sin comprender.
Tampoco le dio tiempo a hacerlo, porque Kailan le lanzó un puñetazo que le tumbó contra el suelo. Sin perder un solo momento, el chico se agachó sobre él como una fiera hambrienta y le asestó un puñetazo más.
Y luego otro. Y a ese le siguió otro. Y después otro más.
No le detuve. No pensaba hacerlo. No quería hacerlo.
Con cada puñetazo iracundo y consumido por la furia, Kailan se cegaba más y más, deformándole el rostro al repugnante humano bajo él a base de golpes incesantes.
Ese hombrecillo desafortunado apenas pudo gritar, porque yo se lo impedí. No iba a poder castigarle tanto como ansiaba, pues Kailan estaba presente, así que no dudé un solo segundo en torturarle de la mejor manera que se me ocurrió. El negro de mi iris se extendió por mis ojos en su plenitud, y capté el horror en su mirada. Para mi suerte, Kailan estaba demasiado absorto en su propia vorágine de ira como para darse cuenta.
Mi comisura izquierda se elevó de manera efímera, lo suficiente para que el ser despreciable llorara aterrado ante la presencia del Diablo frente a él, al mostrarle mis ojos y mi sonrisa.
«Es nuestro momento, pequeña».
Las risas de Lilith inundaron mi mente y después su cabeza, hasta dejarle los ojos en blanco. En la mente del hombre, una negra, larga y enorme boa de ojos escarlatas serpenteó desde mi brazo derecho hasta él. Le envolvió el cuello y comenzó a estrangularle, asfixiándole.
Reí internamente. Oh, mi adorada y maravillosa Lilith, sus visiones eran increíblemente satisfactorias. Decidí acompañarla y unirme a la fiesta, no pensaba quedarme sin un pedazo del pastel.
Le hice ver todos los horrores que le aguardaban en mi Reino. Cuantísima diversión proporcionaría a mis fieles y hermanos. Todo lo que estos iban a hacerle. Todo lo que yo mismo había hecho. Cómo pagaría en muerte por haber sido un alma horrible en vida, ahora eternamente condenado a la agonía.
Supe que lo vio. Lo supe en la lágrima que descendió por su sien, en la convulsión que le sacudió y en el último aliento que exhaló. Me encargué de que el rostro encolerizado del chico fuera lo último que se llevara en el recuerdo de camino a mi Reino.
Lo hice, cuando Kailan lo mató de un último puñetazo que le arrancó su patética vida.
Un grito de rabia desgarró la garganta del chico de tal forma que me estremeció. Mis ojos volvieron a su apariencia de siempre segundos antes de que me diera un vistazo y se pusiera en pie. Jadeaba agotado. La sangre bañaba su puño derecho, maltrecho y preocupantemente herido, y el sudor descendía por su cuello.
—Voy a por esos hijos de puta —gruñó con la mirada pegada en la puerta abierta.
—No —rugí en respuesta.
Tan ensimismado como estaba en su propio descenso a la locura, no se dio cuenta de lo gutural de mi voz. Respiré profundo en un burdo intento por calmarme.
—Volverán a por él cuando se den cuenta de que tarda demasiado —mascullé. Observé a mi alrededor y me aproximé hasta una billetera tirada en el suelo, hincando una rodilla a su lado—. Ya sabemos por qué había vuelto.
—¿El muy gilipollas se ha dejado la cartera en el escenario del crimen?
Asentí.
Me puse en pie como un resorte cuando Kailan se tambaleó exhausto.
—Siéntate —le ordené señalando las escaleras a su espalda. Él asintió también como única respuesta, obedeciendo—. Yo me encargo.
Caminé por el salón, haciéndome con un par de mantas dobladas sobre el sofá a la derecha, frente al televisor. Cubrí el cadáver de ese maldito bastardo, y quebrantando mi orden, Kailan se puso en pie y me ayudó innecesariamente a levantar el cuerpo para envolverlo.
Qué mal demonio a tus órdenes sería este chico.
Sonreí internamente.
«Lo sé».
—Es mejor que parezca que sigue vivo, no queremos nada que revele que has estado aquí. Tenemos que marcharnos ya, los vecinos han alertado a la policía —le informé. Ni siquiera se molestó en preguntar cómo podía saberlo—. Enterraremos el cadáver lejos de aquí, en el desierto.
Kailan me miró. Sus ojos brillaron enrojecidos por las lágrimas que acumulaba. Una pequeña y breve sonrisa se dibujó en los labios.
—Bienvenido a Las Vegas —sentenció con sorna.
Agaché la cabeza y suspiré, asintiendo.
Sí, supongo que era una tradición.
Miró a su amigo y a su rostro lo embargó la amargura.
—¿Algún familiar al que pudieras avisar? —murmuré, queriendo ayudarle.
Kailan negó.
—Estaba solo —respondió con la voz rota—. El uno para el otro éramos la única familia que teníamos.
Tuve que tragarme la rabia que se me enredaba en la garganta, impidiéndome hablar con normalidad. Asentí una vez más.
—Qué quieres hacer.
No se me ocurría nada más que pudiera aliviarle el pesar. Quería ofrecerle todas y cada una de las soluciones posibles, pero no había demasiadas.
Para mi sorpresa, él me miró con firmeza y convicción. Por primera vez le vi enderezarse en su postura, se adentró en la pequeña cocina a la izquierda y volvió con un trapo. Con este, cogió la cartera y la dejó más cerca del cadáver.
—A la policía le encantará saber que uno de los hombres de mi padre está envuelto en esto —siseó—. No será muy difícil que empiecen a tirar del hilo. Y él merece una tumba de verdad, no una fosa en el desierto.
—Está bien —musité aproximándome al cadáver envuelto—. Espérame en el coche, yo me encargo de meterlo en el maletero.
—No quieres que...
—Kailan —le interrumpí, mirándole fijamente.
Este se quedó callado. Me acerqué a él y cogí el trapo entre sus manos. Limpié la sangre que envolvía su derecha con cuidado, la cual empezaba a inflamarse. Rasgué la tela en dos y le envolví los nudillos y la palma con ambos pedazos bajo su atenta mirada.
—Espérame en el coche —repetí posando mis ojos en los suyos, casi suplicante—. Haz lo que te digo antes de que tu mano se ponga peor, por favor.
Quizá era la primera vez desde mi existencia que el favor lo pedía yo.
El chico me observó perplejo, asintiendo, antes de bajar su mirada de nuevo a su mano. Tan solo segundos después me obedeció, y esta vez sin objeciones a mitad del camino. Me giré hacia ambos cadáveres y tomé el de ese bastardo entre mis brazos, sin dificultad.
La razón principal por la que debíamos marcharnos de aquí de inmediato, no era únicamente porque la policía pudiera estar a punto de llegar para cumplir con su trabajo.
Si no porque, muy probablemente, Azrael también.
Kailan
Vamos a recapitular.
Mi mejor amigo desde que llegué a Las Vegas había muerto en mis brazos después de ser torturado y apuñalado. Yo había matado a puñetazos a uno de sus asesinos. El cadáver de este iba en el maletero del coche, que había sido robado por un prestamista que lo conducía. Y los dos huíamos de la mafia que me perseguía, intentando matarme a mí, a los míos y ahora puede que también a él.
¿Acaso vivía en una puta película de Tarantino?
Enfundado en mi sudadera gris y con la capucha puesta, tenía la rodilla derecha doblada y pegada al pecho, apoyando el pie en el asiento. Descansaba el codo en la puerta, de tal forma que mantenía el dorso de mi mano vendada pegado a mi boca. Dolía horrores, era probable que me hubiera hecho bastante daño en los dedos y nudillos, y puede que permanentemente si no le ponía una solución.
Pero en ese momento no podía importarme menos.
El silencio era nuestro compañero de viaje en esa carretera por la que dejábamos las luces y la perversión atrás sin saber si volvería algún día. El sol empezaba a aparecer en la línea del horizonte, bañando el desierto árido y rojizo a nuestro alrededor con su luz de la ya rota madrugada. Antaño era un paisaje que me repelía ver, ahora lo sentía como una pequeña libertad. No tenía ni idea de qué hora era, puede que las cinco o las seis de la mañana, pero me importaba una mierda. La oscuridad del cielo empezaba a ser devorada por tonos rosas, morados y amarillos, dejando paso al inicio de una nueva mañana.
Una nueva mañana para todos, menos para Elijah.
Me mantenía sumido en un limbo en el que no sentía ni padecía, en el que todo me daba igual. Mi mejor amigo, una víctima inocente de toda la mierda que yo había tragado, era lo único que rondaba por mi cabeza. Elijah, Henry, mi abuela y mi hermana. Solo ellos. Y a ellos, se les sumaba la imagen de mi puño estrellándose una y otra vez sin descanso contra la cara de Spencer.
Hasta matarlo.
Cerré los ojos y suspiré con pesadez.
«Phoenix» pensé «siempre es Phoenix, una y otra vez».
Miré a Samael de reojo, que estaba sorprendentemente silencioso. La luz del sol le sentaba bien a su silueta. Aunque, ¿había algo que no lo hiciera?
—Lamento que hayas tenido que vivir algo así... y que hacer algo así —susurró sin mirarme y corrigiéndose a sí mismo, rompiendo el silencio del coche con su voz ronca y profunda, que en parte me ponía la carne de gallina.
Negué sutilmente con la cabeza, con la mirada perdida en la carretera.
—No importa —murmuré sin emoción alguna en mi voz—. No es la primera vez.
Mi respuesta pareció sorprenderle de forma dolorosa. Samael no era un tipo demasiado expresivo, pero incluso así pude ver de reojo la reacción de asombro cruzar su rostro tan solo unos momentos. Era como si le hubieran dado una patada en la entrepierna.
No imaginé por qué le sorprendía, y tampoco quise indagar demasiado. No estaba muy seguro de cuánto me convenía saber de él porque seguía siendo un desconocido.
Aunque no sé si realmente podía etiquetarle así después de todo lo vivido.
Una parte de mi me decía que era un tío de fiar. Al fin y al cabo, se estaba encargando de mis asuntos y ayudándome a lidiar con ellos. Quizá eso no le convertía en un buen tío, puesto que ni se había inmutado ante todo lo que ha visto de mí y todo lo que él mismo había hecho, como si estuviera más que acostumbrado y lo hiciera unas tres veces al día, pero sí que le convertía en la clase de tío al que le puedes confiar hasta tus más oscuros secretos.
De momento no me había dado señales de mostrar lo contrario, y en parte me bastaba. Cualquier otro tipo me habría echado a patadas de su coche si un chalado con mis pintas, y perseguido por otro chalado más, se cuela en sus asientos traseros.
Pero Samael no, él aceleró.
Y de no ser por su aparición en mi camino, me hubiera visto completamente solo ante toda esa panda de capullos que querían mi cabeza.
Giró el volante abandonando la carretera noventa y tres para adentrarse en el interior del desierto, a la altura entre White Hills y Dolan Springs, una vez nos habíamos alejado lo suficiente de la ciudad. Por suerte y al estar el cielo algo oscuro todavía, no había prácticamente nadie conduciendo a estas horas. Nos detuvimos en mitad de la nada y ambos nos bajamos del coche.
Samael abrió el maletero. Miramos al cadáver envuelto en mantas y después el uno al otro. Asintió, como si no tuviera problema alguno con lo que pasaba frente a él. Observé el par de palas, las bridas y la cinta americana, y giré la cabeza hacia él.
—¿A quién coño le has robado el coche? ¿A Ted Bundy?
—No eran buenas personas, eso te lo aseguro —musitó en respuesta.
Los dos nos miramos de nuevo y, puede que, por toda la tensión y el horror acumulado, rompimos a reír. Samael negó con la cabeza y suspiró.
—Está bien, yo me encargo —dijo, haciéndose con una de las palas.
A pesar de sus quejas a las que no les hice ni caso, cogí la otra pala y me deshice de la sudadera. La clavé en el arenoso suelo y no dudó en imitarme. Me miró mal cuando me tragué un quejido de dolor, pues cada vez que movía la mano veía las putas estrellas, pero aun así ninguno de los dos dijo nada. El silencio se hizo extraño, pero no fue desagradable. Fue un silencio que se dedicó a absorber la rareza de lo que estábamos haciendo, si es que eso era posible. ¿En qué momento mi vida se había torcido tanto que había terminado enterrando un cadáver en el desierto junto a un desconocido? Desde luego, cuando planeé lo que hoy debía pasar, nunca imaginé que acabaría siendo esto.
Tardamos al menos una hora en cavar algo decente y, para entonces, el sol ya se mostraba menos tímido en el cielo a pesar de ser pronto todavía. El sudor caía por mis sienes y empapaba mi frente y mi nuca, además de mi camiseta. En ese instante habría matado por una ducha.
Alcé la mirada para observar a Samael. Incluso con aspecto desaliñado, parecía un puñetero ángel caído del cielo. Se había quitado el chaleco, que colgaba de uno de los retrovisores del coche, y abierto un par de botones de la camisa por comodidad, lo que me dejaba unas vistas fascinantes de su pecho por el que caían un par de gotas de sudor dejando un reguero a su paso.
Joder, a su lado parecía que yo acabara de participar en un maratón en el que además había perdido, y él tan solo tenía un mísero pelo descolocado de su sitio. Y seguía estando perfecto.
Tosí cuando arqueó una ceja al atraparme mirándole descaradamente, y aparté la vista con una media sonrisa. Tampoco me molestaba en ocultar que me parecía increíblemente atractivo, pero no quería que pensara que era un acosador.
Porque de los dos, el rarito era él.
Se acercó al maletero y sacó el cadáver de Spencer como si no pesara nada y en su lugar estuviera levantando una pluma. Le ayudé a colocarlo en el agujero, para después devolver la tierra a su sitio. Apreté los dientes cuando la mano me castigó con un pinchazo innecesario de dolor, que ignoré de todas formas.
Nos quedamos en silencio al terminar.
Enterrar un cadáver en mitad del desierto de Arizona era algo tachado de mi lista «cosas que nunca quise hacer».
Todo lo que había sucedido a lo largo de esta noche interminable había sido tan surrealista que no estaba muy seguro de cómo debía sentirme o actuar. Ni siquiera parecía haber sido real. Samael me observó, sosteniendo la pala, como si esperara algo en concreto de mí.
Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres? ¿Qué diga unas palabras por si toda esa mierda existe para ver si así acogen a este cabronazo ahí arriba o qué?
La comisura izquierda de su labio se estiró en una pequeña sonrisa que empezaba a gustarme ver.
—No está allí, te lo aseguro —masculló sin más, sin mirarme.
Abrí los ojos algo impactado. A veces hacía eso, soltar comentarios extraños al azar de persona devota y que yo no sabía cómo debía interpretar. En cierta manera me confundía, pero era una parte interesante de ese encanto misterioso que le envolvía.
Y que en parte me atraía hacia él como un imán.
Todo en él lo hacía, para ser honestos. Parecía haber sido diseñado para ser el dueño de todas las miradas y llamar siempre la atención.
Samael asintió para sí mismo, se acercó hacia mí y cogió la pala que yo sujetaba. Volvió tras sus pasos y se dirigió hacia el maletero del coche, todavía abierto, dejándolas en el interior.
—Supongo que no sabemos cuándo las volveremos a necesitar —bromeó, provocando que le mirara mal mientras caminaba hasta estar de nuevo a la altura del coche.
Nuestras pupilas se encontraron en ese momento y el silencio se hizo.
Supuse que ya estaba, que ahí se acababa nuestro extraño y alterado camino. Al fin y al cabo, ¿qué nos unía realmente más allá de la desgracia? Probablemente Samael tendría una vida a la que volver y yo tenía un largo camino de vuelta a mi hogar. Un camino que no sabía si llegaría a completar después de todos los peligros que me esperaban en él, saludándome con una cínica sonrisa por haber cometido la mayor locura de toda mi puñetera vida.
Porque tratándose de mi padre, ya sabía que no iba a ser un día en un parque de atracciones. No eran suposiciones, eran hechos. Iba a ser jodido, muy jodido y peligroso de hacer. Y nada me aseguraba conseguirlo.
Miré el anillo del dedo anular en la mano izquierda de Samael y después de nuevo a él. Supongo que la pelirroja que le acompañó en la pelea le estaría esperando en casa.
—¿Estás casado? —pregunté señalando el anillo con el mentón, sin saber muy bien por qué, sintiéndome algo culpable por haber intentado ligar con él a pesar de haber visto la joya antes sin haber hecho caso de ella.
Aunque si lo estaba, tampoco se había resistido mucho. Quizá eran una pareja liberal, yo qué sabía.
Samael se tensó ante mi inesperada pregunta. Cerró de golpe y con algo de brusquedad el maletero y apartó la vista, removiéndose incómodo como si le acabaran de dar un latigazo en la espalda.
—No —respondió secamente. Carraspeó y clavó la vista en el coche—. Tan solo es un simple anillo.
Suspiré aliviado y me miró arqueando las cejas, divertido.
«Mierda, maldito imbécil narcisista».
No sabía si le estaba insultando mentalmente a él o a mí.
—No es... —farfullé. Chasqueé la lengua y reí, negando con la cabeza—. En el combate te vi con una chica, una pelirroja —aclaré. Sus ojos se abrieron ligeramente sorprendidos unos segundos, como si no esperara que dijera eso, pero continúe—. Tan solo me preguntaba sí... tenías algo, una vida que te retuviera en Las Vegas.
Me miró frunciendo el ceño, asombrado. Sus ojos negros y atrapantes se entrecerraron, no solo por los rayos de sol a mi espalda y que le iluminaban esa cara de ángel que tenía, si no con ligera curiosidad.
—¿Por qué te interesa saber eso?
Suspiré y me apoyé en el lateral del coche, cruzando los brazos. Mordí el interior de mi mejilla con algo de rabia al verme así, sin otra alternativa.
—Tenías razón, no tengo muchas más opciones —respondí, ganándome su atención—. Y si cumples favores... quiero pedirte uno.
El silencio se hizo. Cogió aire profundamente y no apartó la mirada de mí un segundo. En parte, parecía que no le hacía demasiada gracia que se lo pidiera.
—¿Qué es lo que quieres, Kailan? —dijo.
Tragué saliva ante el tono de su pregunta.
Parpadeé.
—Que me ayudes a llegar a mi verdadero hogar, a Nueva York —musité como si de una confesión se tratase, algo tan frágil que si lo decía demasiado alto podía romperse. Samael, con las manos apoyadas en el maletero, agachó la cabeza y mordió sus labios—. No puedo... No puedo hacerlo solo. Iba a hacerlo con Elijah pero... —Mi voz se rompió y Samael levantó ligeramente la mirada. Me aproximé a él—. Sé que te pido algo peligroso.
—No es el peligro lo que me preocupa —me interrumpió, mirándome fijamente.
Fruncí el ceño sin comprenderle del todo.
—Tengo dinero, si es eso. He ganado mucho, ya lo sabes —añadí algo desesperado. Resoplé angustiado cuando negó con la cabeza—. Mira, tío, mi padre es alguien muy peligroso al que no debería haber cabreado. Me he pasado dos años retenido por él, pero llevo huyendo de su puta sombra desde los dieciséis y sin ver a mi familia desde entonces, no podía seguir así. Y ahora tengo... no, necesito volver a mi casa. He puesto a salvo a mi abuela, a mi hermana pequeña y a mi padrastro, pero no sé cuánto tiempo va a durar.
Samael se cruzó de brazos, continuaba sin mirarme. Paseaba sus ojos por el desierto, meditabundo. A veces hacía eso, se quedaba ratos en silencio como si debatiera con su consciencia qué era lo que debía hacer.
—No me gusta meterte en esto, y odio tener que hacerlo y poner tu vida en peligro —le aseguré, aunque su respuesta fue reír secamente, despreocupado. Tragué saliva e insistí—. Pero contigo tengo alguna garantía de poder lograrlo. Y no puedo subirme a un avión o a un tren porque tiene contactos en todas partes. Joder, aunque quisiera ni siquiera podría cruzar la frontera con México porque tiene en nómina a sicarios de Sonora o Ciudad Juárez. ¿De verdad crees que tengo alguna posibilidad si intento cruzar el país de punta a punta yo solo?
Por primera vez desde que se lo había propuesto, levantó la vista y me miró.
—Sé que estás en tu derecho a negarte —añadí bajo su intensa mirada. Aparté la mía, cogí aire y relamí mis labios. Entonces levanté la cabeza, encarándole de nuevo—. Pero sí de verdad te dedicas a esto... Te lo pido como favor, Samael.
Silencio.
En el desierto de Arizona no se oía ni un alma en ese preciso momento. Su intimidante mirada empezaba a ponerme nervioso y mi corazón se aceleró a la espera de una respuesta negativa.
Hasta que el imponente hombre frente a mí me tendió la mano.
Sonreí aliviado.
Y la estreché con fuerza.
—Acepto —sentenció.
No sé si fue la solemnidad en su voz, la profundidad en su mirada o el sudor que se enfriaba en mi piel en esa ya terminada madrugada, pero estrecharle la mano donde ambos aceptábamos ese pacto que acabábamos de hacer, me provocó un escalofrío.
Lucifer
Tan solo media hora después de que Kailan sentenciara el destino de su alma sin tan siquiera saberlo, habíamos hecho una parada en Kingman, una pequeña ciudad en el condado de Mohave.
Dejando de lado la irracional amargura que me embriagó después del pacto y que me esforzaba en ignorar, consideré que el chico necesitaría descansar correctamente tras verle cabecear acurrucado contra la puerta a su derecha. Llevaba toda la noche despierto y, tras todo lo que había tenido que soportar, me sorprendía que hasta ahora hubiera tenido fuerzas para seguir irguiéndose sobre sí mismo.
Nos apeamos del vehículo en el parking del motel Ramblin Rose. Un edificio naranja de dos plantas que se extendía paralelo a la carretera con las desérticas montañas a su alrededor. Tras conseguir una habitación bajo un par de nombres falsos que la encantadora recepcionista ni siquiera cuestionó gracias a mi sonrisa, Kailan sacó del coche su bolsa de deporte y se la colgó al hombro.
—Duerme y descansa al menos un par de horas, no podremos estar mucho tiempo aquí —dije entregándole una de las llaves—. Yo iré a deshacerme del coche, en seguida estaré de vuelta.
Kailan arqueó una ceja.
—¿Tú no vas a dormir? —preguntó, apoyándose en la puerta de un azul turquesa demasiado chillón mientras se peleaba con la cerradura y la llave para abrirla.
—Sí, cuando vuelva —murmuré en respuesta, dirigiéndome al coche. Si es que a lo que yo hacía se le podía llamar dormir. Me giré hacia él y sonreí—. Tendremos que compartir cama, lo siento muchísimo.
El chico se carcajeó y me miró.
—Oh, sí, es toda una pena —añadió provocando que mi sonrisa se ensanchase. Se frotó un ojo de forma somnolienta con el puño de la mano sana—. Me daré una ducha y dormiré.
Asentí y abrí la puerta del coche, dispuesto a marcharme.
—Samael.
—¿Si? —murmuré mirándole, deteniendo mis movimientos justo cuando iba a adentrarme en el vehículo.
Kailan me miró y torció el gesto. De un segundo a otro, una sincera sonrisa adornó su rostro, iluminándolo.
—Solo... gracias —musitó algo compungido—. Por todo.
La puerta se cerró tras su espalda, dejándome asombrado frente a ella y sin capacidad de articular palabra. Hasta ese momento, nunca nadie me había dado las gracias cuando les concedía un favor.
Hasta ese momento, nunca pensé que me arrepentiría de haber aceptado uno.
Cuando me senté en el asiento del conductor me costaba reconocer qué era esa amarga sensación que se había instalado en mi interior. Sabía que Lilith también la sentía, porque estaba muy callada.
Salí del parking y conduje algunos kilómetros, los suficientes antes de adentrarme nuevamente en el desierto, abandonando el asfalto de la carretera central. Bastaría con abandonarlo en mitad de la nada, para cuando la encontraran ya estaríamos lejos de allí.
No quieres hacer esto, ¿verdad?
La voz de la mujer y su tono apenado me sorprendieron en el silencio que me había sumido, mientras me bajaba del vehículo. Saqué un cigarro de mi pitillera negra y lo encendí una vez estuvo entre mis labios.
«Lo que no quiero es que el chico tenga que pagar con su alma un acto bondadoso» respondí.
—No quiero verle en el Infierno —aclaré en voz alta, pues mis pensamientos empezaban a enredarse de manera liosa y difícil de comprender.
El Infierno está lleno de buenas intenciones, Lucifer. Esta no es la primera vez que alguien vende su alma a cambio de conseguir algo bueno.
—Y tampoco es algo que me guste aceptar —añadí a su cavilación, exhalando el humo y alejando el cigarro de mi boca, sosteniéndolo entre los dedos.
La bruma negra de Lilith se materializó brotando de mi piel hasta componerla a toda ella. Me miró en silencio, como si me analizara. Sabía que había salido porque mi mente empezaba a ser un lugar asfixiante.
Al menos ella podía escapar.
—Cuando dejaste el grimorio en la Tierra y aceptaste que los mortales nos pidieran favores, también aceptabas esta parte del trabajo sin saberlo —dijo, observándome como si tuviera ante ella algo peculiar e irreconocible—. Ahora tienes que acarrear con ello, no todos serán criminales.
—Lo sé —suspiré, rascando mi frente con el pulgar.
Me di cuenta de ello cuando un pobre padre me pidió como favor que salvara la vida de su hija, enferma por la peste bubónica en el mil trescientos cuarenta y ocho, en aquel lugar al norte de Italia. No era un mal hombre, todo lo contrario, era una de esas almas de las que tenía la total certeza de que irían a parar al Reino de mi Padre. Pero por más que rezaba, este no le hacía ni caso. Porque Él en su inmisericorde egoísmo nunca lo hacía, nunca tomaba partido.
Pero yo sí.
Aceptar lo que me pidió, fue su sentencia. Y su alma ahora pululaba pesarosa por todos los rincones del Infierno, arrastrando su pena como único castigo.
¿Era esa acaso mi tortura? ¿Mi propio Infierno? Ver cómo inocentes pagaban por usar aquello con lo que yo pretendía divertirme, fastidiar a mi Padre y hacerme con todo un ejército.
Di un respingo inconsciente al imaginarme a Kailan como un alma errante en mitad de ese campo de batalla.
—Siempre puedes incumplir el pacto —añadió ella uniéndose a mis pasos, sacándome de mis pensamientos.
Negué con la cabeza.
—Le he prometido llevarle. Y lo haré, yo nunca incumplo lo que prometo —sentencié, alzando el mentón de manera altiva, sin mirarle.
Lilith detuvo sus pasos, obligándome a girarme hacia ella. Se cruzó de brazos y me observó con el brillo del enfado rezumando en sus ojos carmesíes.
—¿Y vale más tu soberbia que su alma, Samael?
Esa pregunta fue como un puñal forjado en el Infierno clavándose directo en el centro de mi pecho. Como demonio torturador, Lilith sería toda una eminencia. Sabía exactamente el punto dónde debía dar para después retorcerlo.
Mis ojos centellearon escarlatas y tensé la mandíbula. Ella sonrió con suficiencia.
—No olvides que soy tu Rey —gruñí a modo de advertencia. Mi voz sonó gutural en mitad del solitario desierto, por suerte.
Arqueó una ceja y me miró de arriba abajo. Se aproximó a mí, con la lentitud de un serpenteo acechante. Aun sacándole una cabeza de altura, a Lilith no le importó alzar la vista para mirarme a los ojos cuando se encontró a centímetros de mí.
—Pero yo no le estoy hablando a mi Rey, Lucifer —dijo, pinchándome con su fino dedo índice en el pecho—. Se lo digo a mi mejor amigo.
Sus palabras fueron como un cubo de agua helada sobre mi cabeza, apagando todo mi fuego interno y lacerante a su paso. Apoyó su cabeza en mi pecho y yo descansé mi barbilla sobre ella, rodeándola con mis brazos.
—No quería...
—Eh —me interrumpió levantando la cabeza para mirarme de nuevo—. Nunca antes has pedido perdón, que no sea yo la primera.
Sus palabras me hicieron reír con sinceridad. Deposité un beso sobre su alborotada melena mientras dejaba de abrazarla.
—Gracias por todo, enana.
Me miró de mala gana, frunciendo el ceño hasta que sus oscuras cejas formaron una fea línea oscura sobre sus ojos.
—¡No soy bajita! —exclamó, dando un pisotón en el suelo que levantó una nubecita de polvo, como una cría mientras yo echaba a caminar entre risas—. ¡Es que todo el mundo es bajito si tú eres un maldito abeto!
—Excusas —farfullé negando con la cabeza y con las manos en los bolsillos.
Ella corrió hacia mí para empujarme, a lo que la retuve entre mis brazos. Me la eché al hombro sin ninguna dificultad mientras ella pataleaba y reía a carcajadas.
—¡Bájame, maldito idiota! ¡Le diré a Paymon que te quemé el trono!
Chasqueé la lengua.
—Mejor dile que te gusta.
La patada que me dio en el abdomen no la vi venir.
Y la gélida brisa que nos sacudió como una corriente, tampoco.
Porque hubiera reconocido ese suave y helado viento en cualquier parte a pesar de hacer eones que no lo presentía.
Detuve mis pasos, rígido y petrificado. Lilith se bajó de mi hombro de un salto, en tan solo cuestión de segundos adoptó una postura protectora frente a mí, en guardia y dispuesta a atacar.
El anilló quemó en mi dedo, sintiendo cómo sin querer mi cuerpo absorbía poder del Infierno, más que listo para usarlo. Ecos del griterío demoníaco que acababa de formarse allí resonaron por mi mente, clamando por mi ataque y venganza, pero me negué.
Esto no lo empezaría yo, no así.
Mis puños se cerraron sin orden previa. Mi cuerpo tembló, embargado por la furia que nadaba con libertad por todo él. Mis ojos se volvieron rojos.
Rojos, en su plenitud.
—Hola, hermanito —saludó Azrael con una cínica sonrisa.
Apoyado en su larga lanza de plata y oro. Vestido con su túnica blanca, sujeta por un cinturón de oro bruñido y grabado con dibujos angelicales. Como siempre, su pelo rubio caía por sus hombros sin un solo pelo fuera de su lugar, como si todo en él rebosara perfección. Sus alas, blancas y excepcionales, se extendían abiertas en su totalidad como un símbolo de victoria.
Que uso más infame para algo tan hermoso y único.
—Calma, Lucifer —murmuró Lilith ante mí. Dio un par de pasos hasta colocarse a mi lado—. Va a querer que des tú el primer paso.
—Lo sé.
No pude controlar el rugido que deformó mi voz.
—¿Ahora dejas que la ramera hable por ti? —inquirió elevando una ceja, señalando a Lilith.
—Gracias por el cumplido, cielo.
La broma de Lilith me hizo sonreír. El rojo de mis ojos desapareció apagándose poco a poco, aunque lo sentía latente tras ellos cuando volvieron al negro.
—¿Sabe Padre que hablas así de las mujeres? Cuidado no vaya a lavarte la boca con jabón—dije sarcástico, ahora más calmado. Le dediqué un puchero apenado cuando vi su cuello tensarse—. Tranquilo, Azrael, es una mujer. Sé que nunca has visto una tan de cerca, pero te aseguro que no muerde.
—Por ahora —añadió ella, perfilando sus dientes con la lengua de forma lasciva y amenazante a la vez.
El buen humor de ese bastardo desapareció de su rostro como si se lo hubiera llevado consigo el viento. Negó con la cabeza y me miró con desprecio, para después sonreír.
Sus expresiones y emociones cambiantes le hacían parecer un lunático. Aunque, al fin y al cabo, cada uno parece lo que es.
—Te has agenciado a un bonito humano, Lucifer —dijo asintiendo con fingido orgullo—. ¿Lo has conseguido en una tienda para mascotas?
No mostré cómo me tensaron el cuerpo sus palabras, simplemente sonreí.
—Qué horrible... si alguien omnipotente te viera hablar así de su Creación —murmuré con una falsa ofensa sacudiéndome, posando una mano sobre mi pecho y mirándole de arriba abajo—. Déjame adivinar, ¿te envía Él?
Alzó la barbilla, ignorando el veneno en mis palabras y me miró.
—Sí, así es.
Su respuesta me hizo fruncir el ceño de forma fugaz. ¿Padre interfiriendo en algo por una vez en toda su vida? Aun así, de nuevo, no dejé que viera cómo mi rostro y cuerpo reaccionaban a su repentina presencia.
—Como no, su perrito faldero y eterno segundón —respondí, asintiendo y mirándole con desdén. La mirada encolerizada de Azrael no me dejó indiferente y la disfruté como nunca—. Sabía que te gustaba arrodillarte para rezar, pero nunca me imaginé que lo harías también de otras formas.
La carcajada ruidosa de Lilith hizo eco por el árido desierto de Arizona en el que nos encontrábamos.
Azrael golpeó el suelo con el extremo de su lanza, furioso.
—Eres despreciable y repugnante —siseó rabioso, escandalizado por mis palabras.
Sonreí.
—¿Qué pretendes conseguir halagándome?
Su figura se convirtió en un borrón para después aparecer de repente frente a mí, rompiendo la distancia que nos separaba, apuntándome a la garganta con la punta afilada de su lanza. Lilith se tensó a mi lado, pero alargué el brazo para protegerla, en señal de que no debía entrometerse. Miré de pies a cabeza al supuesto ángel ante mí y mi sonrisa se ensanchó.
—¡Basta de estupideces, Lucifer! —bramó. Sus ojos grises como un cielo encapotado y abiertos de par en par, se clavaron en los míos—. Vuelve al lugar que te corresponde y déjate de juegos.
Di un paso hacia él, apartando su lanza de mi camino, hasta que nuestros rostros quedaron frente a frente.
—Y si no, ¿qué? —susurré cuando nuestras narices estuvieron a punto de tocarse.
Azrael se tragó un gruñido rabioso, pero en su mirada brilló algo diferente segundos después. Se alejó de mí con apariencia calmada, retrocediendo un par de pasos hacia atrás, encogiéndose de hombros sin más.
—Nada, hermano —respondió despreocupadamente—. Tan solo sería una pena que al humano le ocurriera algo por tu culpa, ¿no?
Mis ojos ardieron en respuesta y al momento. Cada fibra de mi ser se volvió rígida y mi mandíbula se tensó, haciéndome apretar los dientes.
—Te está provocando, Lucifer.
La voz de Lilith a mis espaldas sonó demasiado lejana para mi escaso autocontrol en ese instante. Azrael me observó con falsa sorpresa, abriendo la boca ligeramente, entonces se carcajeó.
—Vaya, espera, ¿qué ha sido eso? —inquirió risueño, señalándome—. ¿Es que acaso te importa el humano?
El calor invadió mi cuerpo y sentí el anillo quemar de nuevo. Alcé la barbilla sin apartar mis pupilas de las suyas.
—No, es un simple humano más —gruñí. Sentí los ojos de Lilith clavarse en mi cuello—. Pero es un buen chico, no merece que le pase nada. Solo eso.
Azrael volvió a reír, mirándome con desdén, como si estuviera a infinitos peldaños sobre mí.
—Miles de buenos chicos mueren cada día, Lucifer —respondió como si nada, encogiéndose nuevamente de hombros.
Mi cuerpo entero tembló de rabia.
—No puedes matar a un humano al que todavía no le ha llegado la hora.
Sus ojos se entrecerraron y su ceño se frunció.
—¿Seguro? —inquirió con ironía.
Esto despertó en mí algo en concreto. Como si el trance que la rabia y el odio que me provocaba y en el que me había sumido, no me permitiese darme cuenta de algo que se estuvo a punto de escapar ante mis ojos. Fue una confirmación.
Padre no le había mandado aquí.
Era extraño que lo hiciera, que tomara decisiones. Ello rompería el libre albedrío que él mismo nos impuso.
Pero esa amenaza velada de Azrael me dejó en claro que esto era una misión aparte y extraoficial. Y si Padre no le había mandado, ¿por qué demonios venir ahora? Salí cientos de veces del Infierno, ¿y ahora es tal molestia que se ve capaz de infringir sus propias normas solo para que yo vuelva a mi Reino?
Me tragué mis hipótesis y le observé, analizándole, como si así fuera a sacar algo en claro. Este me devolvió una mirada asqueada.
—Además, qué sabrás tú de bondad si eres la encarnación de todo mal —añadió con desprecio, como si mi simple existencia le fuera una idea nauseabunda. La mirada de odio que me dedicó podría haber asesinado a cualquiera—. Abandona la Tierra y esa estupidez de los favores antes de que alguien pague por tus pecados.
—No te atreverás —rugí entre dientes, dispuesto a saltarle sobre el cuello para arrancárselo.
La sonrisa de Azrael fue escalofriante.
—Ya le he hecho una visita —sentenció sin despegar sus pupilas de mí—. Buen viaje, Samael.
Ni siquiera pude moverme porque el miedo me congeló. Le vi alzarse al cielo con sus enormes alas hasta desaparecer de mi vista. Clavé mi mirada en Lilith y esta me la devolvió con el mismo temor en sus ojos.
No, no podía ser. Era imposible, Azrael no podía haberle hecho daño alguno a Kailan. Debía de ser un engaño.
Pero el terror no me permitió tardar demasiado en ir a comprobarlo.
Para cuando abrí la puerta de nuestra habitación del motel, todo mi cuerpo temblaba. Hacía milenios que no sentía de esta forma el terror, el miedo ante la posibilidad de que ese loco de Azrael le hubiera hecho algo a alguien. Y que esto fuera mi culpa.
Suspiré de alivio al verle tumbado en el lado derecho de la cama, bocabajo. Su rostro dormido y en paz fue otorgarle un completo descanso a mi mente, de tal manera que mis hombros se relajaron.
Pero duró poco.
Porque supe que Azrael tenía razón, le había hecho una visita.
Y lo supe, por la pluma blanca que reposaba en la mesilla de noche al lado de Kailan.
Un sudor frío recorrió mi nuca y mis manos temblaron. En silencio, me aproximé hasta ella, incapaz de apartar mis ojos de la misma.
Jamás pensé que algo celestial pudiera usarse como amenaza. Porque eso es lo que era, una advertencia de que se había acercado al chico cuanto había querido, estando este completamente indefenso y en su momento más vulnerable. Acechándole mientras dormía como un vulgar carroñero.
Me agaché frente a Kailan, alternando mi mirada entre él y la pluma. Me percaté de que el chico tenía el reguero de una lagrima sobre su mejilla. Cerré los ojos y agaché la cabeza.
¿Es que no había vivido ya suficiente mal con el que cargar? ¿Ahora debía huir también de la locura de un ángel inestable?
Con algo de temor, alargué la mano hacia su rostro y limpié la solitaria y triste lágrima con el dorso de mis dedos, con la extrema delicadeza de quien roza algo que puede quebrarse en cualquier momento. Parpadeé sorprendido cuando Kailan se relajó ante el contacto, sin sentir miedo alguno de mí.
Eso era lo más peculiar de él.
Todos los humanos, incluso aquellos que deseaban algo de mí, me temían. Era como si llevara esa advertencia escrita en la frente. Debían temerme, saber que yo no era bueno, que les traería la desgracia.
Pero para él no parecía ser así. No se había sentido intimidado en ningún momento, ni aterrado.
Exhalé con pesar y miré la mano herida de Kailan, que descansaba sobre la almohada donde apoyaba la cabeza. Ya limpia y sin el improvisado vendaje, podían apreciarse los diversos tonos violáceos y amarillentos en sus nudillos, así como la creciente inflamación. Tomé la pluma y la observé.
«Que al menos sirva para algo bueno» pensé mientras, con cuidado, la dejaba sobre su piel para empezar a sanarla.
La impotencia ante la inutilidad de mis maltrechas plumas no me dejó indiferente.
Pero una pequeña sonrisa salió de mí cuando el chico suspiró con algo de alivio tan solo segundos después, acomodándose más en la cama. Como si el dolor le hubiera impedido relajarse del todo hasta ahora.
No puede matarle, Lucifer. Es un ángel, no se atrevería... ¿no?
Tragué saliva, poniéndome en pie.
«Tú misma acabas de dudar de esa supuesta certeza, Lilith».
Mi respuesta hizo que guardara silencio, algo impactada. Caminé sigiloso hasta el otro lado de la cama, donde me estiré junto al chico, con ambas manos tras mi nuca.
¿Estás seguro de qué es una buena idea que continuemos con esto sabiendo que Azrael está al acecho? A saber cuántos más de tus hermanos. Podrían matarle a él. O a ti.
Tuve que reprimir un gruñido para que Kailan no despertara.
«Que lo intenten».
Escuché a Lilith suspirar en mi cabeza.
Cómo tú quieras, sabes que estoy dispuesta a patearle sus angelicales culos a esos idiotas.
Su respuesta me hizo sonreír.
Pero estás jugando con fuego, Luci.
Y mi sonrisa se ensanchó.
«Es mi especialidad».
Clavé mi vista en el techo, directamente como si estuviera mirando hacia el Reino de los Cielos desde el abismo por el que me arrojaron al vacío. Supe que había miradas recibiendo la mía, no me hizo falta comprobarlo. Lo sentí.
La amenaza de Azrael era una pluma.
La mía, una simple mirada.
Él podía acercarse al chico cuanto quisiera, pero antes me tendría de frente a mí. No pensaba cargar con la muerte innecesaria de un humano por un capricho celestial. Así me obligase a sacar de las entrañas del Infierno a todas las legiones de demonios existentes.
Al final, la guerra que quería no iba a ser yo quien la empezase, qué curioso.
Y era precisamente eso lo que no encajaba.
¿Por qué quería Azrael que volviera al Infierno si él mismo se burló de mi docilidad al haber permanecido tanto tiempo allí desde mi última salida? ¿Primero extiende las mentiras que llegan hasta algunos de mis fieles y después quiere que vuelva? ¿Qué sentido tenía eso? ¿Era únicamente para mantener esos rumores? No, Azrael era estúpido y banal, pero no sabía si tanto como para llegar a amenazar con quebrantar sus propias normas, solo para que yo volviera ahí abajo.
Lo que sí tenía claro, era que algo estaba tramando. Fruncí el ceño ante esa pieza que no terminaba de encajar, que no terminaba de ver.
¿Qué demonios me estaba perdiendo?
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