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Capítulo 38: La Última Cena.

«Y todo lo que amaba, lo amaba solo».
–Edgar Allan Poe.

El señor Atkinson miraba las fotografías mostradas por el detective, quien el segundo esperaba impaciente una respuesta del primero. Si aquel señor reconocía algunos de los rostros de los sospechosos del caso, Morrison daría unos pasos hacía adelante para descubrir la verdad de toda aquella ardua investigación, pero la situación estaba complicada y nada era fácil. El hombre tuvo muy clara su respuesta y se apresuró en compartirla con el detective.

—De todas estas fotografías que usted me muestra, a la única persona que puedo señalar es a esta joven rubia —comentó—. La chica iba acompañada por alguien, pero lamento decirle que no le pude discernir el rostro.

Morrison agarró aire y lo expulsó por su nariz, desilusionado. Por un momento creyó que el señor Atkinson diría algo trascendental, pero no soltó nada que ya no supiera.

—¿Escuchó alguna voz en particular cuando se produjo el robo?

El hombre se llevó la mano a su mentón, tratando de recordar. Pareció venirle una imagen a su memoria cuando dijo:

—¡Ah, sí! Escuché una voz femenina que dijo: «no te creí capaz de todo esto». Supongo que lo expresó la joven. Me pareció que esa chica estaba desengañada por la persona que la acompañaba.

Dado que el robo del vehículo sucedió hacía dos meses, por aquel entonces los alumnos de Fennoith procedían a ser trasladado con sus familias. Los tiempos encajaban.

El detective lo anotó en su pequeño cuaderno. Conforme más lo pensaba, más tenía la certeza de que la joven Melissa Sellers estaba secuestrada por alguna persona que ella conoció en su pasado. Estaba muy seguro de que no cabía duda de aquello, sobre todo por las palabras que manifestó el señor Atkinson.

—Le dejo mi tarjeta de contacto, por si sabe algo que pueda ayudarme —dijo Morrison—. Siento lo de su vehículo. El responsable pagará por ello.

—¿Acaso el asunto es más grave de lo que parece? No es solo un robo, ¿verdad, detective?

—No. Sospecho que la joven que usted señala, está secuestrada por alguien peligroso.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó el señor—. ¡Pobre criatura! Y yo que pensé que fueron delincuentes.

—¿A esta chica nunca la ha visto por las calles? —indagó enseñando una fotografía de la joven Victoria.

—Hmm, no. No suelo salir mucho de casa. ¿No es la chica de las noticias?

El detective asintió.

—¿Es peligrosa? —preguntó.

Morrison hizo una pausa, pensando su respuesta. Luego respondió:

—Sospechosa de un crimen.

No podía afirmar si era peligrosa o no, porque, a fin de cuentas, no conocía si fue ella la que cometió el homicidio.

—El mundo se está yendo al traste —expresó él—. Que no le quepa duda de que, tarde o temprano, estaremos en guerra.

Gabriel no tenía nada más que hacer allí, así que se levantó del asiento y se despidió del señor con amabilidad, estrechando su mano.

—Que Dios le bendiga —dijo el señor Atkinson.

Ya había oscurecido cuando los adolescentes del apartamento se encontraban descansando. Había sido un día agotador. En mitad de la oscuridad se encontraba Lucas con los ojos abiertos y la mirada sobre el techo. No podía pegar ojo y se removía entre las sábanas queriendo que la somnolencia le hiciera dormir de una vez, aunque fue inútil. En cierta forma se encontraba cansado, sin embargo, era un agotamiento mental, más que físico.

Los pensamientos hacia Melissa no le dejaban descansar como quería, y no podía evitar pensar sobremanera en ella. Necesitaba saber si estaba bien, conocer en qué lugar se encontraba y traerla de vuelta. Añoraba ver su cabello rubio y su cara angelical.

—¿Te hecho una mano para dormir, niño? —interrumpió Caym, que se había presentado en el salón.

El corazón le dio un vuelco del susto. Jamás se acostumbraba a aquellas repentinas apariciones. Lucas se incorporó del sofá con cuidado de no despertar a su compañero Elliot.

Observó a Caym, apoyado en el arco de la cocina con los brazos cruzados sobre su pecho.

—¿Echarme una mano en qué sentido? —inquirió él.

—En el que tú quieras —bromeó el demonio.

El joven soltó un suspiro, avergonzado.

—¿Nunca te cansas de bromear de esa forma conmigo?

—Has sido tú el que ha malinterpretado mis palabras. Siempre lo haces. Es muy gracioso verte con ese pudor de niño inocente.

—Si tú lo dices...

—¿Qué es lo que te mantiene despierto?

—Melissa —confesó—. ¿Y si está en peligro? ¿Y si le han hecho algo malo?

—¿Qué consideras «algo malo»?

—Por ejemplo: que esté herida, sometida de alguna forma, o... que esté en contra nuestra.

—Cualquiera de las tres es posible, e incluso me atrevería a decir que podrían ser las tres a la vez. La mente humana, en ocasiones, es muy compleja. Si se ejerce un poco de manipulación en una mente débil, puedes manejar a la persona a tu antojo.

—No me ayudas, Caym.

—Y no pretendo hacerlo, niño. Tienes que tener en cuenta varios factores: el primero y el más importante es encontrar a Melissa, pero puede que en el camino te encuentres cosas desagradables.

Ambos varones se miraron mutuamente.

—No eres muy bueno dando ánimos a nadie, ¿lo sabías? —comentó Lucas.

—Yo no brindo ánimos, yo muestro lo que nadie quiere escuchar.

—Bueno, gracias de todas formas. Al menos me has dedicado algo de tiempo escuchándome.

Caym guardó silencio y observó a Lucas bostezando, luego se acostó en el sofá cerrando los ojos.

Gabriel asistió tarde a la cena con Jenkins. El tiempo se le había echado encima cuando tuvo que presentarse en casa de aquella familia. Nunca le gustó ser impuntual ni hacer esperar a las personas a su aparición. Para colmo, el señor Atkinson vivía fuera de la ciudad y eso hizo que no se pudiera presentar a la hora indicada en el restaurante. Llevaba media hora de retraso. Maldijo repetidas veces la situación en la que se encontraba.

Después de haber llegado a la ciudad, dejó estacionado su vehículo en la zona de aparcamientos  y salió del auto, aprisa. Anduvo a paso ligero, teniendo cuidado de no chocar con los transeúntes que caminaban en dirección contraria. No pareció darse cuenta de que una persona chocó con su hombro bruscamente. Casi tropezaba, pero supo mantener la compostura. Se giró para disculparse, aunque fue inútil, ya que el individuo que había chocado se perdió entre la multitud. Le pareció muy poco respetuoso que ni siquiera se hubiera dignado en lamentar el descuido.

Cuando se presentó en el restaurante, discernió a Laura en una mesa para dos, mirando absorta por la ventana. Por unos instantes creyó que ella pediría la cuenta y se marcharía, pero no fue así. La mujer era paciente y lo estuvo esperando todo el tiempo sin cenar. Él se ajustó la chaqueta de su traje y prosiguió a sentarse en la silla sobrante.

Laura portaba un elegante vestido burdeos que se ajustaba muy bien a sus curvas. Su cabello lo llevaba suelto, cayendo por sus hombros con refinadas ondas. El maquillaje de su rostro lucía bonito junto al carmín rojo.

—Lamento mucho si la he hecho esperar. He tenido un contratiempo...

—No pasa nada —sonrió ella—. Si algo bueno tengo, es la paciencia.

Se la veía ilusionada y, en cierta parte, él no quería que se sintiera así. Claro que aquella mujer le gustaba bastante, pero tenía muy en cuenta quién era y por qué se la juzgaba. Debía ser profesional con lo que hacía y no llegar a más.

Quizá invitarla a cenar fue un gesto atrevido.

—Lo que ocurrió en su casa...

—¿Qué va a pedir? —interrumpió ella mirando la carta. Pareció que Laura quiso evadir aquel tema.

—¿Señorita Jenkins?

—¿Qué pasa, detective? Ya sé lo que me va a decir: «aquel beso fue un error». Mejor ahórrese eso y disfrute de la cena. ¿Cuánto hace que no sale de casa y disfruta de estos momentos? Tómeselo como terapia.

Ella esbozó una sonrisa ladina. Sin duda, era una mujer diferente.

—No diría que fue un error, sino que usted es Laura Jenkins, persona la cual figura como posible sospechosa.

—Tampoco es como si yo quisiera casarme con usted. Solo fue un beso, no nos acostamos.

Su respuesta hizo que Gabriel se sonrojase como un niño y eso a Laura le resultó adorable. Ahí se dio cuenta de que era el hombre más respetuoso que había conocido.

—A veces debería dejarse llevar un poco más. Le vendría bien —opinó ella—. Se priva del disfrute, como si no mereciera eso.

—¿Acaso está haciendo de psicóloga conmigo?

—Usted siempre hace de detective —respondió ella.

Morrison soltó una risa.

En ese momento, él metió las manos en los bolsillos de su chaqueta con la intención de asegurarse que llevaba el teléfono encima por si su hija Maddie lo llamaba, pero, aparte de corroborar que lo tenía, notó un trozo de papel que supo que no le pertenecía.

Mientras Laura hablaba con el camarero pidiendo lo que quería comer, Morrison sacó la pequeña hoja de papel para leerla.

«Interroga a Laura Jenkins y quizás descubras oscuros secretos».

El rostro del detective se volvió taciturno. No supo cuándo ni en qué momento alguien introdujo aquello en su chaqueta. ¿Cómo era posible? Con la única persona que hablo ese día fue con el anciano...

Pero recordó al individuo que chocó con su hombro minutos atrás y fue ahí cuando comprendió que el despiste de aquella persona fue a propósito. Si tan solo hubiera prestado atención a la persona, hubiera sabido quién era.

—¿Morrison? —lo llamó ella—. ¿Qué quiere tomar?

Gabriel quedó en blanco y guardó silencio.

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