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Capítulo 25: Lucas y su ignorancia

Caym llegó al apartamento sujetando entre sus brazos tres cajas de pizzas para los jóvenes, quienes esperaban impacientes la ansiada cena. Acudieron al varón, quitándole los cartones para apoderarse de la comida y se sentaron en la pequeña mesa para disfrutarla.

La joven Victoria tuvo cierta curiosidad por saber dónde había estado y por qué se demoró tanto. Pasó más de una hora y media cuando se marchó a una pizzeria cercana. Lo observó de soslayo, estudiando su expresión facial. Llevaba mucho tiempo con aquel demonio como para saber que tuvo una razón para tardar en llegar. Pero, si quería saber el motivo, debía preguntarle a él, pues Caym nunca confesaba nada a no ser que se interesaran en ello. Le gustaba ser el centro de atención.
Ambos intercambiaron miradas cómplices y ella aprovecho para acercarse e indagar.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó circunspecta.

—Ese vagabundo ya no nos dará más problemas —comentó.

—Dime qué has hecho.

—Me vendió su alma a cambio de una suma de dinero. El dinero que encontré en el apartamento de al lado, le di la mitad y el viejo se esfumó como el humo. Si habla de ti, o de mí, será hombre muerto.

—Ese dinero podríamos necesitarlo nosotros en un futuro. ¿Por qué tuviste que dárselo?

Caym soltó una risa burlesca.

—¿Ahora te preocupan los billetes, reina? No me seas aguafiestas. Podemos ser Bonnie y Clyde cuando nos apetezca. Sabes que, si estamos unidos, nunca nos faltará de nada. Veo absurda tu preocupación cuando sé lo que hago y porqué razones las hago. No subestimes las acciones de un monstruo del averno.

Puede que llevara parte de razón, pero a veces las acciones de Caym podían ser incorrectas, por muy asertivo que fuese. Sin embargo, hasta el momento, las situaciones no iban mal.

—¿Sigues pensando que somos un dúo?

—Nunca dejé de pensarlo —respondió él.

—¿Entonces pretendes que seamos como Bonnie y Clyde? Unos fugitivos, ladrones y criminales.

—Seremos mejores que Bonnie y Clyde. Podemos ser la envidia del infierno, del mal, del caos y de la eternidad.

Ella sonrió y él le devolvió una sonrisa pícara. Segundos después, Victoria apagó su sonrisa para dedicarle un tierno beso.

Elliot y Lucas observaron de soslayo la situación mientras comían la pizza. Al primero le resultó incómodo apreciar la situación sentimental y retorcida de aquellos dos, y al segundo le dio envidia de no saber siquiera qué se sentía besar los labios de otra persona. Era inexperto.

—¿Acaso quieres que te enseñe a besar, Lucas? —bromeó Caym estudiando la mirada indiscreta del castaño.

—¡Cállate, imbecil! Yo no he dicho nada.

—Pero tus ojos sí.

Lucas lo maldijo en silencio y siguió centrado en ingerir la comida. Su rostro ruborizado lograba que al demonio le gustara burlarse, pero como sus berrinches consistían en fugarse lejos, prefirió no incordiar demasiado.

Victoria se sentó con los adolescentes para seguir disfrutando de la pizza. Mientras los tres comían entre risas, Caym se sentó en el sofá ignorando sus apetitos glotones. Frente al televisor apagado podía ver su propio reflejo, y clavó la mirada en sí mismo cuando escuchó una frase que había comentado Lucas.

—Puede que el infierno sea nuestro destino.

—¿Por qué dices eso? —indagó la muchacha observando a su amigo.

—Porque nunca encontraremos la paz en nosotros mismos. Siempre habrá algo que nos haga lamentar. Ya sea un recuerdo, un oscuro pasado, o la pérdida significativa de alguien. Todos estamos metidos en un bucle, pero sé que si salimos de este, nos sentiremos vacíos e incompletos. Experimentar el dolor forma parte de nosotros. Quiero pensar que estamos conectados y que no habrá nada que nos separe, así que, si algún día nuestro círculo se rompe, que sea por un buen motivo.

Hubo una pausa de silencio, pero no duró mucho, porque la rompió Elliot.

—Tu pesimismo me dan ganas de suicidarme —espetó.

—Lucas —lo llamó Caym, observándolo con seriedad—. Ya que eres tan pesimista, ¿por qué no me muestras algo de positivismo y me dices como se enciende la televisión de los años 60's? Este cacharro tiene más edad que la difunta anciana.

El chico se levantó pulsando un pequeño botón que tenía la televisión y la encendió.

—¿Contento?

—Sí.

—Pues ahora te toca hacer algo por mí.

—¿Qué necesitas?

—Un suplemento vitamínico. Necesito que me acompañes mañana a una farmacia. Yo soy menor de edad, no me las darán, y como tú pareces más mayor que todos nosotros, a ti sí te las darán.

—De acuerdo.

Caym sonrió con sorna. Al menos había logrado que aquel tema negativo finalizase, pues era la función que buscaba.

A la mañana siguiente, el detective Morrison había prometido pasar el día junto a su hija Maddie, quien le reprochaba el escaso tiempo que ambos pasaban juntos. Al hombre le preocupó sobremanera la falta de atención de la muchacha y no quería, por ningún motivo, que ella terminara yéndose con su madre por el afán que sentía Gabriel por su trabajo. Cierto era que, desde que estaba investigando la desaparición de Victoria Massey junto a los demás individuos de Fennoith, lo había absorbido de tal manera, que llegó a estar noches en vela por intentar avanzar en la dichosa búsqueda. En sus años de trabajo, nunca se le presentó una situación tan ardua y peliaguda como aquella.

A cada persona que interrogaba como posible sospechoso, no soltaban prenda ni aunque derramaran sangre por ello. Véase la psicóloga Jenkins, que a pesar de lo hábil que era mintiendo, Morrison tenía la pequeña corazonada que sabía más de lo que decía.

Sin embargo, ese día no quería darle muchas vuelta al asunto. Necesitaba despejarse, aunque fueran unas pocas horas junto a su hija. Tanto ajetreo en su mente lograba pasarle factura y no quería pagar los platos rotos con nadie, así que prefirió estar con su niña del alma y dedicarle el tiempo merecido.

Como a Maddie le encantaba tanto el helado de coco, Morrison pidió dos cucuruchos en una pequeña heladería.

—¡Hoy hace un calor horrible! Menos mal que aquí al menos hay aire acondicionado —comentó la joven.

Su padre soltó una risa simpática.

El vendedor les sirvió los helados, Gabriel los pagó y le dio las gracias.

Disfrutaron la mañana rememorando situaciones del pasado, riendo y siendo felices después de tanto despego. Pero, una situación inesperada se cernía en el exterior. El detective pudo visualizar a Laura Jenkins caminando junto a un hombre esbelto y con anteojos que, hasta el momento, desconocía quién era. Iba trajeado, bien peinado y prudente. Jenkins siempre con sus labios rojos y falda de tubo que realzaban sus glúteos y piernas.

—¿Qué te pasa, papá? —formuló Maddie, que se percató de su rostro circunspecto.

—Nada —comentó forzando una sonrisa.

Sí que le pasaba algo. Quien paseaba junto a Jenkins era el profesor Dwayne. Sintió una sensación familiar, como si su rostro lo hubiera visto en alguna otra ocasión, pero no recordaba dónde.

Fue ahí cuando ambos adultos entraron a la heladería sin percatarse que, a pocos metros, estaba el detective acechando de soslayo. Entonces, Laura giró sobre su eje para ver qué asiento escoger y observó al hombre pasando el rato con una joven.

Ella no titubeó, ni mostró signos de nerviosismo, al contrario, tuvo la amabilidad de acercarse a la mesa y saludarlo.

—¡Hola! No esperaba encontrarlo acá —dijo Laura, sonriente.

Dwayne también se acercó.

Morrison se levantó del asiento para presentarse con educación al extraño individuo. Su hija Maddie miraba curiosa toda la situación.

Ambos varones estrecharon sus manos, y justo en el momento en el que Dwayne mencionó su nombre, Morrison supo quién era.

—¿Acaso usted era el profesor de Fennoith? Su nombre figuraba escrito entre la lista del profesorado.

—Oh, sí. Hasta no hace mucho fui profesor de allí.

Tuvo la necesidad de interrogarlo, pero no era el momento oportuno, ni la situación adecuada.

Aunque Morrison comentó que era detective y que llevaba el caso de Fennoith junto a sus alumnos desaparecidos, incluida la joven Victoria, Dwayne no mostró agitación. Pareció interesarle lo que hablaba y le prestaba mucha atención. Incluso sabiendo que, quizás, él podía ser interrogado próximamente.

—Fennoith siempre fue un lugar lúgubre y difícil de digerir. Imagino lo complicado que debe serle la investigación. Yo entré mucho más tarde que otros profesores, y, aún así, lo que vi allí dentro era digno de película de terror.

Morrison permaneció en silencio, escuchándolo.

—Espero le vaya bien en la investigación —siguió hablando.

—Gracias.

Laura Jenkins se despidió de Gabriel, dedicándole dos besos en sus mejillas, y en el acercamiento, ella le metió un papel en el bolsillo trasero de su pantalón. Nadie lo vio, pero Morrison lo notó.

—Ha sido un gusto verle. Nos vemos —comentó la mujer.

—Hasta luego —se despidió.

Cuando ellos siguieron su camino, el hombre sacó la pequeña nota de su bolsillo mientras Maddie estaba entretenida viéndolos marchar.

Le había apuntado su número de teléfono.

—¿Quién era esa mujer? Es muy guapa.

—Es... La psicóloga de Fennoith.

Ella se sorprendió y dijo:

—Pues te come con la mirada.

—¿Qué?

—Venga, papá. ¡Te hacía ojitos! Le gustas.

—No digas tonterías.

Maddie soltó una risa al ver la expresión de su padre. Estaba avergonzado y lucía como un niño pequeño.

Mientra su hija le comentaba los ojos seductores que puso Jenkins, su padre no dejaba de mirar el papel que le había obsequiado Laura.

Al cabo de algunas horas, Caym había acompañado a Lucas a una farmacia, que necesitaba un suplemento vitamínico. Desde el encuentro en Fennoith con aquellas almas en pena el joven se había revuelto por dentro. No llevaba bien el tema de los espíritus y el poder que tenían, cada vez que se comunicaban le dejaba débil y decaído. A veces aguantaba aquella sensación, pero otras veces necesitaba recomponer la energía perdida. Por eso, muchas de las veces en Fennoith estuvo pálido y se encontraba mal.

El farmacéutico no tuvo problemas en darle lo que pedía Caym, y, mientras lo buscaba, el varón esperó aburrido en el mostrador.

Lucas no quiso entrar, así que lo esperó en el exterior. Sin embargo, cuando Caym giró sobre su eje para observarlo, pudo visualizar a Maddie y su padre al otro lado de la calle.

«¿Qué diablos le pasa a esta ciudad y su extraña manía de ponerme al detective en cada paso que doy?»

—¡Psst! ¡Lucas! ¡Ven aquí!

Lucas no lo oía.

Maddie y Morrison cruzaron el paso de peatón y Caym tuvo que agacharse en la farmacia, escondiéndose entre los pequeños estantes. El demonio agarró un bote -que tampoco le interesó lo que era-, y golpeó el cristal para llamar la atención del castaño.

—¡Niño! ¡Ven aquí!

Lucas lo observó sin entender qué diablos estaba haciendo. Morrison se acercaba cada vez más y la situación le estaba desesperando. No le dio tiempo a usar siquiera un poco de poder sobrenatural, porque Morrison ya lo había visto.

Entonces Lucas entendió el escenario, cuando el detective tocó su brazo.

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