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Capítulo 18: Callejuelas

«Hay eventos que te hacen visitar el infierno, solo para que te des cuenta que siempre has estado en él.»

Después de haber recibido el mensaje de Laura Jenkins, Victoria decidió llamarla por teléfono. El hecho de que el profesor Dwayne pudiera hablar con la policía respecto a su paradero la había sacado de sus casillas y estaba dispuesta a deshacerse de él si daba problemas. No entendía la razones de ese señor, ni del por qué la insistencia de saber dónde se encontraba la joven; no era de su incumbencia ni mucho menos su importancia. ¿Qué más le daba la vida de una adolescente metida en un grave asunto?

Claro que, en Fennoith, el profesor se llegó a preocupar por el histérico comportamiento de la muchacha y en más de una ocasión le advirtió de ello, pero Victoria lo juzgó de ser la misma calaña que su hermano y no quiso seguir sus consejos ni tratar con él no más de dos palabras. Quizás estaba en lo cierto; su sangre estaba tan envenenada como la de su hermano Bellamy. No quisiera tener que meter su cuerpo a tres metros bajo tierra por ir con aquellos aires de héroe, porque a ella no le convenía cometer otro crimen bajo sus instintos psicópatas sabiendo el historial que ya estaba dejando.

«¿Acaso tengo salvación? Si me pillan, iré al calabozo de todas formas».

Por supuesto que si la policía daba con su rastro iría a prisión, por esa razón pensaba que su vida ya estaba tan manchada que, por mucho que tratase de justificar sus actos, las reglas de la sociedad opinaban lo contrario. Era una asesina, una sanguinaria.

Jenkins contestó su llamada y Victoria se apresuró en hablar.

—Si el profesor Dwayne planea ir a la policía, ¿por qué no lo detuvo?

—No sé si planea ir o no; su actitud me dio a entender eso. No supe qué hacer, Victoria, me quedé en blanco con su presencia. ¿Cómo se supone que podía detenerlo sin que sospechase de ello?

—Tiene un arma.

—¿Cuál?

—La seducción. Podría hacer que ese hombre besara el suelo que pisa con solo un chasquido de dedos. Sabe que siempre estuvo buscando su afecto.

—¿Y qué solucionaría con eso? —preguntó sorprendida.

—Mantenerlo cerca. Si tiene que deshacerse de él de la misma que forma que su hermano, no debería dudarlo. Y si usted no es capaz de volver a mancharse las manos, déjanoslo a nosotros.

—Deshacerse de una persona no es tarea fácil. ¡Tengo pesadillas por todo lo que viví en el internado! Me tiemblan los huesos cada vez que recibo la visita de Morrison, porque revivo la misma situación una y otra vez. No soy una asesina, Victoria; te defendí de una posible violación, eso no me convierte en ello.

—No, no la convierte en asesina, pero ante los ojos de la sociedad, su nombre está tan manchado como el mío.

—Eso no te lo niego.

—Todo esto lo hacemos por Melissa —siguió hablando—, si ella no me importara, hubiera huido de la ciudad.

—Lo sé —suspiró Jenkins.

—Haga lo que crea correcto, pero si me traiciona, atenta a las consecuencias.

—No tienes que preocuparte por eso, Victoria. Haré lo que sea necesario por Melissa, pero debes tener paciencia. Las cosas apresuradas nunca salen bien; se necesita planificación y unas ideas claras.

—Ya te he dado un consejo respecto a qué hacer con Dwayne. Si ese bastardo sigue dando problemas, tomaré el asunto por mis propias manos.

Dicho aquello, la joven colgó la llamada finalizando la conversación.

—Os dije que el vagabundo no mentía. Vio el mismo auto que Caym ha mencionado —comentó Lucas.

—Puede que no mintiera, pero eso no quita que sea repugnante querer manipular con sexo a una adolescente a cambio de soltar la información que sabía —espetó la joven.

—Lo comprendo.

—Bueno, al menos tenemos una pista importante —habló Caym—. Menos seriedad y más motivación, chicos.

—¿Y cómo vamos a encontrar ese coche? Sería como buscar una aguja en un pajar —alegó Elliot.

—Ya pensaremos algo —respondió Victoria.

El detective Morrison pidió un café para llevar mientras ojeaba su teléfono móvil, esperando a que la señorita detrás del mostrador se lo preparara. Usualmente prestaba mucha atención a lo que sucedía a su alrededor, pero ese día estaba absorto y pensativo.

—¿Quiere que le ponga algún nombre a la taza de café? —preguntó la muchacha.

—No, gracias.

Estaba pensando en la tía de Melissa y en lo que creía que estaba escondiendo. Sin embargo, necesitaba una orden de registro si quería echar un vistazo a la casa. No tenía acumuladas las pruebas suficientes como para pedir la orden, pero sabiendo lo que le hizo esa mujer a Melissa, y cómo la trató, su superior ya podría esmerarse un poco. Sentía la corazonada de que la rubia estaba vinculada a Victoria Massey, un sentimiento extraño se lo decía sin parar. Ambas estuvieron en Fennoith, era ilógico que no se conocieran.

Su café fue servido en el mostrador y el hombre lo pagó.

La campanilla de la puerta de la cafetería sonó cuando una persona entró.

—¿Podría prepararme un café para llevar? —preguntó una joven.

—Claro. ¿A nombre de quién?

—Mel.

Morrison siguió pendiente de su teléfono mientras se mandaba mensajes con su compañero de trabajo, Frank.

Fue demasiado tarde cuando prestó atención al nombre de la chica que había entrado después de él.

«¿Mel? ¿Es posible un diminutivo del nombre Melissa?».

La buscó con la mirada a través de los cristales de la cafetería, pero no la halló en el exterior. Se había perdido de su vista.

Preguntó a la joven detrás del mostrador y ella respondió:

—Creo que ha dicho «Bel», de Belinda. Es lo que le he escrito en la taza.

—¿Estás segura?

—Sí, señor.

—¿Su cabello era rubio?

Ella pareció hacer una mueca, confusa.

—Lo siento, no me he fijado mucho. Estaba pendiente en preparar la taza. Dejó el dinero cuando lo serví y se marchó.

«Debo estar cansado», pensó. Fue la única explicación que pudo sacarle. Quizás sus oídos no escucharon bien, y, con los pensamientos recurrentes de la joven rubia, pudo malinterpretar lo que escuchó.

Pero, de pronto, recordó un acontecimiento sucedido días atrás: el vagabundo de las callejuelas, donde estaban situados los carteles de la rubia desaparecida, dijo haberla visto y que, la chica que estuvo pegando las fotocopias, lo había agredido. Hasta entonces no le dio la suficiente importancia que merecía, pues lo juzgó de ser un anciano demente, que ni siquiera pensaba lo que soltaba por su descuidada boca, así que decidió darle una oportunidad a sus historietas y prestarle más atención.

Sin tener nada más que hacer en la cafetería, se marchó en dirección a las callejuelas del mendigo.

Victoria se hallaba concentrada observando el atardecer a través de la ventana del destartalado apartamento. Sus compañeros varones parecían entretenidos mirando la televisión, pero a ella pocas veces la entretenía un aparato electrónico. Maddie se había tenido que marchar a su turno de trabajo en la cafetería Babinie y tampoco echó en falta su ausencia. Sin embargo, sí que añoraba la presencia de otra: Melissa.

A veces solía imaginársela con su sonrisa angelical, su risa dulce y sus gestos entrañables. Era tan diferente a todo lo que había conocido, que un poco de dulce nunca estaba de más. Ahora todo era amargo, ya nada quedaba de esa pizca de dulzura y la necesitaba. Melissa era positivismo, la pequeña luz de una profunda oscuridad.

«¿Dónde estás, Melissa?»

—«¡Vicky!» —Juró oír su voz tras suya, haciendo que despertara de su ensimismamiento.

Fue ahí cuando se percató de Caym, que le había llamado la atención.

—Victoria, ¿estás bien?

Estaba cansada, tan agotada mentalmente que empezaba a tener paranoias.

—Estoy bien —respondió—. Bueno, no. No lo estoy. Hay que encontrar a Dwayne.

—¿No crees que antes deberíamos, no sé, estar bien alimentados? —opinó Elliot.

—¿Cómo podéis tener hambre?

—Porque tenemos estómago. Además, acabamos de hacer la compra. Disfrutemos un poco, Massey.

—Supongo que cada día me voy haciendo menos humana como para sentir la necesidad de comer, aunque mi cuerpo lo pida a gritos.

—Tienes ojeras —Le señaló Lucas—. ¿Estás durmiendo bien?

—No lo sé —suspiró.

—Si hay que matar a Dwayne, se matará, pero antes debes comer —murmuró Caym, acechándola.

—¡Qué remedio!

—Es evidente que nos preocupamos por tu bienestar. Al fin y al cabo, eres la reina de nuestra colmena —continuó.

—Pues, esta reina solo tiene sed de venganza —respondió ella.

Caym le hizo un ademán invitándola a unirse al sofá junto a los demás, ella obedeció y se sentó junto a ellos, esperando ansiosa el momento de salir al exterior y localizar al profesor.

Ya había oscurecido cuando Morrison llegó a las callejuelas del mendigo. Las personas caminaban a su alrededor sin importar cuán mugriento estaba aquel lugar, aunque muy pocas se detenían en aquellos lares. Al detective tampoco le daba muy buena espina tener que estar husmeando por allí, pero era su trabajo y debían indagar en aquello sin falta.

Buscó al anciano con la mirada y lo visualizó durmiendo entre cartones arropando su delgado cuerpo. No comprendió cómo podía tener frío en plena época veraniega, pero lo cierto es que por la noche refrescaba. Soltó un suspiro por su nariz al tener que entender que debía despertar al hombre en plena fase del sueño si quería hacerle algunas preguntas.

No hizo mucha falta insistir en ello, ya que el señor abrió un ojo atento del intruso acercándose.

—¡¿Quién es usted?! —exclamó el anciano. Bajo los cartones dejó mostrar un trozo de vidrio de cristal en signo amenazante.

Gabriel alzó ambas manos al aire con inocencia.

—Disculpe, no quería asustarlo. Soy detective de la policía —enseñó su placa—. Quería hacerle algunas preguntas.

—¿A mí? ¿A mí por qué? ¡Si yo no he hecho nada malo!

—No tiene que ver con su persona, sino con la chica desaparecida de los carteles que tiene a la vista a su izquierda.

El anciano se incorporó y observó lo que indicaba.

—Ah, ¿otra vez? Debe ser mi día de suerte. Deme algo a cambio y le diré lo que sé.

—¿Qué quiere?

—Cien «pavos».

—Cincuenta —espetó

—Setenta.

—¿En serio?

—¿Usted qué cree? Si algo sé en esta vida es que nada es gratis. O acepta o se va por donde ha venido. Es mi última oferta.

—¿Y cómo sabría yo que lo que me cuenta es cierto? Podría detenerlo si quisiera.

—Adelante, hágalo. Me soltaría en poco tiempo por ser un estorbo.

Morrison aceptó a regañadientes en darle el dinero que pedía.

«Hay que ver las cosas que tengo que hacer por mi trabajo...»

—Bien —comentó satisfecho el viejo—. La chica rubia pasó hace algunos días por aquí, pero se la llevó alguien en un auto negro.

—¿Matrícula?

—No la alcancé a ver, un perro quiso comerse mi comida.

—Hace unos días, usted me dijo que estuvo una chica colgando los carteles, ¿podría describirla?

—¡La chica del demonio! —chilló enfurecido—. Quiero denunciarla.

—Sí, ya sé que quiere denunciarla, pero, ¿quién era? ¿Dijo algo?

—Era rubia, delgada y con unos profundos ojos verdes.

—¿Seguro no está describiendo a la chica del mismo cartel?

—¡No! Ella era diferente.

Siguió farfullando lo muy mala que había sido la misteriosa joven con él y Morrison empezaba a cansarse de proseguir indagando. Tampoco daba muchos detalles y con esa poca información apenas podía reconocerla. Parecía estar describiendo a Melissa, salvo por los ojos verdes que carecía.

Quiso rendirse y dar por finalizada la conversación, pero justo en el momento que se disponía a marcharse, este habló captando su atención.

—La chica del demonio iba acompañada de un varón muy agraciado.

Entonces el detective giró sobre su eje, interesándole aquella información.

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