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Capítulo 12: Confianza

Caym recibió con valentía a la persona que se encontraba tras la puerta. Era uno de los agentes de policía. Él no mostró ningún ápice de nerviosismo, ni siquiera agachó la mirada ante los ojos de aquel hombre vestido de uniforme. Lo observó adusto, queriendo saber qué quería y por qué había llamado. A su alrededor aún podía oírse la camilla donde trasportaban los recientes cadáveres.

El agente no parecía tener curiosidad por quién se alojaba allí dentro. No echaba vistazos al rededor de la casa, ni desviaba la mirada dentro. Eso le tranquilizó en su interior. El hecho de que aquel hombre uniformado pudiera llevarse a Victoria, había logrado que su demonio interno estuviera en guardia, preparándose para descuartizar a todo humano que se interpusiera en su camino. No obstante, no hubo necesidad alguna de atacar si no le daba motivos para hacerlo.

—Buenas tardes. Siento la inesperada interrupción. ¿Usted es el inquilino que vive en el 606?

—Así es.

El agente lo estudió detenidamente de arriba a abajo como si en él buscara alguna definición aparente.

—¿Puede acompañarme un momento, por favor? Debo mostrarle algo en el apartamento 605.

El joven no se negó y accedió en ver lo que quería mostrarle, no sin antes cerrar la puerta ante los curiosos.

—¿Era usted muy cercano a la señora Granger? —indagó el agente.

—Charlé varias veces con ella, nada más. Parecía una anciana muy amigable. ¿Qué le ha ocurrido?

—Un infarto.

El policía le mostró la casa atiborrada de objetos inútiles que se adueñaban del estrecho pasillo y las paredes. Todo estaba plagado de trastos que en algunas zonas impedía acceder el paso. El agente agarró una hoja de papel donde en él había escrito unas últimas palabras de la señora Granger. Caym sostuvo lo que mostraba y lo leyó.

«Todo lo que tengo se lo doy al chico de ojos grises del apartamento 606. No tengo familia. Él es lo más parecido a un nieto.

- Isabella Granger».


Caym no mostró reacción y el agente esperó a que algún sentimiento surgiera del varón. Como el hombre parecía fruncir el ceño, el demonio tuvo que fingir un drama que no le apetecía para nada.

—¡Ay, pobre señora Granger! —exclamó—. Siempre se van los mejores. ¿Por qué la vida es así de cruel? Espero que Dios la reciba como se merece a ese ángel caritativo.

El policía apoyó la palma de su mano en el hombro del varón en signo de consuelo. Si supiera lo mucho que le quemó pronunciar al de arriba...

—Siento su pérdida.

—Yo también —dijo frotándose los ojos para que al menos se enrojecieran—. ¿Podría dejarme solo? Necesito asimilar todo esto.

—Por supuesto. No tengo nada más que hacer aquí. Adiós, joven.

—Adiós, señor agente.

Cuando el agente se marchó, Caym arrugó la hoja de papel sobre su puño y la arrojó al piso.

—¿Dónde están los billetes, señora Granger? No puedo mantener a mi familia sin un mísero billete —espetó él buscando a su alrededor—. ¿Al menos coleccionaba armas? ¡Sería maravilloso!

Cuando el barullo de los paramédicos y la policía se habían marchado, sus compañeros salieron del apartamento queriendo saber qué ocurrió.

—¿Caym? —Lo llamó Lucas, dubitativo.

—Aquí dentro —informó él.

—¿Qué ha sucedido? —indagó Victoria adentrándose en el cubículo.

El varón dejó de buscar algo de valor para atender a los demás y dijo con sorna:

—¿Que qué ha sucedido? Pues que he heredado la enfermedad de la señora anciana. ¡Todo esto ahora me pertenece!

Ellos al menos pudieron respirar aliviados al saber que nada grave se les avecinaba. Mejor heredar todo aquello que algún otro asunto peor.

—Dijiste que a la señora se le olvidaban las cosas y que, problablemente, no te recordaría —añadió Victoria.

—Supongo que las cosas buenas no se le olvidaban.

—¿Y qué se supone que estás buscando con tanto ahínco? —preguntó Elliot, apoyado en el marco de la puerta.

—Billetes, dinero, pasta, plata... Llámalo cómo quieras.

—¿Desde cuando a alguien como tú le interesa el dinero?

—Desde que huimos de todo aquel que nos busca, por ejemplo. La vida no es gratis, niño.

Victoria discernió una linterna entre un montón de cajas, así que la agarró interesada y la inspeccionó para ver si funcionaba.

—Tenemos que volver a Fennoith —comentó ella.

—¿Otra vez? ¿Es que nunca vamos a tener paz mental de ese internado? —inquirió Elliot, malhumorado.

—La nota de Melissa tiene que ver con un teatro. El único teatro que conocemos todos nosotros es el de Fennoith. Por mirar no perdemos nada.

—Primero hay que saber dónde anda Morrison —alegó Lucas.

Y ahí entraba Maddie. Elliot le envió un mensaje para saber en dónde andaba su querido padre y qué zonas estaba frecuentando. Hacía unas horas estuvo en el internado y no sabían si aún permanecía allí buscando pruebas junto a su acompañante. La susodicha no se demoró en contestar, casi parecía pendiente de recibir un mensaje de él.

«El hecho de que sea mi padre no significa que me diga dónde va ni qué zonas está investigando, pero le he escuchado hablar que iba esta tarde a hablar con una tal Laura Jenkins. ¿Cuándo podré verte? No hemos vuelto a hablar desde lo de Tomás».

Elliot respondió seco:

«Luego te llamo».

Pudo ver que Maddie estaba escribiendo algo, pero dejó de hacerlo y se desconectó. No le dio importancia y bloqueo su teléfono.

—No debería meterme, pero —intervino Lucas al lado de Elliot—, si intentas ganarte el afecto de una chica no deberías ser un estúpido.

—Y tú no deberías leer conversaciones ajenas.

Lucas se alejó enfurruñado.

—Caym, ¿puedes dejar eso para después? Ya mismo anochece y tenemos que irnos —dijo Victoria.

El joven obedeció y se rindió en buscar los posibles billetes de la señora Granger, pero estaba seguro que debía tener algo escondido. No pudo haber estado viviendo todo ese tiempo sin un solo centavo.

El detective Morrison llamó a la puerta de la casa de Laura Jenkins esperando a que esta lo recibiera. La mujer, como siempre, miró a través de la mirilla con recelo y soltó un largo suspiro inaudible. Le temblaba los huesos cuando veía a aquel hombre queriendo hacerle preguntas otra vez. Ella mantuvo su sonrisa y la compostura para que él no juzgara su nervioso comportamiento. Si algo sabía muy bien Jenkins era guardar oscuros secretos.

Morrison la saludó con cortesía mientras en su mano llevaba pendiente la libreta con la que apuntaba los detalles de su investigación.

—Hola, señorita Jenkins. Disculpa si la interrumpo. ¿Tiene unos minutos para hablar?

—Claro. Pase.

El hombre se adentró en el hogar y observó la decoración de esta. Sin duda, era tan elegante como lo era Laura. Poseía un refinado gusto para los muebles y el embellecimiento de la casa. Grandes clásicos de la pintura adornaban las paredes beige como Van Gogh y Salvador Dalí. Siempre tan fanática del arte.

Ella lo invitó a sentarse en la pequeña sala de estar y le ofreció un té a lo que él agradeció amablemente. Mientras Laura lo servía en unas tazas minúsculas, Morrison se apresuró en indagar, sin rodeos.

—Recientemente ha desaparecido otra alumna de Fennoith. Su nombre es Melissa Sellers. ¿Trató con ella como psicóloga de aquél lugar?

Al oír el nombre de la rubia, Jenkins casi derramó el té que servía al ponerse nerviosa. Se disculpó y soltó una risa nerviosa. Hecho aquello, tomó asiento frente a él y lo observó.

—Sí, traté con ella —contestó—. Melissa era mi paciente favorito. Le agarré un cariño muy especial.

—¿Qué me dice de su familia? ¿Cree que haya podido irse con ellos?

—No. Ella es huérfana, la mantenía su tía antes de entrar a Fennoith. Sin embargo, son una familia desestructurada; no deseaban que Melissa formase parte de ella. La repudiaban y le hacían el vacío. Dudo mucho que ella quisiera volver con las personas que la tachaban de loca.

—Melissa Sellers escribió una nota para alguien en particular. La encontré en su habitación de Fennoith —de su bolsillo sacó la hoja metida en una pequeña bolsa de plástico trasparente y se la mostró a la mujer.

Ella la leyó detenidamente. Sabía que hablaba de sus amigos, pero no comentó nada.

—La joven no da nombres, pero parecen ser muy importantes para ella. ¿A quién cree que podría referirse? ¿Qué amigos hizo? Si me da nombres, quizás ellos puedan decirme qué sucedió.

—Como ya dije, no me dedicaba a observar con quiénes se juntaba mis pacientes. No puedo dar nombres si desconozco la situación.

—¿Victoria Massey era su amiga? —inquirió.

—Melissa era muy amigable con todo el mundo, supongo que ambas se conocieron —dijo.

—¿Qué me dice de Elliot Lestrange? ¿Ese joven era amigable?

—No mucho.

Morrison apuntó algo en la libreta que ella no pudo alcanzar a leer.

—Dice que no sabe qué relación tenían sus pacientes con sus compañeros. Sin embargo, sabe que Melissa era una joven amigable con todos, por lo tanto ha debido mirar lo suficiente como para asegurar quiénes eran sus amigos más cercanos.

—Tan solo sé que Melissa Sellers trataba de ser dulce con todos sus compañeros. Tenía depresión y tomaba pastillas para que su ánimo no disminuyera. La mayor parte del tiempo quería pasarlo en mi consulta —mintió en la última frase.

—No quisiera juzgarla, señorita Jenkins, pero, ¿por qué no da ningún nombre de las posibles amistades de sus pacientes? Cuando le pregunté por Victoria Massey me respondió lo mismo.

Ella se cruzó de piernas.

—Si no le doy ningún nombre es por la simple razón de que no soy quién para acechar a mis pacientes más allá del término psicóloga-paciente. Quizás la persona que podría darle nombres sería un profesor o el propio director de Fennoith.

Morrison le dio un sorbo al té, sosegado. No era un hombre que soliera perder la calma. Podía estar allí preguntando todo el tiempo que quisiera.

—No dudo de su palabra, señorita Jenkins —comentó—, pero hay algo en usted que me dice que oculta más información.

—Le he dicho todo lo que sé, detective —espetó.

—Eso espero —Gabriel Morrison se levantó del asiento—. Supongo que no tiene nada más que quiera decirme, así que me marcho.

—Le acompaño a la salida.

—Oh, no. No se moleste —sonrió—. Hasta más ver.

Cuando él se marchó, Jenkins maldijo en silencio.

En el trayecto a Fennoith, se aseguraron muy bien de inspeccionar posibles individuos en el internado. Lo que menos querían eran ser descubiertos entrando en un lugar que permanecía cerrado y estudiado por el inspector Morrison. No querían tocar nada ni dejar huellas sospechosas.

La electricidad de dentro estaba cortada, así que con la linterna que Victoria agarró de la casa de la anciana podían apañarse mejor que en la oscuridad. Todos anduvieron con cuidado y cautelosos. Las pisadas parecían sonar fuertes ante la carencia de personas habitando el lugar.

Lucas no estaba cómodo, oía muchos murmullos ininteligibles susurrándoles muy cerca. Era como volver a vivir el mismo infierno en un tiempo distinto. Siempre creyó que las voces que oía eran fruto de su esquizofrenia, pero nunca estuvo enfermo de la mente; le hablaban los muertos y no había cosa más espeluznante para él que eso.
Fennoith nunca fue un lugar muy santo, ni digno de recuperar su sano juicio. Al contrario, les hacía ser más dementes de lo que ya estaban.

En ciertos momentos, la linterna parpadeaba como si quisiera estropearse en cualquier momento, pero no le dieron importancia y siguieron avanzando hasta lograr visualizar el teatro.

Una vez allí, los adolescentes entraron buscando alguna posible pista de la rubia desaparecida. En el escenario del teatro había un baúl donde dentro contenía disfraces de obras clásicas. Victoria decidió mirar en su interior y fue ahí cuando encontró una de las tantas notas de Melissa. Estaba doblada en cuatro partes.

«Las personas no son más que una capa tras otra de secretos. Crees que los conoces, que las entiendes, pero sus motivos siempre permanecen ocultos, enterrados en sus corazones. Nunca terminarás de conocer a una persona.

Es más fácil que dos mantengan un secreto, si uno de ellos está muerto».

—Melissa... —musitó ella.

—Ella confió en alguien que no debía —opinó Caym.

Un estruendo estrepitoso de una puerta abriéndose hizo que los adolescentes se inquietaran. Parecía que alguien había entrado en Fennoith, y quizás era Morrison al haberse dejado una posible pista que recordó.

Los cuatro se miraron cómplices cuando unos pasos paulatinos inundaron el lugar.


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