Capítulo 1: Promesa.
Horas después del asesinato.
Eran las doce y cuarto de la noche cuando el detective Gabriel Morrison inspeccionaba la escena del crimen de un lujoso hogar. Los forenses estaban sacando fotografías de la escena sin parar, en cada ángulo y perspectiva. Varios varones peinaban la vivienda, buscando a la tercera integrante de la familia. Morrison hizo una mueca de disgusto cuando en la mejilla del cadáver del señor había escrita una «V». Su abdomen estaba rajado, abierto en canal como si un animal salvaje lo hubiera hecho. Las tripas se esparcían a un lado del piso, junto la sangre por doquier.
—¿«V», de Venganza? —murmuró para sí mismo.
—Sí, de Vendetta —se mofó su compañero Frank al oírlo murmurar. Bajaba las escaleras de la casa con una fotografía en mano.
—¿Quién falta en la casa? —indagó.
—La chica.
—¿Qué chica?
—Esta chica —mostró la fotografía familiar en la que posaba sonriente la madre fallecida de la joven, el padrastro y la muchacha. La cara del señor estaba garabateada con algún tipo de bolígrafo.
—¿Se sabe su nombre?
—Victoria Massey.
Morrison agarró la fotografía para fijarse en el rostro sombrío de la muchacha. Sus ojos verdes parecían observarlo con detenimiento, tan llamativos y enigmáticos.
«Es tan solo una adolescente. ¿De verdad ha podido cometer ella sola este crimen atroz?», pensó.
—La casa tiene cámaras de seguridad —dijo su compañero—, pero lo último grabado fue hace más de tres horas. Lo sospechoso es que alguien se las ingenió para apagarlas. Una niebla oscura pasó delante de las cámaras apagándolas al instante.
—¿Qué se sabe de la familia? ¿Hay algún documento al respecto?
—Lo único que puedo afirmar es que la madre de la chica fue una importante mujer con fortuna. Era reconocida por donar dinero a causas benéficas y a niños necesitados. Lamentablemente, Adelaide Massey murió de cáncer.
Morrison se acercó al cadáver de Benjamín. Su compañero lo siguió detrás.
—¿Qué me dices de este? Parece algo personal.
—Aún no se sabe nada. En el piso de arriba hay otro cadáver. Es una mujer —informó.
—¿Una mujer? —repitió sorprendido. Acto seguido miró la fotografía que sujetaba. Se imaginó que el cadáver del señor era el padrastro de la adolescente, pero no pudo discernir de quién se trataba la mujer de arriba.
—Mañana se harán las pruebas —añadió—. Hay que esperar. Será un caso largo, detective Morrison.
—Eso seguro. ¿Dónde estará la chica?
—No podemos afirmar que haya sido ella la que ha cometido los crímenes, pero si lo ha hecho, ha debido huir del pueblo. Contando que esto es un barrio residencial, es posible que esté en la ciudad o muy lejos de aquí. Y si ella no ha hecho esto... —hizo una pausa, pensando lo que diría— podría ser un secuestro. Tienen fortunas, quizás quieran dinero. Hay demasiadas teorías.
—El arma del crimen no está —informó Morrison—. He mirado en el jardín, en el salón, en la cocina... Nada. Sin embargo, faltan unos de los cuchillos de la tabla de madera.
—El asesino ha debido de llevárselo consigo. Puede que haya sido la chica —El detective Morrison lo miró asqueado. Su compañero chasqueo la lengua a la vez que se reía—. ¿Qué? No podemos descartarla.
—Tampoco podemos afirmar que es ella. Es sospechosa del crimen. Basémonos en eso.
—El hecho de que tenga una hija de su edad le da lástima pensar que una adolescente haya podido cometer esto, ¿verdad? Últimamente el mundo se está descontrolando. Ya nadie teme asesinar.
El hombre guardó silencio, ignorando a su compañero de trabajo.
Un mes más tarde.
Victoria y Caym estaban en los baños públicos de un bar de la ciudad. La chica se examinaba a sí misma frente al espejo, mientras el varón estaba apoyado en la pared de brazos cruzados, observando lo que su compañera hacía. A los pies de ella yacía una gran mochila negra, donde dentro contenía un par de pertenencias; ropa, zapatos... Y el arma del crimen.
—¿De verdad tengo que ponérmela? —preguntó ella malhumorada.
—Hazlo de una vez, Victoria. No tenemos todo el día —espetó él.
—¿De verdad es necesario?
—Sí.
Ella sacó de la mochila una peluca rubia que robó en una tienda. Consideraba que su azabache cabello era parte de su esencia, su oscuridad. Sin embargo, cuando salía al exterior, debía ponerse esa ridícula peluca para que la gente no pudiera reconocerla. Sabía que estaban tratando de buscarla al oír las sirenas de los coches de policías cuando estuvo en casa.
Finalmente, sujetó su cabello oscuro con una liga para proceder a ponerse la peluca. Cuando lo hizo, no pudo evitar que viniera a su memoria la imagen de Melissa. Aquella cabellera dorada le recordaba al cabello de su amiga. La echaba mucho de menos. Le prometió que volvería a verla y no dudaba en hacerlo cuanto antes.
Añoraba rescatar a sus amigos. Sin ellos no podía vivir tranquila. Compartieron momentos muy violentos, como también situaciones buenas que ella echaba en falta.
Caym se acercó, la agarró de ambas mejillas y dijo:
—Te queda horrible el cabello rubio.
—Ya lo sé, Caym. Tengo un espejo delante.
—Si ya has terminado, vámonos.
—Yo decido adónde quiero ir.
Él sostuvo la mochila pesada de la joven, se la colocó en el hombro y la miró taciturno.
—¿Y adónde quieres ir, Victoria?
—A por los que faltan.
Caym soltó un suspiro fastidiado. Hizo una pausa de silencio conforme observaba sus ojos esmeraldas. Su rostro sombrío no parecía que se conformase con un simple «no», así que le concedió el deseo.
—No me hago responsable del bienestar de tus compañeros. Solo me hago responsable del tuyo.
—Repítelo hasta que te lo creas —añadió ella, saliendo del baño.
El varón la siguió detrás y le habló conforme caminaban.
—No olvides quién soy.
—Ni tú tampoco olvides quién soy yo, Caym —sonrió para sí misma.
*
No hizo falta caminar mucho para llegar a Fennoith, ya que con la ayuda del demonio, podían ir en un santiamén. Cuando sus ojos se adaptaron al cambio visual que él le había propinado, la joven cambió su expresión facial a una más melancólica al apreciar la estructura antigua del internado. No se alegraba de verlo, por supuesto, pero sí añoraba a las personas que había dentro.
Ella deslizó la verja de la entrada. Le extrañó muchísimo que el director Newell no hubiera echado la llave, ya que el señor era muy maniático con las puertas. Todo estaba demasiado silencioso.
Anduvo con cautela por el césped muerto, inspeccionando cada rincón. Conforme avanzaba, las memorias invadían su mente. En aquel patio había más muertos que en un cementerio y ella lo sabía perfectamente.
—Recuerda que si entras, no serás bienvenida —comentó Caym con desdén.
Ella procedió a entrar por la gran puerta de madera ignorando sus palabras.
No había nadie.
Ambos jóvenes se miraron los rostros sin entender la situación. Con tantas personas como las que hubo en Fennotih, ¿dónde diablos estaban todos? Victoria llamó a voces a sus amigos, pero la única respuesta que obtuvo fue su propia voz en eco.
—¿Cuántos días han pasado desde que nos marchamos? Es imposible que la tierra se los haya tragado a todos.
—Qué sé yo, Victoria. A saber qué ha sucedido.
Ella corrió por los corredores, buscando a sus compañeros o algún signo de vida que allí albergara. Respiraba fuerte. Quería una maldita respuesta y una explicación de dónde estaban todos. Solo había pasado un mes, ¡un mes! Era incomprensible que nadie estuviera allí.
De pronto, discernió a un muchacho de espaldas aún con el clásico uniforme del internado.
—¿Hola? ¿Dónde están todos? —indagó ella con recelo.
El chico no se giraba, parecía absorto en su mente. Ella tenía escondido el cuchillo de casa bajo su chaqueta, así que comenzó a agarrarlo por si las moscas. Mejor prevenir que lamentar.
—¡Eh, tú! —voceó la muchacha.
El varón giró sobre su eje, confuso de la voz que le hablaba. Victoria dejó de estar en guardia al ver de quién se trataba.
—¿Elliot?
—¿Victoria? ¿Qué llevas en la cabeza?
Cuando la joven estuvo a pocos metros de él, Elliot la abrazó sorprendiéndola. No estaba acostumbrada a las muestras de afecto tan repentinas. Su cuerpo se tensó y eso no pasó desapercibido ante el chico, pero no le importó. Se sentía tan muerto, tan vacío sin nadie en aquel lugar, que verla allí no pudo evitar sentirse vivo.
—¿Dónde están todos?
Él se despegó de ella para observala.
—Trasladados —dijo con apatía—. Después del crimen que cometiste con la cocinera... O lo que fuera eso, llamaron a la policía. El director Newell acabó huyendo a Dios sabe dónde, y los alumnos proceden a ser trasladados a otro internado de la zona.
No era de extrañar que el director Newell terminara huyendo de su propio infierno. Tenía muchas cosas que ocultar y ver allí a los parásitos de la policía lo asustó tanto que prefirió fugarse. Sin embargo, aún era toda una incógnita el por qué no soportaba a los susodichos. Algo debió de hacer para dejar su tan preciado y macabro internado abandonado.
—¿Y qué hacías aquí tú solo? —preguntó la chica.
—Despidiéndome de Kimmie.
Hubo una pausa de silencio. Los ojos de Elliot estaban enrojecidos, quizás por haber estado llorando. Aún le resultaba difícil acostumbrarse a la versión humana de él. Lo conoció como un joven sociópata, sin un ápice de culpabilidad ni sentimientos. Verlo tan normal, tan triste como un alma en pena, era inevitable que se sintiera incómoda.
—Necesito una agenda, alguno de los números de teléfono —dijo ella.
—Prueba en el despacho de mi tío.
Ella comenzó a caminar, al ver que Elliot no lo seguía, se detuvo mirándolo.
—¿Qué haces? Vámonos de aquí.
—¿Acaso quieres que vaya contigo?
—¡Pues claro! He venido a recuperar a mis amigos, no a vivir el mismo infierno en estas cuatro paredes.
*
Cuando Caym apreció a Elliot, no lo saludó. Se mantuvo callado y de brazos cruzados, esperando a que Victoria acabara de una vez. Elliot si tuvo la amabilidad de saludarlo, dejando a un lado el rencor del pasado.
—Hola.
Caym levanto su mentón en signo de saludo.
Victoria se adentró en el despacho de Newell y abrió los casilleros que había para buscar cualquier dirección o número de teléfono de sus amigos. Se acordó que el hombre le custodió su móvil cuando entró por primera vez en Fennoith, así que lo recuperó y se lo guardó en su bolsillo. Estaba sin batería, pero nada que no se pudiera solucionar.
Había una agenda en unos de los cajones del escritorio. En ella contenía algunos números de teléfonos de los familiares de los alumnos. Cuando comprobó que estaban los nombres de Lucas Ashworth y Melissa Sellers, se llevó el cuaderno consigo.
—Podemos irnos ya.
Como los alumnos estaban en proceso de ser trasladados a otro internado, era posible que Lucas y Melissa estuvieran en sus hogares. Debía ir a la dirección que indicaba en el cuaderno y ver si estaban en casa.
—He venido en coche. ¿Cómo habéis venido vosotros? —indagó Elliot con sospecha.
Ambos lo miraron con seriedad.
—¿Sabes conducir? Bien, harás de chofer por un buen rato —dijo Caym, ignorando su pregunta.
—Tenemos que ir a esta dirección —señaló Victoria la hoja del cuaderno—. Es la casa de Lucas.
Elliot asintió.
*
No supo cuántos minutos llevaban en el vehículo, pero el trayecto hasta la casa de Lucas fue interminable. Vivía en un pequeño pueblo alejado del bullicio de la ciudad. Algunos drogadictos se podían discernir entre los callejones, que cuando vieron el coche de Elliot, giraron sus cabezas como búhos.
Victoria vio el número de la casa de su compañero, salió del coche y se aproximó a la vivienda. Llamó a la puerta con tres fuertes golpes. Esperó a que alguien contestase, pero como se demoraba tanto, insistió en seguir llamando.
—¡Lucas! —voceó queriendo que saliera de casa.
Sabía que su madre lo rechazaba. Desde que asesinó a su padre, la madre de Lucas veía a su hijo como un asesino paranoico. Lo aislaba en casa para no tener que lidiar con las burlas del vecindario. No quería que supieran que había fracasado como madre.
De pronto, el adolescente abrió la puerta confuso. Miró a su compañera unos segundos, sin saber muy bien si aquello era real. Le tocó la mano para comprobar que ella estaba allí. Victoria sonrió y él le devolvió la sonrisa. Acto seguido, la abrazó.
—Victoria... —murmuró melancólico.
Él creyó que a Victoria no le importaba lo suficiente como para volver a verlo y reunirse juntos.
—¿Quién es, Lucas? Te he dicho que no le abras la puerta a nadie. Deja que mamá lo haga todo.
—¿Por qué te habla como si fueras un niño pequeño? —indagó Victoria molesta.
—Porque teme que le haga daño —respondió enterrando la mirada en sus zapatos.
—Coge tus cosas. Nos vamos.
—¿Qué...? ¿Dónde? —preguntó alarmado.
—Por ahí. Coge tus cosas, Lucas. ¿Acaso quieres vivir encerrado en cuatro paredes?
Lucas discernió el auto de Elliot junto a los dos varones fuera del coche, esperando al cuarto integrante. Caym y Lucas se miraron mutuamente durante algunos segundos. Fue su compañero de habitación durante mucho tiempo, no sabía si alegrarse de verlo o reprocharle. Caym lo saludó con su mano y le dedicó una sonrisa burlona. El chico desvió la mirada del pelinegro y se adentró en casa para agarrar su mochila con algunas pertenencias.
La madre del joven parecía entretenida en la cocina, pero si Lucas no tranquilizaba sus continúas preguntas de quién había llamado a la puerta, la mujer querría ver quién era la persona que se encontraba afuera. La señora Ashworth observó a Victoria con su bella cabellera rubia tan falsa como su sonrisa de amabilidad.
—¿Quién eres? ¿Eres amiga de Lucas?
—¡Hola, señora Ashworth! ¿Tiene unos minutos para hablar de Dios?
La mujer puso los ojos en blanco, agarró el pomo de la puerta y dijo:
—No, gracias. No somos creyentes. Buenos días.
Dicho aquello cerró la puerta en sus narices.
Victoria apretó su mandíbula y observó la ventana de la habitación de su compañero.
—¡Lucas, date prisa!
Al cabo de pocos segundos, Lucas salió de casa con una mochila a sus espaldas. Cerró la puerta con cuidado de no llamar la atención de su madre.
—¿Tu madre te buscará si te largas?
—Quiso deshacerse de mí llevándome a Fennoith. El hecho de que me vaya de casa es un alivio para ella.
Acto seguido se subieron al coche. La siguiente dirección era la casa de Melissa. Victoria le enseñó el cuaderno a Elliot para que tomara nota en el trayecto. No veía la hora de ver a la rubia y demostrarle cuánto deseaba verla. Una promesa jamás debe incumplirse. Victoria era una chica de palabra.
*
En la siguiente casa, tampoco era un hogar muy bonito. Lucía muy desaliñado, con la puerta desgastada por el deterioro del pasar de los años y un patio muy descuidado. No era de esperar. Era un hogar tan poco cuidado como la familia de locos que vivían en el. Aún le hervía la sangre al recordar que la tía de Melissa la tachó de lunática por proteger a su hermana, incluso sabiendo lo que hacían los padres de Melissa con ella.
Victoria se bajó del auto junto a sus compañeros y aporreó la puerta sin delicadeza. Insistió en llamar hasta que una señora malhumorada empezó a chillar empleando un vocabulario soez.
—¡Ya voy, joder! ¿Quién coño llama?
Acto seguido abrió la puerta encontrándose con cuatro adolescentes afuera. La mujer hizo una mueca de desagrado y se apresuró en preguntar quiénes eran.
—¿Qué queréis? Si vendéis algo, no quiero vuestra mierda.
—¿Dónde está Melissa? Dile que salga inmediatamente.
La mujer la miró desconcertada. Victoria la empujó, se adentró en casa y voceó su nombre queriendo que bajara de una vez y se alejara de esa maldita familia.
—¿De que coño hablas, niña? Melissa está en Fennoith. No vivimos con esa puta.
Victoria controló sus instintos psicópatas.
—El internado Fennoith ha sido cerrado. Todos los alumnos se disponen a ser trasladados a otro internado. Se supone que ella debe estar aquí a la nueva espera de uno -informó.
La señora soltó una risa.
—¡No me digas! Bueno, pues me alegra saber que esa zorra no ha pasado por mi casa, porque si lo llega a hacer, la abandono cual perro callejero. Y, ahora, ¡vete de mi casa!
La señora la echó de allí, cerrando la puerta de inmediato.
Victoria pateó la puerta con fuerza maldiciendo a la señora. Caym la alejó de allí agarrando su brazo. Lucas comenzó a preocuparse. Caminaba de un lado a otro sin saber qué hacer.
La joven controló llorar allí mismo. Se supone que le prometió que volverían a estar juntas y, ahora, la chica había desaparecido.
—¡Se lo prometí, Caym! —exclamó con la voz quebrada.
Caym guardó silencio.
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