I. Hasta que el inicio caiga
Barratier, 2005
Fuego.
El fuego era lo último que recordaba haber visto. Las llamas atravesaban las pupilas de los presentes, casi hipnotizándolos, amarrándolos a la agradable sensación de grandeza.
En un principio se dejó ver en forma de unas simples chispas ardientes, de un ligero calor que ruborizaba y de una luz que contrastaba con la oscura noche de verano. No hizo falta más. Esa pequeña llamarada reavivó el espíritu de los jóvenes, cuya energía había menguado tras el concierto. Los juegos repetitivos, las botellas de cristal vacías y la lista de reproducción quemada no daban para más.
De hecho, tan rápido volvió a animar a los jóvenes, tan pronto se avivó a sí mismo. No le tomó mucho tiempo para alzarse como un ave fénix entre las cenizas, y su espíritu valiente enloqueció hasta a los más cuerdos del lugar.
—Aún vamos bien. Solo déjate llevar, como siempre, ¿sí? —pronunció Edith unos minutos antes, a la vez que movía su cabellera de un lado al otro. Ni tan solo se percató de que acababa de derramar cierto contenido de su vaso de plástico—. Tú siempre haces que me lo pase bien, así que no voy a dejar que te preocupes por nada. Somos los reyes de la noche, ¿recuerdas? ¡Así que vamos a disfrutar hasta que el cielo caiga!
El grito de Edith causó un gran revuelo favorable alrededor, lo que la emocionó aún más.
—Hasta que el cielo caiga —repetí con una sonrisa.
Edith se identificaba mucho con esa etiqueta sobre pertenecer a la realeza. Era verdaderamente ridícula. ¿Por eso nos acompañaba ya a todas partes, porque nosotros también lo éramos? Pareciera que la lleváramos pegada a la frente.
—Sí —asintió, complacida—. Me niego a que te bajes del carro antes de tiempo. O del trono, claro. —Su risa fue dulce como la de una niña—. Tenemos una reputación, ¡sigamos pasándolo bien! Y, si tuviéramos problemas, Trav lo solucionaría, como siempre, ¿vale? ¡Vamos a por otra ronda, Nate! —Me sujetó por la muñeca y me arrastró con ella, pensando que se había salido con la suya.
Ojalá su petición hubiera sido la idea más absurda de aquella noche.
A Edith no le gustó ni pizca que el efecto del alcohol y de la reputación se hubiera esfumado, sobre todo tras divertirse tanto a nuestra costa haciendo el imbécil. Estaba claro que haber incluido en la ecuación la banda de música, la piscina de unos pobres desconocidos, el skate, algún regalo adictivo del hermano de Max en forma de cigarrillos y polvos y todo lo demás que ya había empezado a olvidar... más bien, le sabía a poco. A poco. Sí, éramos ridículos.
Le quedaba pequeño a gente como nosotros, habría dicho ella de poder oír mis pensamientos. Al resto le hubiera quedado grande. Si hubiéramos sabido que, aquella noche, a nosotros también...
Pero, más allá de esas discrepancias, éramos buenos amigos. Por eso le preocupó notar que la energía había abandonado mi cuerpo.
Lo que ella no tenía en cuenta era que, mientras no circulara alguna sustancia nociva por mi sangre que me hiciera olvidar el ataque al corazón que sufrió mi madre por una de nuestras tonterías, Nathan Davis tenía la obligación de volver a pisar tierra firme, por el bien de ambos, y de pensar con un mínimo de claridad en aquel ambiente asfixiante. Ya había fallado toda la noche; no podía recaer.
Era el problema más grande al que me enfrentaba, pero no era el único. Si el alcohol no hubiera impedido que fuera plenamente consciente del ultimátum que habíamos recibido hacía apenas unas horas, quizás Edith hubiese entendido todo mejor.
Ni un problema más, advirtieron. No estábamos teniendo demasiado éxito. No habíamos cumplido aún con la tarea de centrarnos en tener más juicio y menos vaivenes, aunque ya había conseguido alejarme del alcohol. Ahora quedaba el resto.
Sin embargo, la chica que tenía al lado no era Cenicienta; no se daría tanta prisa por huir del baile de fin de verano. Para ella, la magia empezaba a desaparecer hacia las siete de la mañana... pero de octubre. Ella era así: alocada, indisciplinada, y un poco tonta. Todos lo éramos.
—De paso, podrías hacerle un poco más de caso a tu novia, que la tienes abandonada. —Dio otro sorbo, mirando a Jolene con el rabillo del ojo—. No sé, tío, dale cariño, llévatela un rato al lavabo portátil. —Recibí un contacto travieso, que, más que una caricia, fue un empujón—. Seguro que empezarás a alabarnos por organizar la fiesta cuando ella se arrodille y agarre tu...
Solté un bufido divertido.
—Vale, vale, pesada —la interrumpí.
—¡Eh, que te iba a dar ideas buenísimas!
Reí. Me vi tentado a quebrar la voluntad de no pedir otra botella, porque no era tan fácil aguantar su mente achispada y su lenguaje soez consecuente sin un poco de ayuda.
—Te veo muy interesada en cumplir ciertas fantasías. ¿Es que necesitas un instructor?
—¿Un instructor? —Arrugó la nariz. Teníamos la confianza suficiente como para plantear bromas de aquel estilo.
—Sí, ¿o es que simplemente no tienes nada mejor que hacer que molestar? —bromeé—. Te invito a esa ronda si mueves tu culo a otra parte.
Edith arqueó una ceja.
—No, no tengo nada mejor que hacer que molestar a mi mejor amigo. Es mi especialidad. Que conste que eras mi amor platónico de la infancia y, como tal, no voy a desaprovechar la oportunidad de invitarte yo a esa ronda.
—Ah, genial, ¿ya vas borracha? Edith, joder... —me quejé.
Me acerqué y le quité el coletero que el movimiento había subido desde su muñeca al codo. Hice una cola con su cabellera de tonos arenosos mientras ella refunfuñaba.
—Aún me acuerdo de tu última bomba de vómito. Avísame si sientes que va a explotar. Al menos, esta vez podríamos salvar los zapatos.
—Eres imbécil. Eso nunca pasó así. Pero, si me sorprendes con algo como... yo qué sé, algunos pasos de baile sexis que seguro que tienes escondidos para un pase VIP con tu novia... —soltó, de repente—, se me va la borrachera de golpe, te lo prometo. ¿O es que solo los muestras en la intimidad? Debería darte vergüenza no mostrarlos al mundo...
Empezó a divagar. Mucho había tardado ya. El alcohol la hacía aún más charlatana. Me guiñó un ojo, pícara, luego me dio un empujón, y me perdí entre insultos y halagos a partes iguales. Podría haber sido lo típico en ella, pero yo la conocía bien. Iba peor de lo que creía.
—Que soy como tu hermano, pesada. ¿Puedes relajarte?
—No sé si puedo. Un chico guapo quiere rechazarme.
—Este chico guapo te rechazó a los ocho años.
—Y una de mis mejores amigas me dio el golpe más traicionero.
—Por la espalda, ¿eh? —Le quité el vaso de la mano y la senté sobre unas cajas apiladas, distrayéndola con palabras y rozándole la mano y la espalda—. Una pena que el drama que te acabas de montar no ocurriera así, ¿eh?
—Ahora estamos empatados.
—No me digas. —Rodé los ojos. Jolene y ella ni se conocían hasta que las presenté el año pasado. Me puse a su altura y analicé su estado—. Te veo mal, Didi, ¿te acompaño a casa? Puede que Jolene también quiera irse.
—¡No, espera! Ahí llega Travis —avisó. Apostaría a que ya había olvidado toda nuestra conversación.
Efectivamente, vimos escurriéndose entre el gentío al archiconocido Travis Lahey. Sus mechones de cabello —castaños al natural, ennegrecidos por el sudor— yacían pegados a su frente. Respiraba un tanto agitado por la noche sobrecargada y la vibrante música.
Nada que no pudiera sobrellevar. Ese era el tipo de ambiente que frecuentaba.
Los vasos que se escurrían en manos de extraños amenazaron con hacer acto de presencia en sus costosas ropas, pero pareciera que las gotas juguetonas reculaban en cuanto conocían su destino. Él siguió avanzando hacia nosotros sin más contratiempo que el de perderse en la oscuridad de la noche.
Siendo él como era, suerte habría tenido la oscuridad de no perderse en él.
Sea como fuere, por más gozo que su figura demostrara —sobre todo en noches como esa—, Lahey no podía deshacerse de la expresión maligna en sus ojos. El largo festejo no había provocado ni un estrago en su viva mirada. Ni tan solo una amarga sorpresa podría haber acabado con la seguridad que poseía en sí mismo. En realidad, nadie sabía qué tipo de pesadillas podían arrebatarle el sueño, probablemente porque eran inexistentes.
Un ser imposible de doblegar, imponente allá donde fuera. Era el alma indiscutible del grupo nocturno, el rey poderoso e inquebrantable, mientras que Edith, Max, Jolene y yo éramos más los príncipes que correteaban en el palacio, algo más serviciales y abiertos.
Pero ese loco también era nuestro mejor amigo. Todo aquello formaba parte de su raro pero divertido encanto.
En cuanto conseguimos discernir su figura por completo, nos percatamos de que el muchacho llevaba, con la ayuda de ambas manos, varias botellas llenas del líquido tan demandado por los juerguistas. Tras un movimiento inteligente, sujetó toda la carga a la altura de su cabeza, con tal de evitar que se la arrebataran en medio de un despiste, como muchas veces había ocurrido ya.
—¡Qué bien que hayas llegado! —voceó Edith por encima del estruendo—. ¡Creo que nuestro amigo aquí presente necesita un agua con misterio con urgencia!
Edith señaló uno de los frascos con el dedo meñique, ya que el resto de su mano estaba empecinado en terminar con el alcohol de su vaso en un tiempo récord y, si era posible, con las reservas de licor que guardaban para más adelante.
Travis me entregó el pedido, sin intención de profundizar más en aquel cambio de actitud. Realmente, no existía un trasfondo distinto del que no tuviera ya constancia. Él estuvo presente en cada una de las trastadas que me grabaron la piel —según Edith, la de frente—, ya que la mayoría de ellas fueron una coautoría. Nunca le importaron demasiado las consecuencias de sus actos ni el peso de acarrear con tal cantidad de embrollos en su espalda. La pillería era la compañera incondicional de sus palabras y comportamiento, la esencia de la vida del chico, al mismo tiempo que la aversión a las normas era el motor de su espíritu.
—El concierto ha sido brutal, Nate —declaró Travis, bebiendo del botellín—. ¿Cómo habéis conseguido improvisar eso? ¿Has visto al público? Conozco a varias chicas y chicos que estarían encantados de alegrarte la noche.
—¡Pero si tiene novia! —Edith dio un manotazo suave a Travis, riendo.
—¿Y qué? —Travis se encogió de hombros, sincero como solo él era—. Barratier se quedaría pequeño de la cola que se formaría si fueras bisexual y, siendo sinceros, yo no dejaría que algo tan insulso y efímero como una simple novia fuera un impedimento para pasármelo bien.
—Es un romántico. —Edith puso los ojos en blanco.
—Es guapo y tiene encanto. Está desaprovechando la oportunidad. No le hace falta estar esposado a su novia —atajó Travis, y volvió a darle un trago a la botella.
—Bueno, ya les gustaría a esos babosos tenerlo esposado, pero en otro sitio...
—Va, si todo el mundo sabe que estoy casado con vosotros —les aseguré, mientras buscaba con la mirada a Max. Ellos exclamaron algo favorable. Entonces, recordé algo—: Trav, ¿cuánto te debemos?
—Entre hermanos no nos cobramos nada. Regalo de los Lahey.
Travis me rodeó los hombros y levantó su botella, satisfecho por su generosidad. Edith respondió al instante.
—¡Y por eso eres el mejor! —Los tres brindamos, pero solo ellos se lo llevaron a la boca. Luego, Edith guiñó un ojo a Travis, provocándolo—. Después de Nate, claro.
—Ven aquí, que te voy a enseñar quién es el mejor.
Travis me soltó para atrapar la cintura de Edith. Como buenos amigos con derechos, la atrajo hacia sí y le plantó un beso corto en los labios. Cuando se separó, él volvió a mirarme, como si la muestra de afecto hubiera llenado el cupo por esa noche, mientras que Edith aún se lo comía con la mirada. Ella estaba encantada; había decidido hacía unos meses que mi mejor amigo sería su nuevo amor platónico —puede que el cuarto del año— y no le estaba saliendo precisamente mal.
Sin embargo, estaba claro quién de los dos estaba más implicado en aquella extraña relación, más llena de mentiras que de verdades.
—Tendrás que esforzarte más para ser mejor que Nate —afirmó Edith.
—¿Te he dejado con ganas de más, viciosa?
—Es que el listón está alto, Travis —lo pinché.
—Tengo toda la noche —resolvió él, para gusto de Edith.
Como se enzarzaron en una guerra de miradas, aproveché para regalar mi botellín al primer chico perdido que vi circulando.
—¡Gracias, tío! Te debo una —me dijo el desconocido, al que se le marcó un deje italiano.
Le respondí en lo que consideré que era su lengua natal. Él me palmeó la espalda y se fue orgulloso de su buena fortuna.
—No va a ser tu noche de suerte, Trav —continuó Edith—, porque Jolene viene hacia aquí. ¿Qué crees; Nathan Davis se desencadena esta noche?
—¡Ojalá! ¡Hazlo ya, esa tía es...! —Edith le cortó discurso de Travis con un manotazo, porque era su amiga de la que estaban hablando.
—Volved cuando vuestra opinión me importe —señalé.
—Tienes razón. —Edith se giró hacia Travis—. Es el momento perfecto para dejarles un poco de intimidad, ¿no crees, Trav?
—Vale, sí, considerad que tenéis dos horas... —acotó Travis. Revisó en su muñeca un reloj ficticio. Debían de ser las cuatro de la mañana.
—... Luego vuelves a ser de nuestra propiedad —finalizó Edith, entrecerrando la mirada.
—¿Dos horas? No tardaréis ni media en volver a molestar.
—¿Ah, sí? ¡Métete la baqueta por el culo, Davis! —rieron.
Entonces, Edith mostró en su rostro la expresión más descarada posible, lanzó algo al aire y canturreó en mi honor.
—¡Que os divirtáis, tortolitos!
Atrapé lo que se sintió como un plastiquito al aire —ventajas de jugar al baloncesto, supongo—. Sonreí divertido al ver la marca de condones impresa, y continué estándolo mientras lo guardaba en el bolsillo, a sabiendas de que esa noche tampoco iba a ser. No me sentía yo. ¿Edith tenía razón y tenía que dejar de preocuparme por aquel presentimiento que me acechaba?
—Cuídala. Va un poco pasada —advertí a mi amigo por lo bajini.
Travis asintió. Hizo ademán de desaparecer entre la muchedumbre sudorosa, no sin antes tomar la mano de Edith y dirigirla al hipocentro del embrollo.
Lahey era un maestro de la seducción y ella era demasiado influenciable. Por esa misma razón, no me sorprendió reconocer en el rostro masculino una sonrisa de suficiencia; todo porque Edith lo seguía embobada, como si no fuera dueña de sí misma.
Los labios de Jolene sí que consiguieron pillarme con la guardia baja. Al establecer contacto con los míos, me percaté de que apenas discernía el sabor del alcohol en ellos. Ella no era muy dada a su amargor. Me hizo sentir orgulloso comprobar —más que al italiano con su botella— que no había cedido ante la presión social de aquellos borrachos.
Me duró poco. Percibí que ella esperaba una reacción más alentadora por parte de mi cuerpo, que solo era capaz de atrapar por los poros de la piel un aire gélido. Hielo en una puta noche de verano de un pueblo que reventaba el termostato.
No entendía por qué. Jolene era todo lo que podía desear, pero daba igual qué hiciera; no conseguíamos la explosión de fuegos artificiales que otros experimentaban. No sabía si era ella, si era yo, si éramos nosotros o que simplemente la gente era muy exagerada.
Los demás se inclinaban hacia la idea fascinante de una maravillosa relación, una ligera llama que nunca se extinguía, mientras que yo intentaba acostumbrarme a la singularidad del asunto y al hecho de que jamás llegaría a sentir ese éxtasis tan aclamado y anhelado. Echábamos en falta algo que no habíamos vivido.
Éramos adolescentes, ¿qué demonios iba mal?
—¿Quieres que nos vayamos a otro lugar? —susurró ella.
Creo que, si todo hubiese salido según lo planeado, le habría pedido un par de besos más y habría terminado cediendo. Por no añadir que también tenía ciertas ganas de sacar a Jolene de aquel ambiente. Todo habría ido a favor.
Sin embargo, como si los astros se hubieran alineado, nada más sus labios se despegaron de los míos, el fuego hizo acto de presencia, y no precisamente el que me ofrecía Jolene, y mucho menos el que tenía en mente. Las fuerzas supremas no habían entendido del todo el mensaje.
—¡El verano es nuestro! —voceó Travis desde lo alto del terreno.
Lo que hubo comenzado como un simple juego de chiquillos, pronto terminó en un descontrol extendido. El Davis más despreocupado de la familia empezó a sentir la tensión mordiéndole. A pesar del calor que empezaba a penetrar en la carne, mi mente y mis manos se mantuvieron frías.
—Pero, ¿qué hacen? —pregunté, confuso.
Observé el perímetro y me sentí todavía más desorientado.
—¡Travis, ¿qué crees que estás haciendo?! —chilló Jolene—. ¡Paradlo ahora mismo!
Travis observó su figura por unos instantes. Fue regalarle un espejismo en que su turbación acabaría de raíz con la locura.
Lahey no tardó demasiado en mostrar una sonrisa suficiente. Él se debía a su público, así que empezó a avivar aún más el fuego. Los alrededores se llenaron de pillos que vitoreaban su hazaña.
—No va a parar nada. No vamos a parar nada. ¿Me habéis oído? —gritó a la multitud enardecida por sus palabras. Estaban entregados a una causa absurda que los hacía sentirse más fuertes, más importantes, más eternos—. ¡Somos los reyes de la noche!
El público volvió a reaccionar animadamente. La voz de su consciencia había sido enterrada. Tomé la mano de Jolene y la encaminé en dirección contraria al estruendo que una manada de imbéciles estaba facilitando. Si podía evitar que mi novia saliera perjudicada de todo aquello, lo haría.
—Vámonos. No nos quedaremos a ver esto.
—¿Vamos a mi casa? —probó.
—Simplemente vámonos. Solo terminarán cuando a alguien se le calcine la mano.
Intenté centrarme en la idea de que cada paso era más ligero que el anterior. Tenía que conseguir expulsarnos lo antes posible de ese embrollo que no habíamos provocado ni teníamos intención de admirar.
Sacamos partido de los escasos espacios que distanciaban a cada uno de los presentes. Las mejillas de la rubia que agarraba mi mano, bien angustiada, se tiñeron de un rojo vivaz. La sangre empezó a calentarle todo el rostro y, combinado con el maquillaje, le dio un aspecto que aceleró mi preocupación. No tenía ni idea de la imagen que yo mismo estaba proyectando al exterior. Si se asemejaba lo más mínimo al nudo en mi estómago, podía dar por segura una expresión terrorífica.
Ni treinta minutos habían tardado en molestar.
—¡Travis, el fuego! —gritó una voz, ahogada por las manos de la estupefacción—. ¡Se está descontrolando! ¡¿Qué hacemos?!
Jolene se detuvo. Una ráfaga de viento le revolvió el cabello. Se lo aparté de la frente y observé con el rabillo del ojo que el patético espectáculo del domador de circo y de imbéciles Travis Lahey no se había acabado.
—¡Que quemaremos el vecindario, imbéciles! ¡Haced algo!
—¡Si quieres lo apagamos con alcohol, no te jode!
—¡Travis, está avanzando! ¡Va hacia esa casa! ¡Llamad a...!
—¿Estáis locos? —reaccionó él—. ¡Si llamáis, nos buscaréis un lío! ¡No llaméis a nadie! ¡Nos largamos!
Girarnos a ver el resultado estaba de más. Ya lo conocía de antemano. Acababa de explotarnos la bomba en la cara, la bomba que nosotros habíamos construido y que, por descuidados —o puede que deba decir por idiotas—, inició la cuenta atrás en nuestras manos.
El fuego llegó a la piel de alguien. El fuego llegó a una ventana. Empujado por el viento, el fuego siguió barriendo el sitio sin control. Travis no habría podido controlarlo. Y, aunque huyéramos... nuestra firma estaba ahí.
Por culpa del miedo, el agarre de Jolene se hizo más firme. Poco después, escuchamos el grito que daría por finalizada la noche e iniciaría nuestra tortura. Dos palabras que, repitiéndose una y otra vez, extendieron el pavor.
—¡La pasma, la pasma!
El fuego fue lo último que vi. Las llamas atravesaron el descampado y empezaron a engullir todo aquello que encontraron. Antes había embrujado a jóvenes perdidos. Ahora, jardines, fachadas y edificios eran amarrados a su temible grandeza.
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