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8. El karma no existe, ¿verdad?

Me daba miedo ser yo mismo. Esa es la verdad. Pero al final me había acostumbrado a la falsedad y las comisuras de mis labios se alzaban dibujando una sonrisa salvaje, afilada, aunque todo se desplomara a mi alrededor. Me había tirado de un acantilado sin paracaídas.

Había notado un escalofrío cuándo ella se cogió de mi chaqueta para sujetarse; el viento en nuestra contra. Golpeándonos. Despeinándonos. La sangre había dejado de removerse por mis venas. Ella... Lena podía arruinarme para siempre. Efectivamente: acababa de romper la primera de mis reglas: no hablar con la gente no popular. Y, aun así, intenté ponerme una máscara de indiferencia. Una coraza de hielo que se estaba deshaciendo con cada error que cometía. "Me cago en la puta". Fue un gritó ahogado. Aparqué a varios metros del Instituto. ¿Qué había hecho?

Lena bajó de un salto de la moto. Sus iris esmeraldas me observaron y, seguidamente, asintió con la cabeza. Estaba intentando entenderme y yo, preso de pánico, sólo pude quedarme callado. Sigiloso. ¿Y si nos veían? ¿Y si la gente hablaba? Y si... No. Ni hablar. No volvería a romper ninguna de mis reglas. Me apoyé en el sillín de la moto, con los brazos cruzados y la mirada altiva. Y, aun así, el corazón me martilleaba sonoramente en el pecho.

Lena comenzó a caminar, sus piernas cortas intentaban hacer grandes zancadas para llegar pronto a clase. Alejarse de mí. Algo en mí intentó luchar contra el propio monstruo que estaba creando:

— ¡Lena! — ella se giró. — ¡Gracias!

Sé que lo entendió todo, y también sé que mis ojos se humedecieron. Ella me había ayudado, a pesar que nos odiáramos. Había intentado distraerme para que dejara de notar cómo las paredes caían encima de mí, cómo me ahogaban. Me quedé varios minutos sentado en el sillín de la moto, con la mente en blanco.

Las puertas del Instituto se alzaban cómo dos gigantes a punto de lanzarse en una batalla. Intimidantes era la palabra perfecta. Respiré hondo y comencé a caminar hacia ellas, a paso ligero y con una espina clavada en mi interior.

Inspirar. Espirar. Inspirar. Espirar. Parecía tan sencillo y, sin embargo me asfixiaba.

Me mordí el labio cuándo me adentré en el edificio. La luz tenue iluminaba los pasillos colmados de taquillas diminutas y vitrinas cristalinas; allí dormitaban los trofeos y premios que había obtenido el Instituto Rodoreda en los últimos años. No pude evitar pararme enfrente de una vitrina que conocía demasiado bien. Una fotografía de tonos sepia adornaba el estante superior. Un destello de nostalgia me sacudió.

Ese año había sido el primero que habían admitido a chicas en el grupo de básquet del Instituto. Y, a pesar que había habido muchísimas quejas por parte del equipo masculino, en esa foto todo el mundo sonreía con satisfacción. Sobre todo, él. Leo Martín.

Mi hermano había luchado por la igualdad. "Por un mundo dónde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres" me repetía cuándo le preguntaba por qué se unía a las manifestaciones del ocho de marzo; por qué iba a recoger firmas para que las pocas chicas que quisieran pudieran participar en el campeonato de básquet junto el equipo masculino; por qué se peleaba con mi padre cuándo él no hacía nada mientras mi madre lo hacía todo. Por qué, por qué, por qué. Él era feminista. "Debemos apoyar su causa, pero jamás tomar el protagonismo de su lucha" acababa diciendo.

Suspiré. Leo había luchado por tantas personas... Entonces, cuando terminó bachillerato, se fue a estudiar a otro país, abandonándome. Siempre enfrentándose a las injusticias. Ostia puta. No lo entendía. Y jamás lo iba a hacer. ¿Por qué había decidido irse del país dejándome solo en ese ambiente familiar catastrófico? ¿Por qué ayudaba a las personas, pero a mí no? Por qué, por qué, por qué. ¿Lo echaba de menos? Sí. Cada jodido día de mi vida. ¿Lo odiaba? También.

Leo Martín había sido la calma antes de que se incendiara mi mundo.

— ¿Recordando viejos tiempos, Noel?

Me giré abruptamente. Me encontré con sus ojos ciegos, los cuáles parecían saber más de mí que yo mismo. Luciano Mafteiu, un hombre rumano de mediana estatura, era mi profesor favorito. De hecho, era mi tercera persona favorita, después de Cristian y mi hermano.

— Estate quieto Sherlock — renegó tirando de una correa escarlata.

Un perro enorme de raza labrador no dejaba de mover la cola, dándole pequeños latigazos a sus piernas delgadas, pero firmes. Sherlock había acompañado al hombre desde que comenzó cómo profesor de historia en el Instituto. Él mismo me había explicado que el alumnado se había quedado con la boca abierta: ¿una persona invidente enseñando, junto con un perro guía, en una aula? Parecía casi imposible. No obstante, Luciano había nacido ciego y no podía ver, pero sí que miraba. Nos conocía a todos.

— No ves la hora de irte de aquí, ¿verdad?

— ¿Qué? — arqueé una ceja.

— Todo tú ser lo grita a los cuatro vientos — abrí la boca para responder. — No. No puedo verte, pero tú mismo no dejas de enviar señales.

— Señor Mafteiu...

— Noel — se acercó a mí y me puso su mano callosa en mi hombro. — Tu único límite es tu mente. Si yo pude avanzar, tú también puedes. No dejes de soñar.

Asentí sin creérmelo del todo. Yo no podría ser jamás cómo mi hermano... Cómo Lucien. Fuertes y valientes. Sin embargo, lucharía para que la gente me respetara. Para que no me pisaran. Y, después, me iría lejos de todo aquello que había conocido. Empezaría de cero.

— Ve a clase, llegas tarde. Y comienza a estudiar el temario de la Segunda República. Tenéis examen sorpresa la semana que viene.

— Ahora ya no es sorpresa... — me quejé.

— Vaya. ¿No serás tú un genio? — preguntó sarcástico.

— ¿Te has enamorado alguna vez a primera vista? — contraataqué.

— Qué poco original eres chico. Si te quieres burlar de un invidente cómo yo hazme el favor de buscar mejores frases.

— Nos vemos en clase — acaricié a Sherlock antes de irme.

El nudo de ansiedad que me oprimía el pecho se había aflojado, aun así, seguía sintiendo en mi interior que alguna cosa iba mal. Que no encajaba. Entré a clase, barrí con la mirada a mis compañeros. Ella estaba allí, mirándome ceñuda, desdibujando las pecas de su rostro. Fueron segundos que parecieron minutos. Supliqué que ella no dijera nada.

Todo quedaría en un recuerdo que se iría desvaneciendo.

Me senté en mi silla, ensimismado en mis pensamientos. Mi mente seguía recordándome que había perdido. Había roto mi primera regla. Maldecí mi cerebro. Había sido débil. Joder. Esperé que nadie se diera cuenta de lo que había pasado.

— Tío, tienes una cara de amargado... — comentó Cristian cuándo me senté a su lado.

— ¿Qué coño dices?

— Nada. Nada. — murmuró. — Te voy a regalar una lámpara para que guardes tu genio — susurró para sí mismo. Lo ignoré.

Cogí un bolígrafo y comencé a dibujar en mi libreta. Mi nombre; diferentes tamaños; diferentes colores. Oí la puerta cerrarse, pero no alcé la mirada. No hasta que no oí ese nombre... Alek González.

Él estaba allí. Nadie hubiera negado que parecía un puto ángel recién caído del cielo. Y, sin embargo... Lo odié. ¿No le dolía la cara de ser jodidamente guapo?

— ¿Este es el chico que me comentaste? — dijo Cristian.

Asentí. Cristian abrió mucho los ojos, un centelleo de luz le atravesó la mirada. Sus ojos chispeaban.

— Siéntese en un sitio libre, señor González — comentó la profesora.

Él sonrió y se sentó en el único pupitre libre y qué, maravillosamente, resultaba ser el que estaba justo delante del de Jolene. Una sensación de celos e inquietud me perforó el vientre. Jolene le guiñó un ojo. Tenía nauseas.

El karma no existe, ¿verdad? Las horas pasarían lentas. Muy lentas.

....

— Las moléculas de ADN son muy estables en condiciones fisiológicas. Sin embargo, la estructura de doble hélice se puede perder al separarse las dos hebras cuando se alteran las condiciones de pH o se someten a temperaturas superiores a 100ºC. Quién me puede responder a la siguiente pregunta: ¿A qué creéis que se debe este hecho? — preguntó la profesora de biología.

Cómo si me hubiera estado hablando en alemán. No entendí una mierda de lo que acababa de preguntar. Todos esperábamos que fuera Lena quién levantara la mano, cómo siempre. Obviamente, fue la primera que lo hizo, haciendo espasmos con ansias de responder la pregunta. No obstante, un murmullo de voces sucumbió en el aula cuándo Alek también levantó la mano.

— Si me permitas señorita Rose, vamos a dejarle una oportunidad al señorito González — sus mejillas pecadas se tintaron de rojo. Estaba perpleja. — Si lo desea, señorito González, puede contestar.

— Al alterarse el pH o la temperatura, se desorganiza la doble hélice al romperse los puentes de hidrogeno que se establecen entre las bases nitrogenadas en la molécula del ADN. Además, las hebras son más estables pues los enlaces fosfodiéster son más fuertes.

Un poco más y la mandíbula rozaba el suelo de todas las personas que había en aquella clase. Maldecí a toda su familia. "Me cago en sus muertos".

— Perfecto. — sonrió la tutora. — A ver si los otros estudiáis más. Bienvenido al instituto Rodoreda, señorito González.

El timbre sonó. Las sillas se arrastraron por el suelo, pero yo seguía mirando a Alek con los ojos entrecerrados. Furioso. Una llamarada me recorrió por dentro cuándo vi lo que estaba haciendo Jolene.

Le estaba dando un post-it amarillo mientras le susurraba coqueta. Me mordí el labio. Y, a pesar que no quería mostrar mis sentimientos, no pude evitar romperme un poco más.  

¡Sorpresa! Capítulo nuevo♥ (1/2)

¿Curiosidad de este capítulo? El profesor de historia está inspirado en un profesor de mi ciudad, siempre me ha parecido maravilloso todo lo que hace. ♥

PREGUNTA COTILLA

→ ¿Hay algún/a profesor/a que os encante?

→ ¿Cuál es vuestra asignatura favorita? ¿Y la que más odiáis?

→ ¿Os gustaría vivir una temporada en otro país?

Nos vemos el domingo. ♥


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