5. Cómo perder la dignidad
La semana estaba pasando demasiado lenta. La vida era demasiado corta cómo para sentir que estaba en una película antigua en blanco y negro. Estimado karma, no es por meter prisa, ¿falta mucho para lo bueno? preguntaba cada día a mi almohada antes de dormirme. Obviamente, era difícil que me contestara. Aunque si lo hubiera hecho, tal vez me hubiera dado un pequeño infarto.
Miércoles. Quedaban dos días para la fiesta de mi novia. No tenía ningún regalo. Conclusión: estaba acabado.
Cristian me había acompañado a mi casa después del Instituto, como cada día. Mis padres no se encontraban en casa, así que se quedó a comer. Nos tiramos en el sofá con un suspiro de extenuación y un plato de espaguetis a la carbonara recalentados en el microondas.
Las clases cada día eran peores. Las pruebas para entrar a la Universidad estaban a la vuelta de la esquina y los profesores no se podían permitir que los estudiantes reprobaran las asignaturas, querían que el instituto subiera de nivel y fuera el mejor instituto de España. Así que nuestro día a día se componía por una palabra de doce letras: selectividad. Te perseguía cómo un lobo hambriento. Feroz. Sin piedad.
Y por no hablar de la faena que nos ponían. T.A.R.E.A: Tortura no Agradable Realizada para Estresar a los Alumnos.
Suspiré y absorbí los espaguetis, manchándome el rostro de salsa. Cristian se ahogó cuándo me vio las comisuras de la boca y la nariz blancas.
— ¿Qué pasa tío? — pregunté mientras me limpiaba con la mano.
— Eres un poco guarro — murmuró. Bebió un trago de agua.
— ¿Y no te gusta? — enarqué una ceja y dibujé media sonrisa ladeada. Seductora.
El tenedor que sujetaba Cristian cayó al suelo. Los espaguetis enrollados en él saltaron, pringando la moqueta.
— Qué cabrón eres, ¡me has ensuciado toda la alfombra! — murmuré algo indignado. Me tocaría lavarla, qué palo.
— Lo siento, me has asustado.
— Qué era broma — hice un además con la mano, restándole importancia a lo sucedido.
Agarré la moqueta, por suerte no era muy grande, y la puse en la ducha. Más tarde la lavaría con agua y jabón. En mi casa no teníamos lavadora. Ni televisión. Ni cualquier otro trasto tecnológico que te facilitara al vida, a excepción del microondas. Por suerte, sí que tenía wifi, aunque era la del vecino, quién nos había dado la contraseña alegando que yo la necesitaría para mis trabajos del Instituto.
Dejé el plato a un lado y me intenté estirar un poco en el sofá. Cristian comenzó a cotillear las fotografías que salían en su afamado Instagram. Su última foto, él en una bodega de vinos y un traje carísimo, había alcanzado un número de me gustas y comentarios considerable. Se podría decir que mi mejor amigo era todo un influencer en las redes sociales, pues sus imágenes colmadas de lujos llamaban la atención de las multitudes.
Cristian había nacido en una familia adinerada. Vivía en un ático en el centro de Barcelona, con vidrieras colmadas de colores y ventanales que daban a una vista de ensueño. Jamás pude sacarme de la cabeza la primer vez que fui allí. Ver Barcelona extendida a mis pies. Brillante. Con la sensación de pisarla. Tuve miedo. Miedo de que jamás volviese a sentir esa sensación de bienestar y de grandeza. Más tarde, necesité un café para aclararme la cabeza. En el fondo le envidiaba. Se podía permitir tantas cosas... Y aun así llevaba días con la cara larga. No lo entendía. ¿No es ley de vida ser feliz cuándo lo tienes todo?
Lo miré de reojo. Nariz aguileña. Ojos miel. Cabello corto dorado que contrarrestaba a la perfección con su tez de marfil sin señales de acné. Qué suerte tenía el jodido, una adolescencia normal y sin granos. ¡Cómo lo hubiera deseado yo! Maldecí mi frente, tapada por una mata de pelo negro que escondía todas las señales del brote de acné que me había desgraciado hacía unos años. No pude evitar fijarme en las dos bolsas oscuras que aguardaban bajo sus ojos, dándole un aspecto cansado.
— Joder, no sé qué hacer — carraspeé, rompiendo el silencio y buscando un tema monótono del que hablar. — ¿Qué le puedo comprar a Jolene?
El tema de qué regalarle a mi novia me ponía de mal humor. No sabía ni por dónde empezar. Estar con Jolene requería tener los máximos detalles, esos que me guardaran un sitio a su lado. Necesitaba seguir siendo popular. Seguir sintiendo que lo tenía todo cuándo, en realidad, no tenía nada.
— Regálale el pastel de fresas que te trajo Lena Rose. Con los días que lleva abandonado en la tarima de la cocina debe estar al punto — remugó él con desgana.
Cristian, a pesar que era uno de mis mejores amigos, odiaba a Jolene. Él insistía en que existían otros métodos para hacerse popular sin perder la dignidad, cómo había hecho yo. "Te estás vendiendo Noel, y tú no tienes precio. Quiérete más" me recordaba a menudo. Pero claro... qué iba a decir él si lo tenía todo.
Me levanté del sofá y lavé los platos. Tampoco teníamos lavavajillas, así es la vida real.
— Sabes, iré a dar una vuelta por el barrio. Necesito distraerme — murmuré.
— Yo iré a casa. Mi padre necesita que le ayude — bostezó él, estirando los brazos.
No sabía desde cuándo el padre de Cristian necesitaba ayuda, con todo el dinero que tenía podía pagar a otros para que hicieran su tarea. No obstante, no quise indagar en el tema. Cuando él quisiera ya me contaría que demonios le pasaba. Quedamos en vernos el día siguiente en el Instituto. Me quedé solo. Mentira. Mis pensamientos me hacían compañía; comprendí porqué decían que era mejor estar solo que mal acompañado.
Antes de irme limpié a fondo la moqueta, poniéndola a secar en el diminuto balcón que daba al patio de vecinos. Cerré la puerta principal y bajé las escaleras casi corriendo, necesitaba aire. El viento azotó mi cabellera, desordenando algunos mechones rebeldes. Me puse la capucha negra de la chaqueta antes de comenzar a caminar. Eran las cuatro del mediodía, agradecí hacer horario intensivo en el instituto.
Hacía un frío de cojones. Los días eran cada vez más cortos y el sol ya comenzaba a esconderse detrás de la montaña del Tibidabo, construyendo sombras tostadas entre los edificios. Una bandada de codornices aleteaba por encima de los tejados. Pasé por delante de una panadería; recordé a Lucinda, la propietaria de una de las mejores panaderías que se encontraban en el otro extremo de Barcelona. La boca se me hizo agua, salivé ante el recuerdo de un croissant de chocolate recién hecho. En mi infancia solía ir allí los domingos por la mañana. Cuando mis padres aún jugaban a quererse. Cuando mi hermano vivía con nosotros.
Todo había cambiado tanto desde que él había decidido irse a vivir a Lyon, una ciudad de Francia. Lo echaba de menos. También lo odiaba, por abandonarme. Discutí con mi cabeza, no quería pensar en él. Dejé de hacerlo cuándo vi a Oliver, el asiático amigo de Lena Rose, en una mesa de una de las cafeterías más concurridas del barrio; el Central Pork, un guiño a la famosa cafetería de Friends.
Sin embargo, lo que me sorprendió no fue ver a Oliver, sino a su acompañante. Un chico más alto que él que no dejaba de mirar a su alrededor con una sonrisa tímida. ¿El nuevo novio de Oliver? Idiota de mí, decidí entrar.
Me senté en la mesa de detrás, Oliver me daba la espalda. Su cabello teñido de un rosa chicle resplandecía bajo las bombillas del local. Era un chico extravagante, no me extrañó que siempre fuera con Lena Rose. Dos seres insólitos.
— Estoy nervioso Oliver — la voz del desconocido era ronca. Sensual. Tenía un acento extraño — ¿Y si no encajo bien?
Su atractivo se podía distinguir a kilómetros de distancia. Tenía la piel rosada por el sol. El cabello ondulado se le caía por su frente. Una sonrisa perlada, perfecta. Algo me recorrió hasta las entrañas. ¿Rabia? ¿Envidia? Era un puto ángel.
— Alek — comentó el asiático. — ¡Claro que vas a caer bien! En el Instituto Rodoreda encajarás. Me tienes a mí. ¡Ah! También te presentaré a Lena Rose, es una chica algo peculiar, pero es encantadora. Ya lo verás.
— ¿Estás bien? — me sorprendió una voz. — ¿Quieres algo para tomar?
Era Gino, el hombre argentino que regentaba el bar. Negué con la cabeza. Palidecí. Me había quedado helado. Sin respirar. No todas las cosas hacen ruido cuándo se rompen. Algunas se derrumban por completo en el más absoluto de los silencios. No podía dejar que ese chico me quitara lo que era mío. Tragué saliva, era un dramático. Seguro que no pasaría nada. Si iba con Oliver y Lena nadie se fijaría en él.
Era el momento de mi aparición estelar. Debía vigilar a ese chico; debía estar a mi lado. Me levanté, me refregué mis manos cubiertas de una película de sudor frío en los tejanos, dibujé la sonrisa más socarrona y me dirigí a su mesa. Tenía que ser un capullo, tarea que no se me daba mal. Me senté al lado de Oliver.
— Soy Noel — saludé al desconocido con un buen apretón de manos. Arqueé una ceja, esperando su nombre.
— Alek... — murmuró indeciso.
— Bien, Alek. Te vengo a salvar la vida.
Oliver se aclaró la garganta.
— Cómo te decía, Alek, hay mucha gente estúpida, pero algunos abusan de este privilegio — se quejó Oliver, lanzándome una mirada de odio.
— ¿No deberías estar vigilando la lencería de tus padres?
Oliver me hizo una peineta. Alek arrugó la nariz.
— No he podido evitar oír vuestra conversación — bebí un sorbo de la taza de Oliver. Café frío, basura. — Alek, si no quieres perder tu dignidad no vayas con Lena Rose y este de aquí.
— Me llamo Oliver. Listo, que eres un listo — murmuró él.
— Pues eso — contesté, dejando otra vez la taza en la mesa. — Alek, yo te propongo que te unas a mi equipo. Estarás mejor.
Me levanté y pedí un bolígrafo a Gino. Apunté mi número de móvil en una servilleta y se la tendí a Alek.
— Aquí tienes mi número, por si te lo piensas mejor.
Y me fui, sin saber que Alek acabaría siendo la persona que pondría patas arriba todo mi mundo.
¡Capítulo nuevo! MARATÓN 1/3
¡Por fin habéis podido conocer a Alek! ¿Qué os parece? Estoy muy, muy emocionada. Es mi bebé.
PREGUNTA COTILLA
→ ¿Qué os llevaríais en una isla desierta?
→ ¿Alek o Noel? ¿Why?
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