2. Las tres reglas de Noel
—El camarón pistola, aparte de que es el animal más ruidoso del planeta, también posee unas pinzas especiales que disparan chorros de agua a más de noventa y ocho kilómetros por hora. Además, dejan un rastro de burbujas que explotan a doscientos decibelios, suficiente para desorientar y asesinar a su presa.
—Creo que el que acabará desorientado y muerto voy a ser yo —murmuró Cristian mientras mordía un bolígrafo.
Tenía razón. Bostecé por décima vez mientras intentaba estirar todo mi cuerpo en la silla. Era la última clase y estaba atrofiado. Mi culo parecía un cuadrado perfecto en vez de una pelota de fútbol; duro y redondo. Encima, la pierna derecha se me había dormido. La moví dando un pequeño golpe a Cristian sin querer, quien me miró con cara de pocos amigos.
—Lo siento —susurré.
Volví a alzar la mirada. La empollona tocapelotas de la clase llevaba media puñetera hora hablando y su voz me taladraba el cerebro. Joder, ese día soñé con camarones pistolas, lo recuerdo. ¿A quién le importaba ese dichoso animal? Prefería los labradores, los perros sí que eran bonitos.
Me froté los ojos con el dorso de la mano y dejé caer la cabeza encima del pupitre mientras, con un bolígrafo, intentaba hacer un agujero en la mesa. Qué tendrían los bolígrafos que eran tan imprescindibles en una clase aburrida. Te salvaban la vida.
Entrecerré los ojos al ver cómo un rayo de luz se colaba entre las cortinas y teñía el cabello anaranjado de Lena Rose, incendiándolo. La había visto cuándo salí de casa, no es que fuera difícil distinguirla: era una mancha de colores entre los tonos fríos de Barcelona. Me pregunté quién debía elegir su ropa. El turquesa y el rosa mezclados eran como una patada en las pelotas.
No había sido consciente de que había dejado de hablar cuándo Blanca, la profesora de Biología, gritó mi nombre.
—Noel Martín, eres el siguiente —Mierda.
Levanté la mirada, más acobardado de lo que pretendía estar. Blanca era la típica profesora que tiraba tizas a los alumnos si no escuchaban. No me hubiera extrañado que de un momento a otro comenzara a rascar la pizarra con sus uñas de bruja.
—Yo... Eso... Pensaba que era para la semana siguiente —dije.
Una melodía cortó mis palabras. Me pareció que había renacido cuando me di cuenta de que era el timbre. ¡Salvado por la campana! Me levanté cómo pude. Mi cuerpo pedía a gritos un café que lo ayudara a espabilarse. No niego que fuera adicto a él; tampoco lo afirmo. Esos últimos días mis venas parecían hechas de pura cafeína. Quedaban pocas semanas para que fueran las pruebas de baloncesto y necesitaba seguir siendo el capitán del equipo.
Cogí de un manotazo la mochila y cuándo quise salir por la puerta, un voz áspera me llamó.
—Señorito Martín. ¿Puede hacer el favor de venir un momento?
¿Qué hubiera pasado si hubiera dicho que no quería ir? Realmente es lo que pensaba, pero si quería olvidarme de sus garras raspando la superficie de la pizarra tenía que acercarme. No fuera que me torturara así en un futuro.
Arrastré los pies hasta donde estaba Blanca, que me esperaba en su escritorio de brazos cruzados. La llamaban Fiona, por su parecido a la temible ogra. Nariz ancha, ojos saltones rodeados de unas gafas de culo de botella, piel más verdosa que blanca y una mata de cabello blanco que solía estar recogido en un moño. Su voz retumbó por toda la clase cuándo soltó sus pensamientos.
—Estoy hasta mis mismísimos santos ovarios que no lleves la faena al día —Era flipante cómo mantenía su voz relajada, pero amenazante. Tendría que explicarme cómo lo hacía—. A la próxima, tendrás un punto menos en el examen final. Y, en mi opinión, tendrías que comenzar a replantearte tu vida. No pienso consentir que en tu último año de instituto estés más atento a las goteras del techo que a las clases.
—¿Por qué no las arreglan? —Enarco una ceja—. Me refiero a las goteras.
Ella cogió aire y se sentó en su silla mientras abría un archivador lleno de exámenes por corregir.
—Noel. Tienes 18 años y una vida por delante, no la desaproveches —contestó antes de que me indicara que me podía ir.
Salí de allí con la sensación de que me había deshinchado. Tal vez fuera que tenía hambre. Tal vez, que sus palabras me habían calado de alguna manera que aún no podía ver. Meneé la cabeza de un lado para otro y me vestí con mi mejor sonrisa. Qué suerte que existían las máscaras.
Decidí ir a la cafetería. Era una mera rutina que solíamos hacer los estudiantes cuándo acababa la jornada intensiva. Aun así, decidí ir antes a mear.
El baño de chicos tenía pinta de que acabaría siendo un mausoleo abandonado con telarañas en cada esquina y grafitis hechos con rotuladores de colores. Los vidrios rotos reflejaban la suciedad de los compartimentos. Cuando vacié mi vejiga sentí cómo si alcanzara la gloria.
Ensimismado en mis pensamientos, manifesté mi adoración al Dios de poder mear tranquilo cuando no puedes aguantar más. Gloria bendita. Me subí la bragueta y salí del cubículo. La verdad es que ese baño olía a muerto.
Me lavé las manos, intentando que el agua del grifo no me salpicara en la ropa y quise irme. Justo cuando iba a salir, alguien abrió de un empujón la destartalada puerta.
El golpe fue seco y doloroso.
—¡Mierda! —me quejé.
Un líquido espeso y rojo manchó el suelo y parte de mi rostro, entrándome en la boca. Joder. El sabor era asqueroso. Me dieron arcadas. Había sido un sinvergüenza de primer año que murmuraba un inaudible «lo siento».
—¿Acaso crees que mi nariz tiene un puto papel enganchado que dice que la puedes golpear? Joder, ten más cuidado —vociferé mientras intentaba parar la hemorragia.
Él quiso hablar. Antes de que pudiera hacerlo ya me había parado más o menos el flujo de sangre y me había ido de aquel cuchitril.
Mis tres reglas eran básicas. Fáciles de recordar. La primera: no hablar con las personas que no se juntaran con los populares; la segunda, jamás mostrar mis sentimientos, y la tercera, que nunca descubrieran mis secretos. Mi vida privada.
La cafetería estaba infestada de gente. Algunos grupitos ya habían arraigado en los calefactores, criarían raíces allí. Enero había llegado cargado de ventiscas y lluvias, cubriendo los callejones de una fina capa perlada.
Pedí un café largo a Fran, el camarero. También mi primo mayor. Era un secreto que desconocían la mayoría de personas, por el simple hecho que él no quería que lo compararan con un narcisista popular y yo no quería que lo hicieran con un inepto trabajador.
Tardó más en tomarme nota de lo que era normal. Lo hacía aposta, estoy segurísimo. Refunfuñé cuándo sirvió primero a varias personas que habían llegado más tarde. Me estaba helando. Finalmente, me lo sirvió con desgana. Me giré dispuesto a irme, pero no, el día se presentaba aún más irregular cuándo me choqué accidentalmente con un cuerpo menudo, esparciendo el café por su cabellera zanahoria. ¡Mierda!,
—¡Eres un zopenco! —chilló.
Una sonrisa ladeada brotó en mis comisuras cuándo vi quién era. Lena Rose no era un inconveniente, o eso pensaba antes de que me tirara su zumo de melocotón en la cara. Los murmullos no tardaron en llegar, haciéndose más audibles mientras corría la voz. Me sonrojé de rabia. Lena acababa de convertirme en nada. Ella, que no era más que un cero a la izquierda.
Iba a abrir la boca cuándo la chica más despampanante del instituto me cogió la mano. Jolene. La abeja reina. También mi novia desde hacía un año. ¿Nos queríamos? Permitidme dudarlo. Éramos dos títeres jugando entre nosotros a ser populares, a pesar de que estoy seguro de que ella tenía a su disposición la mayoría de cuerdas, las cuales manejaba con malevolencia.
Me quedé atónito cuándo los susurros de los jóvenes cesaron, ella había barrido la sala con sus ojos tan negros cómo el carbón. Brillantes cómo una serpiente. Ese era su don.
—No vale la pena discutir con semejante especie —susurró en mi oreja seguidamente.
Asentí mientras ella me sacaba de allí y nos dirigíamos al exterior. Ostia puta, olía fatal. Perfecto, ahora era un maldito melocotón andante.
Jo me acompañó hasta mi moto. Me senté encima del sillín con los brazos cruzados, intentando parecer un chico malo. Habría estado bien que alguien me hubiera dicho que más que Zac Efron parecía un auténtico gilipollas. Hice un ademán con el dedo hacia ella para que se acercara, sin embargo, ella meneó la cabeza negándome ese placer.
—No hacen falta arrumacos, primero quítate ese olor tan repugnante.
Jo era fría cómo el hielo. Mejor dicho, era la puta reina del hielo. Suspiré apresuradamente. Ella acomodó su larga melena azabache en una deslumbrante coleta. Sus piernas largas vestían unas finísimas medias de seda negra y, a conjunto, llevaba una diminuta falda de cuero rojo. La serpiente escarlata.
—A ver, este viernes es mi cumpleaños. Cumplo dieciocho, así que voy a hacer la fiesta más espectacular del año. Espero que ya lo tengas todo al día.
Mi cerebro explotó en ese mismo instante, quedando inservible. Claro, si es que había funcionado alguna vez en su vida. Me había olvidado por completo del cumpleaños de Jolene. Mi puñetera novia. Su fiesta era la más esperada entre los alumnos. ¿Quién no quería alcohol y sexo toda una noche?
—¿Qué debo tener al día? —arrugué la frente haciéndome el loco.
—Mi regalo, obviamente —renegó antes de echarme un beso en el aire—. Nos vemos mañana, cariño.
Si hubiera dicho que en ese momento mi corazón palpitaba hubiera mentido. Me sentía un puto zombie. ¿Muerto en vida son las palabras indicadas? Sabía que cada año le regalaban cosas impresionantes. Jolene tenía demasiada esperanza puesta en mí, pero, obviamente tampoco le podía decir que si no tenía el dinero suficiente para comprarme un móvil nuevo menos tendría para hacerle un regalazo. Mi familia no era precisamente adinerada. Tampoco cariñosa, para qué negarlo.
Observé el cielo, tejiéndose de un gris amenazador. «No puede ir a peor», murmuré. Pero aún me quedaba mucho por vivir y la vida no estaba para hostias.
PREGUNTA COTILLA
→ ¿Cuál es vuestro animal favorito?
→ ¿Qué pensáis de Noel?
El mío la ardilla jeje. No es una sorpresa para algunxs. Y el lobo también.
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