10. No hagas de hoy una noche normal
"Viernes, que te quiero viernes" canturreaba para mí misma mientras abría la puerta de casa.
El día había sido largo y las pruebas de deletreo no habían ido del todo bien. Mentira. Habían sido deplorables; hubiera preferido un "tenemos que hablar" de mi madre. En marzo serían las pruebas nacionales. Si mi compañero, Joan, y yo ganábamos nos íbamos a Dinamarca para el torneo europeo, y ese día Joan había decidido fallar todas las preguntas. ¡Todo el mundo sabe que la palabra hediondo lleva una hache!
Me saqué las botas iridiscentes que llevaba y las coloqué paralelas al mueble, debían quedar bien alineadas. El frío del invierno me había calado los huesos, así que conecté la calefacción a tope y me dirigí al pequeño comedor. Tatareaba la última canción que había sacado Búhos, un grupo catalán que adoraba. Moví las caderas al ritmo de la música mientras cogía un bol de la nevera y me llenaba el plato de Lactuca sativa, conocida comúnmente como lechuga. No quedaban demasiadas cosas en la despensa: un paquete de cacahuetes rancios, tres zanahorias y media cebolla. Tenía que ir a hacer la compra urgentemente. Justo estaba pensando aquello Doña Cecile entró por la puerta cargada con diez bolsas del supermercado.
— ¡Ayúdame! — gritó mientras intentaba cerrar la puerta con un pie.
Fui corriendo a socorrerla.
— ¿Has comprado toda la tienda? — chasqueé la lengua al comprobar toda la cantidad indigente de comida y objetos que había comprado. — ¿O tienes pensado alimentar a una manada de rinoceróntidos?
— ¿Quién te ha enseñado estas palabras tan extrañas? — refunfuñó mientras terminaba de dejar las bolsas encima de la encimera.
Comencé a cotillear la compra. Una caja de bombones, una botella de champagne, un paquete de treinta velas con aroma a vainilla...
— ¿Esperas a alguien? — arqueé una ceja, enfatizando la última palabra.
Cecile me arrancó las bolsas de las manos.
— ¿No te han enseñado a no meter tu nariz en los asuntos de los demás, hija mía?
Negué con la cabeza.
— Así que dime. ¿Quiénes son tus invitados? — dije la última palabra haciendo comillas con los dedos. Cecile alzó las manos, rindiéndose ante mi curiosidad.
— ¿Invitados?
— Dime; una botella de champagne de los caros, velas, bombones de chocolate negro y... — saqué un paquete de preservativos de la caja y los meneé delante de su rostro. — Una caja de profilácticos.
Leí las letras.
— "Con puntos y estrías para una estimulación extra". ¿Con estrías? ¡Mamá!
Doña Cecile se ruborizó y me quitó la caja de las manos.
— Una mujer de cuarenta y siete años también se puede mimar, ¿verdad? — fue más una afirmación que una pregunta. Cogió la bolsa con los objetos pertinentes y se fue a su habitación.
— ¡Tienes razón!
Aproveché para coger varias verduras que había comprado y mezclarlas en mi ensalada. Sinceramente, no soportaba la lechuga. ¿Por qué tenía que comer aquello tan insípido? Me senté en el taburete de la encimera y le hinqué el diente.
Comencé a balancear las piernas. Bien. Era la hora. Debía decirle a mi madre que iba a una fiesta. ¿Me había esperado hasta el último día para decírselo? Sí. ¿Seguramente me dijera que no porqué aún era menor de edad? También. ¿Y ahora, después de cotillear entre sus cosas y coger su caja de preservativos tenía menos posibilidades de que me dejara ir? Efectivamente. Así que tenía que buscar el plan perfecto para que aceptara mi proposición.
Hice una lista mental: podía limpiar toda la casa, aunque lo había hecho hacía dos días a consciencia. Con lejía; podía decirle que era un regalo por todas las buenas notas que sacaba diariamente, a pesar que sabía que era mi obligación; podía... Una bombilla se encendió en mi cabeza. ¡Crepes! Sí. Iba a hacer su postre favorito.
Terminé mi ensalada rápido y limpié el plato. Estaba encendiendo el lavavajillas cuando Marcos entró y cerró la puerta de un portazo. Acto seguido se dirigió a su habitación. Oí como mi madre intentaba entrar y él se negaba. Me sorprendió bastante. ¡Una casa de locos!
Cogí todos los ingredientes para hacer las crepes. 125 gramos de harina, dos huevos, 250 mililitros de leche, 50 gramos de mantequilla, 5 gramos de azúcar y una pizca de sal. Vi cómo comenzaba a crearse una masa espesa, color crema. Me mordí el labio, podía llevarle algunas a Oliver y a su primo. Sobre todo, a Alek... como una ofrenda de paz. "Tú te comes los crepes de chocolate y dejas en paz mi matrícula de honor" pensé. Sí. Eso debería resultar, pero primero debía convencer a doña Cecile para que me dejara ir a la fiesta.
— Dímelo ya, Lena. Hacer crepes te delata — me sobresaltó la voz de mi madre.
Me puse bien las gafas, que se resbalaban incesantemente hasta el puente de mi pecosa nariz, y la observé. Me limpié las manos en el delantal.
— Es sobre... — tartamudeé. — Fiesta.
Idiota.
— ¿Fiesta? — Cecile achicó los ojos, observándome atentamente.
Mierda. Mierda. Mierda. Me iba a decir que no. Cerré los ojos.
— ¿Una fiesta? ¿Mi hija quiere ir a una fiesta? — la sombra de una sonrisa se dibujó en las comisuras de sus labios. Asentí. — ¿Tienes fiebre?
Se levantó y me puso la mano en la frente. Me aparté de inmediato.
— ¡Mamá!
— Está bien. Explícame, ¿de quién es la fiesta? ¿Con quién vas a ir? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Hora?
— Jolene. Oliver. El barrio de Pedralbes. Hoy. A las 9 — solté sin respirar.
— ¿Al barrio de los ricos de Barcelona? Vaya, que nivel tienes.
— Bueno...
— De acuerdo. Te dejo ir, pero nada de alcohol. Ni sexo. No quiero una mini Lena correteando por aquí, ya tengo bastante contigo.
A pesar del comentario despectivo, aunque con cariño, salté de alegría. Sería mi primera fiesta de bachillerato. ¡Ya era toda una adulta!
— ¡Y quiero que hagas los crepes de chocolate y avellanas! — gritó antes de volver a su habitación.
Terminé de hacerlos. Estaba bien satisfecha de cómo habían quedado. Una madre orgullosa de sus bebés. Puse la mitad en un plato y guardé la otra mitad en un tupper azul para dárselos a Oliver y Alek. ¿Cómo le debía decir a Alek que era una ofrenda de paz? "Seré directa" pensé.
Me recorrió una suave caricia bajo el pecho cuándo recordé nuestro encuentro. "No tiene nada de malo sentir miedo, siempre y cuando no te dejes vencer". Porque todo lo bueno empieza con un poco de miedo.
Fui a mi habitación y cerré la puerta. Esta no era muy grande. Una cama individual y varias estanterías decoraban el dormitorio. Cogí el viejo radiocasete y puse una cinta en él. Comenzaron a sonar viejas canciones de los años 90. Me sacudió la libertad; la esperanza; la inspiración. La música son gritos de lo que el alma calla.
Me hice una coleta desaliñada, cogí de un volantazo a Nube, mi agenda, y me tiré encima de mi cama. Me hundí entre las sábanas. Heihei, que dormía encima de mi almohada, se asustó y se escondió bajo la cama. El sonido retronaba entre las paredes. A veces se cierra una puerta y se abre el universo entero. Así me sentía en ese momento. Comencé a escribir en mi diario todo lo que sentía, vomité letras, me desahogué. La libertad está en ser dueños de nuestra propia vida, decía Platón.
Pasaron minutos, tal vez horas, cuándo miré el reloj. ¡Las ocho en punto! Faltaba una hora para salir de casa e ir a cenar con Oliver y Alek. Habíamos quedado en ir a una pizzería barata cerca de nuestras casas, después cogeríamos un taxi.
Dejé a Nube apartada y comencé a revolver el armario. Mierda. No encontré ni una sola pieza digna para una fiesta.
— ¡Mamá! — grité desde la habitación, ganándome varios gruñidos de Marcos. — ¡Necesito ropa! ¡De la tuya tan refinada!
Cecile vino tranquilamente, mientras yo me comía las uñas por el nerviosismo.
— Dime, ¿qué tipo de ropa quieres? — me preguntó.
— No sé.
Seguí a mi madre a su habitación. Abrió el armario de par en par y comenzó a sacar vestidos, faldas y blusas blancas. Arrugué la nariz, todo era demasiado oscuro o aburrido. Yo quería colores vivos, alegres.
— Tengo todo esto — añadió al final cuándo terminó de sacar medio armario.
No me gustaban. Sin embargo, ir desnuda tampoco era una opción factible.
— ¿No tienes algo...? No sé, más colorido — gruñí.
Cecile iba a negar con la cabeza cuándo alzó un dedo, pensando alguna cosa, y abrió un cajón. Sacó un vestido corto esmeralda con un estampado de margaritas. Salté de emoción.
— Pero, ¡qué bonito! — cogí el vestido, me lo puse por encima y comencé a dar vueltas sobre mí misma entusiasmada. — ¡Es precioso!
— Era de la abuela. Me lo regaló hace unos años — dijo mi madre mientras se rascaba la cabeza, desconcertada por mi reacción.
— Me quedo con este.
— ¿Te maquillo?
Alcé las cejas. No había pensado en aquello, sin embargo, supuse que en una fiesta se solía ir maquillada, así que acepté cuidadosamente. Doña Cecile amaba el maquillaje. Y su hija, es decir, yo, jamás aceptaba que me utilizara cómo una muñeca de porcelana. De hecho, no me apetecía que una base de derivado del petróleo me invadiera los ojos, aunque suponía que por un día que me pusiera rímel no me volvería ciega. Me senté en su tocador, Cecile comenzó a maquillarme dulcemente.
— Así que has conocido a alguien — soltó de sopetón.
— ¡Claro que no!
— Ya, ya... — contestó haciéndose la ingenua. — En mi época, cuándo yo salía era porqué tenía un rollete. ¿Cómo lo llamáis ahora? Follamigos o algo así.
Los colores me cubrieron el rostro.
— ¡Mamá! No es así. Además, tú eres de otra década. Hoy en día una puede salir sin necesidad de estar con alguien.
— ¿Me estás llamando vieja?
— Algo madura sí que estás — añadí sin pensar.
— ¡Lena Rose Quilla! — se indignó poniendo sus brazos en jarras.
Suspiré y me disculpé mientras terminaba de maquillarme. Después de varios minutos, los cuáles se me hicieron eternos y me sirvieron para repasar por quinta vez la tabla periódica, mi madre terminó. Me alcé y me miré en el espejo. No obstante, me había olvidado que sin gafas no veía ni mi nariz.
— ¡Oh! — me sorprendí cuándo encontré las gafas y me pude mirar en el espejo. — ¡Estoy para comerme!
— ¡Claro! Eres un bombón, por algo eres mi hija — sonrió Cecile mientras me ponía las manos encima de mis hombros.
Nos quedamos ambas mirándonos en el espejo. Sus ojos se humedecieron, brillaban. Ella estaba hecha para volar y brillar con luz propia.
— ¿Qué te pasa mamá? — pregunté.
— Nada... Sólo que os hacéis mayores, y yo... — se sentó encima de su cómoda.
— Jamás te vas a quedar sola. Lo prometo — juré mientras la abrazaba.
Madre e Hija. Ella era mi refugio; no importaba la edad que yo tuviera, sus brazos siempre serían el mejor hogar que podría tener. Cecile era valiente y fuerte. Nos había criado ella sola. Yo sabía que mi madre podía con todo y con mucho más, pero la soledad era su demonio. Su batalla personal.
— Todo irá bien, mamá — le di un beso en la frente.
Me ayudó a peinarme, con una diadema del mismo color que el vestido y el cabello apartado de la cara, balanceándose en un vals encima de los hombros. Y, cómo día excepcional, me puse lentillas. Dejé a un lado la idea de que me estaba metiendo plástico en los ojos, aunque fue difícil.
Era la hora. Me despedí de mi madre y de Marcos, quién pasara lo que pasara estaba más calmado, y salí de casa. Quedaban quince minutos para llegar a la pizzería dónde había quedado con Oliver y Alek.
El barrio estaba colmado de gente que paseaba o salía de trabajar. Me puse unos auriculares inalámbricos y al son de La sortida de Sense Sal comencé mi recorrido. El abrigo blanco que me había dejado doña Cecile brillaba bajo las farolas que alumbraban mis pasos. La pizzería no estaba lejos, tarde menos de diez minutos en llegar.
Oliver y Alek me esperaban de pie en una esquina. No me vieron llegar, así que a Oliver no le dio tiempo a apagar el cigarro que yacía entre sus labios.
— ¡Eso mata! — protesté mientras él saltaba del susto y tiraba la colilla al suelo. La resignación brotaba de su rostro. — Ya tengo pocos amigos para perder uno.
— Eres una tocapelotas, calabacita — comentó él abrazándose a él mismo. — Venga, entramos ya o me convertiré en un Yeti. ¡Joder con el frío!
— No puedes parecerte al abominable hombre de las nieves, Oliver. Él mide entre 2 y 2'75 metros y es de Himalaya. Tú eres bajito y tienes los ojos chiquitos. Sólo os parecéis en que los dos sois cómo una bola de nieve, blanquísimos.
— Lo que tu digas — rodó los ojos. —¿Entramos o no?
Nos sentamos en el sitio más alejado de la puerta, dónde la corriente del aire no podía alcanzarnos. La calefacción impregnó nuestros espacios vitales. Delante de mí estaba Alek. Cuando se sacó el abrigo tuve que apretar los labios para no salivar. "Dónde mandan las hormonas, no reinan las neuronas" decía siempre mi abuela. Vaya, que razón tenía. Los latidos eran más ruidosos, me pregunté si él los podía oír.
Alek vestía con un polo color marfil que resaltaba su piel dorada del sol. Entre sus cabellos azabaches se reflejaban azules de todas las tonalidades. Celeste; cobalto; egeo; zafiro y marino. Me perdí en su mirada tintada de café y noches de desvelo. En el aro pequeño que se balanceaba en su oreja. Casi me clavo el cuchillo cuándo apoyé el codo encima de la mesa, dando un golpe a todos los cubiertos que terminaron rebotando en el suelo.
— ¡Eres un desastre! — dijo divertido Oliver.
Alek y yo nos agachamos a la vez, dándonos un pequeño coscorrón en la cabeza. Recogí todos los cubiertos nerviosa y me senté otra vez en mi silla, acomodando mi vestido. Alek se disculpó y se fue al baño. Me quedé a solas con Oliver, él me recorrió con la mirada.
— ¿Qué? — espeté.
Se rio por lo bajo.
— Te palpita cada vez que piensas en él... Y no me refiero precisamente al corazón.
Un sofocón me cubrió el cuerpo.
— ¡Eres un puerco! — murmuré, haciendo un ademán con las manos para que se callara.
— Estás cachonda perdidita por él, ¿eh? — movió las cejas.
— Mentira. — contesté yo, cada vez más acalorada.
— No pasa nada calabacita. Está cómo un tren, y no lo digo porqué sea mi primo — sonrió. — Lena, estás en todo tu derecho de tener fantasías sexuales con Alek.
Puse morritos y crucé los brazos sobre el pecho, malhumorada.
— Mis sentimientos no son de tu incumbencia.
Callamos ambos cuándo nos dimos cuentas que Alek regresaba a la mesa. Respiré hondo cuatro veces hasta que el vértigo comenzó a disminuir. ¡Maldito Oliver! Tener amigos para esto.
— ¡Buenas noches! — comentó una sonriente mujer. — ¿Qué deseáis para comer?
Miré el menú.
— Una pizza cuatro quesos; una boloñesa y... — comentó Oliver dirigiéndose a mí.
— Una pizza hawaiana.
Todos me miraron mal. Muy mal.
— No me observéis así. La pizza con piña está rica — protesté.
— Eres una aberración de persona — comentó Oliver. — ¿A que sí Alek?
— No metas a tu primo en esta conversación, Oli. ¿Quién se va a comer la pizza? ¿Tú? Ah, verdad. Me la comeré yo sola, así que chitón.
Oliver intentó evitar las carcajadas que comenzaban a brotar desde su garganta. Era la discusión más ridícula de la historia. La mujer, con pasos indecisos, se giró y se fue a la cocina. Aprovechando que estábamos los tres solos, sin personas curiosas a nuestro alrededor, comenzamos a hablar.
En un momento inoportuno moví las rodillas, las cuáles rozaron las piernas de Alek. Jadeé interiormente. Joder, ¿qué me pasaba? "Recuerda. Tienes que centrarte en tu matrícula de honor" me acordé. Cogí mi mochila pequeña azul zafiro y rebusqué en su interior. ¡El tupper de crepes! Lo deslicé por encima de la mesa.
— ¿Qué es eso? — preguntó mi mejor amigo.
— Crepes.
— ¿Qué es lo que quieres? — siguió preguntando Oliver.
— Nada. ¿No puedo regalar estas delicias a mis amigos? — Oliver me estaba tirando mi táctica para aclarar las cosas por el suelo. No quería parecer una desesperada.
— Sólo cocinas crepes cuándo quieres algo.
— ¿Es verdad? — murmuró Alek. Era la primera vez que hablaba, hasta entonces había estado escuchando. La sombra de una sonrisa se pintó en su mirada.
— No le hagas caso a tu primo. El tinte del pelo le ha matado neuronas — él me sacó la lengua y guardó el tupper en su mochila de cuerdas.
Perfecto. Oliver había arruinado mi plan. Preferí callarme.
No tardaron demasiado en llevarnos las pizzas. Me deshice por dentro cuándo saboreé el primer trozo.
— ¿Y has pensado en presentarte a alguna extraescolar? — pregunté a Alek. — Ahora en febrero abren inscripciones para el segundo cuatrimestre.
— Eso, eso. — protestó Oliver mientras se acababa el primer trozo de pizza con apenas un mordisco.
— Sí. — sonrió Alek. Maldita dentadura perfecta. — En mi antiguo instituto jugaba a baloncesto, pensaba apuntarme.
Me atraganté con la piña. ¿Básquet? ¿Cómo Noel y Cristian?
— ¿Te lo has pensado bien, Alek? Hay muchos engreídos en ese equipo — comenté sin pensar.
— Sé cuidarme solo, Lena — sopló mi nombre como si fuera polvo de estrella en el viento. Sus ojos se clavaron en los míos. Me ablandé.
No quise dar más bombo al asunto. Yo no era nadie para meterme en sus quehaceres o deseos personales. Me moví incomoda en mi asiento. Me sentía idiota. Tal vez, me pasaría todo en un pestañeo. Pestañeé. No ocurrió nada, su actitud seguía haciendo vibrar mi cuerpo. Entre los dos estábamos creando un desastre.
Pagamos y salimos. Cogimos un taxi para que nos llevara a la dirección que nos había dado Jolene. Respiré un poco cuándo Oliver se sentó entre Alek y yo. No quería más problemas que rondaran mi mente. Al llegar, la adrenalina recorrió mis venas.
Dimos un paso dentro de la casa. Me quedé boca-abierta cuándo me di cuenta dónde estábamos. Unos hinchables decoraban el jardín. Miles de luces simulaban ser luciérnagas y brillaban al son de la música, que retumbaba por todo el vecindario. Casi todos los jóvenes del Instituto estaban allí, bebiendo y consumiendo substancias ilegales que apenas conocían. Los más osados se bañaban en una piscina climatizada, mientras otros preferían agruparse en juegos para consumir alcohol más deprisa. Observé jóvenes amantes que se escondían en los sitios más solitarios mientras descubrían las curvas misteriosas de sus acompañantes. Tragué saliva. ¿Y si terminaba cómo ellos? Abrazada a Alek y sus manos recorriendo mi cuerpo en una danza lenta.
— ¡Palurda! — gritaron.
Ley de Murphy: cuándo aparezca un nuevo problema, debes saber que viene acompañado. Y allí estaba Jolene, con un minivestido granate y unos ojos ahumados que me miraban irritantes. Me pregunté que le debía haber hecho yo a aquella chica para caerle así de mal.
— Hola Jolene. — sonreí. — ¿No podrías ser algo más amable? Estar enfadado provoca que salgan arrugas. Eres muy joven.
— No. — contestó mirándome de arriba abajo mientras me analizaba. Su mirada, rápidamente se deslizó hacia Alek. Sus ojos brillaron. — Genial. — se lamió los labios.
Alek arrugó la nariz en señal de desaprobación. Me enfadé, él no era un objeto que se pudiera utilizar cuándo quisiera.
— Normas. No estéis dónde esté yo. No me miréis. No os hagáis notar. Durante toda la noche será la única vez que hablemos — murmuró. — ¿Dónde está el chino?
Me giré abruptamente. ¿Dónde estaba Oliver? Qué cabrón. Había desaparecido y me olía el por qué. Maldito.
— Bueno, si lo ves se lo dices. Obviamente, todo esto no va por ti cielo — añadió mientras rozaba con el dedo la camisa marfil de Alek.
Él se apartó. En un acto de locura, cogí la mano de Alek y lo estiré hacia otro lado.
— Tampoco teníamos pensado seguir a la bazofia. Adiós Jolene — dije antes de irnos.
Jolene no iba a desperdiciar esa noche. Y yo no quería hacer de ese día una noche normal. Quería quemar el mundo, y, tal vez, la locura de la noche hizo que apretara más la mano de Alek, quién me devolvió el gesto y sonrió cómplice.
¡Capítulo nuevo! ♥
Y larguísimo. Espero que hayáis podido conocer más a Lena y su madre; ¡y lo que se viene! Estoy hasta nerviosa para que lo leáis. ¿Os ha gustado? Deja aquí tu parte favorita ↓↓↓↓
Hoy os llevo una sorpresa:
1 - El otro día encontré UN DIBUJO DE LENA que me hizo hace tiempo KhayRmz . Lo encuentro precioso, espero que os guste tanto cómo a mí.
Y, para terminar (ya me callo) le dedico este capítulo a mlgxsm para agradecerle todas los comentarios que me deja (tan divertidos todos). ¡Me encanta leeros! Muchísimas gracias por leerme. *-*
PREGUNTAS COTILLAS
→ ¿Pasará alguna cosa entre Lena y Alek? e.e
→ ¿Os gusta la pizza con piña? A mi sí. No me matéis, porfis.
→ ¿Qué creéis que pasará en la fiesta?
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