Hasta que caigan los muros de Troya (fragmento II)
Allí estaba ella, mirándole como si de verdad tuviera derecho a hacerlo, con el brillo de quien siente que ha hecho lo correcto alumbrando sus verdes ojos. Su largo cabello se derramaba en ondas oscuras por sus hombros y espalda, sus delicadas manos permanecían elegantemente entrelazadas ante ella y su porte era regio aunque relajado.
Troya la había visto nada más salir a los jardines. La joven Helena había disfrutado los cálidos rayos de la mañana sentada con elegancia en uno de los cuidados bancos de piedra hasta que Troya se había acercado a ella con pasos calmados pero seguros. La humana resplandecía de tal forma que por un momento comprendió la fascinación tanto de Paris como de sus innumerables pretendientes. «La luz que brilla en la oscuridad». El pensamiento había desaparecido con la misma rapidez con que la había asaltado; aun así, ser capaz de empatizar con Paris no significaba que pudiera aprobar sus actos ni aceptar su traición.
Cuando apenas les separaban unos metros, la joven se había levantado para recibirla, cada uno de sus movimientos cargado de delicadeza. Fue entonces cuando clavó los ojos en los suyos y se sostuvieron la mirada en un gesto que no encajaba con la sumisión que había asumido propia de la muchacha.
—Esparta exige que regreses a él.
Sus palabras fueron firmes y claras, sin reverencias, sin vueltas de hoja. No había tiempo para andar con delicadezas, no cuando la amenaza de un ejército aqueo se cernía sobre ella, sobre los suyos.
Helena fue la primera en apartar la mirada, primero hacia la derecha y luego hacia abajo, de forma sutil pero eficaz. Con cada respiración pareció desinflarse un poco, no sabía si por la tristeza de no ser bien recibida o porque tras la afirmación de Troya se había relajado inexplicablemente. Sus sentimientos le estaban vetados; no pertenecía a su pueblo, no era una de esos hijos e hijas a los que tanto amaba. Su lugar estaba en Esparta, no allí.
—No puedo —le respondió, con un hilo de voz. El pequeño hueco que se formó entre las cejas de la muchacha y la forma en que apretaba los labios delataron su turbación, pero cuando retomó la palabra lo hizo con un tono más firme—. Sería negar a mi propio corazón.
Sus palabras no sólo no consiguieron impresionar a la Ciudad, sino que ayudaron a que su ira aumentase. Negar su propio corazón, decía. Mostraba su egoísmo en cada palabra, su carencia de honor. ¿Quién podía confiar en alguien capaz de ver caer a todo un pueblo sólo por un capricho amoroso?
—Diste tu palabra a Menelao —le recordó—. Tú misma elegiste a tu marido, ¿cuántas mujeres pueden enorgullecerse de haber contraído matrimonio con el hombre de su elección? Sabes tan bien como yo la promesa que todo el Hélade hizo por ti. —Una pausa, breve. Los oscuros ojos de Troya recorrieron el hermoso rostro de la joven Helena—. Nos matarán a todos. A ti, a Paris, a mí, como persona y como Ciudad, me harán arder hasta los cimientos, destrozarán mis murallas y derramarán la sangre de mis gentes sólo porque tú dices haberte enamorado. Ni siquiera le conocías una estación atrás. No sabes quién es Paris.
—No lo necesito para saber que le amo. —A pesar de que sus palabras sonaron seguras, sus gestos delataron que su determinación iba menguando poco a poco. Troya sabía que la chica, aunque ingenua, comprendía más de lo que daba a entender.
Una leve brisa revolvió las hojas de los árboles y arrastró hasta ellas algunos pétalos de aquellos que se encontraban en flor. Troya cerró los ojos. Había recibido varias cartas ese día; cartas de Atenas, de Tesalia y de Micenas, todas decididas a luchar contra ella, todas rogándole que evitase ese derramamiento de sangre. Respiró profundamente antes de abrir los ojos y fijar la mirada en Helena.
—Tú hablas de amor. Yo hablo de guerra. —Llevó su mano derecha hacia el pecho, sintiendo el latido de su asustado corazón bajo la tela—. Una guerra en la que no sólo caerán los míos. Ten por seguro que toda Grecia sufrirá las consecuencias, que tu pueblo sangrará al igual que lo harán mis hijos. Si no quieres hacerlo por mí, porque has traído la muerte a mis murallas, hazlo por ellos, porque no la encuentren en mis orillas. Hazlo por Esparta.
Sus palabras produjeron un nuevo cambio de actitud en Helena. La muchacha volvió a sostenerle la mirada, en un silencio que dijo demasiado de las dos. Con sus últimas palabras, Troya le había devuelto el poder a Helena; ya no le pedía que regresara a casa con su marido, sino que había puesto en sus manos la salvación de su ciudad y le había pedido que actuara, no como la esposa huída de Melenao, sino como reina y salvadora de Esparta. Una reina que debía sacrificarse en pos de su pueblo.
—Hablaré con el príncipe Paris —dijo al fin, sin temblor alguno en la voz, antes de inclinar levemente la cabeza ante ella. Troya aceptó su gesto con un asentimiento y el fantasma de una sonrisa. Paris la seguiría a Esparta, de eso no había duda. Tal vez incluso fuera lo bastante hombre como para asumir las consecuencias de sus actos.
—No espero menos de vos.
Los días pasaban inexorablemente y cada jornada los vientos acercaban un poco más los rumores y susurros de guerra hasta las murallas de Troya. Nada había cambiado en la ciudad, pero muchas cosas eran diferentes para la Ciudad. Los ruegos y amenazas de polis enemigas se amontonaban en su escritorio. Extraño resultaba el paseo por palacio que no se veía interrumpido por una suave ráfaga de aire salida de ninguna parte que dejaba un pergamino manchado de sangre a sus pies. Su angustia crecía con cada frase leída, pero la convicción y el orgullo de su rey y sus generales no menguaba ni siquiera cuando fueron informados de que la expedición griega superaba la decena de ciudades. Esparta cumplía bien sus amenazas. Lanzaría a toda Grecia hacia la destrucción de la altiva Troya y a nadie parecía importarle más que a ella.
Fue en uno de esos paseos, en el jardín y con una sorprendentemente amigable carta de Larisa en la mano, cuando Paris la abordó. El joven recorrió el camino desde la puerta de palacio a grandes zancadas, con los rizos oscuros marcando el movimiento de cada uno de sus pasos y los puños apretados. Cuando llegó junto a ella pudo ver su ceño fruncido, el leve rubor de sus mejillas y el inusual brillo en sus ojos. La indignación y la rabia fluían de él en oleadas casi físicas, y ni siquiera tuvo que concentrarse para notarlas.
Estaba claro que acababa de hablar con Helena y esta le había expuesto su intención de regresar a casa y arreglar aquel caos.
—No podéis hacer esto.
Las palabras del príncipe le hicieron alzar las cejas en un movimiento sutil, mientras que su interior bullía con algo muy diferente a la diplomacia que mostraba su rostro. Tambores. Sangre. Su corazón le hablaba de persecución, de caza, y unas marcas oscuras se enredaron en sus dedos. Ya había sentido aquello alguna vez, pero no se había dejado dominar. Algo había surgido dentro de ella, algo que respondía a su rabia y a su poder de Ciudad. No sabía qué era, ni si debía utilizarlo. No sabía si podría controlarlo.
—Perdonad, príncipe Paris. —Había desafío en su voz y altivez en su mirada cuando continuó caminando como si aquello no fuera más que un agradable paseo compartido por dos amantes, consciente de que el joven la seguiría. Las marcas de sus dedos se atenuaron hasta desaparecer, y ella suspiró aliviada. Fuera lo que fuera aquella magia, no la necesitaba para hacer valer su autoridad—. ¿Qué, exactamente, es lo que no puedo hacer?
—Helena. No podéis hacer que vuelva a Esparta. —También las palabras del joven príncipe estaban impregnadas de desafío, de exigencia. No dejaba de resultar irónico, incluso divertido, que Paris se creyese por un instante en el derecho de exigirle nada a ella—. La matarán, sabéis tan bien como yo que la matará por su abandono. Y si no lo hace Esparta, lo hará Menelao.
No le importaba. No le importaba la muerte de una sola mujer si con ello podía salvar a sus hijos. Como tampoco le importaba si Paris debía resarcir su error con su vida. No sería más que el pago adecuado por su estupidez.
—Helena tiene derecho a elegir por sí misma. —Había encontrado en ella una aliada inesperada, y no pensaba desaprovecharlo—. Tal vez encuentre honor en sacrificarse por su pueblo. Tal vez —recalcó, mirando al príncipe a los ojos— sea lo bastante valiente para asumir las consecuencias de sus actos. —Podría haberlo dejado ahí, haber dado tiempo a que el velado reproche calara en el chico. Pero ella, tuvo que recordarse, no era cruel. No sin razón, al menos. Si podía ofrecer un poco de consuelo al alma del príncipe, lo haría—. No van a matarla. Menelao también está enamorado de ella, no lo olvidéis. Y Esparta no haría nada que la hiriese. Helena es su favorita, es el dolor de su abandono y no la humillación a la que ha sometido a Menelao lo que ha lanzado a Esparta en su busca. Sólo quiere a su hija de vuelta, junto a él.
«Y vuestra cabeza», pensó, «también quieren vuestra cabeza.»
El pergamino de su mano había quedado reducido a un amasijo arrugado, pero saber que tenía a alguien de su lado le infundía un valor que no era capaz de expresar con palabras.
—En vuestra mano está evitar esta guerra, joven Paris.
—¿Y qué hay de mí? —Troya detuvo sus pasos y se giró hacia el joven. La ira de su príncipe se había tornado en frustración, en miedo. Podía sentirlo. Podía sentirlo y avergonzarse de él. ¿Era este el hijo por el que Príamo la había puesto en peligro, por el que Héctor había dado la cara? ¿Por ese conejo asustado incapaz de hacer frente a las consecuencias de sus propios actos? —. Si a Esparta le soy indiferente, no lo seré a Menelao. No dudará en acabar conmigo si voy hasta ellos, y si Helena regresa, iré con ella.
Le costó, le costó muchísimo no alzar la mano y abofetearle allí mismo.
—¿Acaso creéis que cuando Esparta y su ejército descarguen su ira sobre nosotros nos perdonarán la vida? —Había veneno en su voz. El miedo de Paris le parecía un insulto; temía más por su propia vida que por el destino de su ciudad. Estaba segura de que él mismo le prendería fuego si con ello se asegurara sobrevivir. No había traición más repugnante.— Tomarán lo que es suyo y harán lo que sea necesario para ello.
—¿Cuándo has perdido tu confianza en nosotros? —le espetó. Las palabras del príncipe le cogieron por sorpresa. Ni siquiera tenía sentido que hablase de un nosotros. Paris nunca había blandido una espada por ella—. Eres famosa por no haber sido conquistada. Oriente y occidente alaban la firmeza de tus murallas y reconocen a Héctor como general de las mejores tropas. Nosotros te defenderemos —aseguró con un gesto airado—. De Esparta y de todo el que se atreva a ponerte en peligro. No dejaremos que arrasen contigo.
Una carcajada desprovista de alegría surgió de su pecho, fruto de la incredulidad y la indignación. Los edificios cercanos parecieron temblar con ella.
—¿Nosotros? —le preguntó con desdén—. El no haber sido conquistada no ha sido gracias a vos, príncipe. Salid de la sombra de vuestro hermano y no os atribuyais sus méritos —añadió, traspasándole con la mirada—. No sois mi defensor. Si lo fuerais, no pondriais en peligro a vuestro pueblo por una simple mujer.
No se quedó a esperar la respuesta de Paris. Una tras otra, las palabras de las cartas que había recibido se repitieron en su cabeza mientras entraba en el palacio. Pocas, había muy pocas Ciudades de su lado, y demasiadas cubriendo las espaldas de Esparta. Un baño de sangre amenazaba sus playas.
Hacía días que no recibía ninguna carta y no estaba segura de cómo sentirse al respecto. Sabía que se acercaban, no lo dudaba un sólo instante, pero la incertidumbre ante la falta de información le impedía vivir sosegada. Sin embargo, era algo que tendría que haber supuesto, ¿acaso pensaba que Esparta, Ítaca o Ftía le avisarían de cuándo llegarían a sus costas? No, nadie, humano o Ciudad, renunciaría deliberadamente al factor sorpresa ante un ataque de guerra.
Aquella mañana había acudido a los aposentos de Andrómaca en cuanto sus deberes para con Príamo habían sido cumplidos. No le apetecía pasar tiempo con su rey, mas tampoco creía buena idea quedarse sola y alimentar la posibilidad de acrecentar su angustia. La mejor opción era mantenerse ocupada, y podría hacerlo mientras ayudaba a Andrómaca en los cuidados del pequeño Astianacte.
Andrómaca amamantaba a su hijo junto a la ventana, bañada por la luz de la mañana, cuando Troya se levantó, de repente.
Aquella sensación era inconfundible, como un cosquilleo molesto en la nuca y una sensación de angustia en el estómago; era esa sensación que a los humanos les hacía estremecerse en mitad de la noche, al sentirse observados y descubrir que no había sido más que un truco de la mente y que allí no había nada. Las Ciudades, sin embargo, no contaban con el consuelo de esa "nada". Si se sentía observada era porque, en algún lugar, alguna de sus hermanas tenía sus ojos fijos en sus murallas o sus torres. Conforme esa sensación crecía, supo que más de ellas estaban divisando la ciudad de Troya en el horizonte. Se acercaban.
La esposa de Héctor la observó interrogante, confundida ante la repentina angustia reflejada en el rostro de su señora. Sin mirar atrás, la Ciudad salió de la estancia como un vendaval, su túnica ondeando a su alrededor, sus pasos firmes y apresurados resonando en los pasillos del palacio real. Cuando entró en la sala en la que Príamo y Héctor charlaban en voz queda de banales asuntos de palacio, la fuerte presión sobre su subconsciente no daba lugar a dudas.
—Han llegado —informó—. Los griegos están próximos a nuestras costas, si no ya en ellas.
Ambos alzaron la cabeza para mirarla. Mantuvo la barbilla alta y los ojos fijos en ambos, mientras sus emociones le embargaban. Confusión, una pizca de temor. Resolución. Valor.
—Que hagan sonar el cuerno —ordenó Príamo—. Reúne al ejército.
Héctor no necesitó más órdenes que esas. Se acercó a Troya y se inclinó ante ella, antes de alejarse para cumplir con su cometido. Ni todo el arrojo de su príncipe consiguió calmar sus miedos.
—Son muchas. Demasiadas —informó a Príamo—. Desconozco si son todas las que han dado su apoyo a Esparta o solo una parte, pero su número supera mis expectativas.
—No os preocupéis, mi señora, no conseguirán cruzar la muralla.
Guardó silencio. A pesar de la confianza de Héctor en la valía de su ejército, no podía ignorar los augurios de Héleno y Cassandra ni la sensación de ahogo que invadía su pecho.
Esa sensación se hizo casi insoportable cuando la ciudad comenzó a bullir de actividad. Podía percibir el malestar de aquellos que acudían a refugiarse tras sus murallas, la inquietud que les producía el no saber lo que ocurría, el miedo ante la idea de que el ejército se estuviera preparando para defender la ciudad. La turbación de sus gentes le llegaba como una vibración que estremecía la tierra; la sentía en sus piernas y la sentía en los cimientos de los edificios, le encogía el estómago y hacía que el suelo se agrietara. No estaba bien, nada de aquello estaba bien.
Si Troya podía presumir de ser hasta el momento la única ciudad nunca conquistada, Esparta podía hacerlo por haber sido capaz de movilizar al mayor ejército en un ataque.
Habían dejado a los humanos atrás, a los troyanos tras sus murallas y a los griegos junto a sus barcos, y cada una de las Ciudades había recorrido el camino que separaba a unos de otros para reunirse en zona neutral, junto al cauce del río Escamandro. Era la tradición e incluso en momentos como aquel, en el que ambos bandos estaban seguros de que un acuerdo no sería posible de alcanzar, las tradiciones debían mantenerse. Esparta y Troya se encontraron cara a cara, arropadas por el resto de Ciudades que habían decidido tomar partido en el enfrentamiento. O algo así.
Era una forma de hablar. No podía ser de otra forma cuando la mayoría de Ciudades que permanecían tras Esparta habían sido obligadas a acudir allí por el juramento que realizaran a Helena durante sus desposorios. Troya no dudaba un instante que muchas de ellas habían acudido a la llamada de Esparta con gran regocijo, con la esperanza de hacer caer por fin a la altiva Ilión. Pero también sabía que muchas de sus hermanas habrían dado media vuelta sin dudar si el honor de sus reyes se lo hubiera permitido.
A pesar de todo, intentó no amedrentarse. Eran decenas quienes se encontraban allí, junto a Esparta, pero también ella había recibido ofertas de ayuda de algunas de sus hermanas. Frigia, Mileto y Larisa caminaron a su lado hasta las orillas del Escamandro en aquella primera noche, y junto a ella encararon a sus enemigos. Al menos, se consolaba, ella no había obligado a nadie a luchar a su lado. Las muertes que afectarían a sus hermanas, los daños que recibirían y las marcas que cubrirían su piel serían por una decisión propia, no por una exigencia troyana.
—Ilión.
La voz de Esparta sonó grave y profunda, como si tuviera la capacidad de hacer temblar los cimientos de su ciudad. O tal vez fue simplemente la sensación que le invadió a ella, un augurio. Troya alzó la cabeza con dignidad y clavó la mirada en los ojos del que ahora era su oponente.
—Lacedemón.
Hubo un momento de silencio, de desafío, en que ambas Ciudades se sostuvieron la mirada.
—¿Eres consciente de lo que estás haciendo?
La pregunta de Esparta le hizo apretar los labios con ira contenida. Por supuesto que era consciente, era mucho más consciente que cualquiera de los que estaban allí. Era ella la que había sentido el miedo de sus gentes al ver al ejército prepararse para la defensa.
—Sólo cumplo con mi deber.
—¿Tu deber? —Lacedemón escupió sus palabras, ira y desprecio empapando cada una de ellas—. ¿Tu deber es proteger a un secuestrador y encerrar a una de las mías tras tus murallas? ¿Ese es tu deber y tu voluntad o es que acaso has perdido el dominio sobre tus gentes?
Su expresión se mantuvo firme a pesar de lo hiriente de las palabras de Esparta. No le sorprendía. Siempre había sido un experto en las provocaciones, pero no se dejaría influenciar tan rápido. En lugar de eso, ladeó ligeramente la cabeza y le dedicó una mirada confusa.
—O tal vez ese seas tú, Lacedemón —dijo—. A fin de cuentas, cuando le pedí a Helena que regresara a ti, se negó. ¿Acaso has perdido el amor de tu reina?
Pudo ver el fuego arder en los ojos de la Ciudad un segundo antes de notar movimiento a su izquierda. Ítaca apretaba el brazo de Esparta con una mano y le susurraba algo, palabras cuyo propósito probablemente fuera volver a convertir en rescoldos la ira que habían suscitado la pregunta de Troya. Ítaca. La astuta Ítaca. Esparta debía estar agradecida por contar con el apoyo de la más inteligente y ocurrente de sus hermanas.
Las dos Ciudades se parecían demasiado. Ambos tenían el rostro cubierto por una espesa barba, del mismo color oscuro que su cabello, y tenían la misma constitución fuerte y atlética. Los ojos de Esparta, sin embargo, eran más claros que los de Ítaca, y más fieros.
—Troya —le llamó Ítaca. Ella se giró levemente hacia él, desafiante. A su alrededor, el resto de Ciudades permanecían calladas y atentas; algunas de ellas, en posición defensiva. Aquello era absurdo. No iban a llegar al enfrentamiento físico, no allí. Aunque no podía negar que habría sido relajante hacerlo—. Tenemos que encontrar la forma de arreglar esto.
—¿Quieres arreglar esto? Llevaos vuestros barcos de mis costas y vuestros hombres de mis tierras.
Un murmullo de disgusto se dejó oír a su alrededor mientras las demás Ciudades reaccionaban a su orden.
—No sin Helena.
La intervención de Esparta le hizo apretar los puños.
—Sabes muy bien que nos es imposible influir en el libre albedrío de los humanos —le espetó—. Mucho menos en los que nos son ajenos —añadió, en un velado recordatorio de que Helena prefería estar entre sus murallas, y no en Esparta—. Si pudiéramos hacerlo, estoy segura de que Menelao habría podido conservar a su esposa a su lado.
Las pupilas de Esparta se dilataron, sus puños se cerraron y la presión de la mano de Ítaca sobre el hombro del laconio se intensificó. Troya hizo alarde de su desinterés hacia Esparta desviando la mirada para barrer con ella el rostro de cada una de las Ciudades que se presentaban como sus enemigas. Tebas, Rodas, Atenas (oh, incluso tú, Atenas) y, cómo no, Micenas. Los ojos de ambas se encontraron apenas un momento, un instante que fue suficiente para que Troya supiese cuán feliz hacía a Micenas aquella situación. Ella y su rey habían esperado muchos años la caída de Troya. No desperdiciarían la oportunidad.
Apartar la mirada de la satisfecha Micenas le hizo tropezar con otros dos rostros que había esperado poder evitar. Salamina y Ftía, una junto a la otra, le observaban con rostro serio y ojos brillantes. No había en ellas la rabia de Esparta o la felicidad de Micenas, tampoco la resignación de Ítaca ni la culpa de Atenas. No habían ido por elección propia, pero tampoco se sentían especialmente disgustadas ante su situación; sobre todo Ftía, en cuyos ojos se agolpaba la impaciencia por la batalla. La posibilidad de demostrar que Aquiles era superior a Héctor.
—Helena debe volver a casa, Troya —insistió Ítaca, consiguiendo que de nuevo la atención se centrara en él—. Eso no admite discusión. Pero en cuanto a tu príncipe, tal vez...
—No. —La interrupción de Esparta le hizo sentirse como si acabara de ser arrojada al río cuyo sonido cada vez oía más lejano—. Su príncipe caerá, igual que lo hará ella. Le llevaré su cabeza a Menelao, junto con las cenizas de Ilión.
Una oleada de ira se abrió paso en el interior de Troya. El orgullo de Esparta era fuerte, pero no por ello tolerable. Ninguna ciudad permitiría que otra le amenazase y humillase ante sus hermanas, no importaba cual fuera su grandeza. El honor no se entregaba de esa manera.
—Ve al campo de batalla por tu rey entonces, Lacedemón, y enfréntate a mis príncipes y mi ejército —propuso, asegurándose de que el hecho de que Esparta estaba en manos de su rey mientras ella recibía vasallaje de la familia real troyana no pasaba inadvertido para ninguna de sus hermanas—. Quizás sea yo quien reciba tus cenizas antes de que seas capaz de palpar siquiera la piedra de mis murallas.
El sonido de una risotada ahogada la enfureció aún más. Ftía se había apoyado en Salamina, con uno de los brazos sobre el moreno hombro del otro, y la miraba con la altivez propia de quien se sabe ganador antes de comenzar la partida.
—Tus príncipes —se burló—. Ni siquiera tu querido Héctor es rival para Aquiles, ¿cómo iban a serlo todos los demás?
Por un momento, esos tambores que había oído al enfrentarse a Paris volvieron a retumbar dentro de su cráneo y le obligaron a cerrar los ojos. No sabía qué ocurriría si se dejaba llevar por la sensación de poder que en ese momento fluía desde la tierra hasta la punta de sus dedos, pero tenía demasiado miedo de descubrirlo. Nada bueno podía salir de allí.
No tuvo ocasión de responder. Antes de que pudiera dirigir una sola mirada a la orgullosa Ftía, la dulce mano de Mileto se posó sobre su hombro, ejerciendo una presión casi imperceptible, aunque firme. No era lo más adecuado, no era conveniente provocar a Ftía y, por lo tanto, no debía hacerlo.
—Aquiles es humano, Ftía —le recordó tras recuperar la compostura. Los dedos de Mileto se deslizaron por su hombro, alejándose de ella—. Todos los humanos mueren, todos tienen un punto débil. Ahorra tus fuerzas para seguir cuidando de que nadie encuentre el de Aquiles.
Ftía y Salamina rieron. El suspiro de Ítaca, sin embargo, fue audible para todas las Ciudades allí congregadas, y con él pareció morir cualquier posibilidad de evitar la guerra que se avecinaba. Troya era demasiado orgullosa para admitir que había intentado por todos los medios influir en Príamo, en Helena y en Paris, y que todos sus intentos habían sido en vano. Demasiado altiva para rogar ayuda a sus hermanas, para pedirle a Esparta que se llevara a Helena a rastras de su ciudad. Tampoco habrían podido hacerlo, de todas formas. Si Troya se hubiera puesto de parte de sus hermanas y hubiera colaborado con ellas para devolver a Helena, sus propios hijos se habrían puesto en su contra.
¿Era eso posible? ¿Podían los humanos enfrentarse a su Ciudad? ¿Darle la espalda? ¿Repudiarla?
No quería averiguarlo.
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