Hasta que caigan los muros de Troya (fragmento I)
Allí estaba ella, de pie en el carro, saludando con una amplia sonrisa como si acaso lo mereciera, aplaudida por un pueblo que no parecía entender la gravedad del problema, de lo que podrían conllevar las acciones de su príncipe, que ni siquiera era consciente de quién era aquella joven.
Desde lo alto de la escalinata de entrada al palacio, Troya observaba en silencio la comitiva. Sentía en su interior la ilusión del pueblo ante el regreso de sus príncipes. Héctor y Paris habían partido hacía semanas hacia Esparta como parte de la embajada de paz. Las dos polis habían sido enemigas durante mucho tiempo. Troya se había enfrentado con Esparta más de lo que a ambas Ciudades les habría gustado. Incluso su bélico oponente creía que era el momento de firmar una alianza. Troya había decidido no ir hasta allí. No era ella quien usaría la diplomacia y Príamo necesitaba sus consejos en la ciudad más de lo que los príncipes los necesitarían en Esparta. Héctor no sólo era un gran general, también era un gran diplomático. Además, no podía engañarse: no se fiaba de Esparta.
Se mantuvo paciente en su posición, semioculta entre las columnas del pórtico, mientras los hermanos descendían de los carros y recorrían la distancia que les separaba del resto de la familia real. Príamo alzó los brazos para estrechar a su primogénito. En otro tiempo Príamo había sido un gran guerrero. Le había visto partir a la batalla en numerosas ocasiones, defenderla con orgullo y fiereza. Príamo amaba a Troya, sin reservas, y sin reservas había amado Troya a Príamo, incluso cuando su avanzada edad le impidió defenderle en combate.
Había caído en manos de Héctor aquella responsabilidad. Era, de entre los hijos de Príamo, quien más amaba a Troya y a quien Troya más amaba. Su vínculo tenía una fuerza que la Ciudad nunca había sentido con otro humano. Héctor habría dado su vida por ella, y a cambio el dolor habría despedazado a Troya con la facilidad con la que una honda destroza un ánfora. Héctor era su hijo y su amante, y como madre y amada la Ciudad habría dado cualquier cosa por mantener la seguridad del príncipe.
—Mi señora.
—Príncipe Héctor. —Respondió a la inclinación del joven con un gesto similar, incapaz de contener la sonrisa en sus labios—. Espero que vuestro viaje haya sido tranquilo.
Tal como esperaba, el príncipe guardó silencio. Su cabeza se giró de forma casi imperceptible hacia el menor de sus hermanos. Era obvio que Héctor había estado al tanto de las intenciones de Paris con respecto a Helena, quizás no en un primer momento, pero sí durante el trayecto. Conocía a Héctor. No habría pasado por alto la presencia de un polizón en su nave. Si lo había hecho, si no había ordenado dar media vuelta y regresar a Esparta, había sido por la misma razón por la que Príamo sujetaba con delicadeza las manos de la joven esposa de Menelao: porque el amor que sentía hacia Paris le impedía ver lo que era correcto.
—Mi señora...
Un gesto de su mano fue suficiente para que entendiera que aquel no era el momento para tener esa conversación. No era necesario. Héctor no necesitaba hablar para que Troya entendiera. Podía sentirlo, cada uno de sus pensamientos, de sus emociones. Una de las virtudes (o maldiciones) de las Ciudades era su capacidad de percibir, de conocer y ser conscientes de cada propósito y desasosiego de todos sus habitantes. A fin de cuentas formaban parte de ellas, una parte importante sin la que las Ciudades nunca habrían surgido.
Héctor se arrepentía. Lo hacía desde el mismo momento en el que decidió no retornar a Helena a Esparta. Se arrepentía de aquel viaje, de haber llevado a Paris con él, de poner en peligro a todo su pueblo por un capricho de su hermano. Se arrepentía, y asustaba, al ser consciente de la decepción que sus actos suscitaban en su Ciudad.
Una oleada de calidez embargó su pecho cuando Héctor abrazó a su esposa. Las emociones y sentimientos de la Ciudad se diluyeron en favor de los de la pareja. La decepción fue sustituída por la alegría del reencuentro; la irritación, por el deseo.
Le era imposible no querer a Andrómaca. No se debía únicamente al amor que todas las Ciudades profesaban hacia sus hijos, ni a la confusión que podría causarle la mezcla de los sentimientos de Héctor con los suyos propios. Era algo más. Su afecto por aquella mujer era genuino, al igual que su admiración. Andrómaca había demostrado ser una digna merecedora del puesto que ocupaba como cónyuge del príncipe. Era buena, justa y valiente, y amaba a Héctor casi tanto como ella misma. No eran pocas las veces en que Andrómaca había demostrado su fortaleza cuando ninguna de las dos sabía si Héctor volvería de la batalla, como tampoco eran pocas las veces en que la seguridad de la mujer habían alimentado la de la Ciudad.
Fue Paris quien le hizo volver a lo amargo de la realidad a la que tenía que enfrentarse. El joven príncipe se había detenido frente a ella e inclinaba la cabeza de forma similar a como lo había hecho su hermano un momento antes. Eran muchas las similitudes entre ambos; los mismos rizos oscuros, los mismos ojos vivaces... Pero allí donde Héctor demostraba ser fuerte y orgulloso, Paris se mostraba ingenuo y torpe. Carecía de su arrojo y su valor, de su sabiduría y su fuerza. No era más que un chiquillo jugando a ser príncipe.
—Mi señora —imitó el saludo de Héctor.
Troya respondió con una leve inclinación de cabeza, sin mostrar apenas un amago de sonrisa mientras sus ojos se posaban un instante sobre la inesperada recién llegada y volvían a clavarse en el príncipe. No percibía de él más que alivio por encontrarse de nuevo en casa, y dicha y ternura por aquella a quien sostenía la mano. Ni siquiera era consciente de lo que sus acciones podían suponer para el destino de todos. Necio, necio Paris...
—Bienvenido, príncipe Paris. —Se cuidó mucho de que su voz no reflejara más que fría cortesía.
Si bien las Ciudades tendían a profesar gran amor por todos sus hijos, Paris llegaba a provocar gran confusión en las emociones que Troya sentía ante él. Lo amó en el momento de su nacimiento, como hijo de Troya, como descendencia de Príamo y Hécuba ella quiso a aquel bebé desde el instante en el que abrió los ojos. Hasta que fue la Ciudad quién los abrió al horror que Paris traería consigo.
Había sucedido cuando aún era un infante. Como tantas veces, la Ciudad se encontraba en el salón del trono, junto a Príamo, sumidos en una conversación que se había alargado durante horas. Troya sentía calidez a pesar de la cercanía del invierno y del viento que azotaba el exterior del palacio. Sentía el orgullo de Príamo ante los recuerdos del reciente nacimiento de su benjamín como el calor del sol en una mañana de primavera, expandiéndose desde su pecho hasta cada milímetro de su ser, avivado por la alegría del pueblo ante la continuación de la estirpe real. Pero, en algún lugar de su interior una hebra de frío glaciar punzaba con fuerza. Era intermitente, como si alguien rozase la superficie helada de un río con los dedos desnudos, demasiado fugaz para ser capaz de encontrar la fuente, pero igualmente dolorosa. Y durante días Troya se había preguntado quién sufría dentro de sus murallas.
Aquel día, sin embargo, la sensación de frío apareció en alguna parte de su brazo derecho y, lejos de desaparecer, se acentuó con rapidez, helando su pecho cuando Héleno y Cassandra, los príncipes mellizos, cruzaron las puertas del salón y se lanzaron a los pies de su padre. Aterrados, los pequeños se aferraron a la túnica del rey ante la sorprendida mirada de ambos. Gemían entre lágrimas y no se detuvieron ni siquiera cuando Príamo se inclinó para abrazarles. El frío remitió en el pecho de la Ciudad, pero no desapareció.
¿Qué ocurre?, había preguntado Príamo, ¿acaso Deíforo ha vuelto a molestaros?. La respuesta de los niños hizo estremecerse a la Ciudad.
Paris. Era Paris, su presencia, su llanto o su risa, todo en él provocaba a sus hermanos horribles visiones de fuego y cenizas. De la joven consejera del rey, a quienes ellos, demasiado jóvenes aún, conocían por su nombre humano, Ilión, cubierta de sangre y ardiendo en una gran pira.
Su amor por Paris desapareció bajo la revelación de encontrarse ante el destructor de su ciudandad. Tras calmar a los niños y entregarlos a sus niñeras, Troya recordó a Príamo su deber para con ella. Y con dolor Príamo dio la orden de asesinar a su hijo.
Era obvio que no había sido acatada. El pequeño salió del palacio, envuelto en una manta, en brazos de un soldado cuya lealtad había sido firmemente demostrada. Debió darse cuenta de que no iba a hacerlo. Se lo había anunciado la dulzura con la que había arropado al pequeño, el latido demasiado acelerado de su corazón cuando lo tomó en brazos y el sentimiento, una mezcla de duda y dolor, que emanaba de él en oleadas. Si la Ciudad había albergado una leve culpa en su interior al solicitar la ejecución del vástago de Príamo, esta se incrementó hasta hacerse casi insoportable. Aquel soldado, fiel servidor de su rey y su Ciudad, era incapaz de arrebatar la vida a un bebé, y el dolor por no cumplir la orden lo llenó todo. Troya no supo si sentirse orgullosa de los principios de su soldado, o ultrajada porque su orden no se hubiera acatado.
Durante años continuó sintiendo el latir de Paris en ella. No importó cuántas veces le aseguró a Príamo que su hijo continuaba vivo, el rey se limitó a murmurar que era imposible. Imposible, como si acaso él pudiera saber con más seguridad que ella lo que sucedía entre sus murallas. No, Príamo no podía saberlo, pero Troya notaba la esperanza aferrarse a su corazón. Príamo amaba a su familia y la posibilidad de que su hijo menor continuase con vida le llenaba de gozo.
Y allí estaba, recibiendo su bienvenida, aquel que no debería haber alcanzado la edad adulta.
—Parece que Héleno y Cassandra poseen el don de la profecía, después de todo —comentó, sin mirar específicamente ni a Paris ni a su acompañante. Cuando posó los ojos en ella, lo hizo con una sonrisa sardónica. No percibía nada, por supuesto. Helena no pertenecía a su pueblo. Aquel no era su lugar—. Helena de Esparta —pronunció su nombre con altanería—. Os recuerdo. Acudí a vuestros desposorios.
No le hizo falta estar conectada a Helena para saber el efecto que sus palabras causaron en ella. La mujer abrió los ojos sorprendida, sus pupilas se estrecharon y sus labios formaron una suave "o" que en seguida desapareció ante la intención de responderle. Sin embargo, fue Paris quien habló, adelantándose a ella.
—Ahora es Helena de Troya.
Enojo. Desafío. Irritación. Orgullo. Las emociones de Paris fluían hacia ella tan claras como la arena de sus playas, pero como arena se vieron desgastadas por el fuerte oleaje que provocaban las emociones de la Ciudad.
—Mi conocimiento sobre a qué ciudad pertenece sobrepasa al vuestro, príncipe Paris. No lo olvidéis. —Alzó la barbilla de forma casi imperceptible, lo bastante para hacer notar su autoridad. Cuando volvió a hablar, sus palabras sonaron más a profecía que a advertencia—. No es sólo la esposa de Menelao lo que traéis de Esparta.
No hubo despedida. Troya giró sobre sus talones y se alejó de la familia real sin una sola palabra, adentrándose en el palacio sumida en un completo silencio. Las emociones de quienes dejaba atrás la alcanzaban. Duda y confusión provenían de Príamo y Héctor, incluso Héleno y el resto de príncipes sintieron una abrumadora inseguridad al ver cómo se apartaba. No había precedentes, nunca Troya se había alejado de su pueblo de aquella forma, en pleno recibimiento. Pero el orgullo y el rencor que exhalaba Paris le empujaban a poner cada vez más tierra de por medio.
Aquella misma noche se organizó un banquete para celebrar el regreso de los príncipes. Troya asistió, cumpliendo con su deber en contra de lo que su orgullo le pedía que hiciera. No podía sentarse allí y fingir que la presencia de Helena de Esparta entre ellos no suponía una amenaza para todos. Sin embargo, lo hizo. Era lo que se esperaba de ella como Ciudad y como consejera del rey, y así lo hizo.
Con el paso de las horas mantener su apatía era una cuestión cada vez más complicada para ella. La alegría de los ciudadanos embargaba poco a poco a la Ciudad y opacaba cada vez más sus propios sentimientos. La bebida corría y la comida llenaba las largas mesas de madera maciza. Príamo presidía la mesa, con Héctor y a Paris a cada lado. El resto de miembros de la familia real se repartían por la mesa. Alguien (y Troya prefería no saber quién) había decidido que la llegada de Helena merecía una celebración. Ella se limitó a evitar dirigirle una sola mirada.
Una suave agitación del aire le distrajo de la algarabía de su alrededor y le hizo buscar el origen de aquella corriente con la mirada. Al volver a dirigir los ojos hacia su plato, encontró junto a este un pergamino enrollado. No tuvo más que fijarse en la gota de sangre que lo cerraba para saber tanto el origen de aquella misiva como que no contendría palabras amables.
«Tú, como todas, estabas presente cuando se firmó el acuerdo para aceptar la elección de marido de Helena y devolverla a su Ciudad si alguna vez le era disputada.
Hoy has violado tu promesa, pero todas las Ciudades cumplirán la suya y lucharán para que Helena regrese a mí.
Te aconsejo infundir algo de sensatez a tu rey para que me entrege a Paris y Helena. Quizás así sólo tu joven príncipe morirá y tú no tendrás que arder en una pira.
Esparta.»
Sus ojos recorrieron cada línea varias veces mientras con cada lectura ella se volvía más consciente de lo que encerraban las palabras de Esparta. Tuvo la sensación de estar en el centro de una cadena de acontecimientos que había estado predestinada desde el momento mismo del nacimiento de Paris, y que aquel día se había puesto en marcha. Los peores presagios de Héleno y Cassandra parecían comenzar a tomar forma. Aquella certeza le mareó.
Arrugó el pergamino al apretar el puño y levantó los ojos hacia Héctor. Si había alguien a cuya sensatez podía alegar, ese era su príncipe. Tal vez Príamo estaba demasiado cegado por el amor que sentía hacia Paris, pero Héctor podría interceder por ella e intentar hacerle entrar en razón. Helena tenía que volver a casa.
Respiró hondo antes de levantarse, esforzándose por mantener la serenidad. No podía dejar que las palabras de Esparta le afectasen en demasía; todavía estaba a tiempo de solucionarlo. Acababa de ponerse en pie, con la carta de Esparta bien sujeta en su puño, cuando una nueva brisa le erizó el vello de la nuca. Consciente de lo que significaba, cerró lo ojos un momento en un intento de aliviar el frío que había descendido por su espalda ante el temor de más amenazas. Al abrirlos, un nuevo pergamino esperaba en la mesa, con la sangre de su autor aún húmeda.
«Ilión.
¿A qué estás jugando? Esparta nos ha llamado en armas. Se aferra a la promesa que realizaron nuestros reyes de defender al marido de Helena ante su disputa para lanzar a nuestros ejércitos contra ti.
Sé que tu príncipe es joven e insensato, que confías en el ejército de Héctor y en la firmeza de tus murallas, pero no pongas en peligro tu ciudandad por un capricho amoroso. No nos obligues a derramar nuestra sangre por la inconsciencia de un traidor que ha demostrado su poco amor hacia ti.
Ítaca.»
Ni siquiera se había sentado para leerla. En cierto modo, las palabras de Ítaca le hirieron con más fuerza que las de Esparta. Había mencionado la falta de respeto del príncipe y le había llamado traidor, en un recordatorio silencioso de que las demás Ciudades tenían sobre sus humanos una autoridad que a ella le estaba siendo negada.
Las tenazas del miedo le aislaron del alboroto del banquete y de las emociones de los asistentes, tanto que no notó la cercanía de Héctor hasta que este le sujetó la mano que sostenía las cartas de Ítaca y Esparta. No habría sido consciente de su temblor si Héctor no lo hubiera detenido.
Sus miradas se cruzaron. El príncipe le observaba con la confusión reflejada en sus ojos y apoyó firmemente en su hombro la mano que antes había envuelto la suya.
—Mi señora, ¿os encontráis bien?
Una suave sacudida de cabeza fue toda la respuesta que recibió por su parte. Dirigió una nueva mirada a los arrugados pergaminos antes de volver a centrar toda su atención en el joven.
—Quiero hablar con vos y con vuestro padre, príncipe Héctor —anunció. Un suave movimiento de muñeca le ayudó a llamar la atención de Héctor sobre las cartas que asía con fuerza—. En privado.
La Ciudad alzó la barbilla y estiró la espalda con dignidad. Aquella orden disfrazada de petición no daba lugar a réplica, y aunque sabía que Héctor no se la negaría, comenzó a caminar en cuanto el príncipe asintió y le dedicó una leve inclinación de cabeza. No miró atrás mientras Héctor iba en busca de Príamo y abandonó la estancia, consciente de que la seguirían en un instante. Tal vez era una reacción un poco infantil, pero necesitaba reafirmar su autoridad si no quería verse aplastada por el peso de los acontecimientos.
El ruído de la fiesta se convirtió en una leve rumor cuando cruzó las puertas de la sala del trono. Intentaba pensar lo menos posible en las cartas que su mano inconscientemente apretaba, pero era cada vez más complicado. Le había costado mucho conseguir la paz con sus hermanas griegas. Había luchado durante años, mano a mano con Príamo, para conseguir una tregua que Paris había hecho arder en apenas un instante. Y si Ítaca, la siempre lógica Ítaca, le había avisado, le había pedido que no permitiese aquel derramamiento de sangre, era porque la amenaza de Esparta era firme y sus palabras, sinceras. Estaba reuniendo un ejército. Un ejército formado por toda Grecia.
Los pasos de Príamo y Héctor resonaron en el silencio del gran salón. La Ciudad les observó sin media palabra mientras padre e hijo se acercaban hasta ella. Príamo parecía confundido; Héctor, preocupado.
—¿Qué ocurre?
Las formalidades estaban de más en aquel momento. La confianza entre ellos siempre salía a la luz en los momentos en los que la privacidad lo permitía. La Ciudad alzó la mano que sujetaba los pergaminos y dedicó una mirada severa a su rey.
—Helena recibió más proposiciones de matrimonio que cualquier otra mujer en Grecia, y bajo los consejos de Ítaca, reyes y Ciudades acordaron respetar su decisión y defender a su marido si alguna vez su esposa le era disputada —explicó—. Paris ha retado a Menelao al arrebatarle a Helena mientras disfrutaba de su hospitalidad. Ha traicionado a Esparta. —Sus manos temblaban, quizás de rabia e impotencia, quizás de furia. Puede que de miedo. Príamo y Héctor le escuchaban en silencio—. Ha roto nuestra tregua. Esparta nos declarará la guerra si no le entregamos a Helena y a Paris. Y con ella todas las Ciudades que firmaron el pacto. —Su atención se desvió hacia Príamo—. Las profecías son ineludibles. Paris traerá la desgracia a Troya porque no pusimos fin a su vida cuando debimos.
Mantuvo el semblante serio mientras se esforzaba por ignorar sus sentimientos y percibir los de los dos hombres. De Héctor le llegaron oleadas de arrepentimiento, cargadas también de decisión y con un leve rastro de temor. Príamo, sin embargo, era caso aparte. De él percibía dudas, un temor más fuerte que el de su hijo y tristeza por el destino de Paris. Sin embargo, todos esos sentimientos palidecían ante la confianza en las cualidades de Héctor para defender la ciudad y en su impenetrabilidad. Troya nunca había sido conquistada, y Príamo estaba seguro de que así seguiría.
Padre e hijo intercambiaron miradas mientras ella intentaba mantener la compostura e ignorar los sudores fríos que se habían adueñado de su cuerpo.
—Debemos devolver a Helena —insistió, si bien su voz sonó menos firme de lo que le habría gustado— y entregar a Paris. Sólo así evitaremos la guerra.
—Que vengan. No puedo entregar a mi hijo a Esparta.
Aun siendo consciente de las emociones del rey, que este hubiera pronunciado aquellas palabras en voz alta y en su presencia la hirió demasiado profundamente. Cuando miró a Héctor en busca de su apoyo, sintió que el palacio sobre ella se estremecía. Muy sutilmente, pero lo bastante para que lo percibiera. Los edificios de la ciudad de Troya acusaban su malestar.
La mirada preocupada del príncipe había cambiado a una de determinación, y Troya tuvo la certeza de que, si debía defender a su hermano, lo haría hasta la muerte.
—Podemos negociar el destino de Paris. Aunque haya agraviado a Menelao, si devolvemos a Helena como muestra de buena fe podemos...
No terminó la frase y se quedó inmóvil. Troya sabía que acababa de sentir lo mismo que ella. Un estremecimiento en el aire, una brisa inesperada. Resignada, recogió el pergamino que acababa de caer a sus pies y lo desenrolló frente a los dos hombres.
«Ilión.
Debí preveer que esto ocurriría y negarme a firmar ese estúpido acuerdo.
Esparta ha venido a buscar a Aquiles y a exigir que mis mirmidones luchen contra ti. Ya ha reunido a bastantes más Ciudades de las que esperaba, incluida Atenas.
Le ha molestado bastante no encontrar a mi rey, pero los ojos de Ítaca brillaban demasiado cuando se alejó de mis muelles con su ingenioso Odiseo. No tardarán en dar con él. Espero que para entonces hayas entregado a la chica y a ese traidor que llamas príncipe. De lo contrario tendremos que comprobar si tu amado Héctor es mejor general que el mejor de los griegos.
Ftía»
No se dignó a mirar a Príamo cuando, sin mediar palabra, extendió el brazo hacia él y le dio el pergamino. En su lugar, mantuvo los ojos fijos en Héctor, mientras la amenaza de Ftía flotaba en el aire. Sintió que la carta desaparecía de su mano y dejó caer el brazo junto a su cuerpo, abrumada, mientras Príamo leía.
—¿Vas a arriesgarnos a todos por él? —El dolor y la incredulidad eran demasiado notorias en su voz. De entre todas las cosas con las que podrían amenazarle, enfrentar a Héctor con el gran Aquiles era la más horrible que se le ocurría en aquel momento. Príamo apartó la mirada de la carta. Su expresión apenas se había ensombrecido ante la evidente amenaza—. A tus ciudadanos, a tus soldados... A tu primogénito, Príamo, ¿arriesgarías a tu Ciudad por alguien que ha traicionado la confianza que depositamos en él al enviarle a Esparta?
—¿No confías en la capacidad de Héctor para dirigir nuestras defensas?
—Conozco demasiado bien la fama de Aquiles para ignorar esta amenaza —siseó mientras su mirada se volvía hacia el rey. Las pálidas marcas de los sucesivos incendios que habían arrasado la ciudad en distintas ocasiones brillaban, enroscadas en sus brazos, subiendo hasta la base de su cuello, desapareciendo en dirección a su pecho—. Estoy cansada de escuchar historias sobre él, de leer cartas y cartas de Ftía vanagloriándose de su rey y sus mirmidones. Prefiero subestimar la capacidad de Héctor y mantenerle con vida, que la de Aquiles y perder a mi príncipe.
Hubo un instante de silencio. Héctor paseó la mirada de su Ciudad a su rey. El viejo Príamo mantuvo sus ojos firmemente clavados en ella y alargó el brazo para devolverle el pergamino aún manchado con la sangre de Ftía.
—Puede que para ellas no sea más que un traidor —apuntó con voz firme—, pero recuerda que Paris también es tu príncipe.
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