S e i s | Consecuencias
Capítulo seis | Consecuencias.
Usualmente, mis noches consisten en ir a la cama sobre las once, dormir unas cuántas horas, y despertar con la respiración agitada y el miedo en su estado más vivo presente en cada célula de mi cuerpo.
Hoy no ha sido una de esas noches.
He dormido plácidamente como una niña pequeña. Despierto perezosamente, sin ganas de tener que enfrentar un nuevo día, pero no en el mal sentido. Solo me apetece quedarme en la cama sin hacer nada.
Mis sábanas color violeta me cubren hasta el cuello. Me desperezo más de una vez y doy vueltas en la cama, buscando una mejor postura, hasta que la encuentro. Estoy comodísima.
Es en ese momento cuando me viene ese conocido olor.
Ladeo la cabeza hasta dejar mi mejilla contra la almohada e inhalo profundamente.
Es lo que he estado oliendo toda la noche. Esa extraña fragancia de perfume masculino ligada con el aroma de los cigarrillos.
Será porque, a pesar de que tuve que quitarme la camiseta interior porque estaba mojada, volví a colocarme su sudadera para dormir.
Y probablemente, esa sea también la razón por la que he tenido un sueño relacionado con él.
Un sueño... bastante fuera de lo común.
En cuánto lo asimilo empiezo a notarme sonrojada. Estrello la cara contra la almohada cómo si así pudiera ocultar mi vergüenza al mundo, pero no consigo sacar de mi mente las imágenes que esta misma ha creado.
Él estaba aquí. En mi habitación, por algún motivo que no logro recordar. Seguía lloviendo fuera con la misma intensidad que lo hacía anoche. Paseaba su selectiva mirada por cada rincón de mi habitación, curioso, observando a su alrededor de la misma forma que lo hacía conmigo.
Después, sus ojos se posaban en mí.
Paso saliva al recordar la forma en que sus manos rodearon mi cintura para acercarme a él. Se sentó en la cama, dejándome de pie entre sus piernas. Sus manos recorrieron mi espalda en sentido descendente. Luego mis muslos en sentido ascendente.
Cuando se puso de pie, no tuvo ni un solo ápice de duda en acortar el espacio, reparar mis labios y....
—¿Maddy?
Pestañeo varias veces. La voz de mi hermano me hace volver a la realidad.
—¿Qué? —vocifero desde mi cama.
—Ábreme.
Vale... no me gusta ese tono.
—¿Qué quieres?
—Ahora mismo, que me abras. Y que te des prisa, si puede ser.
Suspiro pesadamente. Sé que va a echarme la bronca por algo. Lo que no sé es por qué.
Es decir, ayer cuando llegué todos estaban dormidos. No pudo verme. Además, fui silenciosa.
Me pongo de pie y camino hasta la puerta. Quito el pestillo y giro el pomo. Max entra en cuanto la abro.
—Claro, adelante.
—¿Cuántas veces te he dicho que no eches el pestillo?
—¿No os cansáis en esta casa de tratarme como un animalito indefenso? —me cruzo de brazos.
Automáticamente su mirada recae sobre la sudadera.
Eleva la vista y ambos nos miramos a los ojos por varios segundos. La incomodidad es notable.
Y mi miedo también.
—¿Vas a explicármelo o voy a tener que interrogarte?
—Preferiría que ninguna, la verdad.
—¿De quién coño es eso?
—Mía —me apresuro a decir—. Me la compré en un outlet.
Vuelve a pasear la mirada por la prenda con una mueca de no estar creyéndose nada.
—Me equivoqué de talla —añado.
—Debo de haberme levantado con cara de gilipollas, porque me estás tratando como tal.
—Claro que no, hermanito. Valórate.
—Que de quién es, Maddy —insiste.
Suspiro pesadamente mientras me siento en la cama.
—Obviamente de un chico —murmuro.
—Sí, hasta ahí he llegado yo solo.
—Ayer empezó a llover y me pilló la tormenta. Mi ropa quedó empapada. Fue amable conmigo y me prestó su sudadera.
—¿Lo conocías?
Aprieto los labios.
—Bueno, ahora lo conozco.
—¿Tú estás loca? ¿Cómo aceptas algo de alguien que no conoces?
—¿Qué pasa? ¿Tú no conoces gente nueva todos los fines de semana cuando sales por ahí?
—Sí, pero no es lo mismo. Lo que has hecho está mal.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque eres una... cría.
Entrecierro los ojos.
—Ibas a decir que es porque soy una chica —lo acuso.
—Claro que no.
—¡Reconócelo!
Se pasa una mano por la cara, molesto.
—Sí, vale, iba a decirlo.
—Por dios Max, nunca has sido misógino. No empieces ahora.
—No digas barbaridades. Solo digo que si una chica cómo tú está sola un viernes por la noche en pleno centro de Nueva Jersey, puede ser peligroso.
—¿Una chica cómo yo? —frunzo el ceño—. ¿Cómo soy?
—Me refiero a que eres demasiado buena. Demasiado inocente. Hay mucha gente que es todo lo contrario a ti y suelen aprovecharse de eso. Es lo único que quería decir.
Bueno, eso sí puedo entenderlo.
—Era un chico de mi edad —aclaro.
—Eso no quiere decir nada. Podría haberte hecho algo igualmente.
—Estuve tranquila. Era buena persona.
—Eso no puedes saberlo.
—Claro que puedo. Sé leer muy bien a la gente.
Max suspira, sentándose a mi lado.
—Vale, supongo que eso explica que apestes a tabaco.
Asiento.
Entonces, me mira con el ceño fruncido.
—No se te habrá ocurrido probarlo, ¿no?
—¿Qué? No. Claro que no.
—Maddy —advierte.
Está desconfiando y va a matarme si no consigo que me crea.
—¡Qué no! ¿Por qué nunca me crees?
—¿Porque no sabes mentir?
Suelto una risa ahogada.
—Eso piensas, pero más de una vez he conseguido engañarte.
—Que tú creas que me has engañado no significa que lo hayas hecho. ¿Dónde fuiste ayer?
Me dejo caer de espaldas en la cama.
—Ya os lo dije. Al cine.
—¿Y dónde más?
—Fui al puesto de Joe's. Pueden corroborar mi coartada.
Sonrío cuando me pone mala cara.
—¿Dónde fuiste a comer? Porque allí no tienen mesas.
—A un banco resguardado de la lluvia —suspiro.
—¿Y después?
—Vine a casa.
—Estaba lloviendo. ¿Cómo viniste?
—En taxi. ¿Puedes parar ya, por favor?
—Solo me estoy interesando por tu día —se defiende.
—No. Estás interrogándome.
—Viniste a las doce y media de la noche cuando se supone que solo ibas al cine y a cenar. Tengo derecho a saber por qué.
Me incorporo de golpe.
—Pero ¿tú no estabas celebrando que ganásteis el partido, igual que siempre? ¿Me estabas espiando?
—Vine pronto ayer. Te escuché desde mi dormitorio. No es que seas demasiado sigilosa, a decir verdad.
—Vale, cómo sea. Deja el resto del interrogatorio para luego y ve fuera que quiero darme una ducha.
Se pone de pie y yo también. Voy a mi armario a escoger la ropa que usaré hoy cuando noto su mirada en mi nuca.
Me giro y lo miro cansada.
—¿Qué te queda por decir? —pregunto.
—¿Tienes algo con ese chico?
—Claro que no. Yo no me lío con cualquiera a la primera.
—No te lías con nadie. A secas.
Es vergonzoso, pero también es verdad.
—Pues eso. Despreocúpate.
—¿Por qué has dormido con su sudadera?
Vale. Me ha pillado en bragas. Y no lo digo de forma literal, que también.
—Porque... es muy calentita.
—Ya.
—Fuera —finalizo la conversación.
Él no insiste y sale del dormitorio.
Entro a la ducha tras elegir la ropa que me pondré hoy. En cuanto me quito la sudadera y la ropa interior, mi mirada recae sobre el espejo accidentalmente.
Frunzo el ceño. Me contemplo con desagrado.
Una cicatriz me recorre parte del abdomen, en sentido vertical. La tengo desde que ocurrió lo que no me deja dormir por las noches.
No es extremadamente profunda, pero si notoria. Se ve demasiado y ha conseguido crearme inseguridad.
Creo que mi mayor miedo es que alguien la vea. Que contemple esa parte de mí y lo haga con repulsión. Con... asco. Me da pánico que eso pueda ocurrir.
Intento dejar el tema a un lado y me ducho con rapidez. Al salir, me cepillo el cabello. Suelo llevarlo corto, aunque ya me llega debajo de los hombros. He pensado en no cortarlo esta vez. También intento que el flequillo quede medio decente aplicándole calor, y parece que lo consigo.
A pesar de que el pronóstico de hoy es soleado, decido no arriesgarme como ayer y opto por unos vaqueros. Lo convino con un jersey negro un poco ceñido al cuerpo, y como siempre, algo de maquillaje.
Mientras estoy preparándome, no puedo evitar en pensar en aquel chico.
Bajo las escaleras con su sudadera en las manos. La meto en la lavadora, pero no puedo evitar volver a olerla por última vez. Cuando la lavadora termina, la meto en la secadora y espero a que esté lista.
Hago esto precisamente ahora porque he decidido ir a devolvérsela.
Sé que dijo que me la quedara, pero quizás quiere recuperarla. No quiero que pierda una prenda de ropa por mi culpa.
Como no sé donde vive, he pensado en que puedo ir al lugar de ayer. Quizás a él también se le ha ocurrido la misma idea y puede que me lo encuentre.
O puede que esté comiéndome la cabeza más de la cuenta porque en realidad, es simplemente una sudadera. Tendrá más. No le importará lo más mínimo recuperarla.
Saco la prenda cuando está lista y estoy apunto de salir, pero me detengo.
La verdad es que me da un poco de vergüenza. Es decir... si voy con su sudadera con el fin de devolvérsela y no aparece, me sentiré como una estúpida. Pero si aparece... no sé qué será peor. No quiero que piense que he ido expresamente con el fin y la esperanza de volver a cruzármelo.
Me llevo la mano a la cabeza. ¿Por qué le doy tantas vueltas?
Finalmente, decido dejar la prenda en mi armario.
Iré allí a pasar la tarde, puesto que el lugar era agradable. De hecho, puedo llevar algún libro y leer al aire libre. Siempre he querido hacer eso.
Si vuelve, podré decirle que se la devolveré y acordaremos otro momento para eso.
Sí. Eso es perfecto.
Tomo uno de los libros de mi estantería, lo guardo en mi bolso y salgo de mi casa para caminar hasta allí.
Adoro los días siguientes a una tormenta. El olor a tierra mojada prevalece y el viento es más fresco que de costumbre. El cielo aún está cubierto de nubes, pero el sol les hace compañía. Ambas cosas juntas son extremadamente relajantes.
Unos veinte minutos después, llego al lugar. Para mi sorpresa, no hay nadie.
Ignoro la punzada de decepción que me cruza el pecho.
Yo he venido para pasar el día conmigo misma, no para verlo. Me repito eso las veces que considero necesarias hasta que consigo mejorar un poco mi ánimo.
Tomo asiento en el mismo banco que ayer, ignorando los recuerdos que vuelan por mi mente.
Abro el libro por la página que iba. Leer fuera de casa es una experiencia bastante agradable.
Pasan veinticinco minutos desde que he llegado y mis ánimos van cayendo cuando no aparece, hasta que me doy cuenta de que no va a volver aquí.
Es por eso que me sobresalto cuando, una hora más tarde, alguien me quita el libro de las manos sin previo aviso.
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