D i e c i n u e v e | Del género terror
Capítulo diecinueve | Del género terror.
Me muevo en la cama, adormilada y con los ojos aún cerrados. Hacía mucho tiempo que no dormía tan bien y la sensación de descanso es tan sumamente agradable que mis ganas de levantarme son nulas.
Pero entonces, al estirar mi brazo buscando una postura más cómoda, toco algo con los dedos.
Abro los ojos al instante. Al principio me cuesta enfocar e incluso estoy desorientada al no ver mi habitación, pero enseguida recuerdo dónde dormí y con quién.
Y mis mejillas se tiñen de rojo al instante al verlo observándome con atención y cierta curiosidad.
—Buenos días —dice con una media sonrisa y voz ronca.
Quiero desaparecer.
—Buenos días —murmuro con la cara aún encendida.
Nota mi incomodidad y su sonrisa adquiere diversión, pero hace el amago de disimularlo.
—¿Has vuelto a tener pesadillas?
Niego con la cabeza.
—¿Con qué has soñado? —inquiere.
—La verdad es que no me acuerdo. ¿A qué viene eso?
—¿Sabías que hablas dormida?
Se me cae el alma a los pies y lo primero que me viene a la cabeza es aquel sueño que tuve con él.
Mierda. ¿Y si he hecho un remake y no lo recuerdo?
—¿Q-qué?
—Al principio pensaba que estabas vacilándome porque creía que estabas despierta —contiene una risa—. Pero después de llamarte más de tres veces, caí en que solo estabas soñando.
—Pero... no... no entendiste nada de lo que dije, ¿no? —lo tanteo—. Quiero decir, si dormía...
—Oh, no. Lo entendí todo.
Ve mi expresión de pánico y su sonrisa aumenta.
—¿Dije algo malo?
—Malo no. Interesante sí.
—¿Interesante? —repito con un hilo de voz—. ¿Cómo que interesante? ¿Que he dicho?
Niega con la cabeza, sin cambiar la expresión. Se incorpora hasta quedar sentado. Se apoya en la cama con un brazo mientras echa un ojo al teléfono, como si la conversación hubiera terminado.
Pero yo no he acabado de hablar, así que le quito el móvil de las manos y lo tiro a los pies de la cama.
—¿Vas a decirme que dije? —insisto.
—La verdad es que no.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque es un comodín. Quiero esperar al momento correcto para usarlo en tu contra.
El color se me va de la cara y juro que he desfallecido.
—Neithan, dime ahora mismo que...
—¿Quieres desayunar? —me corta—. En realidad es una pregunta para escaquearme, no es que vaya a hacerte el desayuno.
—¿Esto es en serio? —mi vida parece una cámara oculta.
—Y tan en serio. Tienes manos, ¿no? Pues háztelo tú.
Sigue con la sonrisa dibujada en la cara y no sé si me está tomando el pelo o está hablando en serio.
De un momento a otro se pone de pie y se encamina a la puerta.
—¡Oye! —lo imito—. ¡No he terminado!
—Sí has terminado.
—¡Qué no! ¡¿Dónde vas?!
—A ducharme. ¿Es que quieres acompañarme?
Abro mucho los ojos y ahí tiene mi respuesta.
—Lo suponía —choca mi hombro cuando vuelve a caminar por la habitación para rebuscar en el armario.
Entonces, me siento un poco fuera de lugar.
—Yo... creo que debería volver a mi casa —murmuro.
—¿Por qué? —pregunta sin mirarme.
—Porque... bueno...
—¿Tienes que hacer algo?
—No, pero...
—Quieres irte —deduce.
—No es que quiera, es que...
—¿Estás incómoda conmigo?
Se ha vuelto para mirarme y su expresión no me gusta. Creo que lo he hecho sentir mal.
—No digas tonterías —me apresuro a decir—. Claro que no.
—¿Entonces?
—No quiero molestar.
Frunce el ceño, volviendo hacia donde estoy.
—¿Por qué siempre tienes que insinuar que molestas?
—No lo sé.
—No sé quien mierda te ha hecho pensar así, pero más vale que dejes de hacerlo. Me pone de los nervios que digas tantas estupideces.
Creo que es su manera de decirme que debería valorarme un poco más.
—No digo estupideces —murmuro, un poco avergonzada.
—Sí, si las dices. Y para de hacerlo porque me cansa, me altera y me dan ganas de fumar más aún. ¿Es que quieres matarme?
—¿Puedes no decir esas cosas?
Mi frustración le divierte.
—Puedes quedarte cuanto quieras —camina a la puerta—. Pero si lo que quieres es irte, te llevaré cuando salga de la ducha.
Me observa esperando una respuesta y ni siquiera dudo al dársela.
—No me importa quedarme un rato.
Si le ha entusiasmado que me quede, no lo demuestra. Solo asiente y hace el amago de salir, pero se detiene.
—Coge lo que quieras de la nevera.
—No tengo mucha hambre.
—No era una pregunta —me mira mal—. Ni se te ocurra quedarte sin desayunar.
Desaparece por el pasillo y escucho la puerta del baño cerrarse. Me miro a mí misma y me sonrojo cuando veo que llevo únicamente su camiseta.
Miro por todos lados hasta encontrar mi ropa y me cambio a la velocidad de la luz.
Cuando termino de vestirme, me hago un recogido bastante improvisado y camino hasta la cocina.
Sé que le dije que no tenía hambre, pero no era cierto. Me estoy muriendo por comer algo. Y lo hago, aprovechando que no está presente.
Le robo uno de los pequeños dulces que compra siempre y me hago unas tostadas. También hago para él.
Me encuentro colocándolo todo en la mesa cuando veo a Neithan entrar en la sala de estar. Acaba de vestirse y se está pasando una pequeña toalla por el cabello húmedo. Me viene un deja vu al instante.
Se acerca y se queda mirando los platos con el ceño fruncido.
—¿Qué? —pregunto, pasando por su lado para ir hasta la cocina—. Me dijiste que desayunara.
—¿Has hecho también para mí? —pregunta, por alguna razón sorprendido.
—Pues claro. Tendrás que comer algo.
Cierro uno de los muebles cuando encuentro el café y vuelvo a mi sitio.
—Yo no suelo desayunar.
—Ahora sí.
Mi tono no le da opción a reproches. Tira la toalla a un sillón y con peor cara de la que tiene de costumbre, toma asiento en el otro lado del sofá.
Comemos sin decir nada mientras miramos la tele. No es un ambiente incómodo, afortunadamente.
Entonces, veo algo sobre el mueble que tiene junto al plasma. Es mi libro, el que le traje. Tiene el ticket de compra que ha usado como marca páginas al final.
—¿Lo leíste? —pregunto.
El desvía la mirada a mí y luego al libro. Vuelve a mirar la televisión mientras da un bocado a la tostada.
—Pues claro.
Intento no mostrarme todo lo emocionada que estoy. Conociéndolo, saldría corriendo o me mandaría a callar.
—¿Te gustó?
Duda, pero termina encogiéndose de hombros.
—No está mal.
—¿Eso significa que te ha encantado?
—Eso significa que no está mal.
Sonrío.
—He visto la estantería que tienes en tu habitación —retomo la conversación.
—Me alegro.
—¿Me dejas ver los libros que tienes?
Se gira un poco hacia mí, descolocado.
—A estas alturas pensaba que ya habrías cotilleado toda mi habitación, y más esa parte.
—¿Por qué la cotillearía?
—Porque eres Madeleine.
No sé si reír o llorar. Es decir, ¿es ofensiva o divertida esa afirmación?
—¿Eso significa que puedo cotillear?
—Ni se te ocurra.
—Pero los libros sí, ¿no?
—No.
Vale... no sé muy bien a qué viene eso.
Doy un último bocado a mi tostada, intentando no saltar de nuevo con la conversación. Pero el impulso es más fuerte que mi control.
—¿Por qué no?
Me mira exasperado.
—¿Por qué siempre tienes que sacarle el "por qué" a todo?
—Soy curiosa —me excuso.
—Yo tengo un nombre un poco diferente para eso...
—¿Entonces me dejas mirar?
—Qué no.
—Venga, déjame.
—He dicho que no.
—Pero Neithan...
Me callo automáticamente cuando gira la cabeza hacia mí con cara de pocos amigos.
—¿Quieres ir a mirar la maldita estantería? —suelta, hastiado—. Muy bien. Ve. Así por lo menos estaré un rato sin oírte.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad. Largo.
Me dispongo a levantarme, pero no llego a hacerlo del todo cuando me dejo caer de nuevo en el sofá.
—¿Ahora qué? —inquiere.
—Si me has dicho tantas veces que no por una tontería como es ir a ver tus libros, es porque ocultas algo.
—Todos ocultamos cosas.
—Digo que ocultarás algo específico que no quieres que vea, por alguna razón.
Se lleva ambas manos a la cara, suspirando entre los dedos.
—Entonces —prosigo—, seguro que te caería mal que lo viera aunque me hayas dicho que sí, y yo no quiero que te enfades más aún. Suficiente tengo con soportarte de normal.
—Madeleine...
—Pero por otro lado tengo curiosidad, y sería contradictorio que te enfadases por algo que me has dejado hacer, así que...
—Dios, dame paciencia.
—¿Estás rezando? ¿Eres creyente?
Aparta las manos y me mira.
—Lo que estoy es desesperado. ¿Puedes dejar de hablar?
—Pero...
—Madeleine, no hay peros.
—Es que no he terminado de...
—Sí, has terminado.
—Pero quería...
—Se acabó. ¿Quieres ver una película? Con eso tendrás que callarte, ¿no? Tú odias que hable mientras vemos algo.
No respondo, solo lo observo mientras pone Netflix en la televisión.
—Empiezo a creer que de verdad te molesto cuando hablo —le digo.
Se gira hacia mí despacio, atónito.
—¿Empiezas? ¿Después de casi tres meses te das cuenta?
—O sea, ¿qué sí?
—Sí.
Sigue a lo suyo como si nada, pero yo me siento un poco mal.
—¿De verdad? —murmuro.
Vuelve a suspirar pesadamente mientras pasa títulos en la pantalla.
—No —se corrige.
—Antes has dicho que sí.
—Porque... joder, no lo sé. Si es que a mí ni siquiera me gusta la gente. Estar con otras personas me agobia.
—Pero me has pedido que me quede —lo contradigo.
Aguarda unos segundos.
—Ya lo sé —masculla.
—Aunque no te gusta que hable todo el tiempo.
—Depende del día.
—Y odias cuando te hago un montón de preguntas.
—No lo sabes tú bien.
—Tampoco compartes mis gustos.
—Pues no mucho.
—¿Entonces? ¿Por qué quieres pasar el tiempo conmigo?
Parece haberse quedado paralizado.
—Ya te he dicho que me caes bien.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé.
—¿Cómo no vas a saberlo?
—Joder, Madeleine, pues que no lo sé —estalla—. No sé por qué te he pedido que te quedes hoy, ni por qué accedí ayer a qué durmieras conmigo cuando nunca lo he hecho con nadie, ni por qué llevo quedando tres meses contigo para hacer cosas que normalmente haría solo.
—No te entiendo —murmuro.
—Yo sí que no me entiendo. No entiendo por qué no te aguanto pero a la vez me gusta tanto pasar el tiempo contigo —toma aire, despacio—. Es como si cada vez que abres la boca me entraran ganas de largarme con una excusa, pero al mismo tiempo, no sé... me gusta que hables. Pero a la vez no.
—Pero eso no tiene sentido. ¿Por qué...?
—Sé que siempre tienes que indagar e indagar sobre todo, pero no lo hagas sobre esto —me corta—. Porque la verdad es que no tengo respuesta.
Me deja sin nada que decir. Él parece un poco impaciente de repente.
—Ahora, ¿podemos elegir una película y estar callados un par de horas?
—Sí.
—Menos mal.
A Neithan le gusta el silencio, es un hecho. Hay que aceptarlo.
—¿Qué película vas a poner?
Me mira y me entierra.
—¿Qué? Tendré que saber eso, al menos. La ley de no hablar se aplica a cuando haya algo puesto.
—Oh, mira, que casualidad —pulsa un botón y elige una película al azar—. Acaba de empezar.
Miro la pantalla. No ha salido ninguna escena aún.
—Ni siquiera has visto cuál es —me molesto.
—Será sorpresa. Más emocionante.
—¿Esa es tu definición de emocionante?
—Qué te calles.
Suspiro y me dejo caer sobre el respaldo del sofá, con las piernas y los brazos cruzados. Enarco ambas cejas, sabiendo que la película no me gustará en absoluto, sea cuál sea.
Pero entonces, aparece el título y me crea confusión.
—Neithan —lo llamo.
Cierra los ojos, implorando paciencia.
—¿Ahora qué?
—¿Qué película es?
Los abre y me mira.
—Madeleine, acaba de salir el título.
—Ya lo sé. Digo que de qué va.
Enarca ambas cejas, como si no supiera si le estoy tomando el pelo o lo digo en serio.
—¿De verdad lo preguntas?
—Es de miedo, ¿verdad?
No responde. Niego al instante.
—Si es de miedo mejor quítala. La única que he visto en mi vida ha sido la del payaso tenebroso ese y era la antigua razón de mis pesadillas.
—Esta no da tanto miedo como la de It. Es mucho más tranquila. Te gustará.
Frunzo el ceño, un poco insegura.
—¿Estás seguro?
—Claro.
Miro el título con plena desconfianza.
Anabelle.
No he oído hablar de ella, pero no me da muy buenas sensaciones, a decir verdad.
No me corto al mirarlo con la misma expresión. Él echa la cabeza un poco hacia atrás y luego señala la televisión.
—¿De verdad crees que una película sobre una muñeca puede dar miedo? —pregunta.
—Es que se supone que...
—Que tenga que dar miedo no significa que lo dé.
—Pero es que yo soy muy miedosa, Neithan. Lo digo en serio, me da miedo... absolutamente todo.
—Ya verás como te da más risa que otra cosa. Confía en mí.
Bueno, definitivamente confío en Neithan. La pregunta es... ¿confío en él más que en mi instinto? Porque mi instinto me grita que apague la tele o que me vaya de aquí cagando leches.
No, no. Intento quitarme el miedo y las ideas absurdas de una vez. Es solo una película. Si dice que no da miedo, es que no da...
Mierda. Una nueva escena sale en la pantalla. ¿Esa es la muñeca? Si es más tétrica que las que la tía Madeleine me regalaba por Navidad. Siempre creí que eran antiguos espantapájaros de su granja.
Pero esto... esto es peor. No me gusta.
—Neithan...
—Sht.
Ay, mierda. La muñeca se está moviendo. Me encojo en mi lugar cuando la puñetera comienza a aparecer en sitios ella sola.
—Esto sí da miedo —murmuro.
—Qué no.
—¡Pero sí la maldita se está moviendo sola!
—Va a pilas. ¿Quieres callarte?
Subo las rodillas al sofá y me abrazo a mí misma.
—No me gusta —insisto—. Dijiste que no daba miedo y sí me está dando. Pero mucho.
—Qué bien que no soy tú entonces. ¿Quieres palomitas?
—¡No!
—Pues yo sí.
El muy desgraciado se pone de pie en dirección a la cocina. Justo en ese momento en que me distraigo observándolo, la maldita muñeca aparece en la pantalla cuando menos me lo esperaba, arrancándome un absurdo grito que acaba de destruir mi dignidad. Me tapo con las manos para no mirar y me repito en voz baja que no es real.
Oigo la risa ahogada del castaño desde aquí.
Intento mantener la vista en la pantalla, pero el ambiente es demasiado siniestro y la música demasiado escabrosa como para que pueda ni siquiera pensarlo.
No, definitivamente mirarla estando sola no es una opción. Cuando veo que otra escena que no me gustará está a punto de salir, me pongo de pie y camino a la cocina americana.
Me quedo a su lado cuando escucho un grito en la televisión.
—¿Se puede saber que haces? —pregunta, medio serio medio interesado por mi actitud.
—¡Me has dejado sola! ¡No vuelvas a hacerlo!
—Pero si me estás viendo desde el sofá, exagerada. Vete allí.
Me da la vuelta y con las manos sobre sus hombros, me empuja ligeramente fuera de la cocina, pero un nuevo y aterrador grito llega a mis oídos y me doy la vuelta para no ver la escena, agarrándome a lo primero que pillo, muerta de miedo.
Y lo primero que tengo delante es su camiseta, así que lo sujeto con fuerza y me pego a él con tal de no mirar la televisión.
—Que ayer te abrazara no quiere decir que me guste el contacto físico —me dice—. Así que quita.
—¡Has dicho que no daba miedo, mentiroso! —le recrimino.
—Es que a mí no me da miedo.
—¡Pero a mí sí!
—Pues los miedos hay que superarlos. Ala, fuera.
Intenta soltarme de él y darme la vuelta para echarme, pero me aferro con más fuerza.
Definitivamente, hoy he aprendido algo:
Odio las películas de terror.
—¿Te quieres ir al salón de una jodida vez?
—¡No quiero estar sola, insensible!
—Pero ¿que te crees? ¿Qué te va a salir la muñeca del balcón o qué?
—¡No lo manifiestes, que la invocas!
Suelta un suspiro y el microondas empieza a pitar. Camina hasta la otra punta de la cocina y me obliga a cambiar de posición, así que me aferro a su brazo con fuerza.
Él saca el paquete de palomitas y lo vacía en un bol. Me lanza malas miradas mientras yo miro fugazmente a la televisión y luego a él.
Sujeta el bol y camina hasta el salón, y yo me niego a apartarme. Aprieto más los dedos cuando la película empeora.
—Vas a gangrenarme el brazo. Suelta.
Lo mueve como si estuviera alejando a un mosquito.
Al ver que no me aparto, se resigna y toma asiento en el sofá. Yo hago lo mismo, solo que a diferencia de antes, esta vez me pego a él a más no poder.
Me mira con el ceño fruncido.
—¿Sabes lo que es el espacio personal?
—Vagamente.
—Me encantaría si pudieras moverte un poco para allá. Y con un poco me refiero si puedes ponerte en la otra punta del sofá para dejarme ver la película tranquilo.
No me da tiempo físico a responder cuando me llevo un nuevo susto. Ahogo un grito y escondo la cara en su pecho.
—Esto es lo que tu querías, ¿no? —lo acuso—. Querías meterme miedo para conseguir que me pegue a ti, porque quieres ligar conmigo y no sabes cómo. Eres un maldito retorcido.
—¿Yo? Pero si lo que quiero es tenerte a metros ahora mismo, pesada. Me estás agobiando.
—¡Pues te aguantas! ¡Quita eso de una vez!
Come un puñado de palomitas.
—No me da la gana. Si no quieres verla, te vas a la habitación.
—¡Ya te he dicho que no quiero estar sola!
—Bueno, pues a la terraza. Allí me verás pero no tendré que oírte. Ganaremos los dos —come otro puñado y me señala el cuenco—. ¿Quieres?
Lo crucifico con la mirada.
—Te juro que ahora mismo no quiero ni verte.
Su expresión tarda en cambiar hasta esbozar una media sonrisa.
—Repítetelo hasta que te lo creas.
—Va en serio, Neithan. Eres lo peor.
—Mhm —él sigue comiendo.
—¿Es qué te da igual lo que te diga?
—A mí las palabras de una mentirosa no me afectan —se acomoda en el sofá y me señala la pantalla—. Madeleine, mira.
Yo, como no pienso antes de actuar y soy curiosa por naturaleza, hago lo que me dice. Y sorpresa. La cara de la muñeca aparece en primera plana.
Ahogo un grito y vuelvo a pegarme a él. Neithan suelta una risa por lo bajo.
—Eres lo peor, eres horrible y... ¡no te aguanto! —mascullo.
—¿Ah, sí?
—Te detesto a ti y a este plan de mierda.
—Pues a mí me encanta esto.
Levanto la mirada.
—¿Qué es lo que te encanta? ¿Verme sufrir?
—Entre otras cosas.
—¿Qué cosas? —mascullo—. Porque la película es horrible.
—Pues sí.
—¿Entonces?
Con una media sonrisa me dedica una mirada de soslayo.
—Madeleine, te estás perdiendo la película. Mira, ahí sale otra vez.
Me encantaría averiguar por qué cada vez que me dice "mira", yo voy y miro.
Una hora y media de sufrimiento después, la película está llegando a su fin.
El lado malo es que he pasado los peores ciento veinte minutos de toda mi corta existencia.
El lado bueno es que al menos, he conseguido hacerle reír.
Ha sido disimulado y cuidadoso, pero he podido oír su risa. Igual que he visto esas pequeñas sonrisas que le salen cuando cree que no lo estoy mirando.
—Madeleine.
Hago un sonido como respuesta. Sigo con los ojos cerrados, con la cara contra su cuerpo y aferrada a su brazo.
—Ya ha terminado.
Los abro y me atrevo a mirar un poco por encima del hombro. Efectivamente, están en los créditos, donde van apareciendo los nombres de los dementes que han perpetrado tal aberración.
Me separo de él despacio, con ganas de llorar, esconderme y al mismo tiempo, asesinarlo muy lentamente.
—Bueno, ¿ponemos la segunda parte?
—¿Hay segunda parte de eso?
—Y tercera, y cuarta...
—Si quieres que muera de un infarto, adelante.
El maldito me mira como si se lo estuviera planteando. Al final, esboza una sonrisa.
—Echaría de menos que una pesada me amargara las tardes. Ya la pondremos en otra ocasión.
—No me llames pesada —me cruzo de brazos.
—Digo verdades —se encojo de hombros.
—Si dijeras verdades, no habrías dicho que yo soy la que consigue amargarte. De eso ya te encargas tu solito.
Se pone serio de repente y esta vez la que sonríe soy yo.
—¿Me estás llamando amargado? —se molesta.
—Sí.
—Yo no estoy amargado.
—Claro que lo estás.
—¿Estás intentando joderme el ánimo o qué?
—Oye, no te pongas así. Eres un amargado, pero a mí me gustas así, tal y cómo eres.
Se queda un poco pensativo. Algo parece trastocarle.
—¿Te gusto? —pregunta en voz baja.
Esa pregunta saliendo de sus labios consigue acelerarme el pulso, y va a peor cuando se queda mirándome, esperando una respuesta.
La verdad es que sí. Me gusta. Es una gran persona y sin duda me encanta tenerlo como amigo.
Pero... no sé por qué me da la sensación de que no lo pregunta en ese aspecto. Hay un trasfondo en sus palabras.
Y a pesar de saberlo, no indago en ello. No quiero saber a qué se refiere. Solo respondo.
—Claro que me gustas. Mucho.
Creo que yo tampoco quiero saber a qué me refiero.
Decido esquivar el tema de conversación y sujeto el mando de la televisión, fingiendo buscar alguna serie interesante.
Es un poco difícil fingir que me intereso por lo que estoy haciendo cuando noto su mirada sobre mí.
No sé que estará pensando ahora mismo.
—Podíamos empezar una serie —trato de relajar el ambiente—. Acabo de darme cuenta de que aún no hemos visto ninguna juntos.
Me giro hacia él cuando no dice nada. Sigue contemplándome como minutos atrás. Le da igual saber que me he dado cuenta de ello.
—Como quieras.
—¿Me dejas elegir?
No dice nada. Solo asiente.
Decido aprovechar el momento de debilidad.
—También podrías dejarme elegir la próxima película que veamos —dejo caer—. Ya que has puesto algo que me dará pesadillas...
—Puede que te deje —dice para mi sorpresa—. Siempre que no sea de fantasía ni algo cursi...
—¡Podemos ver Titanic!
—Genial. Eso no es nada cursi.
—Sé que te gustará mucho.
—No. La odiaré y el que tendrá pesadillas seré yo.
—Pero la verás conmigo de todas formas, ¿a que sí?
Aparta la mirada, fingiendo distraerse al jugar con su mechero.
—A lo mejor —murmura.
Eso sí consigue ponerme feliz de verdad.
—¿En serio? ¡Gracias!
—He dicho a lo mejor. No es un sí.
—Claro que es un sí —vuelvo a centrarme en la televisión—. Es un sí de persona orgullosa que no quiere dar su brazo a torcer, pero que acaba de hacerlo.
—Aún puedo retractarme.
—¿Qué? No, no. No puedes. Ya lo has dicho.
—Y ya me arrepiento... —murmura.
—Será mejor que te ignore y me centre en buscar una serie antes de que te niegues en rotundo.
Se frota las manos en el pantalón.
—Sabia decisión —suspira—. Y será mejor que yo te prepare algo de comer.
—¿Comer? —repito, confusa—. ¿Qué hora es?
—Las tres.
Abro los ojos más de la cuenta y me levanto apresurada para ir a la habitación.
—¿Dónde vas? —pregunta.
—¡A por mi móvil! ¿Por qué no me has dicho que era tan tarde?
—Porque no me lo has preguntado, tal vez.
Me asomo solo un momento para mirarlo fatal y vuelvo al interior de la habitación.
Rebusco en mi bolso hasta dar con él. Tengo un montón de llamadas perdidas de mis hermanos, pero no es eso lo que me importa. Lo que de verdad me preocupa es que tengo llamadas perdidas de mi madre.
Sé que me arrepentiré, pero pulso en su número y la llamo.
Solo suena un pitido cuando responde.
—¡¿Maddy?! ¡Dios mío, ¿dónde estás?! ¡Te he llamado como treinta veces y no respondías!
Puede que sean imaginaciones mías, pero me da la sensación de algo.
—¿Estás llorando?
—¡Cómo no estarlo, si me despierto y mi hija no está en su habitación a las seis de la mañana!
—He... dormido fuera.
—¡Ya me ha dicho Laila que estás con Amy, pero me tendrías que haber pedido permiso para...!
—Mamá, tengo veinte años. No tengo que pedirle permiso a nadie para nada. Mucho menos para salir.
La escucho llorar más aún. Empiezo a sentirme fatal. Está así por mi culpa.
—¡No puedes salir como si nada sin preguntar o sin avisar porque...!
—Si hablaste con Lay sabes que me vio salir —la corto—. Y también donde estaba.
No sirve de nada, puesto que sigue reprochando más y más.
Me siento en la cama, aguantando la tortura psicológica hasta que no puedo más.
—Mis hermanos salieron ayer por la noche y estoy segura de que no estaban en casa esta mañana tan temprano. ¿A ellos también los controlas así?
—¡Ellos son mayores que tú!
—Literalmente por tres y cuatro años, e igualmente es lo mismo. Todos somos adultos, y si ellos pueden hacer lo que quieran, lo justo es que yo también.
—¡Me da igual! ¡Si vives en mi casa haces lo que te digo, Maddy! ¡No puedes hacer estas cosas, no sabes lo preocupada que estaba!
Suspiro, llevándome la mano de la muñequera a la frente. No puedo más.
—Tengo que colgar —murmuro.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—No pasa nada, mamá. Es solo que voy a comer.
—Ah, vale. Pensaba que habrías comido ya. Es muy tarde.
—No tanto.
—¿A qué hora vienes a casa? No tardarás mucho, ¿no?
—No lo sé.
—No tardes en venir. Avísame cuando salgas para saber que estás de camino. Sé que la casa de Amy está en el mismo barrio, pero sabes que me quedo más tranquila si me avisas.
—Tengo que colgar —repito.
—Ah, sí, vale. Ten cuidado. Vuelve en cuanto comas y avísame. Que no se te olvide.
—Ya te he dicho que sí.
No dejo que siga hablando cuando cuelgo y estrello en móvil contra el colchón.
Me llevo ambas manos a la cara. Estas conversaciones me agotan. Que me traten como un animalito indefenso me agota. Que no me dejen vivir me agota.
—¿Pasa algo?
Bajo las manos cuando lo oigo en la puerta. Sigo cabizbaja, sentada en la orilla de la cama.
Estoy a punto de decir que no, pero por una vez en mi vida no me apetece fingir.
Elevo la mirada sin ninguna prisa hasta encontrarme con la suya.
—No finjas que no has estado escuchando —gesticulo una débil sonrisa—. Siempre lo haces.
Se acerca despacio y se sienta a mi lado. No dice nada y lo tomo como una invitación para desahogarme.
—Era mi madre —suelto todo el aire de mis pulmones—. Desde que tuve el accidente se preocupa demasiado por mí. Y lo entiendo, acabé mal, pero... me... me agobia. Hace que me dé ansiedad.
—Díselo.
—¿Para qué? ¿Para que vuelva a llorar como estaba haciendo ahora por no estar en casa y volver a sentirme culpable?
No parece tener nada que decir. Me froto la frente, con la mirada baja.
—Antes no salía casi nunca. Pero cuando lo hacía, a nadie le importaba. Podía tirarme horas fuera y cuando llegaba, nadie se percataba de que no había estado en casa.
—Ahora no es así —deduce.
—Odian que salga. Tengo que decir siempre donde voy. Tengo que avisar a todo el mundo de cada cosa que quiero hacer. Es un infierno. Estar en casa aguantando eso es un maldito infierno. Lo odio.
—No tienes por qué hacer eso —lo miro y se explica—. Avisar cada vez que hagas algo. Eres mayor de edad.
—Les da igual —niego con la cabeza—. Y no entienden cómo me siento. Acaba de decirme que vuelva allí de inmediato. Pero.... pisar mi casa estando ella allí solo servirá para agobiarme más aún. Es la que peor lo lleva y la persona más exagerada del mundo. No quiero hacerlo.
—No lo hagas.
Encuentro su mirada.
—¿Qué?
—Que no vayas. Quédate aquí.
Le mantengo la mirada, nerviosa y sin comprender, y él lo nota.
—Si lo que necesitas es un día sin ir a tu casa, no lo hagas. Ya te dije que puedes quedarte aquí cuanto quieras.
—Pero si le digo que no quiero ir se preocupará. Además, se sentirá mal.
—Es normal necesitar tiempo para ti. Si se siente mal por eso, es su problema.
—Sigue siendo mi madre...
—Y tú su hija, pero no eres una niña a la que tengan que controlar y tienen que entender eso.
Me detengo a pensarlo.
Al principio me parece una locura y una idea estúpida, pero a cada segundo que pasa, va tornando a algo que podría suceder.
Es decir, ¿tan horrible sería? Solo sería un día. Y... la verdad es que estar con Neithan en su casa es como estar en una especie de vacaciones.
Mi vida siempre ha sido muy cuadriculada, pero después de lo ocurrido, fue a peor. En mi casa debemos levantarnos temprano a pesar de no tener obligaciones que lo requieran, la comida y la cena son a una hora específica, controlan el tiempo que estoy fuera, mi progreso en la rehabilitación, si tomo la medicación que me recetaron...
Pero aquí no hay nada de eso. Hoy me he despertado tarde, he dormido demasiado bien, he visto una película en la mañana y han pasado dos horas desde la hora a la que se supone que tendría que haber almorzado.
Me encanta poder hacer lo que quiera sin que me pregunten cada dos minutos si estoy bien. Neithan nunca me avasalla con preguntas ni preocupaciones estúpidas. Siento que él sí me entiende.
—Si llegase a quedarme un día... ¿no te importaría?
—Ya sabes que no.
Asiento, dudosa.
Finalmente, le escribo a Lay. Le cuento que no volveré hasta mañana y le pido que se invente alguna excusa por mí.
Después, apago el teléfono. No quiero hablar con nadie en las próximas horas. Excepto con el chico que permanece a mi lado.
—¿Entonces? —me pregunta.
—Me quedo contigo.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro