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C i n c o | Maddy no, Madeleine

Capítulo cinco | Maddy no, Madeleine.

Lejos de mejorar, la lluvia se vuelve una tempestad. Doy gracias porque el techo que nos cubre es bastante extenso, y lo único que llega a dónde estoy es el frío viento que arrastra el clima.

—¿Por qué has dicho que no tienes amigos?

La pregunta me pilla por sorpresa.

—Sorprendentemente, no eres tan insoportable como pareces —añade.

—Ah, bueno, gracias. Supongo.

—¿Por qué lo has dicho?

Tomo aire despacio, sopesando la respuesta.

—Nunca he tenido amigos, en realidad —me sincero—. Solo tengo una, pero más que como mi amiga la considero de mi familia, así que creo que no cuenta.

—Eso no responde a mi pregunta.

—No se me da bien relacionarme con la gente. Además, siempre que lo he intentado no me lo han puesto fácil. No suelo caer muy bien cuando soy yo misma.

—¿Por qué?

—Porque... a veces soy muy intensa. Y eso es algo que a las personas no suele gustarle. Además, hablo demasiado sin darme cuenta.

—Y qué lo digas.

—¿Lo ves? —suspiro, volviendo la mirada hacia el exterior—. La primera impresión que causo en la gente no es demasiado buena. No caigo bien.

Pasan unos minutos. Cuando creo que la conversación ha muerto, lo escucho hablar.

—Tampoco caes mal.

Bajo la mirada cuando me noto sonrojada. Intento desviar el tema de conversación de mí hacia él.

—Tú también eres simpático.

—No, no lo soy.

—Estás siendo simpático conmigo.

—¿Estás de coña? Estoy siendo un auténtico capullo. Aunque tampoco es que sepa ser de otra forma.

Esbozo una sonrisa sincera.

—No digas eso. A mí me parece que en el fondo eres una persona muy agradable.

—Pues creo que eres la primera persona que piensa así. Enhorabuena.

—Alguna vez habrás tenido amigos que piensen lo mismo.

—No. Nunca.

Parece que tenemos más en común de lo que pensaba.

Aunque parezca una estupidez, extiendo la mano buena hacia él. Me mira como si hubiera perdido el norte por completo.

—No me mires así. Es muy triste que nadie me haya soportado nunca, y para una persona que lo hace... —esbozo una sonrisa—. Soy Maddy.

No me devuelve la sonrisa, pero acepta mi mano.

—Neithan.

No mantiene el agarre por muchos segundos. Cuando se aleja, añoro el calor que desprendía.

—Tienes las manos heladas —me dice.

—Lo sé. Siempre me pasa.

Me repara el jersey y ve que no tengo bolsillos. Me quedo petrificada cuando toma mis manos y las mete en el bolsillo de su sudadera.

Eso hace que esté aún más cerca de él, al punto de que mi cuerpo y el suyo se tocan por multitud de partes.

—¿Mejor?

Me doy una bofetada mental y me obligo a responder.

—Sí. Mejor —murmuro—. Gracias.

Enciende otro cigarrillo. Creo que ya he perdido la cuenta de cuántos lleva esta noche.

La diferencia es que esta vez, tras dar la primera calada, me mira. No sé por qué le lanzo una mirada de asentimiento, a pesar de que no me apetece volver a saborearlo.

Aún sosteniendo el cigarrillo, lo acerca a mis labios. Las yemas de sus dedos rozan mi piel. Le doy una calada y cuando lo suelto, él me imita.

—Maddy —dice de repente.

Lo miro intrigada.

—¿Qué pasa?

—Que odio tu nombre.

—Ah. Vale.

¿Cómo se supone que debo tomarme eso?

—¿Viene de Madison o Madeleine?

—Madeleine.

Suelta un pequeño suspiro, dejándose caer en el respaldo.

—Menos mal. Si hay un nombre que odio más que Maddy, es Madison.

—¿Y eso por qué?

—No lo sé. Me suena a pija de Hollywood.

Trato de reprimir una risa.

—A mí sí que me gusta el tuyo. Es muy bonito.

—No hace falta que me digas lo que ya sé.

Segundo dato curioso: si tenía humildad, se la ha fumado.

Me acomodo un poco en mi lugar. Quiero dejar de observarlo, de verdad que sí. Pero es que... me intriga. Es algo así como un jeroglífico.

—¿Me cuentas cosas de ti? —pregunto.

—No.

—¿Por qué nunca has tenido amigos?

—¿No es obvio? —me pregunta y me encojo de hombros—. ¿Quién querría ser amigo mío?

—Yo, por ejemplo.

Suspira, negando con la cabeza. Es como si mi mera existencia le exasperase.

—No. No quieres.

—Oye, no decidas por mí. Lo cierto es que me caes muy bien. Inexplicablemente.

—Todo el que se acerca a mí acaba jodido. ¿Entiendes eso?

—Lo que entiendo es que intentas alejarte de cualquiera que se acerque por alguna razón.

—No te incumbe.

Eso me intriga más. No he conocido demasiada gente en mi vida, pero desde luego, entre los pocos desafortunados que se han cruzado conmigo no había nadie como él.

—Aún así, creo que no pasaría nada por dejar que...

Me corto a mí misma. Todo a mi alrededor se paraliza en un maldito segundo cuando mis dedos lo rozan.

Rezo por no llevar razón sobre lo que creo que es. De verdad que sí.

Pero cuando elevo la mirada y compruebo que está analizando mi expresión, me doy cuenta de que estoy en lo cierto.

Mierda.

—Supongo que ya has cambiado de opinión —dice como si nada—. Lo entiendo.

Tengo un nudo en la garganta. No puedo abrir la boca. Tampoco puedo moverme.

—Supongo también que ahora me ignorarás o te cambiarás de lugar para no tenerme cerca.

—¿Por qué tienes eso?

Esboza media sonrisa amarga mientras lo saca del bolsillo. Tras observarlo unos segundos, lo guarda de nuevo, solo que en su pantalón.

—¿Tú qué crees?

—Pero...

—Te dije que nadie querría estar cerca de mí. Deberías escuchar más a los mayores cuando hablan.

—Sigo teniendo tu edad...

—Sí, cómo sea.

—Neithan... no puedes hacer eso.

Ahoga una risa irónica.

—¿Quién lo dice? ¿Tú?

—Estoy diciendo la verdad —insisto en voz baja—. No es bueno para ti. Te hace daño.

—Más daño me hacen otras cosas, y esto es lo único que me ayuda a sobrellevarlas.

—Eso no es una solución. Vas a conseguir matarte, por el amor de Dios.

Entonces, como si lo hubiera ofendido de sobremanera, me mira con una expresión gélida y mordaz.

—Es mi decisión. Mi responsabilidad —se burla de mí repitiendo mis propias palabras—. Así que no te metas donde no te llaman y deja a los demás vivir su vida.

—Yo... solo intento...

—¿Ayudarme? —me corta y asiento—. Si quieres ayudarme, pasa de mí y no te creas con el derecho a decirme lo que tengo que hacer.

—Si haces eso, un día acabarás mal y lo sabes —murmuro—. Y... te aseguro que no quieres eso. Quieres vivir tu vida.

—¿Vas a decirme tú a mí lo que quiero? ¿Quién coño te crees que eres?

—Solo estoy intentando hacerte entrar en razón. Lo que tienes en el bolsillo no es la solución a nada.

—Métete en esa cabecita que no quiero tus putos consejos. Si no hice caso de la gente que era cercana a mí, no te voy a hacer caso a ti, que no eres nadie.

Me encantaría poder decir que sus palabras no me hicieron daño. Que me fui de allí con la cabeza alta y dejé que ese chico hiciera lo que quisiera con su vida. Porque tenía razón. Es su vida y yo no podía meterme.

Pero sería mentira.

En su lugar, lo único que ha ocurrido es que me he apartado de él como si de repente su presencia me quemara. El nudo que tenía en la garganta se ha desvanecido, y ahora las lágrimas bañan mis mejillas.

"No eres nadie".

He perdido la cuenta de las veces que han llegado a decirme eso.

Me siento la persona más patética del mundo porque, al parecer e inevitablemente, todos los que me conocen coinciden al pensar así de mí. Pero supongo que no puedo culparlo a él, ni por su forma de percibirme, ni por cómo ve la vida.

Antes de tener el accidente, pensaba un poco como él. Nunca he hecho grandes cosas, tampoco me han tratado bien y no le veía sentido a todo esto.

Mi vida era un auténtico infierno. Los pensamientos intrusivos no me permitían salir a flote por más que lo intentaba. Los traumas del pasado, por pequeños que fueran, seguían ahí, conmigo. Aún latentes, haciéndome daño.

Pensaba que estar aquí era sinónimo de desgracia. Que levantarme cada día era una maldición. No veía el momento de que todo terminase y rezaba porque llegara pronto.

Casi llega.

Cuando salí de aquello, me replanteé muchas cosas. Vivir una experiencia así te cambia. Te cambia mucho.

Y de repente solo quieres aprovechar que estás aquí. Porque te das cuenta de que es un privilegio que no todos tienen.

Pero está claro que el hecho de que sea una especie de regalo, no significa que todos quieran abrirlo.

—Perdona.

Lo ignoro. Con el daño que acaba de hacerme en un momento, una simple palabra no consigue arrancarme este sentimiento tan amargo.

Le sigo dando la espalda. Entonces lo escucho suspirar, incómodo.

—Ya me he disculpado. ¿Puedes dejar de llorar?

—No. Déjame —mascullo por lo bajo.

—Ya sé que me he pasado. Joder, estoy intentando arreglarlo.

—Pues se te da fatal...

—Si he actuado así ha sido por tu culpa, así que tampoco te pases.

Vale, suficiente. Quiero irme de aquí.

Sin pensarlo, me levanto del banco y camino fuera del la zona techada. Me da igual que esté cayendo una maldita tormenta. Lo último que quiero ahora mismo es tener cerca a ese chico.

—¿Es en serio? —pregunta cuando me estoy alejando.

Cuando las primeras gotas de lluvia tocan mi piel, me congelo en mi lugar. Está lloviendo con fuerza y sé que si llego a casa así, mañana me levantaré resfriada.

De repente, alguien me da un tirón por la muñeca hacia atrás. Apenas he caminado unos pasos.

Consigo soltarme y me giro para verlo. Está frente a mí. Él está en la parte techada, claramente. Yo estoy bajo la lluvia.

Me estoy congelando.

—Entra —ordena.

—¿Ahora eres tú quién me dice que hacer?

—¿No querías que te contara cosas de mí? Bien. Lo que debes saber ahora mismo es que carezco de paciencia. Así que entra de una puñetera vez.

Me cruzo de brazos, desafiante.

—Paso.

Tensa la mandíbula de forma notable. Sé que lo estoy exasperando. Lo que no sé es qué le importa lo que haga o deje de hacer.

—Madeleine, estoy hablando en serio. O entras o te hago entrar yo. Y no quieres eso.

—¿No me digas?

—No me toques las narices.

—Sabes que solo es agua y no ácido, ¿verdad?

—Qué entres.

Pongo los ojos en blanco y me abrazo a mí misma mientras me doy la vuelta.

Me alejo poco más de un metro, cuando unos brazos me alzan por la cintura. Intento forcejear, pero solo empeoro las cosas, pues ese alguien me ha colgado de su hombro boca abajo.

—¿Qué haces? —pataleo—. ¡Suéltame ahora mismo!

—Cállate ya.

—¡Qué me sueltes, pedazo de neardental! ¡No puedes llevarme así!

—Qué te calles, pesada.

No lo hace hasta que no llegamos a la zona resguardada de la lluvia. Entonces, me observa con una expresión que no sé descifrar.

—Hay que ser un genio para salir un día así en falda —niega con la cabeza.

—¿Vas a decidir tú ahora sobre mi ropa?

—Sobre tu jersey sí. Quítatelo.

Abro mucho los ojos y me vuelvo escarlata. Está claro que he malentendido las cosas, y para mi desgaracia, él lo nota.

—No te hagas ilusiones. Más quisieras que intentara algo contigo.

Acabo de subirle el ego. Más todavía.

—No voy a quitarme el jersey —murmuro.

—Está empapado. Vas a congelarte, así que haz lo que te digo.

—Tengo manga corta debajo. Pasaré más frío si...

Me callo cuando, de un tirón, se saca la sudadera. Paso saliva cuando me la estrella contra el pecho sin ningún tipo de cuidado.

—Ponte la mía. Y date prisa. No me gustaría que cogieras una hipotermia y cargar con tu muerte en mi conciencia.

Creo que eso ha sido lo más dulce que me ha dicho en toda la noche.

—¿No tendrás frío?

—No. Póntela de una vez.

Estoy a punto de dejar que mi orgullo tome el control de la situación y mandarlo a paseo, pero la realidad es que me estoy calando hasta los huesos.

Pretendo hacer lo que me dice, cuando veo que no deja de mirarme. Así no puedo moverme.

—Date la vuelta, por favor —le pido en voz baja.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque... me da vergüenza.

—Estarás de coña.

Cuando ve mi expresión, se percata de que lo digo en serio.

—No, no estás de coña —deduce—. Te he pedido que te quites el jersey, no las bragas. Déjate de tonterías y date prisa.

—¡Qué te des la vuelta!

Me mira fatal, murmura algo que no llego a entender y se gira sobre sí mismo.

En ese momento aprovecho para quitarme el jersey. La camiseta que llevo debajo no está del todo empapada, así que me la dejo puesta. Me pongo su sudadera y al instante, un olor increíble inunda mis pulmones.

Es a colonia de chico, y aunque también tenga un claro deje a tabaco, huele demasiado bien. Huele a él.

—Ya —lo aviso.

Me ve y esboza media sonrisa divertida. Frunzo el ceño.

—¿Qué pasa? —pregunto, insegura.

—Nada.

—Pero te has reído.

—No es verdad.

—¿Acabas de reírte de mí?

—Puede que me haya hecho gracia que te quede enorme.

Juego con mis dedos, avergonzada.

—Entonces, sí te estabas riendo de mí.

—Eh, no era a malas. No soy tan capullo para hacer eso —saca un cigarrillo nuevo—. No te queda mal.

No sé si tomármelo como un cumplido.

Decido volver a tomar asiento en el banco.

Me tiemblan todos los músculos del cuerpo cuando el viento frío me da en las piernas descubiertas. Además, tengo el pelo completamente empapado y las gotas de agua se deslizan al interior de la sudadera. Lo peor es que no parece que vaya a dejar de llover dentro de poco.

La idea de pedir que me recojan viene sola, pero la descarto de inmediato. Si mi madre me viera ahora mismo empapada, con una sudadera que no es mía, oliendo a tabaco y en un lugar como este, perdería todas las posibilidades que tengo de volver a salir sola de casa.

El chico continúa de pie, solo que ha caminado unos pasos lejos de mí. Está hablando por teléfono.

Entonces, vuelve y toma asiento donde antes.

—He pedido un taxi.

Ahora encima me quedo aquí sola. Genial.

—Eh... vale. Te daré la sudadera antes de que te vayas.

—No es para mí, es para ti. Bueno, para los dos. No voy a quedarme aquí, desde luego.

Bajo la mirada. Este, sin duda, va a ser el momento más vergonzoso de mi día.

¿Cómo le digo yo ahora que me he gastado todo el dinero que tenía para hoy? Ya no llevo nada más encima.

—Yo puedo ir andando —murmuro.

—Aunque lo parezca, tampoco soy tan capullo como para dejarte volver sola, de noche y con este tiempo.

—De verdad que no me importa.

—He dicho que no.

Da una calada y no le respondo. Pienso en las formas de decírselo, pero entonces él se me adelanta.

—¿No tienes dinero?

—Tengo —me apresuro a decir—. Pero en casa.

—Tampoco ibas a pagar nada.

—¿Querías invitarme? —pregunto y asiente—. ¿Por qué?

—Porque me da la gana. ¿O también tienes un problema con eso?

Entrecierro los ojos, preguntándome como puede ser amable y grosero al mismo tiempo.

—Eres un encanto —ironizo.

—Dime algo que no sepa.

Vuelvo a centrarme en no morir congelada. Recojo las piernas sobre el banco y me tapo con la sudadera. Sin duda reconforta un poco, pero no lo suficiente.

—Estás tiritando —escucho a mi lado.

—Vaya, tú también eres un genio.

—Te dije que entraras, pero no me hiciste caso.

—Reprocha lo que quieras. Ya poco importa.

—Ven.

Me quedo petrificada en mi lugar y me giro hacia él despacio.

—¿Qué?

—Que te acerques.

Claramente, no lo hago. No porque no quiera, sino porque no sé si lo dice en broma, si intenta ridiculizarme, si pretende algo o... no lo sé. No lo entiendo.

Al ver, que no me muevo, lo acaba haciendo él.

Me quedo aún más congelada en mi lugar cuando pasa el brazo por la parte superior de mi espalda y me deja contra él.

Siento el corazón martillear en mi pecho con fuerza.

—Eh... —Me aclaro la garganta, incómoda—. ¿Qué haces?

—Intentar quitarte el frío. Obviamente.

Bueno, lo ha conseguido. Ahora mismo siento mi cara apunto de explotar.

Mueve su mano en mi brazo, intentando darme calor. También coloca la sudadera mejor para que me tape las piernas por completo. Luego, continúa fumando con su mano libre como si nada.

No sé como puede estar tan tranquilo. Mientras, yo estoy entrando en un ataque de pánico por tener mi cabeza literalmente sobre su hombro. Mi brazo toca su abdomen. Mis piernas rozan las suyas.

Para colmo, me aparta el cabello mojado y lo deja a mi espalda.

Intento respirar despacio. Nunca he estado tan cerca de un chico que no conocía en un contexto cómo este. Y nunca pensé que fuera a estarlo, siendo sincera.

El taxi llega casi quince minutos después. Quince minutos en los que nadie habla. Yo porque me veo incapaz y él parece absorto en sus pensamientos.

Me aparto despacio y recojo las cosas del banco.

—Ya pensaba que te habías quedado dormida.

Sonrío disimuladamente.

Podría, sin duda. Estaba muy cómoda.

Abordamos el taxi y le doy mi dirección a la mujer que conduce. El trayecto es silencioso, y diez minutos más tarde estamos en mi casa.

Hago el amago de quitarme la sudadera, pero me detiene.

—Déjatela puesta. Sigue haciendo frío.

—Pero es tuya.

—Es solo una sudadera. Quédatela.

Eso ha sido un gesto bastante bonito.

—Gracias —sonrío.

—Lárgate de una vez.

Y... ha vuelto a ser él.

Asiento, puesto que no sé como despedirme de él. Entro en casa y me quedo de espaldas contra la puerta, escuchando como el taxi se marcha.

Entonces, me doy cuenta de que no sé nada de él, excepto su nombre. Por lo que no tengo forma de contactarlo.

Tampoco puedo elegir volverlo a ver.

El cuerpo me da un bajón instantáneo y los recuerdos de esta noche se repiten una y otra vez en mi mente.

Un sentimiento amargo me inunda el pecho al saber que no volveremos a cruzarnos.

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