Segundo acto.
Camila siente el calor de los reflectores sobre su rostro. El monólogo se escapa de su boca en una sucesión de frases incontrolables. No las piensa. Tiene que continuar con su papel aunque el mundo se derrumbe a su alrededor. No puede fallar. Y sabe que es responsable de todos los hechos que se están sucediendo.
Desde que lo vio ahí sentado en las primeras filas, desde bambalinas, pudo reconocer esa mirada, una que no ha cambiado nada. Quizá el rostro esté surcado por arrugas que denotan el paso del tiempo, pero esos ojos... brillan con la misma juventud.
El agua moja sus labios secos. Por suerte hay una copa como objeto escenográfico. Y el líquido no es de utilería, como todo en el teatro. Son las 8:40 PM. Y no quiere estar ahí. Es notable como un cúmulo de diversas circunstancias, una confluencia de eventos, la llevaron a participar de una situación que rechazaría amablemente. Y ahí se encuentra, en esa caja negra de zapatos, rodeada de gente que no conoce, expectante, a la espera de escuchar lo que tiene para decir.
«Bla, bla, bla...»
Las palabras impregnan el no tan pequeño recinto, condensan el aire y se adhieren a los objetos. Bajan desde el escenario hacia la platea, llenándolo todo, reverberando. Diez asistentes frente a mil palabras en la pequeña caja de zapatos negra. Diez asistentes más uno. El de los ojos jóvenes, que vale por cientos. No solo por la historia que hay entre ellos, sino también, porque es el escritor de la obra y cualquier fallo, cualquier palabra mal dicha, cualquier olvido podría cambiar el sentido de todo lo que él creó, de toda su historia.
Y como todas las noches, sucede. Será el calor de los reflectores, serán esos ojos jóvenes que la miran desde la platea, o los ruidos que se escuchan desde el camarín, no sabe el por qué solo sabe que se queda en blanco. Son unos segundos pero le parecen horas. Cómo caer en un vacío negro, espeso y sin sonido. De esos que producen un pitido sordo en el oído. Cómo si todo se detuviese y girase. «Esto es horrible, ya lo viví ayer y lo viviré mañana», piensa.
Cuando todo se detiene y vuelve en si, busca en su mente y se lanza a llenar el silencio espeso que la rodea.
«Bla, bla, blaa...»
Fuga cerebral, el momento del divague.
«Bla...bla...b...l...a...b...la...»
La lengua del otro, la lengua extranjera, la lengua excluida, la lengua podrida, la lengua que no es de ella. La lengua vomita las palabras, las empuja y las lanza.
«Blaaaaaaaaaaaaaaaa.»
Y él está escuchando. Sus ojos jóvenes, escrutándola desde las butacas de la platea, se oscurecen. Lo ve levantarse, caminar por la alfombra roja que recubre el pasillo entre los asientos y salir de la sala. La puerta vaivén sigue en movimiento, como una cabeza en negación, en desaprobación del desastre que está provocando.
Si bien el público no conoce la obra, no sabe cual es el parlamento correcto, ella lo sabe y él también, sabe que está arruinando lo que alguna vez escribió y eso la mortifica más que nada.
La luz baja y todo se oscurece. Es el apagón, el cambio de escena. Siente que una mano la arrastra tras bambalinas. Es Ariel, el asistente de dirección.
—¿Qué te pasa? ¿Otra vez olvidaste la letra? —susurra en su oído y siente las gotas de su saliva mojar su rostro.
—Esto es horrible, ya lo viví ayer y lo viviré mañana —responde titubeante.
Por momentos siente que está en un bucle temporal, cómo en un agujero negro de tiempo. Cada función es la misma, pero no solo arriba del escenario, en la representación, sino también cruzando la cuarta pared, esa que separa la ficción de la realidad, al público de los actores.
—No importa, tranquila. Pudiste seguir, eso es lo importante. —responde el asistente de escena sacándola de sus cavilaciones.
—No para él...
—La obra sigue, ahora viene un nuevo acto y vas a darlo todo. Cómo siempre.
—No lo sé. A veces ni siquiera sé quién soy cuando se apagan las luces de esos reflectores. ¿Vos sabes quién sos? —Ariel se queda parado con una sonrisa inexplicable hasta que alguien lo aparta de un empujón.
—Ariel, asistente de escena —vocifera en una especie de mímica.
Camila siente las corridas de los utileros, vestuaristas y compañeros de elenco mientras sigue ahí en bambalinas, paralizada. Cada vez que sale de escena siente que se despersonaliza, que algo de ella muere, que deja de ser.
«Esto es horrible, ya lo viví ayer y lo viviré mañana», piensa.
—Camila... —siente la voz de Ariel llamarla.
—¿Mmm?
—En dos minutos tenés que volver a entrar a escena. No sé qué te pasa. Entrá al camarín, tomá agua, algo.
Sigue las indicaciones, como una autómata. Cuando entra al camerino siente que las paredes se cierran sobre ella, como si el espacio se encogiera. Cada vez que se aleja del escenario, del momento de la representación, todo su mundo se hace más pequeño.
1, 2, 3 respiraciones. Levanta los brazos mientras inhala y baja su cuerpo mientras exhala, soltando todo el peso. Vuelve a repetir la operación cuando unos pasos la interrumpen.
—¿Vas a llorar otra vez? —Reconoce su voz sin necesidad de darse vuelta, de ver sus ojos jóvenes, sus manos deformadas por la escritura.
—No voy a llorar... no puedo hacerlo. Hace semanas que intento llorar, que busco las lágrimas, pero no salen. A veces me siento de papel, plana y seca.
—Llueve afuera, aunque no podés salir.
—Es horrible, esto ya lo viví ayer....
—Y lo vivirás mañana. —interrumpe el escritor y hace un movimiento de retirada hacia la platea.
—No te vayas, Dante. —Camila se apresura y lo toma del brazo por sorpresa.
—Una vuelta por la sala, nada más. Quiero ver la reacción del público.
—No, no te vayas. —Aprieta más su brazo.
—Dejáme. —Se suelta— Sabés muy bien que voy a volver, por lo menos esta noche.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—Por favor, no te vayas.
—Ya debe terminar. Quizá la certeza del final es lo que más me duele. —Dante baja la cabeza y vuelve a querer salir del camerino pero Camila lo vuelve a interrumpir.
—Que me haya olvidado el texto es lo que te duele.
—Eso también es cierto... —La cabeza del escritor sigue baja. Su mirada al piso. No mira a su musa, a su propia creación.
—Ya sé que estás cansado, de mis despistes, de mis problemas, creo que estás cansado hasta de vos mismo, de lo que sos frente a mi. No me querés más. Tal vez nunca me quisiste. Sabes que... andáte, no tenés por qué quedarte. Esto ya me pasó tantas veces, me pasó ayer...
—Y te pasará mañana.
—De qué me sirve que me digas eso.
—Necesito estar solo, Camila. Ya te solté hace tiempo. Cuando escribí la última palabra. Ahora solo hay que pasar definitivamente de página. Y Te vas a arreglar perfectamente sin mí.
—Por favor... Sabes que no puedo hacerlo.
—Podés. Y también, alguna vez, podemos volver a encontrarnos. Cómo la primera vez, ¿te acordás? Yo estaba borracho, había tomado tanto... y vos apareciste, tan vivida ante mi. Y nos quedamos mirándonos. Era tan real, no podía creer que solo brotaste de mi cabeza.
—Tengo que volver. Mi tiempo se acaba. —Camila se acerca e intenta tomarle las manos, pero Dante las guarda en sus bolsillos.
—Dejará de suceder cuando termine el último apagón. No me mires así, si pensás un poco te vas a dar cuenta de lo que estoy diciendo.
—Me doy cuenta. No es por eso que te miro así.
—Bueno, me parece que voy a volver a la platea.
—No vuelvas. —le pide Camila, su voz vibra en rencor.
—No puedo irme lejos, aunque quiera. —Dante se acerca hacia Camila y toma su rostro. Sus narices tan cerca que pueden sentir el mismo aire— A dónde vaya irás conmigo. Puedo olvidarte a veces. Pero siempre estarás ahí. En algún lugar recóndito de mi memoria.
—Siento que las paredes se encojen... que todo se hace más pequeño. Porque esto ya lo viví ayer y lo voy a vivir mañana. —Los ojos de Camila se inundan de pequeñas gotas de agua.
—Todo se terminará en el último apagón.
—Lo entiendo... ahora creo que lo veo más claro y me angustia.
—Igual te quiero. —El escritor limpia con la yema de su dedo cada lagrima que rueda en la mejilla de Camila.
—Lo se.
—Tengo que irme. Y debés volver al escenario.
—Tengo que volver al escenario, las paredes se encogen cada minuto que lejos paso.
—Es el último acto. Y todo habrá terminado. —Dante se aleja hacia la puerta y se despide con un leve movimiento de cabeza.
Camila se mira en el espejo y retoca su maquillaje. La obra debe continuar suceda lo que suceda. Debe continuar hasta el final. Levanta su mentón y con paso firme vuelve al escenario.
El calor de los reflectores la golpea otra vez. Pero es el último acto. El último de todos. La temporada finalizó y la obra baja de cartel. No fue lo que esperaban, el público poco acompañó. No son más de diez en las butacas. Diez y uno más, que para ella vale por cien.
La garganta se le cierra por un momento al pronunciar sus últimas palabras. Espera la oscuridad del apagón. Para ella la vida es eso, un sin fin de luces y apagones.
Y este era el apagón final.
Un cálido pero pobre aplauso
Y el telón que cae.
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