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Würstchen, Kleiner Arno

—Arriba, Arno. Espero que hayas empacado todo.

—No, no quiero ir.

—No te estoy preguntando —dijo la mujer de cabello oscuro mientras sacaba las camisas de un cajón de madera.

—Que vaya padre. Son sus negocios, no los míos.

—¡Arno! No voy a discutir. Arriba. Ahora.

El chico de cabellos castaños suspiró con fastidio y se levantó para tomar su chaqueta del pechero que se encontraba junto a la ventana. Sus ojos grises se perdieron por unos segundos en la infinidad de ese azul aterciopelado que cubría la bóveda cuando vio pasar un ave que planeaba en la brisa veraniega del pueblo alemán.

—¡Arno! —gritó una vez más la madre del niño para sacarlo de su trance—. Tu padre nos está esperando.

El niño de ojos grises y cabellos castaños resopló molesto y bajó las escaleras pasando junto al cuarto de su hermana fallecida, dándole un último vistazo.

—Odio ir de campamento; solo me pican los insectos y no hay nada que hacer allí —dijo con el ceño fruncido mientras apretaba un pequeño avión de madera entre sus brazos, un avión que era casi del tamaño de su pecho. —¡No quiero ir, mamá!

La mujer hizo una mueca con fastidio y abrió la puerta del auto para que el niño de siete años subiera entre los resoplos molestos. El olor a alcohol y cigarrillos baratos impregnaba los asientos del vehículo, al igual que la vieja casa de los Otten.

Su madre y su padre miraban el camino con seriedad mientras una canción sonaba en la radio nueva de la época, una canción que se iba convirtiendo en ese sonido blanco tan desagradable con cada kilómetro que avanzaban entre el silencio incómodo de la familia.

El pequeño Arno observaba atento por la ventana, ignorando el ambiente tan pesado en el que vivía, ignorando los gritos de su padre furibundo y las quejas de su madre al haber perdido el camino. No importaba nada, la brisa en su rostro y el cielo despejado lo transportaban a otro mundo. Miró su avión unos segundos y lo sacó por la ventana para imaginar que él mismo piloteaba esa nave, hasta que el avión tomó vuelo y escapó de las manos de Arno, quedando lejos en el camino. El niño de ojos grises lo miró por el vidrio trasero y se despidió con tristeza sabiendo que jamás volvería a ver su juguete favorito; ni siquiera hizo el intento de pedirle a su padre que parara, sabía que un pésimo resultado saldría de su petición.

Se sentó de nuevo en su asiento mientras jugaba con sus pies.

—Tengo hambre —replicó el niño.

—No falta mucho por llegar —contestó su madre.

Arno miró de nuevo por la ventana y moviendo cada vez más rápido sus pequeños pies. Volvió a comentar:

—Quiero ir al baño.

—Ya casi llegamos.

—Estoy aburrido.

—¡Arno!

—¿Podemos volver a casa?

Su padre lo volteó a ver con furia sin perder el camino.

—Más te vale que cierres la boca o llegando al campamento...

La madre interrumpió al hombre antes de que siguiese con su amenaza.

—Ya casi llegamos, Arno, no desesperes. —Le dedicó una ligera sonrisa asustada, una sonrisa que un niño de ocho años no podría entender su trasfondo.

El hombre de bigote y rostro cuadrado bajó del auto con un ligero aire arrogante y le sonrió al pequeño Arno, quien traía una gorra con la Cruz de Hierro de la primera guerra mundial, una gorra que su padre le había regalado tras pelear en las primeras filas.

—Vamos, hombrecito.

Arno suspiró resignado y caminó con flojera.

—¡Otten! —gritó el hombre rubio con alegría.

—Ah, Funk, ¡qué gusto verte! —replicó el padre de Arno y le dio un abrazo fuerte al hombre de ojos azules.

—Escuché lo sucedido con su hija. Lamento su pérdida.

La señora y el señor Otten sonrieron nostálgicos y agradecieron las condolencias. Arno frunció el ceño y salió corriendo con molestia hacia el bosque. Se sentó en un tronco grande y se recostó en él por un rato mientras observaba los pequeños rayos de sol que pasaban entre las ramas de los árboles frondosos. Los recuerdos y su imaginación daban vuelta por su mente, imaginando monstruos destruyendo el bosque y los aviones pasando y tirando bombas.

El pequeño Arno suspiró y se sentó de nuevo con una expresión bastante triste al recordar que no había podido salvar a su hermana.

—Hola —interrumpió el niño rubio con emoción. —¿Por qué estás aquí solo?

Arno lo miró bastante serio y no contestó.

—Mi nombre es Hans. —El de ojos azules extendió la mano y sonrió de oreja a oreja.

—Sé como te llamas —dijo el de ojos grises y desvió la mirada con los brazos cruzados.

—Lo sé, solo intento hacer la plática. Mi padre me contó lo de tu hermana y quería saber si estabas bien.

Arno le gruñó cuál perro y finalmente cedió.

—Estoy bien.

Hans lo miró con curiosidad y le dio vuelta al tronco como si analizara al castaño con detenimiento hasta que por fin se dejó caer a su lado.

—¿Quieres jugar?

Arno suspiró y comenzó a mover nervioso los dedos.

—No, no quiero jugar... Quiero ir al baño y tengo hambre. —Se paró de golpe y corrió detrás de un árbol para bajarse rápidamente los pantalones.

Hans miró las mesas del pícnic y gritó con emoción al otro chico.

—¡Ya están poniendo la comida!, pero madre dijo que iríamos primero al río...

—¡Patrañas! —contestó Arno subiéndose los pantalones y corrió al tronco. —Comeremos antes.

—Pero mi mamá dijo...

—No me importa. ¿Quieres comer?

Hans asintió con una sonrisa nerviosa y siguió al más bajo.

Arno se acercó lentamente entre los árboles y con cuidado de que no lo vieran, robó un par de würstchen de la mesa con mantel de cuadros rojos y blancos para salir corriendo con las salchichas en los bolsillos.

—¡Hey, espera! —gritó Hans, el rubio, con el escaso oxígeno que le quedaba mientras intentaba correr entre los tropiezos de sus torpes pies.

El lugar se inundaba de risas, de pronto ya no eran un par de niños a la orilla de un río comiendo el producto de su travesura, sino que ahora eran un par de adolescentes en un patio de juegos. Se encontraban rodeados con las respiraciones agitadas. Arno tenía la mirada fija en uno de los peores chicos de la escuela, el típico bravucón. Hans levantó los puños y se limpió la sangre que brotaba de sus finos labios. Ambos estaban listos para enfrentarse una vez más a los chicos dos años mayores que ellos.

—¡A mi oficina! —gritó el director súbitamente, haciendo que muchos salieran corriendo para evitar detención.

Un día más, una travesura más de un par de chicos rebeldes, aunque el mundo pensaba lo contrario, no era un par, Arno era el que siempre iniciaba las peleas y Hans solo lo acompañaba por lealtad.

Hans suspiró y bajó los escuálidos brazos en forma de resignación.

—Mi madre me va a matar —susurró el rubio más alto.

Arno negó con la cabeza gacha y tomó su mochila para seguir al director sin chistar. Esa oficina del "terror" era tan familiar como su propia casa. Se sentó en silencio en aquella silla que prácticamente tenía su nombre y miró de reojo a Hans. Un "lo siento" atravesaba por su mente, pero su orgullo no le permitía pronunciarlo, o era más bien que su lógica no se lo permitía, ya que el menor solo había querido defender a Hans de los que se burlaban de él.

El de ojos grises miró al director y sin dejar que el viejo pronunciara una sola palabra, suspiró.

—Podemos ahorrarnos el sermón. Hans no tuvo nada que ver. Ya sé que llamará a mi madre y terminaré castigado... de nuevo. —Rodó los ojos.

El director lo miró unos segundos y después vio a Hans quien intentaba parar el ligero sangrado de sus labios.

—Señor Otten, le informamos que no puede continuar en esta institución. Ya se les ha notificado a sus padres, pero no hemos recibido respuesta alguna.

Arno soltó una pequeña risita con una sonrisa burlona y miró a Hans. Al notar que ambos estaban serios, su expresión cambió totalmente.

—Esto es una broma, ¿cierto? —El niño volvió a intercambiar miradas con el par. Hans lo miró triste y sin pensarlo se levantó.

—¡Señor! Esto ha sido mi culpa; yo he provocado el incidente. Iba entrando al salón de ciencias cuando noté que Ar... Otten estaba siendo molestado por los compañeros. Solo estaba intentand...

El director interrumpió al chico con total tranquilidad.

—Señor Funk... no necesita darme explicaciones. Esta decisión ha sido tomada desde hace ya varias semanas. Se le han mandado cartas a la familia Otten, y hasta se ha llamado a su casa, pero lamentablemente no hemos recibido respuesta para poder dialogar. Señor Otten, le pido que recoja sus cosas. Ya se les ha informado a sus profesores de su estado académico.

Arno sonrió altivo y asintió para intercambiar miradas por última vez con su mejor amigo. Tomó su mochila y salió de la oficina sin decir más. Caminaba con la cabeza alta con su pequeña gorra que lo acompañaba a todos lados.

Hans miró con odio al director y apretó con fuerza su mochila. Detestaba la idea de estar lejos de Arno, odiaba no haber peleado por su mejor amigo como el castaño siempre lo había hecho.

—Señor, con todo respeto, me parece que se ha cometido una total injusticia. Ni siquiera se ha preocupado en saber por qué Arno Otten se comporta de esa forma.

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