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4.13. Pasado V

Título Alternativo: Hubo una vez un hombre que lo quiso todo.

[...]

Ayana y el Emperador no vuelven a encontrarse en privado tras esa fatídica conversación en el jardín; de hecho, no vuelven a dirigirse la palabra durante meses aunque los ojos del monarca se fijan en la muchacha en cada ocasión y la siguen a donde sea que vaya ocasionando que los murmullos en la corte estallen como abejas furiosas, especialmente porque la hija de los Toyomitsu insiste en rechazar pretendientes a diestra y siniestra.

Ignorantes de la conversación en el jardín, la nobleza asume de inmediato que Ayana está esperando que el Emperador intente cortejarla, pero éste se limita a mirarla como un cachorro indeciso. Aprovechando la situación, las hijas solteras y jóvenes de las familias nobles siguen desfilando en las fiestas del palacio esperando atraer y retener la atención del joven Emperador, y al no conseguirlo el recelo y la amargura contra Ayana crece, pero a ella no le importa.

Orgullosa y directa, Ayana ha sido criada para no ceder ni ofrecer concesiones. En público los hombres le aplauden su carácter indómito mientras que en privado algunos sueñan con convertirse en el dueño de semejante belleza. Las mujeres por su parte expresan preocupación por su arrogancia en voz alta mientras que en privado cuentan los días para verla caer pues todos saben que la riqueza de la familia Toyomitsu se encuentra en peligro.

Cuando la guerra contra los invasores se encrudece y miles de refugiados huyen de las zonas en conflicto, la Ciudad de Alerath se convierte en el centro del conflicto. La situación se agrava a tal punto que Lord Toyomitsu y su esposa deciden volver a su hogar pues todas las cartas pidiendo a sus hijos que se trasladen a la Ciudad Imperial han sido devueltas sin responder. Por seguridad de su hija, deciden dejar a Ayana atrás junto con el administrador de su padre y un séquito de sirvientes.

Sin sus padres Ayana se convierte en el centro de atención cuando retoma sus apariciones públicas para camelar y cautivar a todos aquellos que puedan favorecer el negocio de su familia. Ciertas familias, entre las que se incluye a los Hado, se muestran disgustados con la forma como la muchacha acapara acuerdos de compra y venta, aplazamientos en las deudas de su padre y beneficios para los suyos. Para empeorar el asunto todos los mecenas que escoge son adultos que le doblan la edad y tienen esposas, las cuales no aprecian el repentino interés que una mujer soltera le ofrece a su marido.

La reprobación llega a tal punto que Lord Hado se planta ante el Emperador para darle a conocer la situación.

—No voy a intervenir —responde el monarca tras oír el problema—. Este no es mi asunto

—Pero ella se está aprovechando... lo que quiero decir es que todos somos conscientes del... interés que Su Majestad siente por la muchacha y... bueno, ninguno de nosotros quiere disgustarla si eso significa disgustarlo a usted, Majestad.

—No me disgustarán —responde él encogiéndose de hombros—. No guardo favoritismos.

Y con esa promesa Lord Hado y sus amigos ponen en marcha su plan. La familia Moaj, cuyo negocio principal también es la venta de pescado, recibe ayuda en forma de préstamos y concesiones para ampliar su mercado ofreciendo una competencia inesperada –y más barata– para la familia de Ayana. Lord Hado también promueve una iniciativa que genere intereses sobre los impuestos no pagados de la familia Toyomitsu, la cual recibe la aprobación del Emperador. Y tras ciertas presiones externas uno de los contratos que el administrador de los Toyomitsu había logrado concretar es disuelto sin explicación alguna. Para empeorar la situación de la familia, los padres de Ayana son capturados en el asalto a la Ciudad de Alerath que obliga a sus hermanos a huir de su hogar, pero cuando el administrador de la familia solicita al Emperador que el ejercito del Imperio retome la ciudad, este sacude la cabeza con pena.

—El ejercito sirve al Imperio y por desgracia la Ciudad de Alerath no es la única que se encuentra actualmente bajo ataque.

Sin importar los ruegos que haga el Emperador se mantiene firme en su decisión, y una vez que el hombre se marcha los sirvientes de la corte reciben ordenes de no dejarlo entrar. No pasa mucho tiempo hasta que el Emperador se entera que Ayana ha comenzado a visitar a todos los miembros del consejo para solicitar su ayuda, pero Lord Hado y sus amigos se limitan a darle largas. Incluso visita a Eraser, y aunque el Emperador no sabe qué le ha ofrecido sí sabe que el líder del Clan no puede ayudarla pues eso mostraría favoritismo por su casa, una afrenta contra el resto de la corte.

El día que Noche se aparece con una carta en mano con el nombre de Hizashi en el reverso y el sello de los Toyomitsu, el Emperador la quema sin leerla. Hará lo mismo con las otras que sus guardias consiguen robar a los mensajeros de la familia. Hasta que finalmente Ayana solicita una audiencia en privado con él.

El día que vuelven a verse ella viste con una túnica ligera y brillante, en un tono gris perlado tenue que combina perfectamente con el color de su pelo, tan rubio que parece platino. El adorno alto que lleva en la coronilla destella con el color rojizo de las piedras que tintinean en él. Es bellísima y fulgurante, como una estrella que ha bajado del cielo para mirarlo con sus ojos fríos, pero cuando se arrodilla frente al trono para ofrecerle una reverencia absoluta y comienza a relatar la delicada situación que vive su familia, no hay frialdad en ella ni la soberbia que ha exhibido cada vez que le toca lidiar con un pretendiente. Es un contraste tan asombroso que el Emperador tiene que contener una sonrisa.

¿Cuántos pretendientes le han negado su ayuda?

¿Cuántos nobles se han negado a recibirla?

Solo en ese momento comprende la turbulenta y ambivalente relación entre las familias que componen su corte. Todos ellos son animales en un terreno de caza que no dudan en deshacerse de los más débiles o inútiles a fin de prosperar. Todos ellos están dispuestos en eliminar la competencia para cebarse en las ganancias mientras corean su victoria. Solo entonces entiende lo que su padre solía decirle a Hizashi: Los nobles no conocen otra lealtad más que al dinero y al poder.

En esa audiencia, con Ayana de rodillas frente a su trono desprovista de la altanería del jardín y su orgullo, el Emperador también descubre algo de sí mismo. Lo que siente al verla postrada a sus pies es una mezcla entre placer y regocijo desconcertante, es una emoción embriagadora que resuena dentro de él hasta instalarse para siempre en su corazón.

—Majestad —repite ella por enésima vez—, por favor, la Ciudad de Alerath lo necesita.

Hay vanidad y orgullo al verse reflejado en los ojos celestes, en ser lo único que miran. Y el Emperador no quiere que esa emoción se desvanezca. La Quiere. Eso es lo único que importa.

—Te casarás conmigo —le dice. No una pregunta o una petición pues ahora comprende que su error en el jardín fue darle la oportunidad de negarse. Él es el Emperador, y como tal es él quien decide. Ayana lo sabe, lo único que hace es ofrecerle otra reverencia y una respuesta tan seca como la mirada que le ofrece.

—Si Su Majestad así lo ordena.

—¡Noche! —grita el Emperador y un latido después el guardia sombra se materializa en el salón—. Anuncia a mis súbitos que Su Majestad ha decidido tomar una esposa. Dile a mi administrador que inicie con los preparativos y que libere a la familia Toyomitsu de su deuda. También envía una carta a mis tropas ordenándoles la liberación de la Ciudad de Alerath. ¿Eso complace a mi prometida?

Ayana no responde, pero no hace falta, el Emperador esta feliz. Y esa felicidad lo acompaña durante los apresurados preparativos para sus nupcias, esa felicidad lo hace enviar regalos costosos y variados en un cortejo que se convierte en la envidia del resto de las mujeres solteras. A nadie le quedad duda que el monarca del imperio está absolutamente enamorado de la que será su emperatriz. La única que no parece conmovida es la novia, que no muestra interés alguno por los bailes o los eventos que se organizan en el palacio. Algo que la corte entera atañe a la preocupación por su familia y su ciudad natal.

La boda es una ceremonia majestuosa en la que Ayana deslumbra pese a su expresión fría y su aparente indiferencia. El Emperador en cambio no deja de sonreír, la adoración que se vislumbra en sus ojos no se desvanece ni aun cuando le toca pararse frente a frente a su fría novia. Es una adoración que intenta mostrar en su lecho matrimonial y por eso le sorprende cuando apenas termina ella se levanta para marcharse a las dependencias que le han asignado en el palacio. Algo que no cambia conforme las semanas se suceden. En un intento por ganarse su favor, el Emperador manda a construir un bebedero en su jardín preferido en donde instala decenas de los pajarillos dorados que son sus favoritos. Un regalo solo para ella.

Para su decepción Ayana no se muestra impresionada.

—¿Por qué los has traído? —fue lo único que preguntó mientras observaba a los pajarillos dentro de la inmensa jaula que habían erigido en el centro de todo.

—Porque te gustan.

Ella se giró para mirarlo por primera vez como si durante todo ese tiempo él hubiera sido un mueble al que no vale la pena prestar atención.

—Me gustan verlos volar en los bosques de mi hogar. Me gusta oírlos cantar en las mañanas de primavera cuando sobrevuelan mi casa. Me gusta verlos libres.

—Y ahora los tienes aquí.

—No los quiero.

— Los traje para ti —respondió el Emperador ligeramente ofendido por el tono que oía—, deberías agradecerlo.

Ella se envaró, lo cual volvía a destacar la diferencia de alturas, y al girarse para mirarlo directamente a la cara el Emperador se enfrentó al desdén que tantos otros habían conocido.

—Gracias, Majestad —pero el desprecio en su voz era inconfundible.

—No me gusta tu actitud.

Ella no respondió aunque en su cara se leía claramente que quería hacerlo.

—¿Qué? —cedió él al final cuando el silencio se alargó demasiado—. ¿Qué es lo que te molesta? Dime la verdad.

—Al Emperador no le gusto la última verdad que compartí con él.

—Al Emperador no le gusta que haya secretos entre él y su Emperatriz. Cuando estemos solos podrás decirme lo que sea, y nunca te lo reprocharé —pero Ayana permaneció en silencio mientras recorrían el jardín avivando la irritación del Emperador—. Tan solo son pájaros, a ellos no les importa dónde vivan, están aquí para hacerte compañía. Cantarán para ti.

Ayana asintió, aunque su actitud distante se mantuvo mientras atendía sus deberes maritales y durante las cenas obligadas con el resto de la corte. Tres días después se presentó en los aposentos de su esposo para entregarle una de las avecillas muertas que llevaba en las manos.

—Tú me diste un regalo, esposo mío, dos en realidad, el permiso para ser honesta y una jaula llena de mis aves favoritas. Ahora solo me queda uno.

—¿Qué es esto?

—Esto es lo que pasa cuando enjaulas a un ser vivo.

—¿Se ha muerto?

—Todos están muertos.

Algo en su expresión hizo al Emperador fruncir el entrecejo.

—¿Qué has hecho?

—He puesto belladona en el agua del bebedero.

—¿Por qué?

—Porque mis pájaros merecen ser libres.

—Ahora están muertos.

—En la muerte hay libertad... una libertad única.

El Emperador la miró, después observó el pájaro muerto en la mesa y volvió a mirar a su esposa que mantenía su expresión absolutamente neutra.

—Estás loca.

—Y tú eres un mocoso ignorante.

El Emperador se estremeció, no solo por el insulto sino por el tono con el que se dirigía a él, su respuesta automática fue aferrarle un brazo y alzar la otra mano en un gesto inconcluso. Ayana no pareció impresionada.

—Yo le advertí al Emperador que mis verdades no iban a ser de su agrado, se lo dije. Los niños no soportan las verdades que los miran de frente.

—¿Por qué haces esto?

—Porque soy miserable y demasiado cobarde para probar la belladona conmigo. Así que adelante, hazlo, dame una excusa.

Él la soltó, y ella se limito a mirarlo con un gesto de abierto desprecio. Se contemplaron en silencio como dos contrincantes listos para la guerra hasta que el Emperador hizo llamar a Noche que se materializó al instante.

—Las aves de la Emperatriz se han muerto —dijo sin apartar los ojos de su esposa—. No han recibido suficiente atención. Manda a traer más y asegúrate de contar con suficientes aves para reemplazar cualquier pérdida, también asigna a un encargado de atender el bebedero para cuidar de las aves de la Emperatriz.

—Como ordene, Majestad.

—Tengo más belladona —dijo Ayana apenas volvieron a quedarse solos

—Y yo pondré más pájaros.

—Esto es absurdo.

—Absurdo es creer que puedes disponer de lo que es mío.

—Dijiste que esas aves eran mías.

—Y tú eres mi esposa. Todo lo que vistes y usas, todo lo que te rodea es mío. No te permito despreciar el regalo que te he dado.

—No puedes mantener a esas aves en una jaula.

—Soy el Emperador, puedo hacer lo que quiera.

Con recursos ilimitados y cuidados constantes las avecillas prosperaron en el bebedero, se reproducían a mayor velocidad de la que Ayana conseguía envenenarlas, aunque claro, ella debía ser cuidadosa pues los sirvientes del Emperador habían recibido órdenes de atenderlas con la mayor devoción. Para todos la Emperatriz los cuidaba con un mimo que sin duda era el eco del afecto que sentía por su esposo, nadie más que el Emperador y Noche sabían de las aves muertas que aparecían en el lecho del monarca.

Con el tiempo la maternidad hizo que la belleza de Ayana alcanzara un nivel incomparable, aunque su estado no la libró de las atenciones del Emperador, que por ese tiempo tenía diecisiete años y tras haber descubierto el placer en el lecho matrimonial insistía en buscar a su esposa noche tras noche sin importarle la frialdad que ella le mostraba. La Emperatriz se vio obligada a organizar una cena con las muchachas solteras de la corte a las que presentó a su esposo, para después convencerlo de tomar una concubina aduciendo lo avanzado de su embarazo.

El nacimiento del Príncipe Heredero fue un acontecimiento que se celebró con fiestas y regalos en la Ciudad Imperial. La joven Emperatriz, de apenas diecinueve años, tuvo que permanecer en cama mientras padre e hijo establecían lazos únicos, pero apenas se recuperó ella tomó control absoluto de la crianza de su hijo y durante un par de años no hubo más pájaros muertos, silencios rencorosos, o intimidades obligadas. Las cosas parecían estar por fin encaminándose a una paz duradera, hasta que Hizashi volvió al palacio al final de la guerra tras haber liberado a la Ciudad de Alerath de la presencia invasora y haber expulsado a los extranjeros de vuelta a sus guaridas al otro lado del mar.

Su llegada hizo resurgir viejos rencores y antiguos amores, una combinación terrible.




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