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Una dona glaseada

—Pan, dame un poco de pan.

El niño elevó su pequeña mano con la dona glaseada, grande para el tamaño de su boca y demasiado pequeña para lo mucho que le gustaban, antes de pensar a quién pertenecía la voz o si estaba bien compartir. 

Era casi un bebé. Tanto, que cuestionar qué hacía ese muchacho en la casa de su abuela, no estaba entre las habilidades aprendidas en su vida.
Aún no tenía muy claro la importancia de temer a los desconocidos.

Sus padres, profesionistas aún jóvenes y de pensamiento moderno, le explicaron que no debía hablar con desconocidos. Nunca.

¡Pero ese muchacho no podía ser un desconocido! No había desconocidos en su casa. 
Era muy bonito, aunque estaba muy sucio. Seguramente de tanto jugar en el jardín, igualito que él, cuando pasaba todo el día corriendo en la tierra y la hierba de la parte de atrás de la casa, donde su abuela tendía la ropa y más allá, entre los árboles.
Al final, su mamá lo metía en tina, con burbujas de jabón, para "desprenderle la mugre de la piel".

Los desconocidos eran esos hombres que se llevaba a los niños lejos de sus papás, para tocar sus partes privadas. Ángel aún no tenía muy claro qué cosa eran las partes privadas que nunca debía tocar nadie.

A los tres años, Ángel sabía quién era su mamá. Tenía claro que no le gustaban las cebollas ni los pimientos, para nada. Y que cuando caminaba por la calle, tenía que ir siempre de la mano de mamá, de papá o de abuelita.

No tenía precedentes para juzgar a muchachos como el que estaba afuera de la cocina que con esa cara tan triste pedía un pedazo de su pan. 

Ángel no compartía su dona glaseada semanal, ni siquiera con su abuelita. Si alguien le pedía un pedazo, salía corriendo. Ellos tenían sus propios panes ypodían comprar muchos más. ¿Por qué tenían que pedirle a él que compartiera?

Pero ese muchacho no parecía tener para comprar nada. Ni bolsillos tenía. Se dió cuenta de eso, porque Ángel amaba los bolsillos de su ropa, que servían para meter crayolas, monedas y toda clase de pequeños dulces.

Más que el semblante demacrado, la suciedad evidente o la mirada mezcla de desamparo y tristeza en los ojos del muchacho, fue la pobreza de bolsillos para guardar tesoros lo que más descorazonó al niño.

Ángel extendió la mano con intención de ayudar, aunque no supiera que eso era lo que estaba haciendo, y mucho menos imaginaba que ese minuto determinaría su futuro.

La bondad y la maldad, tan separados en la percepción de la gente como si fueran naturalezas distintas no son más que la misma cosa; beneficio.

Si beneficia a uno, sólo a uno, dirán que él que juzgan "es malo", sobre todo si los perjudica.

Si beneficia a todos, dirán: "aquél hombre es noble" y sus actos serán vistos como resultados de su bondad, sobre todo sí, al llevarlos a cabo, el hombre noble resulta ser el único perjudicado.

Así que maldad y bondad es cuestión de cantidades.

Lo que el niño hizo, por cualquiera hubiera sido calificado como un acto de bondad, pero como bien se sabe, ningún acto de bondad queda sin castigo.

El niño suspiró, abrazando anticipadamente la resignación en el tiempo en el que el muchacho se acercó desde la puerta hasta donde estaba sentado Ángel. Solo le permitían comer una dona glaseada a la semana, para evitar que enfermara de obesidad infantil.

¡Era malo tener obesidad infantil! Lo escuchaba constantemente, aunque era otra de las cosas que no sabía muy bien porqué.

Miró al muchacho, a la dona, al muchacho de nuevo y a la dona por última vez, porque pasarían siete largos días antes de poder comer una de esas delicias.

Tuvo el impulso de morderla, como su abuelita hacía cada vez que "compartía" algo. Ella lo rompía con sus dedos torcidos, apachurraba todo.

Tal vez, al aplastarlo para reducir a la mitad un pan o una fruta y convertirlos en cosas amorfas que, en adelante, eran buenas solo por el sabor, al destruir la belleza, era más sencillo desprenderse de ella.

Ángel odiaba que su abuelita hiciera eso, que metiera sus dedos torcidos y resecos de uñas amarillentas en su bolsa de papitas fritas, tratando de tomar las más posibles, ocho de una sola vez. Su abuelita a veces parecía una niña malcriada.

Por eso, sólo por eso, cuando extendió la manita en dirección del muchacho, entregó la belleza de una cobertura gruesa y perfecta, como la nieve natural sobre los techos del pequeño pueblo donde vivía su otra abuela, la madre de su padre, a la que nada más veían una vez al año por que su casa estaba en otro país. Ella no tenía dedos torcidos, ni agarraba ocho papitas a la vez, ni arruinaba las cosas antes de compartirlas.

Esa abuela de cabello blanco y ojos claros olía como a caja de madera. Y le regalaba montones de juguetes y chamarras calientitas llenas de bolsillos.

El muchacho bonito y sucio miró al niño de una forma extraña. Vacía, como si de repente no estuviera ahí. Extendió la mano de todas formas y el niño soltó la dona cuando mano hambrienta y pan exquisito se hallaron tan cerca que inminente era el contacto.

En ese momento su madre gritó por él y Ángel salió corriendo, ajeno ya al pan esponjoso lleno de placeres azucarados, contenidos en la jalea de fresa y en el dulce glaseado.

No se quedó en la cocina lo suficiente para saber si el chico tomaba el pan.

Una vez que soltó su dona, el manjar abandonó su mente de niño muy pequeño, en donde la semilla de la generosidad estaba irrevocablemente plantada.

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