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Siempre en tinieblas


El tiempo no transcurre para mí. No de la misma manera que lo hacía antes. Los recuerdos tampoco son como eran las memorias cuando respiraba.
Estoy atrapado.
Y no estoy seguro de qué ocurre.
 O cómo ocurre.

Siempre estoy en las tinieblas. Nada cambia. Todo sigue igual que cuando viví mi último minuto.

Pero a veces, alguien que respira se da cuenta de que estoy aquí y es como si, en una habitación oscura, en una noche sin luna ni estrellas, encendieran una vela; la flama más diminuta y oscilante, tan débil, que parece que se va a apagar. 
Así es cuando las paredes se estrechan tanto que mi mundo y el suyo se tocan.
Es cuando me acuerdo de mi vida y de cómo terminó: estaba aterrado, dolorido y en la total oscuridad. 

No pensé que mi padre sería tan severo. Supuse que sería un castigo de horas y que después me golpearía o me encerraría un tiempo en mi habitación, me desheredaría y me enviaría lejos para siempre, para evitarse la vergüenza de tener un hijo como yo.
En cambio me arrastró al sótano. Me lanzó por las escalera.

Mientras la caída me hacía daño, lo escuché gritando que nunca volvería a ver a ese chico y que iba a pudrirme en ese lugar...


***


—¿No sientes mucho frío? —preguntó Sandra. Terminaba de enjuagar los platos de la cena. Luciano se retiró para ver el fútbol en su recámara y Ángel dijo que aún tenía hambre y quería pan. Tomó sus llaves y salió de la casa.

Misha se quedó terminando de cenar; él era más inclinado a saborear la comida, tomarse su tiempo y disfrutar la sobremesa, por corta que fuera. Algo cotidiano para los demás que, para él, era todo un lujo. En sólo una semana de vivir con la familia Van, recuperó el buen semblante.

—Misha, ¿estás bien?

El chico tenía cara de haber visto un fantasma. Miraba con aprehensión la oscuridad de la escalera.

—¿Misha? —Mamá Sandra dejó los platos recién lavados y secó sus manos. Se acercó al chico, que temblaba como si tuviera mucho frío. Él no apartaba la mirada de la zona oscura a un lado de la puerta.

—¡Misha! —Lo sacudió por el hombro demasiado delgado, hasta que reaccionó. Pareció despertar de una pesadilla. Su pecho se movía con fuerza. Miró a la madre de Ángel e intentó sonreír. No lo logró. El susto estaba impregnado, más que pintado, en su rostro y sus labios resecos y sin color.


***


Él sabe que estoy aquí.
Es un joven de cabello rizado.
Brilla como si fuera un sol. Hace que todo vuelva a mí. 
Ni siquiera con el pequeño niño que me da pan es así. Ángel no teme.
 Esto es miedo y es suyo.
Todo ha cambiado. No quiero su miedo. Prefiero la oscuridad.
 Sé que no debería estar aquí. 
Hay algo a lo que no pude llegar. Tal vez nunca pueda saber.


***

—¿Misha? ¿Mamá? ¿Qué pasa?

Ángel entró cargando una colmada bolsa de pan dulce. Todas las variedades que su familia disfrutaba. Y dos donas glaseadas, una para él y otra para la oscuridad impenetrable al pie de la escalera.
Cuando volvió a la cocina, luego de depositar su ofrenda, Misha, además de la terrible palidez y el susto que se podía leer en la cara, lo miraba a él, a la escalera, a él de nuevo y no podía cerrar la boca.


***


No hay paz. 
Pero Ángel me trae, con sus panes, algo parecido.
Brilla y cuando su luz se acerca, es como una vela firme, unos breves momentos de calidez. 
Una tregua de las tinieblas.
Fue terrible. Todo ese dolor y miedo, la soledad. 
¿Por qué era tan espantoso saber que nadie, nunca, iba a saber que fue de mí? 
Pero acabó. Terminó por fin, como si soltara todas las pesadas cargas de la vida. 

Una oscuridad absoluta, dormir sin sueños, un instante o eternamente. 
Un momento eterno. 

Me despertó la resplandeciente luz de una niña. 
Solo un chispazo cada tanto y entre uno y otro ella envejeció. Después fue otra mujer, otro tiempo de luz. Ángel es otro destello y es como un amigo, pero tampoco sabe nada de mí. Nadie me recuerda. Nadie lloró por mí. 

¿Pero quién es el chico de los rizos? Tiene el pelo como el bebé de Juana María.
Cuando mi padre me castigó, él era un chiquillo que gateaba.
Me gustaban sus mejillas con hoyuelos. 
Su madre, mi hermana mayor, tenía veinte años...


***

—¿Ya vas a decirme que fue lo que pasó? —preguntó Ángel, cuando salió del baño con la piyama puesta. Lo bueno de estar en su propia habitación es que ahí estaban de lo más cómodos.
Una semana viviendo juntos y Ángel flotaba. 

¿Lo malo? ¡No había nada malo! ¡Era genial! Misha era su amigo. Pasados los primeros días, comenzaron a hablar.

Excepto esa noche en la que Misha entró en una especie de shock. No hablaba, estaba en su cama, acostado en posición fetal, cubierto con el edredón esponjoso hasta las mejillas. Los ojos grandes, fijos. Casi sin parpadear. Reaccionó cuando Ángel le habló.

—¿Siempre supiste que había "esto" en tu casa?

Su voz era un susurro; apenas le escuchaba pero Ángel estaba muy cerca. 

Y la casa en absoluto silencio. Tan lejos de las grandes Avenidas de la Colonia, la suya era una calle solitaria tranquila. Sin vida nocturna. Sólo grandes y antiguas mansiones llenas de historia.

—¿Esto? ¿A qué te refieres? —preguntó Ángel sin entender.

—¡Tú los ves! ¡Tú ves a los fantasmas que están en esta casa!


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