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Separación


—¿Qué haces despierto a estás horas? —preguntó Sandra. 


***


Eran las dos de la mañana y sus planes de juerga se frustraron a causa de la incapacidad de Luciano de divertirse. Su marido solo podía pensar que los chicos estaban solos en casa y Sandra no logró redirigir esa obsesiva idea.

—No tienes nada de que preocuparte.

Pero Luciano sí que estaba agobiado por lo evidente a kilómetros de distancia; Misha también era gay. Y aunque sólo eran amigos, ¡carajo! Eran hombres adolescentes. El sexo, bien lo sabía Luciano, a esa edad... era solo cuestión de tiempo.

—Sí, es cierto —dijo Sandra, con paciencia. A veces ella lo sacaba de quicio con sus intentos de tranquilidad y a pesar de ello, se aferraba con todo a su esposa. Con nadie más hablaría del tema—. Pero suponiendo que tengas razón, ¿de verdad es tan malo?

Luciano no estaba seguro de qué cosa esperaba su esposa como respuesta a esa pregunta.
¿Sexo entre hombres?  ¡Claro que era malo! ¡Era peor!
Y no podía enojarse con su hijo por eso.

Entendió con tiempo y esfuerzo que no se tiene control sobre esas cosas. No era culpa de Ángel, no lo hacía por vicio ni por rebeldía. Aquéllo, era como ser disléxico o zurdo. Algo que va mal en algún momento, incluso antes de nacer o cuando era muy pequeño.

Y entonces evitaba ir más allá por esa línea de pensamiento, se detenía antes de comenzar a cuestionarse.
¿Hizo algo mal como padre? ¿En qué se equivocó? ¿Fue muy blando? ¿Pudo haber hecho a un hombre de verdad, en vez de a un marica, si hubiera trabajado menos, si hubiera ido a más partidos de fútbol con el niño, si Ángel hubiera tenido hermanos?

Las veces que se atrevía a dejar salir esas ideas, cada una afilada como navaja, se sentía el peor de los padres. Pero Sandra se mostraba comprensiva con él y le decía que ellos no tenían la culpa. Eran cosas de Dios o de la naturaleza.

—A lo mejor es cosa de los genes —decía ella.

De cierto modo, aquello tampoco era un consuelo.
¿Era un castigo de Dios? ¿Era hereditario? ¿Lo maricón se puede heredar? ¿Los genes homosexuales eran suyos o venían de la familia de Sandra?  Nadie podía decirlo con seguridad.

—Eso no importa, mi amor. No cambia nada. Ángel es un gran muchacho.

Y en eso, Luciano estaba de acuerdo. Su hijo era el tipo de chico del que cualquier padre se sentiría orgulloso; un buen estudiante, deportista y sin vicios.

Pero  eso no cambiaba nada. No soportaba la idea de Ángel y su amigo, teniendo relaciones homosexuales en su casa. No estaba listo para eso.

¡No! ¡No todavía! ¡Jamás! 

—Lo entiendo, mi cielo, pero tú también piensa Luciano, ¿acaso es mejor que lo hagan en la calle? ¿O en un sucio hotel? —La palabra sucio le hizo arrugar la nariz con repugnancia—. ¿Sabes a todo lo que se expone? ¿No es mejor que, tal vez, pasen tiempo en casa y...?

—¡No! ¡No puedo aceptar eso! ¡Aún es menor de edad! —Se levantó y bebió el último trago de su copa—. Sandra, en esto no voy a transigir. Vamos a casa, que no estoy tranquilo.

El dueño de la constructora  y jefe de Luciano se retiró poco antes, seguido de varios de sus empleados. Luciano y su esposa, de los primeros en abandonar la fiesta, una vez cumplido el compromiso social. 


***


—No tengo sueño.

Ángel ocupaba la misma silla de siempre en la cocina. Tenía un vaso de agua frente a él. Aún la misma ropa que usaba en la mañana y se veía ausente, demacrado, pálido, como si estuviera enfermo.

—¿Misha está dormido?

—Se fue.

"Pelearon", pensó Sandra, con aprensión. Pero no dijo nada y ni siquiera mudó su expresión, dado que su marido aún estaba por ahí, después de guardar el auto.
Sandra aferró el hombro de su hijo con fuerza, hablando así, en el lenguaje de apretar o dar una palmada. O un periodicazo en la cabeza. 

—Ve a dormir. Mañana... Al rato, vas a ir la escuela y.... Duerme. Es hora. 
Siguió a Luciano escaleras arriba. Ángel no respondió. Como autómata se levantó y caminó atrás de ellos.

Luciano recuperó su paz mental después de revisar la casa. La habitación de Ángel no olía a sexo, el no tenía cara de satisfacción, el otro chico no estaba en su casa y todo parecía estar bien en la vida.
Había un poco de desorden, objetos tirados en el corredor y papeles en el suelo en la habitación de Ángel, pero nada que lo perturbara demasiado. Sandra en cambió se preocupó. La mirada desolada de Ángel era demasiado para una simple pelea. "Terminaron", pensó.
Pero no quería mover el agua, limpia en la superficie, probablemente lodosa en el fondo.

Al día siguiente descubriría que pasó.

Al despertar y levantarse aprisa para atrapar a su hijo en la cama, la encontró vacía.

Y fría.

Ángel no estaba en casa.

***

La noche anterior

Misha permaneció en la calle un rato largo. A punto estuvo de empezar a caminar, en cualquier dirección. No llevaba nada consigo; ni dinero ni celular. No hubo tiempo de tomar ninguna de sus pertenencias. No creía que fuera seguro entrar.  Y Ángel no salía.

Encontró asiento en la jardinera del árbol de los vecinos. Decidió esperar ahí a que algo sucediera. 

El portón automatizado se abrió tiempo después. Era Ángel sacando su auto. Las luces de la casa estaban encendidas y todo se veía tranquilo de nuevo.

Ángel hizo un gesto. Misha corrió, subió al auto y agradeció para sí.
La enorme sensación de vulnerabilidad; solo en medio de la noche, en la calle, sin nada en las bolsas le abandonaba poco a poco con cada respiración. Ya dentro del auto, se permitió desmoronarse un poco, temblar, abrazarse a sí mismo. Estaba a salvo de nuevo, con Ángel otra vez, que conducía en silencio.

Pasado un tiempo, se dio cuenta de que tomaba el mismo camino de su casa, en Tlahuac.

—¿A dónde vamos? ¿Ángel?

Al tocarlo percibió que seguía frío, como cuando estuvieron en la habitación. Temblaba tanto como él. Parecía perdido. Distante.

—Ángel, por favor, detente.

Pasaron frente a un hospital. Ángel en realidad no podía más. Se estacionó ahí esperando no ser molestados. Tal vez los confundirían con familiares de un paciente. Si lloraban, nadie pensaría mal de ellos. Al apagar el motor, Ángel se derrumbó en el volante. Aunque no derramaba lágrimas, se estaba cayendo a pedazos.

Misha lo abrazó. También necesitaba algo a lo que aferrarse.

Algún tiempo después, Ángel fue capaz de hablar.

—Voy a llevarte a tu casa.

—¿Por qué?

—Esa cosa no te va a dejar en paz.

—¡Vamos Ángel, sólo es un espíritu atrapado!

El chico negó. Misha comenzó a asustarse. La resolución en la mirada de su novio era casi igual a la que tenía cuando lo llevó al hospital. Cuando algo se le metía en la cabeza, nada ni nadie podía hacerlo cambiar de opinión.

—Tú no vas a volver ahí.

—¿Me estás corriendo de tu casa?

Ángel asintió. Tomó el volante y condujo, sin apartar las manos del volante o la mirada de la avenida. Llegaron en poco más de media hora, silenciosa y pesada.

Misha intentó hablar otra vez con Ángel, pero estaba totalmente cerrado a la discusión.

—Mañana te traigo tus cosas —. Salió del auto, abrió la cajuela y esperó. Misha tomó su mochila y se la colgó al hombro. Afortunadamente tenía ropa en casa de su padre.

—¡Ángel, estás exagerando! Está bien si ya no me quieres en tu casa, pero por favor...

Pero el muchacho no lo miraba. Estaba serio, vagaba la mirada al final de la calle, donde algunas farolas apagadas crearon zonas de intensa oscuridad. Tan tarde, en una colonia desconocida. En otro momento quizás hubiera tenido miedo.

Pero no sentía nada. Era como si le hubieran arrancado todo el sistema nervioso. Ni siquiera tenía frío.

—Es mejor que no nos veamos más.

Misha lo miró, sorprendido. Y dolido,

—¿Me estás dejando? —Pero era obvio que algo así tenía que pasar. Para Ángel, era bastante difícil cualquier cosa que tuviera que ver con el tema de los fantasmas. Seguro que no quería un novio que pudiera verlos. No quería lidiar con un testigo de semejante zafarrancho que los muertos montaron en su casa. Pero no era culpa de Misha, él no lo hizo a propósito. 
Era injusto. 

—¡Ángel, por favor! Hablemos.

—No hay nada que hablar Misha. Aléjate de mí. Nunca vuelvas a hablarme.

El chico quería llorar. ¿Cómo terminó aquello siendo su culpa? ¿Por que lo terminaba? ¿Qué hizo mal?

—Ángel...

El aludido negó, cerró el porta equipajes con tanta fuerza que el auto se sacudió. Murmuró un lo siento y entró a su auto. Esperó con el motor en marcha, sin mirar a Misha hasta que él entró a su casa y se alejó con un rechinido de los neumáticos.

La casa de Misha estaba a oscuras. Se dirigió a su habitación, cerró la puerta, aturdido.

El dolor sordo en la cabeza, de llanto atrapado, aumentó gradualmente. Y con la garganta cerrada, el peso en el pecho y esa sensación incómoda en el rostro, pensó que no iba a poder dormir. El malestar y el dolor no desaparecieron, ni siquiera cuando, mucho tiempo después, el sueño lo venció.

Sabía que no iba a levantarse a tiempo para llegar a la escuela. Además del susto y de la perspectiva de no volver a ver a Ángel, se sentía humillado, lanzado sin apelación de un sitio que empezaba a considerar un hogar.
Sacado a la calle como un gato que estorba.

"Aceptar ayuda tiene eso", pensó. La ira, la vergüenza y la humillación germinaban. "Te la pueden quitar cuando se les antoja".

Su padre tenía razón. Era mejor atenerse a los propios medios.

Lo bueno de la rabia es que incinera la tristeza y mientras las horas pasaban, más se enojaba y menos triste se sentía.

Nunca pensó que Ángel lo trataría así.




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