Prisión de luz
—¡Tú, que desde las sombras crees ser el dueño de este lugar, manifiéstate! —gritó Mina. Su voz era un rugido. Un sonido desagradable que la pareja presente, tomada de las manos, hubiera querido silenciar. Pero mientras el eco aún rebotaba en las paredes, el espacio en el suelo que Mina y los Var delimitaron con doce gruesas veladoras negras que apestaban a cebo y que emitían un humo asfixiante, se llenó de vapor grisáceo.
Lentamente la forma de ese al que nadie en esa casa deseaba ver otra vez ocupó ese lugar.
—Di tu nombre —ordenó Mina con toda la autoridad. La figura apuraba en dar forma a sus últimos detalles; pelo brotó como borbotón y cayó sobre sus orejas a mechones, blanco y despeinado. Sus ojos brillaron como los de un animal en la noche antes de tornarse negros y en sus manos se formaron dedos que al momento se enroscaron, como las garras de un zopilote. En una de ellas sostenía un látigo o algún instrumento poco visible para golpear.
El espectro, con una de esas voces de viejos, cascada por la edad y profunda por la muerte habló, obligado a hacerlo por la voluntad de la mujer que lo había conjurado.
—Vicente José Landa de Sotomonteros Ibañuela —respondió confundido.
—¿Por qué estás aquí?
El espectro miraba a los lados con los ojos enloquecidos. Se daba cuenta por primera vez que estaba atrapado en un espacio pequeño de paredes invisibles pero reales, una prisión construida para él por un poder desconocido
Ni Sandra ni Luciano tenían experiencia tratando con ese tipo de eventos; esqueletos en el sótano, un espectro horroroso frente a ellos, veladoras que escurrían y llenaban de cera el piso. Sandra no sabía si sentir más horror por los acontecimientos o por el piso de madera quemado, las marcas que quedarían permanentes. Tendrían que cambiarlo y...
—¡Deja de pensar en el piso! —su marido la regresó al presente oprimiendo su mano.
—¿Cómo sabes qué pienso? —Ella susurró abriendo mucho los ojos. Luciano enfatizó las palabras para que su esposa las leyera, más que las escuchara. "Te conozco", dijo y le sonrio. Con esa sonrisa afianzó su vínculo de pareja que mucho necesitaban en ese instante.
El espectro prisionero se estremecía, miraba enfurecido y atemorizado a los tres de más alla del circulo de luz que lo rodeaba.
—¡Para qué me preguntas, vieja, si tú has me ha metido en este hueco!
—¡Y ahi vas a quedarte hasta que me digas! ¿Qué hiciste con tus hijos?
—¡Yo no tengo hijos! —Furioso, elevó la voz. Las velas crecieron sus flamas casi treinta centímetros, deteniendo con fuego el avance agresivo del anciano. Aquello le hizo encoger como si tuviera miedo—. Todos murieron cuando eran pequeños. ¡No tengo! No...
—¡Mientes! Te ordeno que digas la verdad ¿Qué pasó con tu hija?
Los ojos del espectro se desorbitaron de rabia.
—¡Nada hice! ¡Perdida! ¡Disoluta! —Por momentos la figura fantasmal se desvanecía y su voz se hacía lejana. Quería desaparecer. Perderse en la oscuridad eterna que en nada se parecía a la paz eterna, pero que era mejor que el fuego de centro negro que lo mantenía prisionero. Las flamas subían con toda potencia o bajaban despacio, según las intenciones del espectro de atacar o huir.
—¿Que pasó con el pequeño, su hijo, el que apenas era un bebé? ¿Qué hiciste con él?
El anciano escondió la mirada y se encorvó. Quizas hubiera movido a la compasión a cualquiera. Pero Mina no sentía nada más que despreció por ese ser maldito.
—¡Habla!
La vida tiene fuerza, voluntad y poder. Nada de eso queda ya para los que han dejado su cuerpo. El espectro habló aunque de haber podido escoger, hubiera guardado silencio.
—Está en... ¡Era el fruto de su pecado! Una vergüenza. ¡Ni siquiera le importó a la casquivana que lo abandonó!
—¿Qué hiciste con él?
—Lo tiré al aljibe.
—¡Bastardo! ¿Lo ahogaste?
—No. La seca lo tenía vacío. La caída habrá terminado con él.
—¡Dónde estaba el aljibe —preguntó Sandra, alarmada por esa información, temerosa ante la posibilidad de encontrarse con más esqueletos de niños en su casa.
—Fuera de la cocina de la casa de la servidumbre.
—¡Es nuestra casa! —susurró Sandra.
—Hay que cavar ahí —susurró Luciano—. ¿Mina?¿Deberíamos?
—Para traer paz a ese inocente. Si.
—Pero lo no me explico es porqué algunos fantasmas se quedan y otros no. ¿Por qué mi suegra no está por ahí de traviesa, jalándonos las patas?
Fue el turno de Sandra de llamar su atención con un buen tirón de mano.
—¡Oye! ¡Mi madre era una santa!
—No estoy hablando mal de ella. Pero seguramente el bebé también era un angelito. ¿Por qué se quedó atrapado?
—Por que el dolor y el miedo se queda en las paredes. Pero el amor tiene sus propias alas. Todo el que muere con angustia, con odio, corre el riesgo de no seguir adelante. ¿Cómo murió su madre?
—Abrazada de su adorado nieto. Y se despidió de toda su familia.
—¿Murio en paz?
—Ángel dice que si.
—Ella soltó la vida y siguió adelante.
—¿Fue al cielo?
Mina sonrió pero su mirada no contenía ni un ápice de alegría.
—Cada uno, a lo que le toca. Si le gustan la historias de nubes y puertas doradas, dele por ahí, que a nadie le hace usted daño pensando esas tarugadas —terminó entre risitas secas. Al mirar al fantasma inquieto que la observaba con miedo, apartó cualquier amabilidad de su voz. Para él, no había compasión.
—¿Qué pasó con tu hijo varón? ¿Qué le hiciste?
—¡Lo aparté del pecado! ¡Lo encerré para que pudiera tener un tiempo con su conciencia! ¡Y que se diera cuenta de cuan repugnante era a los ojos de Dios!
—¿Cuánto tiempo lo encerraste?
—¡El necesario! ¡Hasta que encontrara la absolución!
—¿Cuánto tiempo?
—¡Su pecado no tenía perdón! ¡Vicioso! ¡Bestia! ¡Dándose como una mujer a un mestizo! ¡Encerrado, si! ¡Así se purificó!
—Lo dejaste morir de hambre —escupió Mina.
—¡No! ¡No! —el anciano fantasma negó y sus ojos negros se agrandaron— ¡Él está en Europa! ¡Se fue de viaje! ¡Todos lo sabían! ¡Solo a mi me escribe! ¡Solo a mí!
No era difícil deducir la tragedia. El viejo encerró a su hijo y lo olvidó.
Y a todos les dijo que viajó a Europa y sostuvo la mentira tal vez meses o años. Nadie supo que pasó con el muchacho.
No se atrevió a sacarlo nunca.
—Nadie se dio cuenta de que él estaba aquí. ¿Pero cómo? ¿Que hiciste para que nadie escuchara sus gritos de hambre y de desesperación?
—Corri a todos, cerré la finca después de ejecutar a ese mestizo repugnante. Volví a Guadalajara con mi hermano. Regresé unos años después, una vez que se dejó de hablar de eso.
—¿Qué hiciste con ese muchacho mestizo del que hablas?
—¡Lo colgué como a un cerdo! —dijo con maldad— ¡Lo azoté hasta que se me cansó el brazo y lo colgué del cuello. ¡Ahí se quedó alimentando a los zopilotes!
Sandra comenzó a llorar. Luciano, que a medida que avanzaba el cruel relato se había acercado más y más a su mujer, terminó por abrazarla. Él también hubiera podido llorar, exceptuando por el hecho de que los hombres no lloran.
—¿Qué pasó con los restos? ¿Qué hicieron con los huesos?
—La mestiza de su madre alborotó a la gente y se atrevió a traer al párroco. Pero no cedí ni un poco. Órdene a mis hombres que bajaran lo que quedó. Lo enterraron sin cruz, debajo de ese mismo árbol. ¡En tierra sin bendecir, para que jamás entre al cielo!
Asco y horror era lo único que sentían los tres que escuchaban la historia.
—¿Cómo moriste? —preguntó Mina. Sudorosa, sus fuerzas se agotaban. No les quedaba mucho tiempo. Ella no les había explicado que al consumirse las velas el espectro quedaría libre. Y que tal vez estaría enojado. De la cera, quedaba poco. Apenas para unas cuantas preguntas más.
—La guerra estalló. Las calles se teñían de sangre. Yo me escondí aquí, en esta casa. Hay una pared falsa. Y entré ahí porque me buscaban. Querían acabar con todo. Pero ya no pude salir.
—¿Te moriste de hambre?
—No, faltaba el aire, se agotó la vela que llevaba, me dio sueño. No recuerdo nada más.
Una de las velas crepitó. Era increible la velocidad a la que se consumía la cera. Mina, alarmada, advirtió al matrimonio.
—¡Tenemos que salir ahora!
Luciano espero que ambas mujeres salieran. Con los pasos vacilantes de las piernas viejas de Mina, optó por cargarla para subir la escalera de aquel sótano de terror, rogando por que la madera aguantara el peso doble. Sandra salió sin mirar atrás y siguió su carrera al patio y a la calle. Misha y Ángel, muy demacrado todavía, los esperaban en su auto.
Comenzaron a escucharse ruidos ya conocidos por todos. Pero Luciano salió justo a tiempo, antes de que estallara una fuerza increíble. Un temblor de tierra, un viento fuerte y un alarido acompañaron la salida del hombre que cargaba con esfuerzos a una anciana risueña.
—¡Eso fue divertido! Vámonos. Demos tiempo a que se calme.
—¿Que debemos hacer ahora?
—Pueden buscar otra casa donde vivir. O encontrar todos los restos y ponerlos a reposar como Dios manda. Ángel —le sonrió al muchacho que nunca había visto, pero al que conocia muy bien—. Ya eres libre del acuerdo que hiciste. Y cómo a eso vine y ya lo hice, ya me voy. Tu sabrás si le das libertad o no a las sombras que están atrapadas aquí.
Ahora, se un buen chico y llévame a mi casa.
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